—¿Por qué no contestaba?

El muchacho marroquí ha abierto la puerta con su llave.

—Tengo un fax para usted.

Se mueve con naturalidad, como si fuera él quien ocupa este cuarto y yo la intrusa.

—Estaba mirando la lluvia —le digo—. Miraba la lluvia, nada más.

La lluvia y el mozo marroquí. Está bien. Todo está bien. Pero necesito un descanso.

—No ha tomado el café.

—No lo tomé.

El mozo de Marruecos ya se había sentado en el sillón, demasiado bajo para él, y estiraba las piernas.

—¿Pasa algo? Tiene que pasarle algo para que no tome mi café —y enarcaba las cejas oscuras, preguntando con toda la cara, desconfiando.

«Es demasiado reservada», me decía riéndose, «un día va a lamentar tanta reserva».

—Tuve un mal sueño.

—¡Tuvo un mal sueño! ¿Y por eso no tomó el café? Vamos, usted no es de las mujeres que se asustan de un sueño.

—Duermo mal en París.

—Nadie duerme bien en París. Sonreí.

—Yo duermo bien en todas partes. Pero tuve un mal sueño.

—Cuénteme el sueño. Me gusta que me cuenten sueños. Debo de estar loco, no conozco a nadie que le guste escuchar sueños. Contarlos sí. Pero yo nunca sueño, así que escucho. Unos sueñan, otros escuchan sueños. División del trabajo. ¡El fax! No, no me lo cuente ahora. Primero el fax, después el sueño.

Sacó del bolsillo una hoja plegada.

—Llegó temprano, me olvidé de subírselo. Por otra parte, usted dormía. No tomó el café, se durmió. Le golpeé la puerta dos veces. Acá está el fax. Se lo voy a leer. ¿Tiene tiempo?

Hacía esas cosas mi amigo de Marruecos, desafiante y alegre, en memoria del chico que había sido en Marruecos. Y yo, que en cada viaje me despedía de él con la nostalgia que se siente por los seres amables que uno va encontrando en el camino y que están condenados a desaparecer alguna vez, supe que había llegado ese momento.

—Tengo todo el tiempo del mundo.

—¿Todo el tiempo del mundo? Entonces es un desperdicio. Escuche lo que dice: «No deseo obligarte a nada. Fui un idiota. Mis excusas. Llamaré más tarde. Didier».

Lanzó al aire la hoja de papel, disgustado por la brevedad del mensaje.

—¿Y ahora qué hacemos con el resto del tiempo?

No contesté. Él me miró, perplejo. Estaba acostumbrado a que le siguiera las bromas y lo intimidaba el silencio.

Empezó a hablar a borbotones, con enojo.

—«Mis excusas». Es el mensaje de un idiota. ¡Sus excusas! Ya ve, no desea obligarla a nada. Y llamará más tarde. Pero usted no lo espera. Ya hizo las valijas, ya pidió la cuenta.

Era cierto. Había hecho las valijas. Había pedido la cuenta. En algún momento había logrado salir del encantamiento de la lluvia, había copiado las acciones rutinarias de cualquier mañana para llenar la hoja en blanco. Me había bañado y vestido. Las valijas estaban junto a la puerta, cerradas.

Levanté el fax del piso y lo leí. Sí que era breve. Y frío. El estilo de Didier por fax, secretaria mediante, dictado en su oficina.

«No deseo obligarte a nada. Fui un idiota. Mis excusas. Llamaré más tarde. Didier». Podía referirse a un contrato. Mon ami cuidaba las formas.

La hora apuntada por la máquina era las ocho y treinta. Pero a esa hora, yo estaba lejos del hotel de la Rue Bayard. Estaba con la mujer rubia, en el café de las Tullerías.

Pude haber hecho tantas cosas razonables… Llamar a Didier, por ejemplo. Volver al café, interrogar a la mujer, buscar una tortuga que se arrastraba por tablones sucios. ¿Y entonces qué? Entonces nada.

Doblé cuidadosamente la blanda hoja del fax. Los ojos del muchacho estaban fijos en mi mano, ávidos de saber qué haría con el mensaje.

—No tiene ninguna importancia —abollé el fax y lo dejé caer en la taza.

El fax flotaba en el café como un copo de crema.

—Cuénteme el sueño ahora. Ya sé con quién soñó. Con alguien que para disculparse manda un fax y dice «Mis excusas». ¿Le dolió tanto como para tener un mal sueño?

