Era imposible imaginar una escena más apacible, y aunque la noticia de que acababa de enterarme la tornaba melancólica, nada era capaz de perturbar su serenidad y la sensación de encantamiento que producía.

Mi padre y yo contemplábamos en silencio el bello paisaje. Detrás de nosotros, entretanto, las mujeres desplegaban toda su elocuencia para referirse a la luna.

Madame Perrodon era regordeta, de mediana edad y carácter romántico. Hablaba poéticamente entre suspiros. Mademoiselle de Lafontaine (que por tener un padre alemán se creía con derecho a ser psicóloga, metafísica y aun un poco mística) declaró que, según se había comprobado, el que la luna brillase intensamente era indicio de una particular actividad espiritual. En semejantes condiciones de resplandor, afirmó, la luna llena producía un efecto múltiple. Influía en los sueños, en los lunáticos, en las personas nerviosas. Su poderoso influjo estaba profundamente vinculado a la vida. Añadió que en una noche como esa, su primo, contramaestre de un barco mercante, se tendió a dormir de espaldas en cubierta y soñó que una vieja le clavaba las uñas en la mejilla. Al despertar, comprobó que tenía un lado de la cara horriblemente contraído, y sus facciones jamás volvieron a ser las de antes.

—Esta noche —afirmó—, la luna produce influjos tan magnéticos como extraños… Miren ustedes: si se observa el castillo y sus ventanas iluminadas se tiene la sensación de que unas manos invisibles han encendido esa luz para acoger huéspedes sobrenaturales…

En ocasiones hay estados de ánimo ciertamente indolentes en los cuales no tenemos ganas de hablar y la charla de los demás llega de un modo placentero hasta nuestros despreocupados oídos. Fue por eso por lo que continué admirando el paisaje y disfrutando del murmullo de la conversación de los demás.

—Esta noche ignoro por qué me siento tan melancólico —declaró mi padre, citando a Shakespeare, a quien solía leer en voz alta para conservar nuestro inglés, y añadió:

En verdad, ignoro por qué estoy, melancólico.

Me inquieta, y decís que a vosotros también;

pero cómo he adquirido esta melancolía,

de qué modo he tropezado o me he encontrado con ella…

He olvidado el resto, pero no pude evitar sentir que alguna calamidad espantosa se cernía sobre nosotros. Imagino que la carta del pobre general debió de tener algo que ver en semejante estado de ánimo.

De pronto, el inusitado sonido de las ruedas de un carruaje y los cascos de varios caballos atrajo nuestra atención. Al parecer se acercaban desde lo alto del promontorio que se alza junto al puente, y muy pronto los tuvimos ante nuestros ojos. Primero cruzaron el puente dos jinetes, seguidos de un carruaje tirado por cuatro caballos y otros dos jinetes cerrando la marcha.

Debía de tratarse de alguien muy importante para que viajase de ese modo. Se trataba de un auténtico espectáculo, tan apasionante como insólito. Y lo fue mucho más cuando, tras cruzar el puente, uno de los caballos del tiro se encabritó y, espantado, contagió a sus compañeros el pánico de que era presa. Iniciaron una carrera desenfrenada, se abrieron paso entre los jinetes que los antecedían y se lanzaron derechos hacia nosotros. Entretanto, de la ventanilla del carruaje surgían unos gritos estridentes proferidos por una voz femenina.

Aguijoneados por la sorpresa y el temor, avanzamos hacia el vehículo, mi padre en silencio, las mujeres entre exclamaciones de alarma.

Nuestra expectación no se prolongó demasiado. A un lado del camino, antes de llegar al puente levadizo, hay un magnífico tilo y, enfrente, una antigua cruz de piedra. A la vista de esta, los caballos desviaron abruptamente su trayectoria y una de las ruedas del carruaje dio contra las protuberantes raíces del árbol.

Consciente de lo que sucedería a continuación, cerré los ojos y volví la cabeza para no mirar. Al mismo tiempo oí que una de las mujeres que nos acompañaban, y que se había adelantado unos metros, lanzaba un grito desgarrador. La curiosidad me impulsó a abrir los ojos, y lo que contemplé fue una escena caótica. El carruaje había volcado y dos de los caballos del tiro estaban en el suelo. El mayoral y su ayudante intentaban restablecer el orden. Una dama de expresión enérgica había salido del vehículo y permanecía de pie con un pañuelo en las manos, que de vez en cuando se llevaba hasta los ojos. En ese instante sacaban del carruaje a una muchacha al parecer desvanecida. Mi querido padre se acercó a la primera y, con el sombrero en la mano, le ofreció toda la ayuda que considerase necesaria y puso a su disposición el castillo. Por lo que pude observar, la dama no le prestaba atención; al parecer solo tenía ojos para la muchacha, a la que habían tendido sobre la hierba.

