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El mozo marroquí nunca llegó. No se oía un solo ruido. Nadie tomaba el ascensor, nadie abría ni golpeaba una puerta. El hotel estaba en suspenso, como si en cada cuarto hubiera un muerto igual y los huéspedes no supieran qué hacer con el cadáver.

Me recuerdo de pie, inerte como el hombre, con los ojos cerrados, flotando en una oscuridad salpicada de luces, vagas estrellas de una noche sin cielo, en curso hacia otras mañanas.

En ninguna de esas mañanas moría Didier Lévy.

El viaje lo hacía mi cuerpo, no yo, eso podría jurarlo. No sentía miedo, ni dolor, ni angustia. Solamente el asombro resistía las olas blandas, silenciosas, de un mar de indiferencia. Asombro del reconocimiento de una situación similar, de un cruce a través del vacío. Me había ocurrido antes, nunca un viaje como este, pero me había ocurrido. Irme de la desdicha mientras dormía. Irme a un sitio donde mi felicidad estaba a salvo.

«¿Es buena la vida, Mistral?»

«La vida es muy buena conmigo».

Y entonces dejé de asombrarme y me hundí en aquel sueño oscuro.

*

Me despertó un dolor intenso, en medio de la frente.

Aunque no estaba en condiciones de mirar el reloj, sabía que desde la irrupción de Didier, el disparo y las tazas rotas, habían pasado muchos minutos más de los necesarios para que el mozo marroquí, un vecino de cuarto o una mucama, dieran la voz de alarma. ¿Por qué no sucedía?

Como si obedeciera órdenes de una autoridad lejana o de una voz secreta, descolgué el tapado de la percha, me lo puse sobre el camisón. Tenía mucho frío, el dolor en la frente me cegaba. Casi a tientas, levanté mi bolso, la carpeta de dibujo que estaba sobre el escritorio y también la tortuga, porque me dio lástima o porque no atiné a hacer otra cosa que llevarla conmigo.

Salí al corredor, cerré la puerta, me dirigí a la escalera. En ningún momento me volví para mirar atrás.

La alfombra azul de Prusia ondulaba bajo mis botas. Las ganas de fumar me atormentaban. Bajé a la recepción, piso por piso, deteniéndome en cada rellano, esperando agitada una señal, el grito de una mucama, la aparición del chico marroquí, que hubiera tenido que correr en mi busca, atónito pero leal, antes de informarle al conserje qué había encontrado en el cuarto 55.

Bonjour, madame.

El conserje tenía la cara de siempre, una cara rechoncha y cruzada de arrugas profundas como una madeja ovillada en un acceso de ira sobre el impecable uniforme gris.

Me acerqué al escritorio, vacilando.

—Usted no ha oído… Mi cuarto es el cincuenta y… Habría que llamar, no sé a quién… En estos casos…

El conserje apretó los dientes, se puso los anteojos, rebuscó en el casillero de la correspondencia y con un hartazgo de siglos de atender extranjeros incomprensibles, con un desdén que repartía equitativamente entre los invasores de París, toda esa gente que emigraba de una luna oriental o sudamericana, gruñó:

—No hay mensajes, Madame. Me dolía tanto la cabeza.

—¿Mensajes? No le pedí mensajes.

—Por supuesto, Madame.

—Ha oído el tiro —dije con furia, con desesperación.

—No, Madame. Ningún tiro.

—¿Está seguro? Oí un tiro en el quinto piso.

—A esta hora ya hay muchos autos en la calle. Escapes, un neumático. ¿Desea cambiar de cuarto?

—Necesito que mande una mucama. Ahora.

—Ahora. Por supuesto, Madame. Ahora. Comprendo. Quiere decir más tarde. Cuando entre en servicio el personal de limpieza. ¿Un tiro? ¿Un tiro de qué? Comprendo. Usted quiere decir un disparo. ¡Pum! Ah, sí. Imposible. Este es el barrio mejor vigilado de París.

Ahora me observaba con distante benevolencia. Pensaba:

«Cuando un extranjero habla francés no dice más que tonterías. Un loco balbuceante. Ahí está la argentina del 55, que a pesar de los ojos de colores distintos es una muchacha muy cuerda, y esta mañana sale desgreñada, en camisón, con un tapado sin abotonar y una tortuga que mueve las patas en el aire». También pensaba que no era asunto suyo.

Paré un taxi en la puerta del hotel.

Un taxi es un hogar, me dije, tiritando. Había conocido rachas de pobreza, de comer salteado, del único par de zapatos con los tacos torcidos, de inviernos con un viejo tapado que no abriga, y solo me pesaba la humillación de no tener plata para un taxi.

—¿Adónde vamos? —me preguntó el chofer, las manos crispadas de impaciencia sobre el volante.

Deseaba tanto estar en Buenos Aires. A un taxista porteño hubiera podido responderle: «A ninguna parte, quiero dar una vuelta» y él habría enfilado hacia la Costanera, contento de escaparse del centro, de hacer un viaje largo, de escuchar la historia, de atosigarme de consejos. «No llame a la policía. Lo primero que piensan es que usted lo mató. Hasta que el juez dictamine que es violación de domicilio, la encierran en la comisaría. Hágame caso. Usted, como si nada. Usted, argentina».

Pero no estaba en Buenos Aires y los taxistas europeos compartían la repugnancia estoica de todo un continente por estos lujos sin valor racional.

—A las Tullerías —dije.

No me importaba dónde. Quería que el tiempo transcurriera fuera del hotel. Quería que en mi ausencia, por milagro, la mucama de la limpieza encontrara un cuarto vacío. Quería que fuese ayer o mañana. Quería irme.

Le di al chofer una dirección entre los lugares comunes que mis visitas a París iban amontonando en la memoria como gajos resecos de una enorme naranja que no terminaba de comer. Notre Dame, la Sainte Chapelle, Montmartre…

Necesitaba café y un cigarrillo.

Didier Lévy se había suicidado en mi cuarto. Mi amante estaba muerto. Y yo pensaba: «Necesito café y un cigarrillo».