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Parecía más alto, más flexible, más seguro que nunca, en su bien cortado traje azul. Bajaba a largos pasos del promontorio donde estaban las ruinas del templo de Kamari, las dos columnas solitarias que me había señalado el chofer del taxi el día en que llegué a Santorini. De la otra bahía, oculta por la pared de roca, arrancaba el sendero, girando sinuosamente hacia Kamari.
Aun a tanta distancia del café, vi a Kostas caminando como lo había visto caminar por los corredores desiertos del Omiros, vi la levedad y la firmeza de los pasos de Kostas caminando en dirección a mí, y pensé, con un estremecimiento de alegría y de asombro, que reconocería esos pasos en una multitud antes de saber que eran de Kostas.
No me saludó, apenas si me miró. Estaba inmóvil delante de mi mesa, la cara vuelta al mar.
—Ahora bien —dijo gravemente.
—Ahora bien —dije y esperé.
—Aquí hace demasiado frío. Vamos adentro.
Me tomó del brazo y me hizo cruzar la puerta del café. Había un muchacho detrás de la barra, escuchando la radio. Kostas se inclinó, murmuró unas palabras. El muchacho señaló una escalera.
—¿Adónde vamos?
—A un lugar donde se pueda hablar en paz.
*
Yo había visto ese cuarto. En una fotografía pegada a un cartel que un muchacho agitaba a la salida del aeropuerto.
Había visto aquel room bajo la lluvia, fugazmente. Me había llamado la atención el colorido de la foto, el azul verdoso, insólito entre tanta cal deslumbrante, y había pensado, fugazmente también, que era una mala foto, una mala película. Pero el cuarto estaba pintado de un verde claro con matices celestes. Imitaba el color del Egeo, los cambios del mar bajo la luz. Los muebles, muy pocos, eran blancos.
—Tenía que venir —dijo Kostas, y cerró la puerta.
El silencio llenaba el cuarto, me quitaba el aire. Pensé, estamos bajando al fondo del mar, bajamos lentamente. Hasta que uno de nosotros hable.
Y tenía que ser Kostas. Yo había elegido el silencio, tocar fondo.
—Dos años —dijo—. Es mucho tiempo para un hombre que no lleva la cuenta. Para un hombre que no cree en esas cuentas. Hoy los conté. Dos años. Hace dos años que te vi por primera vez en el Omiros. Y esta será la última. Hubiera deseado despedirte en Atenas. Pero no puede ser.
Hablaba caminando por el cuarto, serenamente, sin mirarme, como un hombre que se pasea solo a la orilla del mar, en una playa estrecha.
—Te habría retenido —dijo, mientras prendía un cigarrillo—. No sé cómo. Pero te habría retenido. Es mejor así.
Era mejor así. Despedirse en Kamari. Él no estaría en Atenas a mi vuelta. Spiros se ocupaba de mis valijas. Podía quedarme con el bolso. De recuerdo, dijo, hasta que pase el tiempo.
Y cuando pase el tiempo, dijo, el tiempo necesario para tomar distancia, cuando pase el peligro, podía subir a la terraza del Omiros, mirar la Acrópolis y perdonarlo por esta estupidez, esta inconsciencia de venir a Santorini.
—Estamos de paso por el mundo —dijo con amargura. Estábamos de paso, solos en aquel cuarto, por primera vez solos en dos años. Kostas de pie, yo sentada en el borde de la cama, mirándolo.
—Vine a traerte una carta. No la abras hasta que estés arriba del avión. Adentro hay una nota mía. Un pedido. Dos años de verte ir y venir justifican que me haya tomado esa libertad. Ahora bien…
Dio un largo paso hacia la puerta, la mano buscando el picaporte.
—Ahora bien. Era una Browning. Pero yo no soy Didier Lévy. Vas a salir de aquí en cuanto yo me vaya. Vas a buscar el bolso al Adelphi.