Me acerqué. La joven tenía todo el aspecto de estar desmayada, pero seguía con vida. Mi padre, que se enorgullecía de sus conocimientos de medicina, comprobó su pulso y dijo a la dama (quien afirmó ser su madre) que, aunque débil e irregular, todavía era perceptible. La mujer juntó las manos y elevó la vista al cielo, como si experimentase un momentáneo arrebato de gratitud. De inmediato, sin embargo, volvió a adoptar esa actitud teatral que, según he observado, es común a ciertas personas.

La dama, si se tenía en cuenta su edad, era lo que podía calificarse como una mujer bella, y no cabía duda de que en su juventud lo había sido todavía más. Alta, aunque no precisamente delgada, llevaba un vestido de terciopelo negro, y si bien sus facciones trasuntaban orgullo y energía, en ese momento se la veía pálida y claramente perturbada.

—¿Es posible que alguien haya nacido para soportar una tragedia semejante? —oí que decía, con las manos crispadas—. He emprendido un viaje de vida o muerte en el que perder una hora quizá signifique perderlo todo. No estaremos en situación de reanudarlo hasta que mi hija se recupere, y eso ocurrirá quién sabe cuándo. Debo separarme de ella, pues no me es posible demorarme. ¿Puede decirme, señor, a qué distancia de aquí se encuentra la aldea más cercana? No tengo más remedio que dejarla allí, y no la veré, ni sabré nada de ella, hasta mi regreso, dentro de tres meses.

Cogí a mi padre del brazo y le susurré al oído:

—Por favor, papá, ruégale que se quede con nosotros. Sería maravilloso, por favor…

—Señora —dijo mi padre dirigiéndose a la dama—, si se atreve a confiar a su hija al cuidado de la mía y de madame Perrodon, nuestra bondadosa ama de llaves, la consideraré mi invitada hasta que regrese usted por ella. Sería un honor para nosotros y le brindaríamos todos los cuidados que tan sagrada misión representa.

—Eso es imposible —repuso la mujer con aire ausente—, porque supondría poner desvergonzadamente a prueba su bondad y caballerosidad.

—Le aseguro que, por el contrario, significaría para nosotros un gran favor, del que ahora estamos muy necesitados. Mi hija acaba de sufrir una desilusión terrible, ya que una visita que esperaba desde hacía mucho tiempo, y que la hubiese hecho enormemente feliz, finalmente no se producirá. Representará un gran consuelo para ella el que la deje a nuestro cuidado. La aldea más cercana está demasiado lejos como para que cubra el trayecto sin peligro, y además carece de una posada adecuada. Si, como usted afirma, debe separarse de ella porque le resulta imposible demorar el viaje, en ningún lugar se encontrará más segura que con nosotros.

Había algo tan distinguido y aun imponente en el aspecto y los gestos de aquella mujer, y su actitud era tan cautivadora, que decidí que debía de tratarse de una persona de posición muy elevada.

Para entonces los hombres que iban con ella habían levantado el carruaje y colocado los arneses a los caballos, que habían recuperado la calma por completo.

La mujer dirigió a su hija una mirada menos afectuosa de lo que yo hubiese esperado dadas las circunstancias, e hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza. A continuación llevó aparte a mi padre y le habló con expresión sumamente seria y hasta apremiante, muy distinta de la que había adoptado hasta el momento. Me sorprendió que mi padre no diese muestras de advertir el cambio, y al mismo tiempo sentí gran curiosidad por saber qué estaría diciéndole casi al oído.

Estuvo hablando así unos tres minutos, al cabo de los cuales se volvió y se encaminó hacia el lugar donde yacía su hija, en brazos de madame Perrodon. Se arrodilló por un instante a su lado y susurró una bendición, o eso le pareció a nuestra ama de llaves. Acto seguido le dio un beso fugaz, se incorporó y subió al carruaje, que unos momentos después se alejaba por el camino custodiado por su escolta.

III. COMPARANDO OBSERVACIONES

Seguimos la comitiva con la mirada hasta que fue engullida por el bosque neblinoso. El sonido de los cascos y las ruedas no tardó en desvanecerse en el silencio de la noche.

