1
«3 de mayo. En el vuelo 503 de Olympic Airways, que dentro de unas horas aterrizará en la terminal oeste del Hellenikon, el aeropuerto de Atenas. Un vuelo sereno, sin las turbulencias de costumbre. Arriba cielo, abajo nubes, el avión cruza un limbo de rutas invisibles».
Eso dice mi diario, la clase de apunte sobre el tiempo y las condiciones de vuelo que manda una voz desde la cabina, en tres idiomas, para tranquilizar al pasaje.
He imitado el informe rutinario, plantándolo en una hoja de mi sedoso cuaderno francés con la sedosa pluma de mi Parker, y el tono es del mago que anuncia al auditorio: «Nada por aquí, nada por allí». Estoy suspendida entre dos tiempos: he salido del hotel de la Rue Bayard y no he llegado a Atenas.
Hay algunos renglones en blanco y luego, como un detalle que debo consignar, no por raro, sino por la intuición de que en algún momento me parecerá absurdo: «Estoy contenta». Al margen, el dibujo de una botella. Fotográfico, plano. La naturaleza muerta no es mi fuerte. Con la botella, cuento el brindis.
Debió de parecerme inusual. No tomo alcohol a diez mil pies de altura.
—¿Qué va a beber? —preguntaba la azafata con una sonrisa de plástico.
Es joven, nueva en el oficio y se le nota. Está tensa de solicitud, aspira al modelo de azafata de los pósters de la compañía. Quiere ser esa azafata utópica. Me da un poco de lástima. En unos meses será igual a sus compañeras, eficiente y mecánica y hastiada de servir bandejas de comida incomible, de saludar en la puerta del avión a pasajeros que recibieron la incomible comida, que saludan en la puerta, todos cumpliendo con las formalidades del movimiento continuo, sin entusiasmo alguno, urbanamente. Hola y adiós y gracias por viajar con nosotros.
—Champagne.
—Oh, champagne —exclama, falsamente admirada, como si esas botellitas no fueran de consumo corriente, una Coca-Cola translúcida—. ¿Champagne para brindar?
—Para brindar.
Y brindo, a solas.
Brindo ceremoniosamente, en honor de esta magia. En honor de los barcos que vuelan en un océano celeste. Brindo por la continuidad de los barcos. Porque al volar desaparecen las ciudades como antes desaparecía la costa. El peligro de las tormentas, del naufragio, sigue aquí, en los aviones, igualmente negado por la necesidad del viaje, por el placer de la aventura. También la excitación, los nervios, el cansancio de trámites y esperas antes de embarcar, el amontonamiento promiscuo de cien o trescientas personas en una bodega metálica con su primera y su segunda clase, el mareo de algunos, la fe en el piloto y su tripulación, la cabina de mando, inaccesible.
Me gustaban los barcos cuando no conocía los aviones.
El puerto no quedaba lejos de la editorial y me iba caminando a mirar los barcos. El Río de la Plata con su anchura marina, los barcos de nombres extraños y banderas indescifrables, la gran ciudad atrás. Pensaba que de Buenos Aires a otros mundos había un paso muy corto que yo nunca daría, y el deseo de viajar me golpeaba la boca del estómago, como las puntadas del hambre. Un día se cumplió. En barcos de mi tiempo, pero barcos. Por eso brindo. Porque tengo esa suerte.
Abro la revista de Olympic. Hay un artículo sobre París. Todo para vender. Todo es caro y lustroso en las fotografías. Objetos de arte, perfumes, ropa, zapatos, mujeres y hombres que sonríen en la impasible beatitud del lujo, en mesas de restaurantes, en bares del gran hotel, bajo las guirnaldas de las lanchas del Sena. La vida suntuaria, el amaneramiento de una vida exangüe. No me sorprende encontrar un dibujo de mi propia mano en la página de una revista griega. Todo para vender, todo se reproduce de país en país bajo el empuje de una corriente anónima, hasta que nadie sabe quién hizo lo que hizo, dónde o cuándo.
