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Posiblemente se llamara Frank. De la fecha estaba segura. Abril del 88, la Semana del Loden. De la ciudad también. Salzburgo. Y en Salzburgo, un pequeño palacio, un gran salón, dorados barrocos, mozos de librea, pelucas blancas, un lunar en el mentón de las modelos, como una mosca en una tetera de loza.
—Y cuando sale el sol, los dedos sonrosados de Aurora acarician la Acrópolis —dijo el hombre que bebía una copa conmigo en el cóctel de la Semana del Loden.
Era alto, rubio y transparente como una gota de miel. De unos treinta años, pero la timidez lo hacía más joven. No parecía creer que me interesara el éxito del loden, de los tapados, sobretodos, capas de lana verde musgo que tapizaban las tiendas de toda Europa y henchían de orgullo al nacionalismo austríaco.
El hombre me hablaba de Atenas y del Partenón. Yo lo escuchaba distraídamente. Oía cosas peores en aquellas reuniones. La cursilería de altas horas y de copas sin ganas, de charlas insulsas y pies doloridos.
—Antes de abrir una casa de modas en Viena, estudié arqueología.
—¿Tocado por los dedos de Aurora? Se ruborizó intensamente.
—Es mejor creer en la bondad de una diosa que en la bondad del loden.
Me gustó esa respuesta y el ramalazo de ira que oscureció los cándidos ojos celestes.
—No se enoje conmigo. Fue una broma estúpida. A esta hora de un cóctel me pongo sarcástica. Perdón.
—¿Conoce Grecia?
—No. No está en mi ruta laboral y cuando tomo vacaciones me quedo en Buenos Aires. Uno se cansa de viajar y Grecia pide un viaje más, una excursión. Odio las excursiones.
Grecia. Para mí Grecia solo existía en los libros. Los viejos libros que heredé de mi padre. Algunas páginas se quebraban al hojearlas, otras se habían pegado. Las ilustraciones que intentaba copiar se fundían en una sola imagen. Frisos en la base de una columna, cariátides asomando sus cabezas trenzadas en los pliegues de la túnica de Atenea, un pie de infinita delicadeza que se arqueaba en la orilla del mármol.
Grecia era un dibujo pegoteado y difícil, como mi padre en mi memoria. Una piel arenosa, una cabeza que me obligaba a alzar la vista, una voz sin agudos, un aire hecho de olores extranjeros, de tabaco y sudor, de crema de afeitar. Un padre, un hombre. Tan misterioso y remoto como la Grecia de los libros en nuestra provincia de mujeres.
—… quedarse una semana. Sentirá que le cambia la vida. Una breve estancia en la cuna de la civilización, mecida por la música de las esferas. No lo tome a mal. Yo también evito las excursiones. Y es triste viajar solo. ¿No lo toma a mal?
—Soy una mujer grande para tomarlo a mal.
No tan grande, pensé, pero estaba harta de cócteles y de loden.
«Una estancia en la cuna de la civilización, mecida por la música de las esferas».
Franz o Frank era conmovedoramente cursi. Era conmovedoramente ingenuo. Era como un buen chico de familia. Y yo necesitaba una gota de humana ternura.
Aquella noche hicimos el amor. Fresco, arrasante y de olvido inmediato, como el vino nuevo de Grinzing que servían en el cóctel y que los dos tomamos en exceso. Un día después, salimos para Atenas.
Discutiendo.
Frank insistía en pagar mi pasaje y reservar habitaciones en el Hilton. Yo estaba acostumbrada a hacerme cargo de mis gastos y me deprimían los grandes hoteles americanos, con esos turistas obesos que cenan a la hora del té y piden langosta y hamburguesas en el mismo plato. Accedí por cansancio, para no ofender la sensibilidad de Frank. Se ruborizaba fácilmente. Lo avergonzaba hablar de plata y no de dioses o de templos.
Llovía en Salzburgo. Muy oportuno para la Semana del Loden, muy oportuno para fugarse a Grecia. Me moría de ganas de ver el sol.
Pensé que si volvía a París me moriría en la lluvia. No hay otro dios que el sol, pensé.
*
Pero mi diario cuenta otras cosas del sol.
«30 de abril de 1988. Mi primer día en Grecia. No debo estar en Grecia. Esto no es Atenas en primavera. Esto es Buenos Aires en verano. Hace un calor insoportable. Llegamos esta mañana. Dejamos los bolsos en el Hilton y salimos a caminar. Frank…».
