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Había un café, cerca de los jardines de las Tullerías, donde me gustaba sentarme.
Era un poco menos artificial que las peceras de Champs Elysées, con la gente sentada mirando hacia la calle, y menos ruidoso que los de Saint-Germain-des-Prés, con la gente desesperándose por conservar el estilo del 68.
Las mesas estaban separadas, lejos de las vidrieras, y aunque mustio de polvo y dejadez, resignado a la mala iluminación de unas viejas lámparas de techo, combatía la moda de las barras de fórmica y los televisores volantes con tozudo coraje.
La dueña era una mujer rubia, flaca y tristona, en delantal.
Yo la había dibujado muchas veces, en el gesto inconcluso de sonreírme y de limpiar la mesa con el revés del delantal, que soltaba en seguida, como agotada por el impulso de afabilidad y corrección para preguntarme, suspirando: «¿Otro café?», como si yo no acabara de entrar, como si ya hubiera consumido varias tazas.
—¿Otro café?
Pedí uno grande. La mujer me miró con sorpresa al oír mi voz alterada. Cuando me trajo la taza, la retuvo un segundo.
—No quisiera meterme, pero… ¿Qué hace con esa tortuga? ¿La pasea?
—Es un regalo. De un amigo.
—Ah.
—Se suicidó.
—Un amigo raro. Mire que regalarle una tortuga…
—Quería casarse conmigo.
—Y usted no.
—Estaba casado. Vivo lejos.
—Todos los hombres quieren casarse ahora. En mis tiempos…
—La tortuga era una vieja broma de mi amigo. «El amor es como las tortugas», me decía, «lento, pero siempre gana la carrera». La aparente inmovilidad del amor, bromeaba. Esta no es una broma. Se mató.
—¿Se mató por usted?
—No sé. Casi no lo conocía.
—¿Eran amantes?
—¿Amantes? ¿Quiere saber si me acostaba con él? Sí, me acostaba con él. Hacíamos el amor, comíamos juntos. Hablábamos, también. Generalidades, un poco de esto, un poco de lo otro. No había tiempo para llegar más lejos. Pero tampoco hubiéramos ido más lejos con todo el tiempo del mundo. Yo lo sabía, eran las reglas de esa clase de amor. Amantes, sí. Supongo que de afuera nos verían como amantes. Amantes. ¿Y eso qué significa? Su mujer, que vivía con él, debía de conocerlo mucho mejor que yo, que lo veía tres o cuatro veces al año.
—Usted habla como todas las solteras. Tengo el mismo marido del día de mi boda y no me atrevería a poner las manos en el fuego por mi Jules. La gente se suicida, ¿comprende? Después, uno encuentra motivos. La mujer de su amigo se va a llevar una buena sorpresa.
—¿Quiere la tortuga?
—Es mejor que un gato. Odio los gatos.
—Se la dejo.
—¿En serio? Gracias. Oiga, eso de «la aparente inmovilidad del amor» no está mal. Es muy ingenioso. Es muy romántico.
—No, no es romántico, es una bajeza. La gente no debería hablar de amor cuando piensa en la muerte. No debería. Es injusto para el amor, injusto para la muerte.
—Pero no llore —dijo la mujer suavemente y me abrazó—. No llore así, muchacha.
El delantal era de una tela gomosa y olía a jabón rancio. La mano, áspera.
Cuando abrí los ojos, vi que la mujer caminaba hacia la barra, enderezando una silla, limpiando una mesa con la punta del delantal, sin soltar la tortuga. Luego la vi agacharse. Cuidadosamente ponía la tortuga en el suelo.
La tortuga no se movió. La mujer sonrió complacida.
*
La mujer del café me había abrazado pensando que lloraba al amante, que lloraba la muerte del hombre, la muerte del amigo. Pero yo había llorado como lloran los niños al encontrarse solos en un lugar extraño.
Estaba sentada a una mesa de un café de París y bebía sin ganas el café, la segunda taza de café ya tibio, con esa apatía inconsolable de los huérfanos.
La casa extraña, demasiado grande, era París. La casa extraña era la muerte. La casa tenía la indiferencia y el absurdo de mi diálogo con el conserje, de mi diálogo con la mujer del delantal. ¿Qué hacer en una casa como esa?
Hice lo que siempre había hecho, por instinto. Aferrarme a una pasión doblegada en costumbre, el dibujo que toma la forma de algo o alguien destinado a perderse. Mi don. Esa fortuna precaria y malgastada que ocupaba el centro del altar en el dormitorio de mi abuela como uno de sus dioses.
Abrí la carpeta de dibujo que había sacado del hotel. Busqué una hoja en blanco. La mano no me respondía. Torpemente esbocé el caparazón de la tortuga y el arma. Necesitaba la distancia que da el papel para ver claro.
Dibujadas, la tortuga y el arma eran reales. No me pareció suficiente. Entonces, como si apuntara un detalle sin importancia, algo que en un futuro pudiera agregarse a la carátula de una tortuga y un arma, escribí sobre el margen:
«Esta mañana, un hombre joven, alto y vestido de negro, entró en mi cuarto de la Rue Bayard, con una tortuga en una mano y un revólver en la otra. El hombre era…».
De pronto recordé que en la carpeta había retratos de Didier Lévy. Sí, estaban allí, entre siluetas de las mujeres lánguidas y plateadas del último desfile. ¿Cuándo había hecho esos dibujos? Seguramente de memoria. Me gustaba su cara.
Una cara de trazos rápidos y afilados. La frente alta, la nariz delgada, la boca tensa, que raras veces sonreía. Ojos castaños y la piel de esa enfermiza blancura del relámpago. Era una cara de aristócrata, mordaz, como si Didier se burlara de llevarla, de que atrajera la sumisión del otro al poder instantáneo, no deseado, de su anacrónica belleza.
También había dibujos de las manos. Me gustaban sus manos. Manos que no aferraban, siempre en el aire. Levísimas sobre mi cuerpo, sobre todas las cosas.
Un hombre como el viento, Didier Lévy. Alto, superficial, sin origen. Como todos los hombres que iba dejando atrás en la carrera de mis viajes.
—Tengo que volver al hotel —dije en voz alta, despertándome.
¿Qué hacía en ese café? ¿Cuánto tiempo llevaba en esa mesa?
¿Por qué no estaba en el cuarto 55? ¿Cómo pude irme así?
La mujer se había metido en la trastienda. No la esperé para pagar la cuenta. Dejé un billete al lado de la taza, recogí mis cosas y salí a la calle, a la vida.
La vida afuera me pareció increíble.