Nada quedó que demostrase que aquel extraño incidente no había sido una alucinación, excepto la muchacha, que de pronto abrió los ojos. No lo advertí de inmediato, pues tenía vuelto el rostro, pero levantó la cabeza como si buscase algo, y oí que una voz muy dulce preguntaba:

—¿Dónde está mi madre?

Madame Perrodon respondió con ternura y añadió algunas palabras tranquilizadoras.

—¿Dónde estoy? —preguntó entonces la joven, y agregó de inmediato—: No veo el carruaje, y ¿dónde está Matska?

Nuestra ama de llaves intentó explicarle lo ocurrido. Poco a poco la muchacha comenzó a recordar cómo se había producido el accidente y se alegró de que nadie hubiese resultado herido. Sin embargo, al enterarse de que su madre la había dejado a nuestro cuidado y que no regresaría hasta pasados unos tres meses, se echó a llorar.

Me disponía a consolarla cuando mademoiselle de Lafontaine puso una mano en mi brazo y dijo:

—No se acerque usted. En este momento solo está en condiciones de hablar con una persona por vez. Cualquier excitación, por leve que fuese, podría provocar una recaída.

«En cuanto la hayan instalado cómodamente en una habitación —pensé—, iré a verla».

Entretanto, mi padre había ordenado que un sirviente fuera en busca del médico, que vivía a un par de millas de distancia. Asimismo, dispuso que prepararan una habitación para nuestra invitada.

En ese momento la muchacha se puso de pie y, apoyándose en el brazo de nuestra ama de llaves, cruzó lentamente el puente levadizo y entró en el castillo. Dentro, los sirvientes la esperaban para darle la bienvenida y la condujeron hasta su dormitorio.

La estancia que solemos utilizar como salón es muy amplia; tiene cuatro ventanas que dan al foso, el puente y el bosque que se extiende más allá. Los muebles son muy antiguos, de roble tallado, y las sillas están tapizadas de terciopelo color púrpura. Unos grandes tapices con marcos dorados cubren las paredes, y las escenas que se representan en ellos, en su mayor parte de caza y cetrería, tienen un tono en general festivo. No es una habitación lo bastante formal para resultar incómoda, y en ella nos reuníamos para tomar el té, infusión que mi padre, con su patriotismo habitual, insistía en que debíamos compartir con el café y el chocolate.

Al llegar la noche nos instalamos allí y, una vez que hubieron encendido las velas de los candelabros, procedimos a comentar el incidente de esa tarde. Madame Perrodon y mademoiselle de Lafontaine se habían unido a mi padre y a mí. Nuestra invitada se sumió en un sueño profundo en cuanto fue instalada en el lecho, y en él la habían dejado, bajo la atenta vigilancia de una criada.

—¿Qué le parece nuestra invitada? —pregunté a madame Perrodon—. Dígame todo lo que sepa acerca de ella.

—La encuentro encantadora —respondió—. Jamás he visto muchacha más bella. Debe de tener su edad… ¡y es tan esbelta y elegante!

—Es hermosa —coincidió mi institutriz, que había estado espiando mientras la ayudaban a acostarse.

—¡Y qué voz tan dulce tiene! —añadió el ama de llaves.

—Cuando levantaron el carruaje —dijo mademoiselle de Lafontaine—, ¿no vieron ustedes que dentro iba una mujer? No salió de él, sino que se limitó a mirar por la ventanilla.

No, no la habíamos visto.

A continuación describió a una negra de aspecto repulsivo que llevaba la cabeza envuelta en una especie de turbante multicolor. Durante todo el tiempo había estado mirando por la ventanilla, sacudiendo la cabeza y haciendo gestos despectivos en dirección a la muchacha y su madre. Tenía unos ojos muy brillantes, de pupilas enormes, y hacía rechinar los dientes como si sufriese un ataque de rabia.

—Todos los criados tenían una traza siniestra —apuntó madame Perrodon.

—Sí —admitió mi padre—. Jamás he visto individuos con aspecto más desagradable. Espero que la pobre señora no corra peligro con semejante escolta. Sin embargo, hay que admitir que fueron muy hábiles a la hora de restablecer el orden.

—Debían de estar exhaustos después de cabalgar tanto —dijo nuestra ama de llaves—. Y en cuanto a su aspecto, era espantoso, con esas caras oscuras, lúgubres. Estoy segura de que mañana, si se ha recuperado, la muchacha podrá darnos una explicación.

—No creo que vaya a hacerlo —observó mi padre con una sonrisa misteriosa, y asintió para sí, como si supiera mucho más de lo que se había atrevido a decir.

Aquello hizo que me intrigase aún más la naturaleza de la conversación que había mantenido con la dama de negro instantes antes de que esta partiese.

