Séptima carta. Sobre los socinianos, o arríanos, o antritinitarios
Hay una pequeña secta compuesta de eclesiásticos y de algunos seglares muy sabios, que no toman ni el nombre de arríanos ni el de socinianos, pero que no están en absoluto de acuerdo con la opinión de San Atanasio sobre el tema de la Trinidad23, y que os dicen claramente que el Padre es más grande que el Hijo.
¿Recordáis a cierto obispo ortodoxo que, para convencer a un emperador de la consubstanciación, se dedicó a coger al hijo del emperador por debajo de la barbilla y a tirarle de la nariz en presencia de su sagrada majestad? El emperador iba a enojarse contra el obispo, cuando el buen hombre le dijo estas bellas y convincentes palabras: «Señor, si vuestra majestad monta en cólera porque se falte el respeto a vuestro hijo, ¿cómo pensáis que Dios Padre tratará a los que rehusan a Jesucristo los honores que le son debidos?». Las gentes de las que os hablo dicen que el santo obispo estaba muy equivocado, que su argumento distaba mucho de ser concluyente, y que el emperador debía responderle: «Sabed que hay dos formas de faltarme al respeto: la primera, no rendir bastante honor a mi hijo, y la segunda, tributarle tanto como a mí».
Sea como fuere, el partido de Arrio comienza a revivir en Inglaterra, tanto como en Holanda y en Polonia. El gran señor Newton hacía a esta opinión el honor de favorecerla; este filósofo pensaba que los unitarios razonaban más geométricamente que nosotros. Pero el más ilustre patrón de la doctrina arriana es el ilustre doctor Clar-ke. Este hombre es de una virtud rígida y de un carácter suave, más amante de sus opiniones que apasionado por hacer prosélitos, únicamente ocupado de cálculos y demostraciones, una verdadera máquina de razonamientos.
Es el autor de un libro bastante poco entendido, pero estimado, sobre la existencia de Dios y de otro, más inteligible, pero bastante despreciado, sobre la verdad de la religión cristiana.
No se ha enzarzado en las hermosas disputas escolásticas, que nuestro amigo24 llama venerables trabalenguas; se ha contentado de hacer imprimir un libro que contiene todos los testimonios de los primeros siglos por y contra los unitarios, y ha dejado al lector el cuidado de contar los votos y juzgar. Este libro del doctor le ha traído muchos partidarios, pero le ha impedido ser Arzobispo de Cantorbery; creo que el doctor se ha equivocado en su cálculo y que vale más ser Primado de Inglaterra que cura arriano.
Ya veis que revoluciones suceden tanto en las opiniones como en los imperios. El partido de Arrio, tras trescientos años de triunfo y doce siglos de olvido, renace finalmente de sus cenizas; pero se equivoca de época al reaparecer en una era en que el mundo está harto de disputas y de sectas. Esta es todavía demasiado pequeña para obtener la libertad de las asambleas públicas; la obtendrá, sin duda, si llega a ser más numerosa; pero se es tan tibio ahora sobre esto que apenas hay posibilidades de hacer fortuna para una religión nueva o renovada: ¿no es una cosa divertida que Lutero, Calvino, Zwinglio, todos ellos escritores ilegibles, hayan fundado sectas que se reparten Europa, que el ingorante Mahoma haya dado una religión a Asia y África, y que los señores Newton, Clarke, Locke, Le Clerc, etc., los mayores filósofos y las mejores plumas de su tiempo, hayan podido apenas establecer un pequeño rebaño que incluso disminuye todos los días?
Ahí veis lo que supone venir al mundo a tiempo. Si el Cardenal de Retz25 reapareciese hoy, no amotinaría ni a diez mujeres en París.
Si Cromwell renaciese, él, que hizo cortar la cabeza a su rey y se proclamó soberano, sería un simple comerciante en Londres.