Quinceava carta. Sobre el sistema de la atracción
Los descubrimientos del caballero Newton, que le han ganado una reputación tan universal, se refieren al sistema del mundo, a la luz, al infinito en geometría y, finalmente, a la cronología, en la que se ha entretenido para descansar.
Voy a deciros (si puedo, sin verborrea) lo poco que he podido atrapar de todas estas sublimes ideas47.
Respecto al sistema de nuestro mundo, se discutía desde hace mucho tiempo sobre la causa que hace girar y que retiene en sus órbitas a todos los planetas, y sobre todo la que hace descender en este mundo todos los cuerpos hacia la superficie de la tierra.
El sistema de Descartes, explicado y muy cambiado a partir de él, parecía brindar una razón plausible de esos fenómenos, y esta razón parecía tanto más verdadera cuanto que es sencilla e inteligible para todo el mundo. Pero, en filosofía, hay que desconfiar de lo que uno cree entender demasiado fácilmente, tanto como de las cosas que no entiende.
La gravedad, la caída acelerada de los cuerpos que caen a la tierra, la revolución de los planetas en sus órbitas, sus rotaciones en torno a su eje, todo eso no es más que movimiento; ahora bien, el movimiento no puede ser concebido más que por impulso; así pues, todos esos cuerpos son impulsados. ¿Pero por qué cosa lo son? Todo el espacio está lleno; luego está relleno con una materia muy sutil, puesto que no la percibimos; luego esa materia va de Occidente a Oriente, puesto que es de Occidente a Oriente como todos los planetas son arrastrados. También, de suposición en suposición y de verosimilitud en verosimilitud, se ha imaginado un vasto torbellino de materia sutil, en el que los planetas son arrastrados en torno al sol; se ha creado todavía otro torbellino particular, que nada en el grande y que gira diariamente en torno al planeta. Cuando se ha hecho todo esto, se pretende que la gravedad depende de ese movimiento diario; pues, se dice, la materia sutil que gira en torno a nuestro pequeño torbellino debe ir diecisiete veces más deprisa que la tierra, debe tener incomparablemente más fuerza centrífuga y rechazar en consecuencia todos los cuerpos hacia tierra. He aquí la causa de la gravedad, en el sistema cartesiano.
Pero antes de calcular la fuerza centrífuga y la velocidad de esa materia sutil, había que asegurarse de que existía, y supuesto que existía, aún está demostrado que es falso que pueda ser la causa de la gravedad.
El Sr. Newton parece aniquilar inapelablemente esos torbellinos, grandes y pequeños, tanto el que arrastra a los planetas en torno al sol, como el que hace girar cada planeta sobre sí mismo.
Primeramente, respecto al pretendido pequeño torbellino de la tierra, está probado que debe perder poco a poco su movimiento; está probado que si la tierra nada en un fluido, ese fluido debe ser de la misma densidad que la tierra, y si ese fluido es de la misma densidad, todos los cuerpos que movamos deben experimentar una resistencia extrema, es decir, que haría falta una palanca de la longitud de la tierra para levantar el peso de una libra.
2.° Respecto a los grandes torbellinos, son todavía más quiméricos. Es imposible hacerles concordar con las leyes de Kepler, cuya verdad está demostrada. El Sr. Newton hace ver que la revolución del fluido en que Júpiter es supuestamente arrastrado, no se corresponde con la revolución del fluido de la tierra como la revolución de Júpiter lo hace con la de la tierra.
Prueba que, como todos los planetas hacen sus revoluciones en elipses, y por consecuencia están mucho más alejados unos de otros en sus afelios y mucho más próximos en sus perihelios, la tierra, por ejemplo, debería ir más deprisa cuando está más cerca de Venus y de Marte, puesto que el fluido que la arrastra, estando entonces más oprimido, debe tener más movimiento; y sin embargo es justamente entonces cuando el movimiento de la tierra se hace más lento.
Prueba que no hay materia celeste que vaya de Occidente a Oriente, puesto que los cometas atraviesan esos espacios tanto de oriente a occidente como del septentrión al mediodía.
Finalmente, para mejor zanjar aún, si cabe, toda dificultad, prueba o, al menos, hace muy probable, e incluso con experiencias, que lo lleno es imposible, y nos vuelve a traer el vacío, que Aristóteles y Descartes habían expulsado del mundo.
