Dieciseisava carta. Sobre la óptica del Sr. Newton
Un nuevo universo ha sido descubierto por los filósofos del último siglo, y ese mundo nuevo era tanto más difícil de conocer cuanto que ni siquiera se sospechaba que existiese. Parecía a los más sabios que era una temeridad atreverse solamente a soñar que pudiera adivinarse por qué leyes se mueven los cuerpos celestes y cómo actúa la luz.
Galileo, por sus descubrimientos astronómicos, Ke-pler, por sus cálculos, Descartes, por lo menos en su dióptrica, y Newton, en todas sus obras, han visto la mecánica de los resortes del mundo. En la geometría, han doblegado lo infinito al cálculo. La circulación de la sangre en los animales y de la savia en los vegetales ha cambiado para nosotros la naturaleza. Una nueva manera de existir le ha sido dada a los cuerpos en la máquina neumática. Los objetos se han acercado a nuestros ojos con la ayuda de los telescopios. Finalmente, lo que Newton ha descubierto sobre la luz es digno de todo lo que la curiosidad de los hombres podía esperar de más audaz, después de tantas novedades.
Hasta Antonio de Dominis, el arco iris había parecido un milagro inexplicable; este filósofo adivinó que era un efecto necesario de la lluvia y del sol51. Descartes hizo inmortal su nombre por la explicación matemática de este fenómeno tan natural; calculó las reflexiones de la luz en las gotas de lluvia, y esta sagacidad tuvo entonces algo de divino.
Pero ¿qué hubiera dicho si se le hubiera hecho conocer que se engañaba sobre la naturaleza de la luz; que no tenía ninguna razón en asegurar que se trataba de un cuerpo globuloso; que es falso que esta materia, extendiéndose por todo el universo, no espera, para ser puesta en acción, más que a ser impulsada por el sol, tal como un largo bastón que actúa en una punta al ser impulsado por la otra; que es muy cierto que es lanzada por el sol, y que finalmente la luz se transmite del sol a la tierra en cerca de siete minutos, aunque un obús de cañón, conservando siempre su velocidad, no pueda hacer ese camino más que en veinticinco años?
¡Cuál hubiese sido su asombro si se le hubiese dicho: «Es falso que la luz se refleje directamente rebotando sobre las partes sólidas del cuerpo; es falso que los cuerpos son transparentes cuando tienen poros anchos; y vendrá un hombre que demostrará esas paradojas y que anatomizará un solo rayo de luz con más destreza que el más hábil artista diseca el cuerpo humano!»
Ese hombre ya ha llegado. Newton, con la sola ayuda del prisma, ha demostrado a los ojos que la luz es un amasijo de rayos coloreados, que, todos juntos, dan el color blanco. Un solo rayo es dividido por él en siete rayos, que vienen todos a disponerse sobre un lienzo o un papel blanco en su orden, uno encima de otro y a distancias desiguales. El primero es color de fuego; el segundo, limón; el tercero, amarillo; el cuarto, verde; el quinto, azul; el sexto, índigo; el séptimo, violeta. Cada uno de esos rayos, tamizado después por otros cien prismas, no cambiará nunca el color que lleva, lo mismo que un oro purificado no cambia ya en los crisoles. Y, para redundancia de prueba de que cada uno de esos rayos elementales lleva en sí lo que forma su color a nuestros ojos, tomad un pedacito de madera amarilla, por ejemplo, y exponedlo al rayo color de fuego: esa madera se tiñe al instante de color de fuego; exponedle al rayo verde: toma el color verde; y así en adelante.
¿Cuál es, pues, la causa de los colores en la naturaleza? Nada más que la disposición de los cuerpos para reflejar los rayos de un cierto orden y absorber todos los demás. ¿Cuál es esta secreta disposición? Él demuestra que es únicamente el espesor de las partecitas constituyentes de las que un cuerpo está compuesto. Y ¿cómo se hace esta reflexión? Se pensaba que era porque los rayos rebotaban, como una bala, sobre la superficie de un cuerpo sólido. Nada de eso; Newton enseña a los filósofos asombrados que los cuerpos no son opacos más que porque sus poros son anchos, que la luz se refleja para nuestros ojos desde el seno de esos mismos poros, que, cuanto más pequeños son los poros de un cuerpo, más transparente es dicho cuerpo: así el papel, que refleja la luz cuando está seco, la transmite cuando está aceitado, porque el aceite, llenando sus poros, los vuelve mucho más pequeños.
De este modo, examinando la extremada porosidad de los cuerpos, cada parte con sus poros, y cada parte de cada parte con los suyos, es preciso ver que no se puede estar en absoluto seguro de que haya una pulgada cúbica de materia sólida en el universo; ¡hasta tal punto nuestro espíritu está alejado de concebir lo que es la materia!
Habiendo descompuesto así la luz, y habiendo llevado la sagacidad de sus descubrimientos hasta demostrar el medio de conocer el color compuesto por sus colores primitivos, él hizo ver que esos rayos elementales, separados por medio de un prisma, no se disponen en su orden más que porque son refractados en ese mismo orden; y es esa propiedad, desconocida hasta él, de romperse en esa proporción, es esa refracción desigual de los rayos, ese poder de refractar el rojo menos que el color anaranjado, etcétera..., lo que llama refrangibilidad.
Los rayos más reflectables son los más refrangibles; de aquí es preciso deducir que el mismo poder causa la reflexión y la refracción de la luz.
Tantas maravillas no son más que el comienzo de sus descubrimientos; ha encontrado el secreto de ver las vibraciones y las sacudidas de la luz, que van y vienen sin fin, y que trasmiten la luz o la reflejan según el espesor de las partes que se encuentran; se ha atrevido a calcular el espesor de las partículas del aire necesario entre dos vidrios puestos uno sobre otro, el uno plano, el otro convexo por un lado, para operar tal trasmisión o reflexión, y para hacer tal o tal color.
De todas estas combinaciones encuentra en qué proporción la luz actúa sobre los cuerpos y los cuerpos actúan sobre ella.
Ha visto tan bien la luz que ha determinado hasta qué punto el arte de aumentar y de ayudar nuestros ojos con telescopios debe limitarse.
Descartes, por una noble confianza bien disculpable en el ardor que le daban los comienzos de un arte casi descubierto por él, esperaba ver en los astros, con anteojos de largo alcance, objetos tan pequeños como los que se disciernen sobre la tierra.
Newton ha mostrado que no se pueden perfeccionar más los anteojos, a causa de esa refracción y de esa misma refrangibilidad que, al acercarnos los objetos, apartan demasiado los rayos elementales; ha calculado, en esos vidrios, la proporción del apartamiento de los rayos rojos y los rayos azules; y, llevando la demostración a cosas de las que ni siquiera se suponía la existencia, examina las desigualdades que produce la figura del vidrio y la que hace la refrangibilidad. Encuentra que, siendo el vidrio objetivo del anteojo convexo por un lado y plano por el otro, si el lado plano está vuelto hacia el objeto, el defecto que proviene de la construcción y de la posición del vidrio es cinco mil veces menor que el defecto que proviene de la refrangibilidad; y que así no es la figura de los vidrios lo que hace que no se pueda perfeccionar el anteojo de largo alcance, sino que hay que referirse a la materia misma de la luz.
He aquí la razón por la que inventó un telescopio que muestra los objetos por reflexión, y no por refracción, liste nuevo tipo de anteojo es muy difícil de hacer y no es de uso cómodo; pero se dice en Inglaterra que un telescopio de reflexión de cinco pies hace el mismo efecto que un anteojo de cien pies.