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El taxi en que volvía al hotel, demorado por el tráfico de la media mañana, tardó lo suficiente para que esa vida de afuera, con sus hechos, entrara poco a poco en mi conciencia.

El suicidio de Didier Lévy en la habitación de su amiga argentina. El interrogatorio de la amiga, las preguntas de la policía, de la prensa, quizá de la familia de Didier Lévy. Las sospechas, que se aclararían de una vez, escandalosamente, sobre la acción del muerto y la acción de la amiga, una irrumpiendo en la otra, el disparo y la fuga. Las declaraciones del joven marroquí y del conserje sobre la hora en que debió de ocurrir la muerte, la hora en que debió salir la amiga.

Bajé del taxi. Llovía en la Rue Bayard. Una lluvia fina, como niebla.

La calle estaba llena de autos, la vereda de gente. Las puertas de vidrio del hotel se abrían y se cerraban solas, transparentes como las cortinas de mi cuarto. Me quedé mirando la calle, escuchando el ruido sedoso de las puertas.

Didier solía caminar hacia el hotel desde el coche que estacionaba a un par de cuadras. Si por casualidad yo me asomaba al balcón de mi cuarto, veía el traje negro que me hacía sonreír, muy de Didier aquel traje, tan discretamente vanidoso, y sentía ese agrado que llega de las cosas menores del arte, como una seda fina, una pluma antigua, un libro hermosamente encuadernado.

Bajo la lluvia de la Rue Bayard, trataba de encontrar la cara y las manos de mi amante en el cuerpo vestido de negro, acostado en un charco de sangre, de la última imagen de Didier. Pero el deseo de verlo vivo era demasiado grande.

Subí la escalera lentamente, como la había bajado una hora atrás. Un piso. Dos pisos. Clavaba los ojos en la alfombra azul de Prusia, en los peldaños azules que parecían hundirse a cada paso.

En el rellano del tercero casi tropecé contra un hombre calvo y corpulento, con traje marrón y corbata amarilla. Estaba apoyado en la pared, tenía un diario bajo el brazo y fumaba un habano.

Me miró con frialdad.

—Su habitación está en el quinto —dijo, sin quitarse el habano de la boca.

Un policía de civil. Me había estado esperando en la escalera. El conserje sabía que yo nunca tomaba el ascensor. Un hombre de marrón, gordo y abúlico, cumpliendo una investigación de rutina. En mi ausencia, ya habrían pasado el forense y los fotógrafos, habrían sellado el cuarto. Un caso simple. Quedaba averiguar la identidad del muerto, todavía en blanco, de otro modo el hotel estaría lleno de periodistas. Y una pregunta para mí:

«¿Por qué en vez de llamar a un hospital, de pedir auxilio, salió a dar un paseo?».

—Está empapada, Madame. Debería cambiarse de ropa.

Me hablaba con gentileza. Era un hombre. Podría reclinarme en esa instintiva amabilidad hasta que comenzara el interrogatorio. Pensé, distraídamente, que era mejor un hombre. Hará el esfuerzo de entenderme porque no soy un hombre, pensé.

—Tiene razón. Es que no para de llover.

Las botas mojadas chasquearon cuando pasé a su lado. Pero no me siguió. Tampoco lo esperé.

Ya había subido algunos escalones cuando oí una risa jactanciosa.

—Así que no soy el único que le tiene miedo al ascensor.

En el rellano del quinto, la mucama arrastraba una aspiradora. Era una española de Murcia. Vivía en París desde hacía un año, sabía poco francés y le encantaba hablar conmigo, cruzar unas palabras castellanas en el exilio de su lengua.

—Ah, señorita, cómo la ha dejado la lluvia. Debe tomar un baño bien caliente o atrapará una pulmonía. ¿Se siente bien? Tiembla como una hoja.

Negué con la cabeza, traté de sonreír, disuadiéndola de que me siguiera con un ademán de rechazo, mientras metía la llave en la cerradura, entraba y cerraba la puerta. Y miraba un cuarto vacío.

Miré, paralizada de estupor, escuchando los golpes de mi corazón, ensordecedores y lejanos. El cuarto estaba hecho. La cama impecablemente tendida. La alfombra lisa, sin un rastro de sangre.

En el espejo, había una mujer. Era yo, Mistral, con el pelo chorreando agua. Sobre el escritorio, la bandeja del desayuno. Jugo de naranjas, café negro, croissants. La bandeja completa. El desayuno intacto. La mañana estaba sin empezar. Como una hoja en blanco.

Yo era esa hoja en blanco. Aterradora. Me senté en el borde de la cama y hundí la cabeza entre las manos.