Decimoctava carta. Sobre la tragedia
Los ingleses tenían ya un teatro, igual que los españoles, cuando los franceses no tenían más que teatrillos. Shakespeare, que pasaba por ser el Corneille de los ingleses, florecía poco más o menos en el tiempo de Lope de Vega. Él creó el teatro. Tenía un genio lleno de fuerza y de fecundidad, natural y sublime, sin la menor chispa de buen gusto y sin el menor conocimiento de las reglas. Voy a deciros una cosa atrevida, pero verdadera: que el mérito de ese autor ha perdido al teatro inglés; hay escenas tan bellas-; trozos tan grandes y tan terribles esparcidos en sus farsas monstruosas a las que llaman tragedias, que esas piezas han sido siempre interpretadas con un gran éxito. El tiempo, que es el único que fragua la reputación de los hombres, ha hecho finalmente respetables sus defectos. La mayor parte de las ideas chocantes y gigantescas de este autor han adquirido al cabo de doscientos años el derecho de pasar por sublimes; los autores modernos le han copiado casi todos; pero lo que tiene éxito en Shakespeare se lo silban a ellos, y, como supondréis, la veneración que se tiene por ese antiguo, aumenta a medida que se desprecia a los modernos. No se hacen la reflexión de que no habría que imitarlo, y el mal éxito de sus copistas hace solamente que se le crea inimitable.
Sabéis que en la tragedia del Moro de Venecia, pieza muy conmovedora, un marido estrangula a su mujer sobre el escenario, y cuando la pobre mujer está estrangulada, ella grita que muere muy injustamente. No ignoráis que en Hamlet los enterradores cavan una fosa mientras beben, cantan estribillos ligeros, y hacen sobre las calaveras que encuentran bromas convenientes a gente de su oficio. Pero lo que os sorprenderá es que se han imitado esas tonterías en el reinado de Carlos II, que era el de la cortesía y la edad de oro de las bellas artes.
Otway, en su Venecia Salvada, introduce al senador Antonio y a la cortesana Naki en medio de los horrores de la conspiración del Marqués de Bedmar. El viejo senador Antonio hace junto a su cortesana todas las monerías de un viejo libertino impotente y sin sentido común; imita al toro y al perro, muerde las piernas de su amante, quien le da patadas y latigazos. Se ha cortado de la pieza de Otway esas bufonadas, hechas para la canalla más vil; pero se han dejado en el Julio César, de Shakespeare, las bromas de los remendones y zapateros romanos introducidos en la escena con Bruto y Casio. Es que la tontería de Otway es moderna y la de Shakespeare, antigua.
Os quejaréis sin duda de que quienes hasta ahora os han hablado del teatro inglés, y sobre todo de ese famoso Shakespeare, no os hayan hecho ver más que sus errores, y que nadie haya introducido uno de esos momentos impresionantes que piden gracia para todas sus faltas. Yo os respondería que es muy fácil referir en prosa los errores de un poeta, pero muy difícil traducir sus versos hermosos. Todos los gruñones que se erigen en críticos de los escritores célebres compilan volúmenes; preferiría dos páginas que nos hiciesen conocer algunas bellezas, pues mantendré siempre, con la gente de buen gusto, que hay más que aprovechar en doce versos de Homero y de Virgilio que en todas las críticas que se han hecho de esos dos grandes hombres.
Me he arriesgado a traducir algunos trozos de los mejores poetas ingleses: he aquí uno de Shakespeare. Dispensad a la copia en favor del original; y recordad siempre, cuando veáis una traducción, que no veis más que una débil estampa de un hermoso cuadro. He escogido el monólogo de la tragedia de Hamlet, que es conocido de todo el mundo y que comienza por este verso:
To be or not to be, that is the question.
Es Hamlet, príncipe de Dinamarca, quien habla:
Demeure; il faut choisir, et passer a l'instant
de la vie á la mort, ou de l'étre au néant.
Dieux cruels! s'il en est, éclairez mon courage.
Faut-il vieillir courbé sous la main qui m'outrage,
supporter ou finir mon malheur et mon sort?
Qui suis-je? qui m'arrete? et qu'est-ce que la mort?
C'est la fin de nos maux, c'est mon unique asile;
aprés de longs transports, c'est un sommeil tranquille;
on s'en-dort, et tout meurt. Mais un affreux réveil
doit succeder peut-étre aux douceurs du sommeil.
On nous menace, on dit que cette courte vie
de tourments éternels est aussitót suivie.
O mort! moment fatal! affreuse éternité!
Tout coeur á ton seul nom se glace, epouvanté.
Eh! Qui pourrait sans toi supporter cette vie,
de nos prétres menteurs bénir l'hypocrisie,
d'une indigne maitresse encenser les erreurs,
ramper sous un ministre, adorer ses hauteurs,
et montrer les languors de son âme abattue
à des amis ingrats qui détournent la vue?
La mort serait trop douce en ees extrémités;
mais l'escrupule parle, et nous crie: «Arretez!».
II défend a nos mains cet hereux homicide,
et d'un héros guerrier fait un chrétien timide, etc. ...