Habiendo, por todas estas razones y por muchas otras más, derribado los torbellinos del cartesianismo, desesperaba de poder conocer jamás si hay un principio secreto en la naturaleza, que causa a la vez el movimiento de todos los cuerpos celestes y crea la gravedad de la tierra. Habiéndose retirado en 1666 al campo, cerca de Cambridge, un día que se paseaba por su jardín y que veía caer los frutos de un árbol, se dejó arrastrar a una meditación profunda sobre esa gravedad de la que todos los filósofos han buscado durante tanto tiempo la causa en vano, y en la que el vulgo ni siquiera sospecha misterio alguno. Se dijo a sí mismo: «De cualquier altura en nuestro hemisferio que cayesen esos cuerpos, su caída sería ciertamente en la progresión descubierta por Galileo; y los espacios recorridos por ellos serían como los cuadrados de los tiempos. Este poder que hace descender a los cuerpos graves es el mismo, sin ninguna disminución sensible, a cualquier profundidad que se esté bajo tierra y sobre la más alta montaña. ¿Por qué este poder no se extendería hasta la luna? Y, si es cierto que penetra hasta ella, ¿no hay toda la apariencia de que ese poder la retiene en su órbita y determina su movimiento? Pero, si la luna obedece a ese principio, sea cual fuere, ¿no es también razonable creer que los otros planetas están igualmente sometidos a él?
»Si ese poder existe, debe (lo que, por otra parte, está probado) aumentar en razón inversa a los cuadrados de las distancias. No hay pues más que examinar el camino que haría un cuerpo grave cayendo sobre la tierra desde una altura mediocre, y el camino que haría en el mismo tiempo un cuerpo que cayese de la órbita de la luna. Para saberlo, no hay más que tener la medida de la tierra y la distancia de la luna a la tierra.»
Así razonó el Sr. Newton. Pero no se tenían entonces en Inglaterra más que medidas muy falsas de nuestro globo; se remitían a la estima incierta de los pilotos, que contaban sesenta millas inglesas por un grado, en lugar de las setenta que realmente había que contar. Como este falso cálculo no concordase con las conclusiones que el Sr. Newton quería sacar, las abandonó. Un filósofo mediocre y que no tuviese más que vanidad, hubiera hecho cuadrar como hubiese podido la medida de la tierra con su sistema. El Sr. Newton prefirió abandonar entonces su proyecto. Pero cuando el Sr. Picart hubo medido la tierra exactamente, trazando ese meridiano que tanto honor da a Francia, el Sr. Newton volvió a tomar sus primeras ideas y cuadró su cuenta con el cálculo del Sr. Picart. Es una cosa que siempre me parece admirable, que se hayan descubierto tan sublimes verdades con la ayuda de un cuadrante y de un poco de aritmética.
La circunferencia de la tierra es de ciento veintitrés millones doscientos cuarenta y nueve mil seiscientos pies de París. De esto solamente puede seguirse todo el sistema de atracción.
Se conoce la circunferencia de la tierra, se conoce la órbita de la luna y el diámetro de esa órbita. La revolución de la luna en esa órbita se hace en veintisiete días, cuarenta y tres minutos; luego está demostrado que la luna, en su movimiento medio, recorre ciento ochenta y siete mil novecientos sesenta pies de País por minuto; y, por un teorema conocido, está demostrado que la fuerza central que haría caer a un cuerpo de la altura de la luna, no lo haría caer más de quince pies de París en el primer minuto.
Ahora bien, si la regla por la que los cuerpos pesan, gravitan, se atraen en razón inversa de los cuadrados de las distancias es cierta, si es el mismo poder el que actúa siguiendo esta regla en toda la naturaleza, es evidente que, estando alejada la tierra de la luna sesenta semidiámetros, un cuerpo grave debe caer sobre la tierra quince pies en el primer segundo y cincuenta y cuatro mil pies en el primer minuto.
Pues bien, sucede que un cuerpo grave cae, en efecto, a quince pies en el primer segundo, y recorre en el primer minuto cincuenta y cuatro mil pies, número que el cuadrado de sesenta multiplicado por quince; luego los cuerpos pesan en relación inversa a los cuadrados de las distancias; luego el mismo poder crea la gravedad sobre la tierra y retiene a la luna en su órbita.
Estando pues demostrado que la luna pesa sobre la tierra, que es el centro de su movimiento particular, está demostrado que la tierra y la luna pesan sobre el sol, que es el centro de su movimiento anual.