Frank se saca la camisa, se zambulle en el sol. Yo busco la sombra de los edificios.
Frank en shorts, sin camisa. De las sandalias franciscanas asoman dedos torcidos, uñas largas. Camina levantando los brazos al sol, tan rubio, el pelo lacio como un casco, la nuca erizada con un vello de cobre. Quiere tostarse.
Subimos por una vereda empinada, nos abrimos paso entre gente vestida con modestia y esmero, vestida de oficinas grises, de almacenes, de tiendas.
Atenas me recuerda un barrio feo de Buenos Aires. Un barrio de terminal de ómnibus, de estación de trenes, como el Once o Constitución. La misma decencia del vestido, las caras cerradas y ya hartas en el comienzo de un día de trabajo, en el aire la misma frescura insostenible, el humo negro de los escapes de los autos, los colectivos viejos, el pasto ralo, polvoriento, de parques que achicharra el calor. Y también la resaca de la noche, hombres que duermen en el suelo y mujeres que deambulan sin casa, sin ir adónde en la mañana nueva. La miseria de las ciudades, una jauría que se dispersa en el amanecer, ahuyentada por los dedos ligeros y sonrosados de una diosa.
Y ahí va Frank, una cadena de oro al cuello. Hermoso y bárbaro. La Acrópolis pulula de cuerpos recién desvestidos y blancos como el de Frank. Se echan entre columnas rotas, sobre las piedras.
Parecen gusanos en un cadáver gigantesco y caprichosamente mutilado.
—La vida por una cerveza —dice Frank.
Quiero irme. A otra parte. A otro día. Qué importa dónde o cuándo, con tal de no ver más esta cara moteada de rojo por el sol, hinchada de cerveza. Irme.
Estoy exhausta. Dejar a mi arqueólogo en Atenas me costará otra discusión. Y el sol me ha quitado la voz, las palabras. Él tampoco habla ya. No habla de diosas, de cunas, de esferas musicales, de nada.
Vamos parando en bares. Yo espanto las moscas, Frank toma su cerveza. Luego otra vez el sol. Frank ardiendo y bebiendo. Es casi de noche cuando volvemos al hotel.
En el salón del Hilton hace un frío invernal.
—Frank, me voy a París.
Sonríe vagamente, se toca los labios inflamados.
—Dije que me vuelvo. ¿Estás de acuerdo, Frank?
Está de acuerdo. No sé cómo decirle… Pobre Frank. Improviso.
—Tengo mucho trabajo en París. Hago todo a último minuto, por eso. Y quisiera cambiarme de hotel esta noche. No te importa, ¿verdad? Mañana hay un vuelo directo. Air France. ¿Sabías que hay un vuelo directo por Air France? Non-stop. Sin escalas en Sofía o Tesalónica.
Él asiente, sonriendo, con los ojos nublados.
—Perfecto. Ahora subamos a la habitación, Frank. Dios santo, tomaste litros de cerveza. Te va a hacer bien dormir un rato. Y yo necesito mi bolso. ¿Estás de acuerdo? Estás de acuerdo. Vamos, Frank. Gracias, Frank.
Me alegra que estemos solos en el ascensor. Frank se tambalea, se apoya en mi cuerpo y tironea mi blusa, como un ciego.
—No. Por favor. No hagas esto. Todo ha salido mal pero no hagas esto.
Trato de apartarlo con paciencia, con calma. Me arrincona contra el espejo del ascensor.
—No, Frank. Así es indigno de… Así es repugnante. Basta, Frank.
Pero él sigue empujando, palpando, buscándome la boca.
Entonces le pego. Le pego en la cara con la mano abierta y con todas mis fuerzas. Frank se toca la mejilla golpeada. El ascensor se ha detenido en nuestro piso.
Estoy temblando. De furia y de asco.
—Te dije basta. Estás borracho.
—Bitch.
—¿Qué?
La sorpresa me paraliza. Es como si el insulto en otro idioma no tuviera el mismo sentido que en el mío, necesito traducirlo antes de sentirme insultada. Bitch, una palabra que otros dicen a otras, una palabra que viaja, que llega cuando ha perdido su carga de veneno, y ahora es solo una palabra estúpida. Perra.
—¿Qué?
No dice nada. Me sujeta los brazos, me saca del ascensor a rastras.
Es más alto que yo, es más fuerte que yo. Luchamos silenciosamente, enredados frente a la puerta de la habitación, en un corredor vacío. Sería inútil gritar aunque pudiera. Me tiene de espaldas, una mano me tapa la boca, la otra me ha agarrado el pelo y tira hacia atrás, tira tanto que va a romperme el cuello.
