Onceava carta. Sobre la inserción de la viruela29
Se dice en voz baja, en la Europa cristiana, que los ingleses son locos rabiosos: locos, porque dan la viruela a sus hijos, para impedirles tenerla; rabiosos porque comunican alegremente a esos niños una enfermedad cierta y espantosa con vistas a prevenir un mal incierto. Los ingleses, por su lado, dicen: «Los otros europeos son cobardes y desnaturalizados: son cobardes porque temen hacer un poco de daño a sus hijos; desnaturalizados, porque les exponen a morir un día de viruela». Para juzgar quién tiene razón en esta disputa, he aquí la historia de esta famosa inserción, de la que se habla fuera de Inglaterra con tanto espanto.
Las mujeres circasianas tienen, desde tiempo inmemorial, la costumbre de dar la viruela a sus hijos, incluso a la edad de seis meses, haciéndoles una incisión en el brazo, e insertando en esa incisión una pústula que han retirado cuidadosamente del cuerpo de otro niño. Esta pústula hace, en el brazo en que ha sido inferida, el efecto de la levadura en un pedazo de pasta; fermenta en él y expande por la masa de la sangre las cualidades de las que está dotada. Los botones del niño al que le ha sido dada esta viruela artificial sirven para llevar la misma enfermedad a otros. Hay una circulación así casi continua en Circasia; y cuando desdichadamente no hay viruelas en el país, están tan fastidiados como lo están de otro modo en un mal año.
Lo que ha introducido en Circasia esta costumbre, que parece tan extraña a los otros pueblos, es empero una causa común a toda la tierra: la ternura maternal y el interés.
Los circasianos son pobres y sus hijas son hermosas; de tal modo que es de ellas de lo que hacen mayor tráfico. Proveen de beldades los harenes del Gran Señor, del Sufí de Persia, y de los que son bastante ricos como para comprar y mantener esta mercancía preciosa. Educan a sus hijas con todo cuidado y gusto para que formen danzas llenas de lascivia y blandura, para reavivar por todos los artificios más voluptuosos el gusto de los amos desdeñosos a los que están destinadas; esas pobres criaturas repiten todos los días su lección con su madre, como nuestras hijitas repiten su catecismo, sin entender ni palabra.
Pues bien, sucedía a menudo que un padre y una madre, tras haberse tomado muchas molestias para dar una buena educación a sus hijas, se veían súbitamente frustrados en su esperanza. La viruela se introducía en la familia; una hija moría de ella, otra perdía un ojo, una tercera se recuperaba con una gran nariz, y la pobre gente se veía arruinada sin remedio. Incluso a menudo, cuando la viruela se hacía epidémica, el comercio se veía interrumpido por varios años, lo que causaba una notable disminución en los serrallos de Persia y de Turquía.
Una nación comerciante está siempre muy alerta a sus intereses y no desdeña ninguno de los conocimientos que pueden ser útiles en su negocio. Los circasianos advirtieron que, de cada mil personas, apenas se encontraba una que fuese atacada dos veces por una viruela bien completa; que verdaderamente se suelen soportar dos o tres viruelas ligeras, pero nunca dos que caen decididas y peligrosas; que, en íina palabra, nunca se tiene esta enfermedad verdaderamente dos veces en la vida. Advirtieron también que, cuando la viruela es muy benigna y su erupción no tiene que atravesar más que una piel delicada y fina, no deja ninguna impresión en la cara. De estas observaciones naturales concluyeron que si un niño de seis meses o un año tuviese la viruela benigna, no se moriría, no quedaría marcado y se vería libre de esta enfermedad para el resto de sus días.
Había, pues, para conservar la vida y la belleza de sus hijos, que darles la viruela a edad temprana; y eso es lo que se hizo, insertando en el cuerpo de un niño un botón que se tomó de la viruela más completa y juntamente más favorable que pudo hallarse. La experiencia no podía dejar de tener éxito. Los turcos, que son gente sensata, adoptaron poco después esta costumbre, y hoy no hay Bajá, en Constantinopla, que no dé la viruela a su hijo y a su hija haciéndoles sajar.