Los otros planetas deben estar sometidos a esta ley general y, si esta ley existe, esos planetas deben seguir las leyes encontradas por Kepler. Todas esas relaciones son efectivamente guardadas por los planetas con extrema exactitud; luego el poder de la gravitación hace pesar todos los planetas hacia el sol, lo mismo que nuestro globo. Finalmente, dado que la reacción de cada cuerpo es proporcional a la acción, queda como cierto que la tierra pesa a su vez sobre la luna, y que el sol pesa sobre una y sobre otra, que cada uno de los satélites de Saturno pesa sobre los cuatro, y los cuatro sobre él, los cinco sobre Saturno y Saturno sobre todos ellos; que así sucede en Júpiter y que todos esos globos son atraídos por el sol, recíprocamente atraído por ellos.
Este poder de gravitación en proporción a la materia que encierran los cuerpos; es una verdad que el Sr. Newton ha demostrado por medio de experiencias. Este nuevo descubrimiento ha servido para hacer ver que el sol, centro de todos los planetas, les atrae a todos en razón directa de sus masas, combinadas con su alejamiento. Desde ahí, elevándose gradualmente hasta conocimientos que parecían no estar hechos para el espíritu humano, se ha atrevido a calcular cuánta materia contiene el sol y cuánta hay en cada planeta; y así ha hecho ver que, por las simples leyes de la mecánica, cada globo celeste debe estar necesariamente en el lugar en que está. Su único principio de las leyes de la gravitación da razón de todas las desigualdades aparentes en el curso de los globos celestes. Las variaciones de la luna se convierten en una consecuencia necesaria de las leyes. Además, se ve evidentemente por qué los nudos de la luna hacen su revolución en diecinueve años y los de la tierra en el espacio de alrededor de veintiséis mil años. El flujo y el reflujo del mar es también un efecto muy sencillo de esta atracción. La proximidad de la luna en su pleno y cuando es nueva, y su alejamiento en sus cuartos, combinados con la acción del sol, proporcionan una razón sensible de la elevación y de la bajada del océano.
Tras haber dado cuenta, por su sublime teoría, del curso y de las desigualdades de los planetas, sujetó los cometas al freno de la misma ley. Estos fuegos desconocidos durante tanto tiempo, que eran el terror del mundo y el escollo de la filosofía, situados por Aristóteles debajo de la luna y enviados por Descartes más allá de Saturno, han sido puestos por fin en su verdadero lugar por Newton.
Prueba que son cuerpos sólidos que se mueven en la esfera de la acción del sol, y describen una eclipse tan excéntrica y tan aproximada a una parábola que ciertos cometas deben invertir más de quinientos años en su revolución.
El Sr. Halley cree que el cometa de 1680 es el mismo que apareció en tiempos de Julio César: éste sobre todo sirve más que ningún otro para hacer ver que los cometas son cuerpos duros y opacos, pues pasan tan cerca del sol que no está alejado de él más que por una sexta parte de su disco; debe, en consecuencia, adquirir un hierro más inflamado. Habría sido disuelto y consumido en poco tiempo si no hubiese sido un cuerpo opaco. Entonces empezaba la moda de adivinar el curso de los cometas. El célebre matemático Jacques Bernoulli concluyó por su sistema que ese famoso cometa de 1680 reaparecería el 17 de mayo de 171948. Ningún astrónomo de Europa se acostó esa noche del 17 de mayo, pero el famoso cometa no apareció. Hay al menos más habilidad, si no más certeza, en darle quinientos setenta y cinco años para volver. Un geómetra inglés llamado Whilston, no menos quimérico que geómetra, ha afirmado seriamente que en los tiempos del diluvio hubo un cometa que inundó nuestro globo, y tuvo la injusticia de asombrarse de que se burlaran de él49. La antigüedad pensaba más o menos a gusto de Whilston; creía que los cometas eran siempre heraldos de alguna desdicha sobre la tierra. Newton, en cambio, sospecha que son muy beneficiosos, y que los humos que salen de ellos sirven para socorrer y vivificar a los planetas que se empapan, en su curso, de todas esas partículas que el sol ha desprendido de los cometas. Este sentimiento es por lo menos más probable que el otro.
Esto no es todo. Si esta fuerza de gravitación, de atracción, actúa en todos los globos celestes, actúa sin duda sobre todas las partes de esos globos, pues, si los cuerpos se atraen en razón de sus masas, ello no puede ser más que en razón de la cantidad de sus partes; y si ese poder está alojado en el todo, lo está sin duda en la mitad, lo está en el cuarto, en la octava parte y así hasta el infinito. Además, si ese poder no estuviera igualmente en cada parte, habría siempre algunas partes del globo que gravitaría más que las otras, lo que no sucede. Luego ese poder existe realmente en toda la materia y en las más pequeñas partículas de la materia.