En cuanto nos quedamos a solas, le pedí que me lo dijese. No tuve necesidad de insistir demasiado.

—No hay razón para que no debas saberlo. Le disgustaba el que las circunstancias la obligasen a confiarnos a su hija. Me explicó que su salud era frágil y el estado de sus nervios delicado, aunque no sufría ataques, aclaró sin que yo se lo pidiese, ni alucinaciones. De hecho, afirmó, es perfectamente normal.

—¡Qué extraño que haya dicho eso! —exclamé—. Me parece innecesario.

—Aun así, lo dijo —señaló mi padre con una sonrisa—. Y puesto que deseas saber todo lo que ocurrió, te lo explicaré. «El viaje que estoy haciendo es de importancia vital», agregó a continuación, enfatizando la última palabra, «y debe ser rápido y secreto. Regresaré por mi hija dentro de tres meses. Hasta entonces, ella no debe revelar nuestra identidad, nuestra procedencia ni nuestro destino». Eso fue todo. Hablaba un francés impecable. Tras pronunciar la palabra «secreto» hizo una breve pausa y me miró a los ojos con expresión grave. Interpreté que para ella eso era de la mayor importancia. Ya viste la premura con que se marchó. Espero que no haya sido una idea descabellada la de hacerme cargo de la muchacha.

A pesar de ello, yo estaba encantada. Deseaba con toda el alma charlar con ella y solo esperaba que el médico me autorizase a hacerlo. Quienes viven en una ciudad no pueden imaginar lo importante que es entablar nuevas amistades para quienes estamos rodeados de soledad.

Cuando el médico llegó ya era casi la una, pero para mí habría sido tan imposible irme a la cama como alcanzar a la carrera el carruaje en que había partido la princesa vestida de negro. Tras examinar a la paciente, el médico entró en el salón y nos dijo que nuestra invitada se encontraba muy bien de salud. No había sufrido herida alguna y estaba recuperada de la conmoción que había afectado sus nervios. El que yo fuera a verla no representaba ningún riesgo para ella, siempre y cuando ambas estuviéramos de acuerdo. Feliz de contar con su autorización, envié un mensaje preguntándole si se sentía con ánimos para recibirme unos minutos. El criado regresó y me informó de que eso era precisamente lo que nuestra invitada más deseaba. Por supuesto, acepté la invitación de inmediato.

La joven estaba instalada en una de las más bellas, aunque quizá un tanto solemne, habitaciones del castillo. En la pared opuesta a la cama había un tapiz que representaba a Cleopatra con el áspid junto al pecho. Las otras paredes estaban cubiertas con tapices de parecida lobreguez, pero la decoración de la estancia, de colores vívidos y variados, contrarrestaba la sensación de melancolía que producían.

Las criadas habían colocado unos candelabros junto al lecho. La invitada se encontraba sentada, cubierta con la bata de seda bordada con flores que su madre había empleado para cubrirle los pies mientras yacía sobre la hierba.

Me acerqué y me dispuse a pronunciar un saludo, cuando algo que explicaré a continuación me dejó muda y me impulsó a retroceder un par de pasos. Vi el rostro que se me había aparecido aquella noche de mi infancia, el mismo que había permanecido grabado en mi memoria y que durante años tan a menudo recordaba con horror cuando nadie sospechaba en qué estaba pensando.

Era bonito, incluso bello, y tenía una expresión taciturna que al instante dio lugar a una sonrisa extraña, algo forzada. Pasó un minuto. Yo era incapaz de articular palabra.

—¡Qué asombroso! —exclamó al fin—. Hace trece años vi tu cara en un sueño, y desde entonces su recuerdo siempre me ha acompañado.

—Sí, es asombroso —admití, luchando contra el miedo que me había dejado sin habla—. Hace trece años yo también te vi. No sé si en un sueño o en la realidad, pero te vi. Tampoco he olvidado tu rostro.

Su sonrisa se dulcificó. Lo que me había extrañado en ella, fuera lo que fuese, se había esfumado. Más tranquila ya, le di la bienvenida y expresé el placer que nos proporcionaba su presencia. Mientras hablaba le tomé la mano con una audacia que me sorprendió, pues, como toda persona solitaria, yo era un tanto tímida. Oprimió mi mano, la cubrió con la otra y, mirándome a los ojos, volvió a sonreír y se ruborizó.