Vas a subir al coche que te espera en la puerta. Vas a tomar el vuelo de la tarde. Spiros estará con las valijas en el aeropuerto de Atenas. Hay una conexión de Air France a París. Para ese entonces, ya habrás abierto la carta, sabrás qué hacer. ¿Sí?
—No, Kostas —dije.
Tan lentamente se volvió, tan lentamente llegaba, tan lentamente y sin saber por qué, el fin de tanto viaje.
—No.
Tan lentamente fui acercándome a Kostas y Kostas acercándose a mí. Tan lento fue el abrazo.
Siempre es muy lento el mundo cuando se cierra sobre dos amantes. Tan lento que las horas son días, que en unas pocas horas los amantes pasan largos días. Pasan días verdes en el bosque, días azules en el mar.
—No —le decía.
No, Kostas, no me importa qué hagas, no me importa qué hiciste, cómo te llames, dónde vivas, qué idioma hables, no me importa ser feliz o infeliz, no me importa el pasado, no me importa el futuro, Kostas, pero no te vayas, no me apartes, no me dejes, no te separes, no dejes de besarme, no me sueltes, no hables, no aceptemos, no renunciemos, Kostas, no.
Cuando me desperté, ya estaba sola.
*
Por las cortinas de la ventana se filtraba una luz rojiza. Era el sol que se iba. Sobre mi desnudez solo quedaban unos pocos reflejos del verde y el celeste de las horas a plena claridad.
No me moví durante un largo rato. Sentía la ausencia de Kostas como si todavía estuviera a mi lado. Mientras no me moviera, seguiría conmigo. La extraña esperanza de quedarme quieta, de no ahuyentar con movimientos torpes la esperanza de que un milagro me devolviera a Kostas.
Pero la vida, como dice Jones, nunca es mágica.
Me vestí fríamente, fríamente bajé la escalera. El muchacho que nos había recibido no estaba en el café.
Un viento frío soplaba en la playa de Kamari. En el mundo hacía frío. Un frío insípido que cala hasta los huesos, el frío del sudeste en Buenos Aires.
Miré el promontorio con las minas del templo, el sendero por donde horas antes había bajado Kostas, y pude imaginarlo subiendo, con su paso firme y leve a la vez, subiendo el sendero mientras yo dormía, cruzando el promontorio, hacia la segunda bahía sin nombre, hacia el barco en dirección a Rodas, Creta, Corfú o cualquiera de los cientos de pequeñas islas donde ocultarse de un pequeño, miserable asunto.
—¿Piensa pasar la noche aquí?
—No, señor Jones. Estoy esperando el ómnibus a Fira.
—Déjeme que la lleve, entonces. El último salió hace más de una hora.
También hacía frío en el camino a Santorini.
Jones paró el jeep, se quitó la campera, me la puso sobre los hombros. Lo dejé hacer, callada, sin agradecerle.
—Es mejor para usted —dijo y me ofreció un cigarrillo—. Se sentirá mejor después. También su amigo es mejor de lo que yo pensaba. Y más inteligente de lo que suponía. Pero no debió esperarlo tanto tiempo. No hay nada más humillante que esperar en vano. Sin motivo.
—Tiene razón, señor Jones. ¿Y usted qué hará?
—¿Yo? —Parecía sorprendido.
—¿Qué hará sobre el pequeño, miserable asunto?
—Ah, eso. Nada de importancia. Un informe. Las monedas no están en Santorini. Schomberg y Livio no las tienen. Se cuidarán muy bien de no tenerlas. Aparecerán algún día. Siempre aparecen. Mañana vuelvo a Londres. ¿Y qué hará usted?
—Mañana vuelvo a Atenas, tomo un vuelo a París. Ahí tendré que decidir.
Las luces de Santorini se cruzaban con las luces de los coches, con las estrellas, mezclándose en un cielo negro.
—¿Sabe una cosa, señor Jones? Hoy es mi cumpleaños. ¿Quiere festejarlo conmigo?