Decimoséptima carta. Sobre el infinito y sobre la cronología
El laberinto y el abismo del infinito es también una nueva carrera recorrida por Newton, y a él le debemos el hilo con el que guiarnos.
Descartes vuelve a ser también su precursor en esa asombrosa novedad; iba a grandes zancadas en su geometría hacia el infinito, pero se detuvo al bordo de él. El Sr. Wallis, hacia mediados del siglo pasado, fue le primero que redujo una fracción, por una división perpetua, a una serie infinita.
Milord Brounker se sirvió de esa serie para cuadrar la hipérbole.
Mercator publicó una demostración de esa cuadratura. Fue poco más o menos en esa época cuando Newton, a la edad de veintitrés años, había inventado un método general para hacer sobre todas las curvas lo que se acababa de intentar sobre la hipérbole.
Es ese método de someter por doquier el infinito al cálculo algebraico, que se llama cálculo diferencial y cálculo integral. Es el arte de numerar y medir con exactitud aquello de lo que no se puede siquiera concebir la existencia.
En efecto, ¿no creeréis que se burlan de vosotros cuando os dicen que hay líneas infinitamente grandes que forman un ángulo infinitamente pequeño?
¿Que una recta que es recta en tanto que es finita, cambiando infinitamente poco de dirección, se convierte en curva infinita: que una curva puede llegar a ser infinitamente menos curva?
¿Que hay cuadrados de infinito, cubos de infinito e infinitos de infinito, cuyo penúltimo no es nada en relación al último?
Todo eso, que parece en primer término el exceso de la sinrazón, es, en realidad, el esfuerzo de la agudeza y de la extensión del espíritu humano, y el método de encontrar verdades que eran entonces desconocidas.
Este edificio tan audaz está además fundado sobre ideas sencillas. Se trata de medir la diagonal de un cuadrado, de obtener el área de una curva, de encontrar la raíz cuadrada de un número que no la tiene en la aritmética ordinaria.
Y, después de todo, tantos órdenes de infinitos no deben sublevar más la imaginación que esa proposición tan conocida de que entre un círculo y una tangente siempre se pueden hacer pasar curvas; o esa otra de que la materia es siempre divisible. Estas dos verdades están desde hace mucho tiempo demostradas y no son más comprensibles que las otras.
Se ha disputado mucho tiempo a Newton la invención de ese famoso cálculo. El Sr. Leibniz ha pasado en Alemania por el inventor de las diferencias que Newton llama fluxiones, y Bernouilli ha reivindicado el cálculo integral; pero el honor del primer descubrimiento sigue siendo de Newton, y queda para los otros la gloria de haber hecho dudar entre ellos y él.
Del mismo modo se disputó a Harvey el descubrimiento de la circulación de la sangre; a el Sr. Perrault, el de la circulación de la savia. Hartsoeker y Leuvenhoek se han disputado el honor de haber visto en primer lugar los pequeños gusanillos de que estamos hechos. Ese mismo Hartsoeker disputó al Sr. Huyghens la invención de una nueva manera de calcular el alejamiento de una estrella fija. No se sabe todavía qué filósofo encontró el problema de la ruleta.
Sea como fuere, es por medio de esta geometría del infinito como Newton ha alcanzado los más sublimes descubrimientos.
Me queda por hablaros de otra obra, más accesible al género humano, pero que exhibe también ese espíritu creador que Newton aportaba a todas sus investigaciones; se trata de una cronología completamente nueva, pues, en todo lo que emprendía, era preciso que cambiase las ideas aceptadas por los otros hombres.
Acostumbrado a desbrozar el caos, ha querido aportar al menos cierta luz en el de esas fábulas antiguas confundidas con la historia y fijar una cronología incierta. La verdad es que no hay familia, ni ciudad, ni nación que no intente hacer retroceder su origen; además, los primeros historiadores son los más negligentes en marcar las fechas; los libros eran mil veces menos comunes que hoy; por consiguiente, estando menos expuestos a la crítica, se engañaba al mundo más impunemente; y, puesto que evidentemente se han supuesto hechos, es bastante probable que también se hayan supuesto fechas.
