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Hacía mucho frío en el cuarto inclinado del Adelphi.

Me metí en la cama con un folleto de las ruinas de Santorini y leí las brevísimas noticias sobre el progreso de las excavaciones. No había traído libros, descontaba que podría comprar alguno en Santorini. La lluvia me había impedido recorrer el pueblito en busca de una librería. La lluvia o la esperanza de una aventura al sol, una aventura que me dejase exhausta y sin ganas de leer. Un cambio de planes, de hábitos. Ahora, sin un libro, me sentía perdida, acorralada, con toda la noche por delante.

Era demasiado temprano para dormir, demasiado tarde para caminar hasta el restaurante que había descubierto a unos cien metros del Adelphi. La heladera estaba vacía. Y me faltaba el ánimo para enfrentarme al viento y a la lluvia.

Los Cíclopes y el feroz Poseidón se reducían a esto. A una tediosa forma de estar sola y con hambre.

No me había observado bien el señor Jones. El viaje empezado en el cuarto del hotel de París seguía con otra pasajera, desconocida para mí y de reacciones imprevistas. Como la pacatería de ofenderme con Jones. Me había mostrado infantil, vanidosa y grosera frente al hombre que unos minutos antes miraba con agrado y que hubiera podido ser mi amigo. Ahora estaba consternada por mi estupidez, me preguntaba cómo llenar el tiempo, la noche interminable, silenciosa, hasta que volviera la luz, y con la luz las caminatas, los dibujos.

Golpearon la puerta. Era Livio.

—Traigo un mensaje para usted.

Me levanté a abrirle, envuelta en la manta de la cama. Bajo el enorme paraguas negro, parecía un chico excitado por la tormenta y los relámpagos.

—Sé que es un poco tarde.

—Entre, no se quede en la lluvia.

El fax con membrete del Omiros tenía grandes manchas húmedas.

«Pasado mañana, a las 10 a. m., en Kamari.

»Kostas».

—Kamari. ¿Dónde queda Kamari?

—A quince minutos de ómnibus. Hay uno cada media hora. Es una de las playas más lindas. Lástima el tiempo.

Kostas venía a Santorini. Sin duda, para asegurarse de que yo soportaba pacientemente el engaño del clima, la involuntaria traición de su promesa: «Nunca llueve en las Cícladas».

Tan de Kostas sacar su autoridad del Omiros y traerla a Santorini con tal de no ceder un punto de la palabra dada. ¿Pero por qué citarme en Kamari?

Livio esperaba, interrogante, sonriendo. Entonces, por primera vez, en la tersura de los pómulos, en el arco empinado del labio superior, en las diminutas orejas y en el cuello largo, sinuoso, vi la mujer en el muchacho, como dos dibujos encimados.

La sonrisa era tensa pero elocuente. Comunicaba esa complicidad entre mujeres cuando se habla de hombres. Para Livio, pensé, el mensaje de Kostas, la cita en Kamari, tiene un solo sentido.

¿Cómo interpretarlo de otro modo?

«Así que esta era la razón de tu viaje a Santorini, extranjera», decía la sonrisa, «una mujer nunca llega sola ni se queda sola en las Cícladas. Cuando Kostas te recomendó el hotel de Schomberg ya habían arreglado el encuentro en Kamari. El Adelphi está indiscretamente expuesto a la chismografía de Santorini y Kostas tiene amigos aquí. Kostas defiende su privacidad, su mujer rubia, su familia».

No sentí enojo sino frustración. ¿Cómo explicar y para qué explicar el malentendido? Apenas oía a Livio, que me hablaba del temporal, de lo sensata que había sido en meterme en la cama con semejante noche. Estaba helada y también harta de confusiones. Solo quería que me dejara en paz.

—¿Qué le contesto? Ya le previne que con este tiempo no querría salir, pero me juró que no se moverá del Adelphi hasta saber definitivamente, dijo «definitivamente», que usted no acepta la invitación.

—¿Qué invitación? Es un fax, no veo que pida una respuesta.

—El fax no. El inglés sí. Está esperando arriba. La invita a cenar con él, como le dije. Y con esta tormenta. No pensará aceptar.

Jones. Cielo santo, el señor Jones.

—Dígale que ya subo.

—¿Que sube? ¿Realmente?

Lo vi tan alarmado por mi decisión que me reí.

—Realmente.

—No debe ir. No vaya.

Seguí riéndome de Livio mientras me vestía. De su deseo de prohibirme que saliera con un hombre que no era Kostas. El viejo miedo femenino de que se alteren las reglas de un juego que se juega bien por otro imprevisto y oscuro.

También me reía de alivio. Tenía suerte de no haber ofendido irremediablemente al señor Jones. Podría apoyarme en su excentricidad, en esta noche de lluvia y sin un libro, para pasar la noche más segura. Porque la excentricidad de Jones no era más que eso, excentricidad inglesa. Un disfraz que se echan los ingleses sobre un sentido común más duro que las rocas.

Pero cuando ya estaba subiendo la escalera, apretándome contra la pared que olía a cal mojada, me detuve un momento, agitada como si hubiera trepado los seiscientos escalones blancos que venían de la Caldera.

La muerte no es dibujable. Así la sentí. Impregnando la noche, informe, erizándome. No dibujable. Como la muerte de Didier Lévy.

—Ese impermeable debe ser muy poco abrigado. Está temblando —dijo el señor Jones.

—No, está muy bien.

Y estaba realmente muy bien, la oportuna llegada de un hombre vivo y dibujable.

—Mistral, me llamo Mistral —dije feliz, incoherente—. Santamarina es mi apellido.

—Jones —dijo.

Y repitió la cortés inclinación de cabeza, antes de abrir la puerta e invitarme a salir de la sala hogareña del Adelphi, bajo la mirada colérica de Schomberg y la desolada de Livio.