—Tengo que describirte la visión en que tú aparecías —dijo—. Es extraño que las dos hayamos tenido un sueño tan vívido, que tú aparecieras en el mío y yo en el tuyo con nuestro aspecto actual, cuando no éramos más que unas niñas. Yo debía de tener unos seis años. Desperté tras un sueño confuso y perturbador y descubrí que me encontraba en una habitación que no se parecía en nada a la mía, llena de armarios, camas, sillas… Las camas estaban vacías, y yo era la única en aquel lugar. Miré alrededor, reparé en un candelabro de hierro, con dos brazos, que sin duda reconocería si volviera a verlo. Me deslicé debajo de uno de los lechos para alcanzar la ventana, y cuando salí de debajo oí que alguien lloraba. Todavía de rodillas, miré hacia arriba y te vi. Eras tú, sin duda, y tal como te veo en este instante. Era una muchacha hermosa, rubia, con unos grandes ojos azules y unos labios… exactamente iguales a los tuyos. Me sentí fascinada, me tendí a tu lado en el lecho, te tomé entre mis brazos y creo que nos quedamos dormidas. Me despertó un grito. Abrí los ojos y te vi sentada, gritando. Aterrorizada, me deslicé al suelo y por un instante perdí la conciencia. Cuando la recobré, estaba de nuevo en mi dormitorio. Desde entonces nunca he olvidado tu rostro. Tu parecido no me engaña; eres la misma que vi esa noche.

Entonces me correspondió a mí narrar mi visión, ante el asombro de nuestra invitada.

—No sé cuál de las dos debe de temer más a la otra —dijo al cabo con una sonrisa—. Si fueras menos hermosa, creo que me sentiría aterrorizada, pero siendo como eres, y ambas tan jóvenes, no veo motivo para no disfrutar de tu amistad. En cualquier caso, todo indica que desde nuestra más tierna infancia estábamos destinadas a ser amigas. ¿Te sientes tan atraída hacia mí como yo hacia ti? Nunca tuve una amiga. Espero haberla encontrado al fin. —Suspiró y me miró con un brillo intenso en los ojos.

Por mi parte, he de admitir que me sentía más bien confusa con respecto a nuestra invitada. Sin duda, me sentía atraída hacia ella, pero también me producía un sentimiento de rechazo. La atracción, no obstante, era mucho más fuerte, y acabé por rendirme ante su belleza y encanto.

Advertí entonces que el agotamiento se apoderaba de ella, y procedí a desearle buenas noches.

—El médico ha dicho que esta noche una criada debe permanecer contigo —añadí—. La que se encargará de ello es una mujer muy servicial.

—¡Qué amables sois todos! Pero me resulta imposible dormir si hay otra persona en la misma habitación. No necesito que nadie vele mis sueños, y además… tengo terror a los asaltantes. En una ocasión asaltaron nuestra casa y mataron a dos criados. Desde entonces siempre cierro con llave la puerta de mi dormitorio. Se ha convertido en una costumbre que, estoy segura, sabrás disculpar. Veo que justamente hay una llave en la cerradura… —Me estrechó con fuerza entre sus brazos y susurró a mi oído—: Buenas noches, querida. No me resulta fácil separarme de ti, pero mañana, aunque no despierte pronto, volveré a verte. —Apoyó la cabeza en la almohada con un suspiro y, mirándome afectuosamente a los ojos, repitió en voz baja—: Buenas noches, querida.

Los jóvenes simpatizamos con otros, o incluso nos enamoramos, obedeciendo a nuestros impulsos, y me sentí halagada por el cariño, hasta el momento inmerecido, de nuestra invitada. Me complacía la confianza que me demostraba, y el modo en que había decidido que seríamos amigas inseparables.

A la mañana siguiente volvimos a reunirnos. Adoraba su compañía, y en más de un aspecto. A plena luz del día era incluso más bella, y la impresión desagradable que me había producido el reconocimiento de su rostro desapareció por completo.

Confesó que, al verme, también ella se había sobresaltado, sintiendo el mismo rechazo y la misma atracción que yo había experimentado. Nos reímos de nuestras pasajeras aprensiones.

IV. SUS HÁBITOS. UN PASEO

Ya he dicho que adoraba su compañía en más de un aspecto; pero también había algunas cosas de ella que no me complacían.

Procederé a describirla. Era esbelta y grácil, aunque excesivamente alta, y salvo por sus movimientos, muy lánguidos por cierto, no había nada en su aspecto propio de una persona enferma. Su tez era luminosa; sus rasgos, bellos y proporcionados; sus ojos, grandes, oscuros, brillantes; su cabello, magníficamente largo, fino y abundante, de color castaño oscuro con reflejos dorados. Cuando estaba en su habitación, sentada en una silla, me encantaba juguetear con él, acariciarlo y trenzarlo. ¡Dios mío! ¡Si hubiese estado al corriente de todo!