En general, pareció a Newton que el mundo era quinientos años más joven de lo que las cronologías dicen; funda su idea sobre el curso ordinario de la naturaleza y sobre las observaciones astronómicas.
Se entiende aquí por el curso de la naturaleza el tiempo de cada generación de hombres. Los egipcios fueron los primeros que se sirvieron de esa manera incierta de contar. Cuando quisieron escribir los comienzos de su historia, contaban trescientas y una generaciones desde Menes hasta Sethon; y, no teniendo fechas fijas, evaluaron cada tres generaciones en cien años. Así, contaban del reino de Menes al de Sethon once mil trescientos cuarenta años.
Los griegos, antes de contar por olimpíadas, siguieron el método de los egipcios, e incluso extendieron un poco la duración de las generaciones, llevando cada generación hasta los cuarenta años.
Ahora bien, en esto, los egipcios y los griegos se engañaron en su cálculo. Es muy cierto que, según el curso ordinario de la naturaleza, tres generaciones suponen alrededor de cien o ciento veinte años; pero no es muy común que tres reinos duren ese número de años. Es muy evidente que, en general, los hombres viven más tiempo del que reinan los reyes. De este modo, un hombre que quiera escribir historia sin tener fechas precisas, y que sepa que hubo nueve reyes en una nación, se equivocará mucho si cuenta trescientos años para esos nueve reyes. Cada generación es de alrededor de treinta y seis años; cada reino es de alrededor de veinte, el uno por el otro, tomad los treinta reyes de Inglaterra, desde Guillermo el Conquistador hasta Jorge I; han reinado seiscientos cuarenta y ocho años, lo que, repartido entre los treinta reyes, da a cada uno veintiún años y medio de reinado. Sesenta y tres reyes de Francia han reinado, el uno por el otro, cada uno poco más o menos veinte años. He aquí el curso ordinario de la naturaleza. Luego los antiguos se han engañado cuando han igualado, en general, la duración de los reinos y la duración de las generaciones; luego han contado demasiado; luego hay que cortar un poco de su cálculo.
Las observaciones astronómicas parecen prestar todavía mayor socorro a nuestro filósofo; se muestra más fuerte combatiendo sobre su terreno.
Sabéis, señor, que la tierra, además de su movimiento anual que la arrastra alrededor del sol de Occidente a Oriente en el espacio de un año, tiene todavía una revolución singular, completamente desconocida hasta estos últimos tiempos. Sus polos tienen un movimiento muy lento de retrogradación de Oriente a Occidente, que hace que cada día su posición no responda precisamente a los mismos puntos del cielo. Esta diferencia, insensible en un año, llega a hacerse bastante fuerte con el tiempo y, al cabo de setenta y dos años, se halla que la diferencia es de un grado, es decir, de la trescientos sesenteava parte de todo el cielo. Así, después de setenta y dos años, el coluro del equinoccio de primavera, que pasaba por un fijo, responde a otro fijo. De ahí viene que el sol, en lugar de estar en la parte del cielo en que estaba el Carnero en tiempos de Hiparco, resulta responder a la parte del cielo donde está el Toro, y los Gemelos están en el sitio donde el Toro estaba entonces. Todos los signos han cambiado de sitio; sin embargo, conservamos siempre la manera de hablar de los antiguos; decimos que el sol está en el Carnero en primavera, por la misma condescendencia por la que decimos que el sol gira.
