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Kostas decía —tan de Kostas— que cada historia personal es un viaje a un país extranjero. Que hay una partida, una vuelta, y entre la partida y la vuelta una tierra de nadie en que todo parece sucederle a alguien que viaja al lado, que habla nuestro idioma, que tiene los mismos gustos y las mismas debilidades, pero que no regresa con nosotros.

Mi historia, mi viaje, empieza una mañana de lluvia, en el cuarto de un hotel de París.

*

El hotel ocupa una esquina de la Rue Bayard y no desentona en la orla de lujo del barrio de las grandes casas de la moda, de los restaurantes con cámaras de televisión en el umbral, de los bares famosos, petrificados por la nostalgia americana de los años cincuenta. La recepción es una sala pequeña y elegante, de estilo rococó, fría como un gabinete de museo, con sus sillones tapizados de seda, su araña de cristal y su conserje arisco, multilingüe, francés. El único ascensor, una jaula dorada, bamboleante, funciona con irregularidad asmática y quien se aloje más de un par de noches terminará por recurrir a la ancha escalera con su alfombra azul de Prusia y listones de bronce.

Este es el quinto piso. Tiene una vista clásica: las tejas negras, las chimeneas, las mansardas de las litografías que compran los turistas en los kioscos del Sena. La habitación 55 da a un balcón enrejado y de baldosas que sigue la curva de la esquina como una vereda en el aire. Entre el pesado terciopelo verde que enmarca la puerta del balcón, flotan cortinas blancas.

El cuarto es claro y espacioso, los muebles fuertes, con el generoso derroche de madera de otros tiempos. Junto al ventanal hay un escritorio. Sentada al escritorio, una mujer en camisón, con el pelo largo suelto sobre la espalda, toma café negro. La mujer está triste y no sabe por qué. Mira la taza, pensativa. Esa mujer soy yo.

Pienso que voy a cumplir treinta años. Pienso que debería prestarme un poco de atención. Treinta es un número redondo y peligroso, fácil de recordar, de atribuirle las supersticiones de un límite. No soy buena, nunca lo he sido, para los números, menos para las fechas que me confunden y que anoto distraídamente en mi diario como migas de pan tiradas al andar, fechas que solamente busco cuando me obligan a fechar un currículum y que tomo sin convicción de algún cuaderno, segura de mi inexactitud porque yo soy así, inexacta, libre de cualquier compromiso con el tiempo, salvo el que concedo a mi trabajo.

Bostezo, abro el cuaderno, escribo: «Dentro de una semana, cumplo treinta años».

Tengo frío, tengo sueño, he pedido una segunda jarra de café. Me pregunto por qué no llega el mozo marroquí con la segunda jarra. Me pregunto si es importante cumplir treinta años. Me pregunto cómo he llegado aquí, a los treinta años, a este cuarto en el hotel de la Rue Bayard.

Me pregunto por qué esta mañana estoy tan triste.

*

Voy a cumplir treinta años. Nadie me los daría. Este aire de inacabada juventud está hecho de la torpeza para moverse de los veinte, entre nerviosa y brusca, y de la timidez que no he logrado superar con tanto viaje. Aún me alarma entrar en una habitación llena de gente, decir la primera palabra, y bajo mi aparente mansedumbre hay un potrillo arisco siempre dispuesto a cortar el freno y desbocarse.

En camisón y botas de caña alta, con un chal de lana sobre los hombros, desayuno en el cuarto. Jugo de naranja, café negro y croissants. La bandeja está frente a mí, sobre el escritorio. He pedido que me traigan más café y mientras espero enciendo un cigarrillo.

Fumo y miro por la ventana.

Una cortina de lluvia se mueve tras las cortinas blancas. La lámpara del escritorio, con su tulipa velada, atenúa las sombras sin borrarlas, ensucia el papel. Con esa mala luz no puedo dibujar y cuando no dibujo me siento desnuda, peligrosamente vulnerable. Por eso me he puesto las botas. Siempre llevo un par en la valija, inclusive en verano, una superchería de mujer que me sostiene en los momentos de inestabilidad con la ilusión de una mayor altura y de piernas más fuertes.

El mozo marroquí ha dedicado a las botas una sonrisita burlona:

En voyage, madame?

Alto como una palmera, con un racimo de rulos negros sobre la frente, un andar balanceado, una risa profunda y contagiosa, da un toque de exótica impertinencia a estos cuartos decadentes donde hasta el silencio guarda un orden.

El mozo me ve flaca para su gusto y quiere engordarme con café. Quizá ha importado de Marruecos la idea de que el café engorda. Las botas fuera de estación y las jarras del café que alimenta han establecido entre nosotros una suerte de coqueteo amoroso sin otro contacto que el visual, como a través de la ventanilla de un tren en movimiento. Yo solamente reparo en esta mutua seducción entre las siete y las ocho, cuando golpea la puerta del 55 e irrumpe oscuro, cálido y deseable. Pero ahora lo espero con impaciencia.

Me he levantado triste, aunque la mañana es para mí el mejor momento del día. Si pudiera, viviría solamente de salidas de sol, de comienzos limpios, de hojas en blanco. Hoy no tengo ganas de nada, salvo escaparme del hotel. A duras penas reprimo el deseo de tomar el teléfono y reservar un sitio en el primer vuelo a Buenos Aires.

El impulso, por irracional, por estúpido, me avergüenza. No es la primera vez que me pasa, esta intuición de partida inminente, de angustia de partir. Durará solo el tiempo que me tome el examen de mis circunstancias.