No me sorprende. Pero siento, al mirar el dibujo, una nostalgia por los años en que cada dibujo me pertenecía. Este, que es bueno, se degrada bajo la maleza de obras de artificio, obras sin alma que tapan la miseria de un mundo de artificio, sin alma. Sin alma quiere decir con miedo de una vida donde te falten esos artificios. Sin alma quiere decir que te han convencido de que son necesarios hasta el punto en que no importa que los gocen otros. Que te basta mirarlos en la televisión, en las revistas. Eso es haber perdido el alma.
Ya no me duele la cabeza. El sueño de pieles de nutria se ha convertido en la modorra de un vuelo igual a los millares que en este momento tejen y destejen una red de estelas de humo sobre el tiempo de los que están abajo, los presos de cada jornada que transcurre.
Adormilada, me pregunto qué diablos me pasó en el hotel de la Rue Bayard. Trabajo mucho y duermo poco. Quizá comiencen a afectarme los constantes traslados. Los viajes crean viajes de otra naturaleza, por su cuenta. Crean, incluso, otra personalidad. Crean otro lenguaje.
Trato de usted y nadie me tutea porque en el país de los viajes el idioma para comunicarse es necesariamente un idioma intermedio, sin matices. He abandonado el placer de nombrar. Sin testigos comunes, los nombres no tienen sentido.
Hablo del mozo marroquí, ¿a quién le importa que se llame Malouf?, del fotógrafo inglés, de la dueña del café de las Tullerías, y cuando sé que no volveré a ver a esas personas, surgen los «un, una, unos», un mozo marroquí, un fotógrafo inglés, un amante, un policía, una patrona de café, ya indefinidos sin apelación, como si no hubieran existido más que para sostener una anécdota. Y cuando estoy sola y los nombro —Malouf, Didier, Kostas, Jones—, hasta a mí me suenan extraños, de ficción, nombres que he leído en un libro, nombres que llevan los actores de un filme, nombres que se acomodan a otras caras, que te hacen sospechar de las identidades, que hacen de la identidad, como del nombre, un recurso para distraerte, para alejarte, para que no te duela haberte distraído y perderlos el día en que termina el viaje.
—Frank. Creo que se llamaba Frank.
—¿Necesita algo?
La azafata, ella sí que está atenta. Doy un respingo. Me imaginaba sola y aquí estoy, como una laucha sorprendida por el gato. Su primer vuelo, su primera laucha.
—No, muchas gracias. Tengo la mala costumbre de pensar en voz alta.
—En Frank —sonríe, cómplice, tan bien peinada y perfumada que hasta la erre de «Frank» despide el vapor de un largo baño, el ronquido de los secadores en una gran peluquería.
—En Frank —asiento, para sacármela de encima.
—Una siempre está pensando en hombres —dice, como si tuviera cien años y yo quince, con el tono de quien ya superó esa fase pero comprende y simpatiza—. Será porque no hay muchos hombres. La mayoría ni vale la pena de pensar. Pero usted tiene a Frank. ¿Cómo es?
—No tengo. Tuve.
—Oh, lo siento. —Frunce la boquita pintada, parece a punto de llorar—. ¿Valía la pena, Frank?
—Era una maravilla. Una maravilla.
Me estoy riendo. Me río tanto que ella se echa atrás, mira el pasillo del avión con desconsuelo, le han avisado sus colegas que no intime, que circule, que el pasajero es una mercadería tan segura como un cable de alto voltaje.
—Era una maravilla. —No puedo contener la risa—. Sin Frank no hubiera conocido Grecia. Sin Frank, no hubiera conocido a Kostas.
¿Quiere que le cuente cómo conocí a Kostas?
Sonríe, esforzada, valiente.
—En otro momento, tal vez. Estamos por servir la comida. ¿Más champagne?
—¿Era Frank o era Franz?
Pero ella me daba la espalda y huía, arrepentida de quebrar las reglas, jurándose que nunca, en ningún otro vuelo, cometería la estupidez de acercarse al pasaje.
Hola y adiós y gracias por volar con nosotros.