Hiparco fue el primero entre los griegos que advirtió ciertos cambios en las constelaciones con relación a los equinoccios, o, más bien, que los aprendió de los egipcios. Los filósofos atribuyeron ese movimiento a las estrellas; pues entonces se estaba muy lejos de imaginar tal revolución en la tierra: se la creía inmóvil en todos los sentidos. Crearon, pues, un cielo en el que sujetaron todas las estrellas, y dieron a ese cielo un movimiento particular que le hacía avanzar hacia Oriente, mientras que todas las estrellas parecían hacer su ruta diaria de Oriente a Occidente. A este error añadieron un segundo mucho más esencial; creyeron que el pretendido cielo de las estrellas fijas avanzaba hacia Oriente un grado cada cien años. De este modo, se engañaron en su cálculo astronómico tanto como en su sistema físico. Por ejemplo, un astrónomo hubiera dicho entonces: «El equinoccio de primavera ha sido, en el tiempo de tal observador, en tal signo, en tal estrella; ha hecho dos grados de camino desde ese observador hasta nosotros; ahora bien, dos grados valen doscientos años; luego ese observador vivía doscientos años antes que yo.» Es seguro que un astrónomo que hubiese razonado así se habría engañado justamente en ciencuenta y cuatro años. He aquí por qué los antiguos, doblemente engañados, compusieron su gran año del mundo, es decir la revolución de todo el cielo, de alrededor de treinta y seis mil años. Pero los modernos saben que esa revolución imaginaria del cielo de las estrellas no es otra cosa que la revolución de los polos de la tierra, que se efectúa en veinticinco mil novecientos años. Bueno será hacer notar aquí, de pasada, que Newton, al determinar la figura de la tierra, ha explicado muy felizmente la razón de esa revolución.
Establecido todo esto, queda, para fijar la cronología, ver por cuál estrella el coluro del equinoccio corta hoy la eclíctica en primavera y averiguar si se encuentra algún antiguo que nos haya dicho en qué punto la eclíctica era cortada en su tiempo por el mismo coluro de los equinoccios.
Clemente de Alejandría refiere que Quirón, que era de la expedición de los Argonautas, observó las constelaciones en tiempos de esa famosa expedición, y fijó el equinoccio de primavera en medio del Carnero, el equinoccio de otoño en medio de la Balanza, el solsticio de nuestro verano en medio de Cáncer, y el solsticio de invierno en medio del Capricornio.
Mucho tiempo después de la expedición de los Argonautas y un año antes de la guerra del Peloponeso, Me-tón observó que el punto del solsticio del verano pasaba por el octavo grado de Cáncer.
Ahora bien, cada signo del Zodíaco es de treinta grados. En tiempos de Quirón, el solsticio estaba en la mitad del signo, es decir, en el quinceavo grado; un año antes de la guerra del Peloponeso estaba en el octavo: luego había retrocedido siete grados. Un grado vale setenta y dos años; luego del comienzo de la guerra del Peloponeso a la empresa de los Argonautas no hay más que siete veces setenta y dos años, que hacen quinientos cuatro años, y no setecientos años, como decían los griegos. Así, comparando el estado del cielo hoy con el estado que había entonces, vemos que la expedición de los Argonautas debe situarse novecientos años antes de Jesucristo, y no alrededor de mil cuatrocientos años; y, por consiguiente, el mundo es alrededor de quinientos años menos viejo de lo que se pensaba. De igual modo, todas las épocas se han acercado, y todo se ha hecho más tarde de lo que dicen. No sé si este sistema ingenioso hará una gran fortuna, y si querrán resolverse, sobre estas ideas, a reformar la cronología del mundo52; puede que los sabios encontrasen que sería demasiado conceder a un mismo hombre el honor de haber perfeccionado juntamente la física, la geometría y la historia; eso sería una especie de monarquía universal, a la que el amor propio se doblega malamente. También, al mismo tiempo que muy grandes filósofos le atacaban por la atracción, otros combatían su sistema cronológico. El tiempo, que debería hacer ver a quién se debe la victoria, no hará quizá más que dejar la disputa aún más indecisa.