3
Bajé del taxi. Vi la puerta.
Debí de haberme dormido en el trayecto. De otro modo, el camino a Fira me hubiera preparado con esos anticipos cinematográficos del paisaje que anuncian la llegada a un lugar.
Un corte de playa negra entre dos curvas, un primer plano de cúpulas redondas y azules. Una panorámica veloz sobre el desorden de montañas, laderas y llanos en retazos que contiene una isla, la tierra apretujada que amenaza con desbordar sus límites, el espacio avaramente concedido, siempre el mar en los cuatro puntos cardinales, la necesidad de replegarse, la desesperación por tener que replegarse o saltar al vacío desde un acantilado. Yo no había visto nada de eso.
La puerta era ancha, sólida, de madera oscura, con un marco muy grueso, encastrada en el muro de la calle. No había una pared atrás, ni un techo arriba. Allá lejos, en el fondo de la llovizna y de la niebla, se alzaban las sombras montañosas de un horizonte circular.
—La Caldera de Santorini —dijo el chofer, con indiferencia—. Adelphi Hotel. En la misma caldera del volcán, la mejor vista a precios razonables. El tipo que se lo recomendó sabe lo que hace.
Trataba de ser amistoso. La costumbre de un oficio amistoso, la hospitalidad griega o el servilismo del comercio. Pero algo enfriaba ese gusto de hablar por hablar, el amor de la voz humana que yo compartía con su gente. La garúa quizá. O mi emoción ante aquella puerta extraordinaria.
Pensé que la puerta valía el viaje. Pensé en el don. Si me trajo hasta aquí, pensé, es realmente un don mágico.
Le pagué al chofer, saqué el bolso del auto. El taxi subió traqueteando por la calle empedrada antes de desaparecer en la curva, una loma brillante y renegrida que se hundía en el cielo como la cola de una ballena gigantesca.
ADELPHI HOTEL. Letras de bronce sobre la puerta. No había timbre. Hice girar el picaporte.
Y no lo solté, para no tambalearme de vértigo.
Una cascada de escalones angostos bajaba entre salientes de piedra pintada a la cal, con pequeñas terrazas como charcos, mesas y sillas como flores acuáticas, bajaba y bajaba hasta la última buganvilla roja en un muro blanco, ya casi fuera de la vista, la buganvilla destrenzándose sobre el acantilado, el acantilado sobre la olla del volcán. Llena de mar. Un mar verde con una aceitosa aureola gris, a cuatrocientos metros de la puerta.
La lluvia me cubría la cara como una máscara de hielo cuando pisé el primer escalón y empecé el descenso, lento y estremecedor, hacia la recepción del Adelphi. En la sala cavada en la roca, alfombrada y cálida, un hombre gordo tejía plácidamente una carpetita de crochet.
El tejedor era Schomberg, el dueño del Adelphi, el amigo de Kostas.
*
La sala del Adelphi tenía muebles de casa, no de hotel, y sobraban. Un exceso de muebles antiguos, de cortinajes, de carpetas y caminitos al crochet.
Schomberg estaba sentado en una silla demasiado chica para su obesidad, ante una mesa enana donde había una canasta de hilos crudos y revueltos.
—De parte de Kostas. ¿Y qué quiere decir con «de parte de Kostas»?
Se puso de pie dificultosamente, destrabándose de la pequeñez de la silla, y tiró el tejido en la canasta.
—¿Qué quiere decir? ¿Eh? ¿Eh? ¿Que necesita recomendaciones personales para alojarse en el Adelphi, el único hogar para turistas de Santorini?
Pensé que subir nuevamente la escalera y con lluvia me haría vomitar. La sola idea ya me daba náuseas.
—¿Y qué quiere que haga con este dibujo? ¿Que lo cuelgue en mis aposentos?
Miraba el dibujo de la moneda, le daba vuelta a la hoja para ver si había algo escrito detrás.
Llevaba unos pantalones bolsudos de jean con tiradores anchos y una camiseta blanca con el ratón Mickey estampado. La cara flotaba como un globo de carne bajo un flequillo sospechosamente rubio, hecho de pelos que venían de la nuca. Unos ojos chicos y marrones me observaban y se iban al dibujo de la moneda, una y otra vez, con fascinación y disgusto.
—Pídame un taxi —dije—. Solo pídame un taxi.
—¿Eh? ¿Eh? Me ofende, nos ofende. Si está aquí, se queda aquí. Trajo el dibujo, yo lo guardo. Gut. ¿Cuántos días permanecerá en el hogar? No sabe. Gut. Y querrá la mejor habitación. Con terraza. Gut. Todas tienen terraza. Todas miran a la Caldera, todas. Ahora siéntese. Ahí no, esa es mi sillita. Ahí, en el diván Victoriano. Gut. Ahora escuche.
Abrió un cajón de un aparador, sacó una hoja impresa y la leyó en voz alta. Pronunciaba la uve doble filosamente, salivando un poco, a la alemana.