—No. Soñé que él entraba en este cuarto, que se pegaba un tiro. Aquí. En este cuarto. Esta misma mañana. Y no me dolió. Ese fue el mal sueño. Que no me doliera. Me iba del hotel, tomaba un taxi, llegaba a un café, hablaba con la dueña del café, volvía al hotel, no había ningún muerto.

—«Didier» es Didier Lévy, ¿verdad?

—Didier Lévy.

—Qué disparate. Un tipo como Didier Lévy no se suicida. Una mujer como usted no se entristece por un sueño. Y está triste. ¿Por qué está triste? No quiero recordarla triste. No podría recordarla. La conozco feliz. Tiene la cara de la felicidad. Me gustaba tanto esa cara. Una cara feliz es una cara muy hermosa.

Se puso de pie, me tomó de los hombros y me besó en la boca. Me besó suavemente, con ternura, para que yo dejara de estar triste.

—¿Ya pasó?

—Ya pasó.

—¿Lo va a llamar?

—No. Creo que no. Creo que no tiene sentido llamarlo.

—¿Se vuelve a casa? Qué bien. Viaja demasiado. Yo también viajo demasiado. De París a Marruecos, de Marruecos a París. Todos viajamos demasiado. Necesita quedarse en algún sitio por un tiempo. Pero no sola. Quédese con alguien.

Desde la puerta me sonrió:

—Con alguien que no tenga fax. Alguien a quien pueda contarle un mal sueño.

Levantó las valijas, las sacó al pasillo. Por última vez me miró. En los ojos negros había un resplandor de alegría fresca y satisfecha.

—Esa es la cara que voy a recordar —dijo.

*

Sola en el cuarto, ya no me sentía tan segura.

El mundo no es malo pero es grande. Tenía que elegir un destino.

Buenos Aires, donde mis amigos escucharían el episodio inverosímil del hombre que se suicida en mi cuarto de un hotel de París, del muerto que desaparece, del fax que manda el muerto —«mis excusas»—, con el gusto habitual de Buenos Aires por los cuentos fantásticos. Y si no lo contaba a los amigos, iría a la casa de La Loma, a contárselo a Dodo, que no se reiría, que tampoco ofrecería ninguna explicación porque consideraba innecesario ordenar lo ordenado, porque yo estaba fuera de peligro, y solo nos quedaba la visita a don Justo, la acción de gracias, el reconocimiento.

Podía ir a Roma, ocuparme en seguida de las poses, los trajes, el malhumor de las modelos, que venía postergando toda la semana, y no contárselo a nadie, ¿quién me creería en esas calles de colores ocres y tumultuosos la alucinación de un gris de muerte? Una muerte precipitada y negada en sí misma. Claro que en Londres hubiera descansado mejor, libre de toda curiosidad por mi conducta, siempre del otro lado de la verja británica, hecha del hierro de sus ironías.

Había mil ciudades donde buscar refugio. Exóticas, pedestres, bordadas de playa o de cemento, sin árboles, con bosques, en medio del desierto o anudadas a ciudades más chicas. Y en todas había hombres. Una presencia, como la ciudad, a veces entregada, otras esquiva y misteriosa, pero siempre más fuerte, que te sostiene cuando cae el sol y la tierra vacía te espanta. Cuando cae el sol y sin un hombre cerca, sin una ciudad cerca, no hay nada que dé tanto miedo como la tierra a oscuras.

No creo haber elegido mi destino. Creo que estaba escrito que entre todas las ciudades iría a Atenas, que entre todos los hombres iría a Kostas. Que debía suceder alguna vez, enamorarme del sitio equivocado, del hombre equivocado. Estaba escrito que debía morir en Kamari.

Escrito en los viajes tediosos que me iban educando para no sorprenderme cuando hiciera el último, para tomar el teléfono con naturalidad, pedir una reserva en el vuelo diario de una compañía griega. Para bajar los cinco pisos de alfombra azul de Prusia en botas, sintiéndome más alta y más segura. Despierta, finalmente.

—Llegó un fax para usted —gruñó el conserje mientras yo firmaba el ticket de mi tarjeta de crédito.

—Tírelo. Haga de cuenta que me fui.

Je suppose. Hago de cuenta —suspiró—. Siempre hago de cuenta.

—Así es la vida. Hacer de cuenta —dije riendo.

En la terraza del Omiros, a los pies de la Acrópolis, en la hamaca roja de óxido, fumando sus cigarrillos rubios, estaba Kostas.

Hacía de cuenta que dirigía un hotel en el barrio turístico de Plaka. Que era un amigo más de los amigos que yo tenía dispersos por el mundo.

Alto, moreno, despacioso, Kostas.