De este modo, he aquí que la atracción es el gran resorte que hace moverse a toda la naturaleza.
Newton había previsto ya, después de demostrar la existencia de este principio, que se rebelarían contra su simple nombre. En más de un sitio en su libro, recomienda precaución a su lector contra la atracción misma, le advierte que no debe confundirla con las cualidades ocultas de los antiguos y que se contente con conocer que hay en todos los cuerpos una fuerza central que actúa de un extremo a otro del universo sobre los cuerpos más próximos y los más alejados, siguiendo las leyes inmutables de la mecánica.
Es asombroso que,- después de las solemnes protestas de ese gran filósofo, el Sr. Saurín y el Sr. de Fontenelle, quienes no menos merecen ese nombre, le hayan reprochado netamente las quimeras del peripatetismo: el Sr. Saurín, en las Memorias de la Academia de 1709, y el Sr. de Fontenelle, en el mismo elogio del Sr. Newton.
Casi todos los franceses, los sabios y los otros, han repetido ese reproche. Se oye decir por doquiera: «¿Por qué Newton no se ha servido de la palabra impulsión, que se entiende muy bien, mejor que del término de atracción, que no se entiende?».
Newton hubiera podido responder a esos críticos: «En primer lugar, no entendéis mejor la palabra impulsión que la de atracción y, si no concebís por qué un cuerpo tiende hacia el centro de otro cuerpo, no imaginaréis mejor por qué virtud un cuerpo puede empujar a otro.
En segundo lugar, no he podido admitir la impulsión; pues haría falta, para eso, que yo hubiera conocido que una materia celeste empuja efectivamente a ios planetas; ahora bien, no sólo no conozco esa materia, sino que he probado que no existe.
En tercer lugar, no me sirvo de la palabra atracción más que para expresar un efecto que he descubierto en la naturaleza, efecto cierto e indiscutible de un principio desconocido, cualidad inherente a la materia, de la que otros más hábiles que yo encontrarán, si pueden, la causa.»
—¿Qué nos habéis enseñado entonces, insisten todavía, y por qué tantos cálculos para decirnos lo que vos mismo no comprendéis?
—Os he enseñado, podría continuar Newton, que la mecánica de las fuerzas centrales hace pesar todos los cuerpos en proporción de su materia, que esas fuerzas centrales hacen ellas solas moverse a los planetas y a los cometas en las proporciones marcadas. Os demuestro que es imposible que haya otra causa de la gravedad y del movimiento de todos los cuerpos celestes, pues, como los cuerpos graves caen sobre la tierra según la proporción demostrada de las fuerzas centrales y los planetas realizan su curso siguiendo esas mismas proporciones, si hubiese todavía otro poder que actuase sobre todos esos cuerpos, aumentaría sus velocidades o cambiaría su direcciones. Pero nunca ninguno de esos cuerpos tiene un solo grado de movimiento, de velocidad, de determinación, que no esté demostrado que es el efecto de las fuerzas centrales; luego es imposible que haya otro principio.»
Permítaseme todavía hacer hablar un momento a Newton. Nada más propio que si dijese: «Estoy en un caso muy diferente al de los antiguos. Ellos veían por ejemplo al agua subir por las bombas y decían: 'El agua sube porque tiene horror al vacío'. Pero yo estoy en el caso del primero que hubiese advertido que el agua sube por las bombas y dejase a los otros el cuidado de explicar la causa de este efecto. El anatomista que dijo el primero que el brazo se mueve porque los músculos se contraen, enseñó a los hombres una verdad incontestable; ¿se le estará menos agradecido porque no haya sabido por qué los músculos se contraen? La causa del resorte del aire es desconocida, pero quien ha descubierto ese resorte ha prestado un gran servicio a la física. El resorte que yo he descubierto estaba más oculto y era más universal; así que me deben estar más agradecidos. He descubierto una nueva propiedad de la materia, uno de los secretos del Creador; la he calculado, he demostrado sus efectos; ¿se me puede criticar por el nombre que le he dado?
Son los torbellinos los que pueden ser llamados cualidad oculta, puesto que nunca se ha probado su existencia. La atracción por el contrario es una cosa real, puesto que se demuestra sus efectos y se calculan sus proporciones. La causa de esta causa está en el seno de Dios.»
Procedes huc, et non ibis amplius