Acabo de mencionar que había cosas de ella que no me complacían. He dicho también que en cuanto la vi me conquistó con su confianza, pero advertí que mantenía una reserva absoluta en todo lo relacionado con ella misma, con su madre, de hecho, con cuanto estuviese relacionado con su vida, sus proyectos y la gente a la que conocía. Me atrevo a admitir que tal vez yo estuviese equivocada, que debería haber respetado la promesa que hizo mi padre a la dama de negro, pero la curiosidad es un defecto inclemente y no hay muchacha capaz de soportar verse frustrada. ¿Qué perjuicio habría causado el que me dijese lo que ardía en deseos de saber? ¿Acaso no confiaba ella en mi buen tino y en mi honor? ¿Por qué no me creía cuando le aseguraba que no diría a nadie ni una palabra de cuanto me confiase? Sin embargo, se negaba en redondo a proporcionarme el mínimo indicio, y lo hacía con una frialdad impropia de su edad.

Es cierto que no discutimos acerca del tema, más que nada porque ella no discutía acerca de nada. Por supuesto, no era justo que yo la presionase, pero no podía evitarlo, y en cualquier caso habría dado lo mismo.

Lo que me dijo equivalía, según mi inconsciente evaluación, a nada. Todo podía sintetizarse en tres afirmaciones por lo demás vagas.

La primera: se llamaba Carmilla.

La segunda: procedía de una familia muy noble y antigua.

La tercera: su hogar se hallaba hacia el oeste.

No quiso revelarme su apellido, ni describir su escudo de armas, ni mencionar el nombre de la propiedad familiar, ni siquiera el de la región en que vivían.

No debe suponerse que yo la atosigaba constantemente en relación con esos temas, pero a la menor oportunidad que se me presentaba los insinuaba, sin interrogarla abiertamente al respecto. Admito, no obstante, que en un par de ocasiones fui muy directa. El resultado, sin embargo, fue el mismo: un fracaso absoluto. Ni los reproches ni las caricias producían el menor efecto. Por lo demás, debo consignar que sus negativas estaban acompañadas de tan apasionadas declaraciones de afecto hacia mí, de tantas promesas de que finalmente lo sabría todo, que me resultaba imposible mostrarme ofendida mucho tiempo.

A veces me pasaba un brazo por los hombros y, mientras apoyaba su mejilla en la mía, susurraba junto a mi oído:

—No te sientas herida ni me consideres cruel, ya que obedezco tanto a mi fuerza como a mi debilidad. Y si te sientes herida, piensa que lo mismo me ocurre a mí. Vivo en tu vida, y tú has de morir, dulcemente, en la mía. No puedo evitarlo. Ese sentimiento me acerca a ti, y a ti, por tu parte, te acercará a otros, y comprenderás que no se trata de crueldad, sino de amor. Por eso, durante un tiempo intenta no averiguar más cosas sobre mí y cuanto conmigo está relacionado, y no me niegues tu confianza.

Tras pronunciar aquellas crípticas palabras, me estrechó en un abrazo tembloroso, que tampoco comprendí, y cubrió de besos mi mejilla.

Yo intentaba evitar esos abrazos, que de todos modos no eran frecuentes, aunque sin éxito. Sus palabras sonaban en mis oídos como un arrullo y vencían mi reticencia, sumiéndome en una especie de trance del que solo me recobraba cuando ella se apartaba.

Aquellos misteriosos estados de ánimo me desagradaban. Se apoderaba de mí una excitación tan incontrolable como placentera, que me producía miedo y disgusto. Durante esos episodios no tenía pensamientos claros acerca de ella, y solo era consciente de que, al mismo tiempo que me repugnaba, el amor que me inspiraba crecía hasta convertirse en adoración. Ya sé que resulta paradójico, pero no sé explicar de otro modo lo que me sucedía.

Han pasado ocho años de aquello y todavía me tiembla la mano al escribir, pues pervive el confuso y horrible recuerdo de ciertas situaciones que, a pesar de que no era totalmente consciente de ellas, no he conseguido olvidar. Imagino que en toda vida existen circunstancias, emotivas, tempestuosas incluso, que aun así se reviven de una manera más imprecisa que las demás.

