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—El hotel, Michel Lévy, la lluvia. No es para preocuparse tanto. Mis circunstancias caben en el anotador del teléfono —digo, ronca de sueño.
¿Qué pasa que no llega la segunda jarra de café? Para no reclamarla con indignación, para no causarle problemas al chico marroquí, extranjero como yo, abro la última carta de Dodo, gruesa como un paquete, que está sobre el escritorio desde hace tres días, por lo menos.
No me siento culpable. Las cartas de Dodo tienen el volumen de un diario del domingo y la misma falta de urgencia periodística. Nunca traen noticias de esta anciana supersticiosa pero culta, que escribe con abrumadora volubilidad y un estilo afectadamente objetivo, conocedor de todo. Son como suplementos de literatura, de ciencias y vida cotidiana, de política nacional e internacional, de cocina y de jardinería, que llegan a los hoteles donde Dodo sabe que me alojo.
Cartas sin fecha. Entre la repugnancia de Dodo por almanaques y relojes y los caprichos del correo argentino, me cuesta distinguir las viejas de las nuevas. Las recibo mezcladas, con los sellos borrosos e ilegibles de tanto manoseo en aviones, en oficinas postales, en la recepción de un hotel, ese largo viaje que hacen para cruzar el mío en algún punto. Pero invariablemente, cuando abro el sobre y miro la letra rápida, sin caracoles de sensiblería, la veo como si la tuviera delante y me duele estar lejos.
No me consuela que Dodo me haya prohibido visitarla en la casa de La Loma, salvo cuando las circunstancias le impiden venir a la mía. Las raras circunstancias en que Dodo cae enferma o don Justo, su amigo el curandero, el viejo que me curó del mal del sueño cuando yo era chica, quiere verme. Mi check-up anual de magia de suburbio en una pieza sin ventanas que da a un patio, con una cortina de hule en vez de puerta. Vamos juntas, ceremoniosamente.
A Dodo le importa mucho esa visita. Nunca olvida los favores recibidos de los dioses de su extravagante Panteón y menos a don Justo, que me sacó del sueño con la mano izquierda, la santa. Fue antes de descubrir mi don para el dibujo en la mano derecha. Antes, dormía. Me quedaba dormida en todas partes, como buscando un sitio donde guardar sin incomodidades el enorme sueño que era yo, hasta el día en que Dodo no pudo despertarme y me llevó cargada en brazos a la piecita de don Justo.
De aquel día recuerdo solamente dos cosas. El olor de la tierra mojada por la lluvia y después una claridad brusca y maravillosa, el sol. La noche, el sueño negro, los conjuros, el llanto de Dodo y la voz de don Justo, se fueron para atrás, inalcanzables desde entonces, un misterio que ahora entretiene a los dos viejos, del que hablan con medias palabras, en la lengua cifrada que utilizan los conspiradores o los enamorados delante de un extraño.
A mí me divierte y me conmueve esa credulidad, esa inocencia. No les he dicho que su magia fue circunstancial. Vivo durmiéndome y despertándome con azoramiento, me cuesta reconocer el sitio donde abro los ojos, y más de una vez olvido cómo llegué al cuarto donde estoy, qué ciudad me espera más allá de ese cuarto. Pero no hay otra magia, otro misterio, que el cansancio vulgar, inevitable de los viajes.
Naturalmente, dejo que Dodo conserve la ilusión de haberme arrancado del hechizo que mató a sus hijas.
Todas las cartas llevan una postdata:
«P. D. ¿Es buena la vida, Mistral?».
Le contesto:
«P. D. La vida es muy buena conmigo».
Enamorada de la vida en grande, de los grandes amores, de las grandes aventuras, de los grandes destinos, y por estas grandezas traicionada con implacable regularidad, Dodo cree que así es la vida que yo llevo. En grande. No consigo hacerle entender que los viajes, los hoteles, las fiestas, son chucherías de segunda mano que tomo como vienen.
«¿Por qué un don como el tuyo puesto al servicio de la frivolidad?», pregunta con mayúsculas de indignación y desencanto.
«Porque en estos tiempos lo superfluo es lo más necesario y la frivolidad paga bien», le contesto.
A veces añade una segunda postdata:
«P. D. ¿Los hombres te quieren, Mistral?».
«P. D. Los hombres me quieren, Dodo».
Sí. Los hombres me quieren y es un sentimiento recíproco. Mientras las mujeres de mi edad ya comienzan a desesperarse en encontrones de sexo amargo y fútil, yo sigo en la frescura de amores nuevos y de recuerdos dulces.
La carta dirigida al hotel de la Rue Bayard tiene una postdata más larga:
«Los hombres aman a las mujeres, las mujeres a un individuo. Esa es la diferencia entre hombres y mujeres. Ellos aman la especie, nosotras algunos ejemplares curiosos. Con tu excepción, afortunadamente. Yo me he ocupado de que sea así».
Sonrío sin ganas. No me hace ninguna gracia cortar mis amores con Didier Lévy. Preferiría retenerlo.
«Yo me he ocupado de que sea así».
Todas las cartas insinúan que el ángel de la guarda, el hada madrina, el genio de la lámpara, los dioses, los santos, los espíritus del altar de Dodo y un curandero de La Loma, obran sobre mi suerte, gentiles y extraordinariamente dóciles a la voluntad de mi abuela.
*
Enciendo otro cigarrillo.