No creo en premoniciones.

*

Mientras llega el café, la segunda jarra que he ordenado y que el muchacho marroquí se demora en traer, repaso mis circunstancias en voz alta.

Tiendo a hablar sola. Una manía que se arraiga en los trayectos demasiado largos, el inadvertido monólogo de esperas en aeropuertos, de habitaciones dobles que no se comparten con nadie.

—El hotel. La lluvia. Didier Lévy. Empecemos con el hotel. ¿Por qué habría de entristecerme el hotel?

Siempre me alojo aquí, por comodidad, por costumbre. Lo único que me entristece es París, ciudad pretenciosa y grosera como las modelos que desfilan para que yo traduzca su belleza de maquinaria a la belleza leve y anacrónica de dibujos a pluma.

No me gusta París. En la opulencia de su arquitectura, en sus aires de reina, hay una vieja tacaña y agresiva que sale fuera de horas, cuando apagan las luces. El trabajo nos condena a una cita trimestral en el ámbito de las lustrosas revistas femeninas. Nunca mejoran esas relaciones, que mantienen la fría hostilidad del primer día, con muy escasas treguas. A veces, París es menos agria, yo menos susceptible. En algún viaje, las crónicas de la frivolidad y la riqueza me divierten, y hasta apunto en mis diarios notas paródicas de este mundo liviano como una burbuja e igualmente vacío. Pero me estoy cansando de fingir que somos camaradas, que soy parte.

Con excepción de Didier Lévy, no he hecho amistades. Culpa mía y de la ciudad, de nuestra incompatibilidad de carácter, porque no puedo quejarme de su trato. La gente del círculo de la moda es profesionalmente cortés y me sobran las invitaciones. Sin embargo, me encierro en el hotel de la Rue Bayard. Desconfío de París. Creo que si algo malo debe sucederme será en París. Y prefiero que me encuentre en el cuarto 55, sentada al escritorio, dibujando, nunca en la calle, donde me siento extranjera y perdida.

—La lluvia. Quizá sea la lluvia. Odio la lluvia en lugares inhóspitos, y llueve sin parar.

Esta mañana es la quinta de una serie de mañanas sin sol en una estadía tormentosa. Hubo un cambio de fechas que me retendrá en París un día más, llamadas telefónicas a un publicista de Roma, que se calmó al oír que tomaría el primer vuelo disponible.

Y hubo también, anoche, en Fouquet’s, en la mesa de siempre, una penosa conversación con Didier Lévy.

—¿Didier Lévy? Debo estar triste por Didier Lévy. O debería. Didier quería divorciarse de Louise y casarse conmigo. Casarse, dijo.

*

Me había reído espontáneamente, sin malicia.

—Didier Lévy, el único habitante de Francia a quien el champagne se le sube a la cabeza.

—Hablo en serio. De amor.

—Nunca me hablaste en serio. De amor.

—El amor es como una tortuga. Lento. Pero siempre gana la carrera.

—¿Qué significa lo de la tortuga y el amor?

Nada, seguramente. La excentricidad de Didier tiene tanto de pose. Vogue lo adora, Lui lo magnifica. El elegante toque neurótico, como los trajes invariablemente negros y la corbata blanca, su tenebrosa distinción en el arco iris de chaquetas masculinas de la temporada. El hombre más atractivo de su presuntuosa maison, donde oficia las artes seductoras de todo gerente de relaciones públicas. Y hasta esta noche, un agradable compañero.

Mon ami, pensé, con desdén. El grácil término francés para el amante, que elude la pasión del amor y el compromiso de la verdadera amistad.

—Quiero ser honesta —dije, sin esperanza, ya mintiendo.

Intenté convencerlo de que no me quería. Todo lo que logré fue repetir vulgaridades de telenovela.

—En nombre de los buenos momentos…

París es grande, le dije, yo imperceptible entre tantas mujeres hermosas que lo amaban, incluida la suya.

Y luego, humillada por las palabras ridículas que iban saliendo de mi boca, mientras golpeaba nerviosamente el mantel con el pie de la copa vacía:

—Por favor, Didier. Tu vida se hace aquí. Mi vida se hace un poco en todas partes. Solo tenemos un amor de paso. Una de esas historias de restaurantes y de hoteles.

—¿Y la tortuga?

Dejé la copa en paz, extenuada. Entonces vi que Didier sostenía la suya como si estuviera hecha de una sustancia resbalosa que se le escurría entre los dedos.

—Hablamos mañana —dije, y la cara me ardió de vergüenza.

—Mañana es tarde.

—Por Dios.

Nos quedamos callados. El silencio era más insoportable que una discusión. Si hubiera tenido el ingenio fácil de Didier, su destreza de hombre de mundo para cruzar impune barricadas de sentimientos enemigos y llegar sano y salvo, sin un raspón en su elegancia, al otro lado de las conversaciones. Pero nunca lo tuve.

—Hablamos mañana. Hasta mañana.

Me levanté de la mesa, fui al guardarropa y pedí mi abrigo. Antes de salir, giré la cabeza.

Parecía muy calmo en aquella mesa retirada, entre las otras que hervían de gente. Un hombre que había cenado solo y que ahora, aburrido, esperaba la cuenta. Mientras tanto, se servía una copa. Trataba de enderezar la copa para que el champagne cayera dentro.

Me volví caminando a la Rue Bayard. Sentía esa opresión que deja una comida refinada en un estómago habituado a platos simples.

La lluvia me alcanzó en la puerta del hotel, como una mala sombra.