En ocasiones, después de un período de apatía, mi misteriosa y bella compañera tomaba mi mano y, ruborizándose, me miraba a los ojos con expresión lánguida y una agitación que yo no atinaba a entender. Su actitud recordaba la pasión, el ardor, de un enamorado, y hacía que me sintiese turbada. Resultaba repulsivo y al mismo tiempo irresistible, y la estrechaba en mis brazos y me cubría de besos mientras susurraba:

—Eres mía y siempre lo serás. Nos convertiremos en una sola por los siglos de los siglos.

A continuación se sentaba en una silla, se cubría la cara con las manos y yo permanecía temblando a su lado.

—¿Qué quieres decir con todo esto? —le preguntaba—. ¿Qué clase de vínculo existe entre nosotras? ¿Acaso te recuerdo a alguien a quien quisiste? No puedes comportarte así, no lo soporto. Cuando te expresas como acabas de hacerlo no me reconozco a mí misma…

Ante mi vehemencia se limitaba a suspirar y a volver la cabeza. Por mi parte, no atinaba a explicarme su comportamiento, y en vano me esforzaba por formular una teoría más o menos satisfactoria. Me resultaba imposible atribuirle alguna intención oculta. Seguramente se debía a una quiebra momentánea de una tendencia o sentimiento reprimido. ¿Era posible, a pesar de lo que había asegurado su madre, que sufriese ataques producidos por un desequilibrio nervioso, o se trataba, en realidad, de mera simulación? Yo había leído viejas historias acerca de jóvenes enamorados que conseguían introducirse en la casa de sus amadas con la ayuda de alguna anciana astuta. Pero aun cuando esto halagara mi vanidad, había muchos detalles que contradecían esta hipótesis.

No podía vanagloriarme de recibir las atenciones de un joven galante. De hecho, a excepción de los mencionados episodios, yo no parecía tener un valor especial para mi amiga, salvo por las miradas, tristes y ardientes a un tiempo, que me dirigía. En esos intervalos se comportaba como una mujer algo infantil y profundamente melancólica. En algunos aspectos, no obstante, sus costumbres eran muy extrañas. Quizá no lo fuesen para una dama de la ciudad, pero a nosotros, que vivíamos en el campo, sí que nos lo parecían. Solía bajar al salón muy tarde, por lo general pasado el mediodía. Tomaba una taza de chocolate y a continuación, sin que hubiese probado bocado, salíamos a dar un paseo. Muy pronto daba muestras de cansancio, y entonces regresábamos al castillo o nos sentábamos en un banco, a la sombra de algún árbol. La fatiga de Carmilla, sin embargo, solo era física, pues ni por un instante dejaba de mostrarse como una conversadora vivaz e ingeniosa.

De vez en cuando hacía fugaces referencias a su hogar, mencionaba algún episodio aislado o evocaba recuerdos muy remotos que aludían a gente de costumbres que nosotros encontrábamos insólitas. Así fui haciéndome una idea de cómo era su país natal y llegué a la conclusión de que debía de encontrarse mucho más lejos de lo que había imaginado al principio.

Una de esas tardes en que estábamos sentadas a la sombra de un árbol, pasó por delante de nosotras un cortejo fúnebre. Iban a enterrar a la hija de uno de los guardabosques, una muchacha muy bonita a la que veía a menudo. El pobre hombre caminaba detrás del féretro, desconsolado por la muerte de su única hija. Lo seguían varios campesinos.

Me puse de pie en señal de respeto y uní mi voz al dulce cántico que entonaban. De pronto, para mi sorpresa, Carmilla me cogió del brazo y lo sacudió con rudeza al tiempo que decía:

—¿No te das cuenta de que todo esto es absurdo?

—Pues a mí no me lo parece —respondí, contrariada por la interrupción y temerosa de que los miembros del cortejo advirtieran lo que estaba ocurriendo y se sintieran ofendidos.

—Vas a dejarme sorda —protestó mientras se llevaba las manos a los oídos—. Además, ¿sabes acaso si tu religión y la mía son la misma? Vuestro formalismo me molesta, y aborrezco los funerales. ¿A qué viene tanto alboroto? Tú vas a morir… todos van a morir, y serán más felices una vez muertos. Regresemos —añadió, poniéndose de pie.

—Mi padre ha ido al cementerio. Creí que sabías que hoy enterrarían a la muchacha.

—Los campesinos no me interesan para nada. No tengo ni idea de quién era ella —contestó Carmilla con un súbito brillo en los ojos.

—Hace dos semanas la pobre imaginó que había visto un fantasma. Su agonía duró desde entonces, hasta que murió.