He perdido la cuenta de los que fumé esta mañana. Me prometo dejarlo en cada viaje, antes de tomar el avión. Envidio las manos libres de los no fumadores, las mesas sin ceniceros repletos de colillas, la vida sin alarmas grotescas —el paquete vacío y los kioscos cerrados, la búsqueda rabiosa del encendedor que estaba aquí y no está y entonces dónde diablos.
Cada ciudad en la ruta de mi trabajo está garabateada con promesas de abandonar los Derby cortos suaves, el cartón blanco y celeste que compro en Buenos Aires por si acaso falla mi voluntad, que siempre falla, como un desliz de la memoria. Me duermo convencida de que no fumo en Londres, en Roma, en Berlín, me despierto con un cigarrillo entre los labios en Berlín, en Roma, en Londres.
Fumo con gusto. ¿Para qué privarme? La tradición de las Santamarina es morir jóvenes, ardiendo o congeladas en enfermedades misteriosas. Nos extinguimos, simplemente, al dar vuelta una página, como heroínas de una novela rusa. La muerte siempre interviene a tiempo para salvarnos de la muerte lenta, por asfixia, de la vejez de las mujeres.
Con la excepción de Dodo, nos vamos de este mundo en forma de muchachas.
—Debe ser la lluvia —digo, irritada por mis pensamientos, hace años que he dejado atrás la historia de las Santamarina con sus muertes a priori, sus suicidios discretos—. Es la lluvia, seguro —y me pongo de pie.
El ruedo del camisón se me ha metido entre las botas. Maldiciendo en voz baja, me agacho y sacudo la tela para desenredarla, con una violencia tan insólita en mí, tan parecida a una reacción de pánico, que suelto el camisón y dejo que se libere solo, caminando. En el espejo de la puerta del baño me veo pasar en camisón y botas.
Me veo pasar por el espejo y durante unos segundos me miro con extrañeza. Como si no debiera estar ahí, en camisón y botas.
Ya me arrepiento de haber sido franca con Didier. Podría haberlo engañado fácilmente, dilatar la separación en idas y venidas, prometer y negarme hasta que Didier se cansara del juego del desamor y me dejara con su orgullo a salvo. Pero, aunque los dos conocemos esos juegos, yo me niego a jugarlos. Un hombre no es una baraja más.
—Pobre Didier. Y ni siquiera soy su tipo.
De la belleza contundente de las Santamarina he heredado muy poco. El pelo negro de Dodo, que cuando lo destrenza cae a torrentes, irisado por canas, pasó a mí en la abundancia pero no en el color, este rojo oscuro, artificioso, como bañado con el tinte que se da a las maderas. A mi cara le falta esa sinuosidad melancólica, intensamente femenina, que había en la de mi madre y sus hermanas. Tengo la boca demasiado ancha, la risa demasiado suelta. Todas han sido altas, con un andar sereno. En botas, yo apenas sobrepaso la estatura media de las mujeres argentinas y la ropa europea siempre me queda grande.
Y está el defecto de los ojos.
Los ojos de las Santamarina son castaños. Ese castaño de sombría dulzura de los daguerrotipos. Los míos son claros, de distinto color. Uno tiende al celeste, el otro al verde. En invierno se funden en un gris brumoso. Solo de cerca, en días de mucha luz, se percibe esta leve monstruosidad cromática. Creo haberla llevado airosamente, pero evito mirarla.
Ahora me miro los ojos en el gran espejo que ocupa casi la mitad de una pared de esta habitación. Es curioso que a pesar de la lluvia, de la luz anémica que me impide dibujar, la diferencia de color se acentúe.
Me miro y digo:
—En otros tiempos te hubieran quemado por bruja.
Lo he dicho sin humor. Estremeciéndome.
*
El mozo marroquí tarda en llegar. Mientras espero, escribo desganadamente en mi diario:
«Es mayo, estoy en París y nada justifica la tristeza. Viene de lejos. Viene como yo, de viaje en viaje. Son años, cuántos no sé, tampoco importa, de dormirme en un sitio y despertarme en otro. He sabido ganármela, esta arrebatadora libertad, la gano con mi ridículo trabajo y no hay mañana que no sienta, con la primera luz, cómo se abre el mundo para que yo lo viaje, sin detenerme nunca…».
Hace más frío. Una corriente de aire. Las cortinas se mueven levemente. El ventanal está cerrado. El aire que agita las cortinas viene de la puerta. No la he oído abrirse, pero mi amigo de Marruecos tiene paso de gato, lo divierte sobresaltarme, aparecer de pronto, tan alto y silencioso, con la bandeja que sostiene como un malabarista de feria.
Me doy vuelta, sonriendo.
En el cuarto hay un hombre joven, pálido y vestido de negro, con una tortuga en una mano y en la otra un revólver que me apunta.
Suena un disparo. Grito, cierro los ojos, me echo para atrás. La taza vacía, los platos y la jarra del desayuno se derrumban conmigo en un estrépito de porcelana rota. Luego, el silencio.
Cuando abro los ojos, veo al hombre aún de pie frente a mí. Veo que resbala en el aire, plegándose, hasta caer al piso.
Tiene la cara blanca, la cara blanca y lisa de un príncipe de mármol, dormida sobre el almohadón de su féretro. Pero hay sangre en el pecho, sangre en la alfombra.
El hombre es Didier Lévy.
Ahora estoy inclinada sobre el muerto. Me veo claramente. Le toco los labios. Veo la sangre en la punta de mis dedos. Veo la tortuga que se arrastra hacia mis botas. La levanto.
En el cuarto del hotel de la Rue Bayard, en camisón y botas, con una tortuga en los brazos, me veo esperando.
Esperando que llegue el mozo marroquí, el café y la vida de siempre.