—«El Adelphi no es un establecimiento hotelero. El Adelphi es un hogar. Usted no es un turista. Usted es un pariente bienvenido al hogar de los suyos. Por lo tanto, respetará la casa como si fuera su casa. En su hogar, no escuchará radio, no arrojará papeles en los canteros, no bajará comida a los jardines. Su cuarto está provisto de terraza, mesa, silla, heladera y aparador con loza. No invitará a amigos que no invitaría a su hogar…».
Se abrió la puerta y entró un muchacho moreno, de rasgos delicados, alzando una mano nerviosa.
—Schombie, Schombie, basta, Schombie. Hola, querida, yo soy Livio.
Shomberg calló al oír aquel «Schombie» íntimo y dominante.
Entornó los ojos. Parecía horriblemente avergonzado. Una niña gorda sorprendida mientras devoraba una torta de chocolate.
—Schombie… ¿No te pedí que tires esa lista? ¿Schombie? Schomberg se volvió a mí, almibarado, suplicante.
—No se imagina lo difícil que es mantener el orden en nuestro hermoso hogar. Los turistas son unos salvajes, ensucian tanto, rompen tanto. Se sufre tanto —y los dedos gruesos apartaron dos mechas del flequillo con la coquetería reprimida de una mujer que ha pasado la edad de ser coqueta.
Livio me llevó el bolso hasta la habitación. Cortésmente preguntó por Kostas, abrió las ventanas, rechazó la propina. Luego me dio una llave.
—Es para abrir la puerta de la calle. La cerramos de noche. Para que entre y salga cuando le dé la gana, querida. Y tire ese papel a la basura. Mi pobre Schomberg se está poniendo viejo.
No tiré la hoja con prohibiciones. La puse sobre la mesa de mi cuarto excavado en la roca.
Y entonces la hoja empezó a moverse.
*
La hoja de papel se mueve. Se desliza suavemente hasta el borde de la mesa y suavemente cae al piso. La miro caer, la miro incrédula. La miro, con la boca abierta, hasta que entiendo.
El piso está en declive. No hay nada recto, estrictamente horizontal, en esta habitación. Estoy en una de las casas originales de Santorini, cuevas en la montaña, casas de pescadores antes de que el turismo llegara a las Cícladas, hoy hoteles o departamentos. Y los objetos más livianos resbalan, milímetro a milímetro, hacia la pared de enfrente con su puerta y sus dos ventanitas. Una especie de dique al crochet impide la caída de todo lo que contiene la pieza, incluida yo misma, en la olla de la Caldera.
Schomberg, Livio, el Adelphi, la Caldera de Santorini. ¿Cómo no dejarme aturdir por esta avalancha de rarezas? Era imposible que tomara en cuenta cualquier otra cosa fuera de lo común.
En mi diario no hay un solo rastro de sospechas. Los dibujos son claros y firmes. Sueno aburrida en el cuaderno, profesional en los dibujos. A manera de crónica.
«He caminado mucho estos dos días. He encontrado un café que me gusta. Está en la punta oriental de Fira, como un nido de piedra en la muralla de una antigua fortaleza, el Kastro.
»Desde los ventanales del Kastro se ve una escalera de piedra, muy ancha, que gira pegada a la montaña. Allá abajo hay un muelle entre las olas altas y espumosas, como una balsa flotando en un remolino. Burros con cintas rojas y campanillas trotan por la escalera. Los dueños, a pie, los llevan de la brida, tironeando, mientras alientan a los turistas a subirse en los burros.
»La escalera y los burros son la gran atracción de Fira. Pero hay muy pocos turistas. La mayoría ha huido del mal tiempo y solo caen por Fira los que están enganchados a un tour, a un programa inamovible de visitas. Miran a los burros con espanto, y al funicular, la vía alternativa para alcanzar el barco que los está esperando en el muelle, con un terror que apenas disimulan. El viento sacude los cables del funicular. Los coches vacíos se hamacan en el aire, sobre el mar encrespado.
»La lluvia, a veces torrencial, casi todo el tiempo una cortina fina que no deja ver el horizonte, me obliga a refugiarme en el Kastro. Dibujo. Nunca he dibujado tanto como en estas cuarenta y ocho horas.
«Dibujo la cara de Harula. Ayer la encontré por la calle. Insiste en leerme el futuro en la borra del café. “Usted venir”, dice Harula.
»Dibujo la cara de Kostas. Nunca me sale bien. Es una de esas caras intensas que eluden la obviedad de un retrato.
»Dibujo al señor Jones, un fotógrafo inglés que parece vivir en el Kastro.
»Es un hombre alto, de voz suave. Me gustan los hombres altos, de voz suave. No sé si me gusta el señor Jones. Al señor Jones le encantaría dibujar el paisaje, dice. Pero él necesita una cámara para representar cualquier cosa.
»El señor Jones viaja mucho. Como yo, por motivos profesionales. Las fotos del señor Jones salen en revistas tan frívolas como las mías, dice. Estamos de moda, sonríe.
»Le parece curioso nuestra coincidencia en el oficio de traficantes de imágenes. Como si fuéramos las únicas personas en el mundo que trabajan en esto. Al señor Jones todo le parece curioso. “Curioso, muy curioso, curiosísimo”, suspira.
»Me pregunto si realmente se llama Jones».