Entonces, cuando cierro los ojos y me abandono a su brutalidad, a que haga conmigo lo que quiera, porque finalmente lo hará, porque no sabe qué hace, pero quiere hacerlo y lo hará, Frank me suelta.
—¿Entendiste?
Digo que sí. Le diría cualquier cosa.
—Me alegro.
Está sobrio. Rojo pero sobrio. Abre la puerta de la habitación y me invita a entrar con la misma cortesía dulzona de Salzburgo.
—Tenemos que hablar civilizadamente. —Se pasa los dedos por el pelo rubio, sudado y revuelto—. Tenemos que hablar de esto. Yo quisiera quedarme unos días. ¿Podemos hablar?
Hablar. Necesita hablar. Yo necesito irme. ¿De qué quiere hablar Frank? Hablemos, después siempre se dice «hablemos». Civilizadamente. En nombre de la civilización, hablemos. Nada mejor que las palabras. Tengo que darle tiempo para que me deje salir. Y no confío en que me deje ahora.
—Hablemos —digo, y entro.
Me duele la cabeza. Me duelen los brazos. Me duelen los golpes del buen chico que había estudiado arqueología en Viena enamorado de una diosa. Me duele que el mundo tenga hombres como Frank.
Oigo la llave girando en la cerradura.
—¿Qué estás haciendo?
—Cierra con llave. En este viejo Hilton no hay tarjetas magnéticas.
Y me muestra la llave. La hace saltar en la palma de la mano.
—Mañana será otro día. Ahora hay que acostarse.
Estoy de pie, mirándolo. Él no me mira. Pone la llave bajo la almohada y se tira en la cama, de espaldas. Bosteza. El cuerpo medio desnudo, con las piernas abiertas, se acomoda sobre la colcha de seda, busca la posición más agradable para su larga noche en el Hilton de Atenas.
—Mañana… Bitch… Mañana nosotros… —dice entre sueños.
Hay otra cama. No es una habitación matrimonial y es un hotel americano. Me siento en la cama gemela.
Voy a esperar a que se duerma. Que duerma tan profundamente que no sienta mi mano deslizándose bajo la almohada en busca de la llave. O que no me oiga tomar el teléfono y pedir auxilio a la recepción.
Prefiero abrir la puerta. Me ahogo. No soporto las habitaciones cerradas con llave, los pasadores, las cadenas. Quiero abrir esa puerta, yo sola. Espero. La gran virtud de las mujeres, esperar. Darse tiempo. Y lo vigilo. Tarda en dormirse, Frank. Él también me vigila.
—¿No viene el sueño, bitch?
—No. Creo que voy a dibujar un poco, hasta que tenga sueño.
—Mañana… —suspira—. Mañana…
Sentada en el borde de la cama, con la carpeta sobre las rodillas, dibujo.
Dibujo mujeres encerradas. No son las mujeres que yo dibujo habitualmente.
Estos cuerpos de mujer tienen la posición del miedo. Se encogen y se tuercen. En las caras hay un grito en suspenso. Esperan la mañana siguiente para preguntarse si realmente ocurrió, para contestarse que no ocurrió y lo imaginaron, o que ocurrió porque el hombre que aman tuvo buenos motivos. Les dicen que están locas o son putas. Debe de ser verdad. Si no fuera verdad, aunque les parezca que él miente, ¿por qué usar la fuerza sobre cuerpos blandos que no pueden golpear sin un arma?
Los ojos de estas mujeres tienen una mirada que solo se ve en las mujeres. No es de horror. El horror nos toca igual a todos. Es de incredulidad. Es de silencio. Mañana se cubrirán discretamente. Hablemos, dirá él. Y hablarán. Y después sabrán guardar el secreto. Mientras tanto, esperan y rezan.
—Padrenuestro que estás en los cielos…
La oración más hermosa del mundo. La oración al Hombre de todos los Hombres, que vela por todas las mujeres.
«¿Los hombres te quieren, Mistral?».
«Los hombres me quieren, Dodo. Pero hay algunos que se llaman Frank».
«¿Es buena la vida, Mistral?».
«La vida es muy buena conmigo».
«Yo me he ocupado de que sea así».
El sueño bajaba suavemente. No sentí que la carpeta se deslizaba al piso.
Dibujando, me dormí en la cama del Hilton.