Hay ciertas personas que pretenden que los circasianos tomaron antaño esta costumbre de los árabes; pero dejamos que este punto de historia lo aclare algún sabio benedictino, que no dejará de componer sobre el tema varios volúmenes in-folio con las pruebas. Todo lo que tengo que decir sobre esta materia es que, en el comienzo del reino de Jorge I, la señora de Wortley-Montaigu, una de las mujeres de Inglaterra que tienen más espíritu y más fuerza en el espíritu, estando con su marido en embajada en Constantinopla, se decidió a dar sin escrúpulo la viruela a un niño que había dado a luz en ese país. Pese a que su capellán le dijo que esa experiencia no era cristiana y que no podía resultar bien más que entre infieles, el hijo de la señora Wortley se encontró de maravilla. Esta dama, de vuelta a Inglaterra, comunicó su experiencia a la princesa de Gales, que es hoy la reina. Hay que confesar que, títulos y coronas aparte, esta princesa ha nacido para estimular todas las artes y para hacer el bien a los hombres; es un filósofo amable en el trono; nunca ha perdido ni una ocasión de instruirse ni de ejercer su generosidad; ella fue quien, habiendo oído decir que una hija de Milton vivía todavía, y vivía en la miseria, le envió inmediatamente un regalo considerable; ella es la que protege a ese pobre padre Courayer; ella es quien se digna ser la mediadora entre el doctor Clarke y el Sr. Leib-niz. Desde que oyó hablar de la inoculación o inserción de la viruela, hizo hacer la prueba sobre cuatro criminales condenados a muerte, a los que salvó doblemente la vida, pues no solamente les apartó del patíbulo, sino que, a favor de esta viruela artificial, previno la natural, que hubieran probablemente tenido, y de la que habrían muerto quizá a una edad más avanzada.
La princesa, segura ya de la utilidad de esta prueba, hizo inocular a sus hijos; Inglaterra siguió su ejemplo y, desde entonces, diez mil hijos de familia al menos, deben su vida así a la reina y a la señora Wortley-Montaigu, y otras tantas hijas le deben su belleza.
De cada cien personas en el mundo, sesenta al menos tiene la viruela; de esas sesenta, veinte mueren en sus años más favorables y veinte conservan para siempre enfadosas secuelas; así pues, la quinta parte de los hombres son muertos o afeados ciertamente por esta enfermedad. De todos los que son inoculados en Turquía o en Inglaterra, ninguno muere, si no está enfermo y condenado a muerte por otra causa; nadie queda marcado; ninguno tiene la viruela por segunda vez, en el supuesto de que la inoculación haya sido perfecta. Es pues cierto que, si alguna embajadora francesa hubiese traído ese secreto de Constantinopla a París, hubiera prestado un servicio eterno a la nación; el duque de Villequier, padre del actual duque de Aumont, el hombre mejor constituido y más sano de Francia, no hubiera muerto en la flor de la vida.
El príncipe de Soubise, que tenía la salud más brillante, no hubiera sido arrebatado a la edad de veinticinco años; Monseñor, abuelo de Luis XV, no hubiera sido enterrado en su cincuentavo año; veinte mil personas, muertas en París de viruela en 1723, vivirían todavía. ¡Entonces, qué! ¿Es que los franceses no aman la vida? ¿Es que sus mujeres no se preocupan de su belleza? ¡En verdad, somos gente extraña! Quizá dentro de diez años se adoptará este método inglés, si los curas y los médicos lo permiten; o bien los franceses, en tres meses, se servirán de la inoculación por fantasía, si los ingleses se aburren de ella por inconstancia.
Me entero de que desde hace cien años los chinos tienen este uso; es un gran prejuicio el ejemplo de una nación que pasa por ser la más sabia y más civilizada del universo. Cierto es que los chinos se las arreglan de otra manera: no hacen incisión; hacen tomar la viruela por la nariz, como el tabaco en polvo; esta forma es más agradable, pero viene a ser lo mismo, y sirve igualmente para confirmar que, si se hubiera practicado la inoculación en Francia, se hubiera salvado la vida a millares de personas30.