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A partir de ese día y durante dos años, volví a Atenas como volvía a Buenos Aires. Al Omiros de Kostas como al barrio del cementerio donde todavía estaba la casa de mi infancia, con Dodo custodiando mi suerte.

Dos años. Ahora, en el vuelo 503 de Olympic Airways, que me aleja de una muerte sin muerto, pienso que Atenas y Buenos Aires, Dodo y Kostas, son nudos de una misma soga. Nudos de mi viaje tendido en el aire, que hago sin mirar hacia abajo ni hacia atrás, obediente a este mundo fragmentado en unos segundos de atención, en la pantalla de los televisores, en las tapas de las revistas con sus caras de ricos y famosos. Lugares, cosas y personas hechas para ser vistas y desaparecer sin dejar huella.

Kostas y Dodo no, afortunadamente.

El avión aterriza. Spiros vendrá a buscarme al aeropuerto en la furgoneta del hotel, como siempre.

Me tiene miedo, pobre Spiros. Tiene miedo del color de mis ojos.

«Es de Tesalia», dice Kostas, «allá creen en hechizos desde los tiempos de Medea. No le gustaría ser tu Jasón».

Kostas no es supersticioso. Qué poco sé de Kostas, pienso. ¿Por qué creo conocerlo tan bien? Dos años de intimidad sin intimar. Llego a Atenas, Spiros me busca en el aeropuerto, me lleva al Omiros, ahí está Kostas, mi habitación y la terraza. Eso es todo. ¿Es todo? A Kostas le gustan los cigarrillos Camel, las mujeres rubias, el silencio.

«Estamos de paso por el mundo», dice, y esa afirmación categórica sobre la imposibilidad de detenerse, sobre la locura de imaginar que uno podría, sin volverse loco, ser inmortal en la medida de unos cuantos años, niega todo proyecto, hasta el más modesto, como reparar la terraza.

«Estamos de paso», también explica elusivamente que un hombre a cargo de un oscuro hotel en una oscura calle de Plaka sea un hombre culto. ¿Cuándo ha leído Kostas los poetas que cita, cuándo vio los paisajes que me describe, dónde estudió los idiomas que habla, cómo ha aprendido a distinguir una obra de arte de chafalonerías?

—Hace calor.

Yesss —dice Spiros y maneja agarrado al volante con las dos manos.

Yesss. No dirá otra palabra hasta parar la furgoneta en la puerta del hotel. Las eses agregadas deberán contentarme. Exorcizarme. Yesss. El sibilante conjuro de su terror que callará delante de Kostas, más temible que yo, temible de otro modo, el modo en que Spiros lo llama Kostas, estremecido de veneración, como a un dios.

Abro la ventanilla. El sol me da en la cara. Cierro los ojos. Hace dos años que subí a la terraza del Omiros y siento que no ha pasado un día desde la mañana en que supe que la belleza duele.

Con los ojos cerrados, vuelvo a ese momento. La Acrópolis, la barranca terrosa, el cielo limpio y las columnas blancas. Fue una suerte que un hombre como Kostas estuviera ahí. No hubiera soportado el dolor de la belleza. Habría dicho tonterías. Que es monstruoso vivir sin poseerla entera, resignarse a mirarla o buscar sucedáneos, monstruoso huir de la belleza para no someterse a esta debilidad, a este hambre de ser débil y no sentir vergüenza sino orgullo.

—Hace dos años que nos conocemos. ¿Verdad, Spiros?

Yesss.

—Todavía no sé cómo aparecí en el Omiros. Kostas dice que estabas de turno. Que me registraste esa noche.

Yesss.

—Yo no me acuerdo. Es curioso que no me acuerde. Entonces me viste llegar.

—No.

—Ah.

Yesss.

Han pasado dos años, imperceptiblemente. Con diferencia de unas pocas semanas, han pasado dos años entre mi llegada al Omiros y la alucinación en el hotel de la Rue Bayard.

—Cómo pasa el tiempo, Spiros.

—Estamos de paso por el mundo —dice, con su voz aniñada, imitando reverentemente la voz inimitable de Kostas.

Yesss —digo.

Pero él no se ríe.