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La gente olvida. Pero las cosas no. Tienen una larga memoria y toda la paciencia del mundo. Les basta mostrarse donde uno menos las espera, con esas leves diferencias que marcan brutalmente su reaparición, que estremecen por eso, porque no es la misma baldosa en la misma vereda, la misma flor en el mismo tallo, sino el fantasma de la baldosa, el vago aroma de la flor, siguiéndote en la oscuridad, hasta que en un momento cualquiera de un día cualquiera, están ahí para que recuerdes su pérdida. Y siempre es una cosa ínfima, una pequeña cosa, la que derrumba tu confianza en que has dejado atrás lo peor y lo mejor de tu vida.

El fax llegó al Omiros cuando yo dibujaba otra pequeña cosa, la moneda antigua de Kostas. Kostas lo había leído mientras yo dibujaba. Se tomó el tiempo de elogiarme, me dejó envanecerme de mi buena memoria y de mi buena mano, antes de darme el fax.

No dijo que estaba dirigido a mí, no dijo que venía de París.

—Era una Browning —dijo.

Busqué la firma. Annie. La secretaria de Didier.

«No sé qué haría sin Annie», decía Didier. Su secretaria, su confidente. Enamorada y resignada a ese cuidado maternal que las mujeres sin hombre dan al hombre que tienen más cerca. Lo consentía con la pasión de quien no aspira a nada más que a consentirlo, a mentir por él y perdonarlo porque la obligaba a mentir. No era una mujer fea ni vieja, pero se había endurecido de tanto resistirse al amor por Didier, a las horas juntos sin tocarse, al hablar sin mirarse. Tenía pechos enormes para su cuerpo enjuto.

El estilo del fax, como los pechos, oscilaba grotescamente sobre la chatura de su formalidad de secretaria.

«Estimada amiga:

»Me tomo el atrevimiento de escribirle. El conserje del hotel en París me informó que había reservado un vuelo a Atenas y yo tenía este número de fax. Necesitaba comunicarme con usted urgentemente, antes que lo hagan otros.

»Debo darle una penosa noticia. El señor L. se suicidó esta tarde, en el cuarto del hotel donde usted se aloja habitualmente.

»El señor L. no ha dejado una carta ni un mensaje con sus motivos para tan extrema decisión. Su check-up anual no registra ninguna enfermedad grave. La situación financiera del señor L. era excelente. Por lo tanto, nos vemos obligados a atribuir su muerte a la fatalidad.

»No habrá investigación policial, aunque la carátula del hecho sea “muerte dudosa”. El señor L. usó un arma de fuego que le pertenecía. Una Browning, según los expertos. La guardaba en un cajón de su escritorio, a mi vista, y solo por razones de seguridad, a mi juicio.

»Ahora se trata de que el suicidio del señor L. perjudique lo menos posible la imagen de nuestra Casa y la situación de la familia de nuestro directivo. Dado que algunas personas, entre las que me cuento, estábamos al tanto de la amistad entre el señor L. y usted, suponemos factible que esta amistad llegue al conocimiento de la prensa y que la triste desaparición del señor L. se convierta en un hecho escandaloso. Sería lamentable que una figura tan considerada en nuestro medio se degrade públicamente con una historia de sexo y con intimidades que nadie, y por supuesto usted tampoco, desearía ver en los periódicos sensacionalistas ni en la televisión.

»La señora L., sobreponiéndose a su dolor, me ha pedido que le solicite un discreto silencio. Ya hemos obtenido del personal del hotel el acuerdo de atenerse a proporcionar a la prensa nada más que la información concerniente a la hora de llegada del señor L., las 3.00 p. m., a su ocupación del cuarto 55, al disparo que atrajo a una mucama de limpieza, de nacionalidad española, que no habla francés.

»En espera de su comprensión y buena voluntad, saluda a Ud. atentamente.

»Annie

»P. D. Rogamos tome nota de que el señor Jourdan ocupará provisoriamente el cargo antes ostentado por el señor L. hasta la designación del nuevo gerente de Relaciones Públicas».

Se hacía de noche. La pantalla del televisor brillaba en la oscuridad del salón como una pecera.

—Ahora bien —dijo Kostas—, era una Browning con todos los detalles. Nadie sueña un arma con tanta precisión, a menos que la haya visto bien de cerca.

Me quitó el fax de la mano, lo puso dentro de la carpeta de dibujos, la cerró cuidadosamente.

—Vamos a caminar un poco —dijo.