—No me hables de fantasmas, o esta noche no conseguiré dormir…

—Confío en que no sea el principio de una epidemia, aunque todo parece indicarlo —dije—. La joven esposa de un pastor murió hace apenas una semana. Según llegó a manifestar, mientras se hallaba en la cama alguien la cogió por el cuello y a punto estuvo de estrangularla. Mi padre dice que ciertas fiebres suelen producir esa clase de fantasías. El día anterior, la pobre estaba perfectamente bien, pero antes de que transcurriera una semana de ese episodio, murió.

—Espero que ya la hayan enterrado y le hayan cantado sus himnos religiosos, así al menos mis oídos no sufrirán. Me han puesto nerviosa. Ven, siéntate aquí, a mi lado. Más cerca. Tómame de la mano. Aprieta fuerte, fuerte… más.

Habíamos retrocedido unos metros en dirección a otro banco. En cuanto se sentó, su rostro experimentó un cambio que me alarmó y hasta por un instante me aterrorizó. Palideció de un modo horrible, tenía las manos crispadas y apretaba los dientes, mirando fijamente el suelo. Empezó a temblar de manera tan incontrolable como si tuviese escalofríos. Al parecer luchaba con todas sus fuerzas para contener un ataque. Por fin, soltó un grito profundo, desgarrador, y poco a poco fue tranquilizándose.

—Este es el resultado de agobiar a la gente con himnos religiosos —dijo la joven—. Abrázame, abrázame, ya se me está pasando…

Finalmente se recuperó y, tal vez para disipar la impresión que me había causado, se tornó sorprendentemente animada y locuaz. Al cabo de un rato regresamos a casa.

Esa fue la primera vez que vi en ella signos claros del frágil estado de salud a que se había referido su madre, y la primera, también, en que fui testigo de su mal carácter.

A partir de ese incidente nunca, salvo una vez, volvió a comportarse como lo había hecho aquella tarde. A continuación relataré las circunstancias de esa excepción.

Cierto día Carmilla y yo estábamos asomadas a una de las ventanas del salón cuando un vagabundo, al que todos conocíamos muy bien porque solía visitarnos un par de veces al año, entró en el patio del castillo.

Se trataba de un jorobado con el rostro enjuto, como generalmente ocurre con quienes padecen esa deformidad. Tenía una barba negra y puntiaguda, y sonreía revelando una dentadura muy blanca en la que destacaban unos colmillos muy afilados. Vestía un traje de cuero negro y rojo, y llevaba incontables correas y cinturones de los que colgaban los objetos más variopintos. A la espalda llevaba un linterna mágica y un par de cajas. Una de estas contenía una salamandra; la otra, una mandrágora. Mi padre no podía evitar reír al ver la variedad de trozos de monos, loros, ardillas, peces y erizos que pendían de aquellos correajes, los cuales, disecados y cosidos con extraordinaria minuciosidad, causaban un efecto ciertamente asombroso. El jorobado tenía también un violín, un par de floretes, varias máscaras prendidas de uno de los cinturones y muchas otras cajas que oscilaban en torno a su cuerpo. En la mano sostenía un bastón negro con empuñadura de cobre. Pisándole los talones iba un perro tan flaco como peludo, que al llegar al puente levadizo se detuvo con aire de desconfianza y al cabo de unos instantes se puso a aullar tristemente.

Entretanto, el charlatán, de pie en medio del patio, se quitó el grotesco sombrero, nos hizo una profunda reverencia y procedió a elogiarnos en un francés detestable y un alemán que no lo era menos. A continuación cogió el violín y procedió a interpretar una melodía alegre, mientras cantaba y bailaba con movimientos extravagantes que provocaron mi risa.

Después se acercó a la ventana, sonriendo y sin dejar de saludarnos, con el sombrero en la mano izquierda y el violín debajo del brazo. Empezó entonces a enumerar sus infinitas habilidades y recursos, que ponía a nuestra disposición en cuanto lo solicitáramos.

—Tal vez las damas quieran comprar algún amuleto contra los vampiros —dijo mientras dejaba el sombrero en el suelo—. Me he enterado de que en estos bosques abundan tanto como los lobos. Por eso se han producido tantas muertes últimamente. Pero tengo aquí un talismán infalible. Basta engancharlo en la almohada para que ningún vampiro nos moleste nunca.

Los amuletos en cuestión consistían en trozos de pergamino cubiertos de cifras y signos cabalísticos. Carmilla compró uno de inmediato, y yo la imité. El jorobado miraba hacia arriba mientras nosotras lo observábamos divertidas (o eso al menos es lo que puedo afirmar de mí), y de pronto algo pareció atraer su atención. Acto seguido destapó una caja de piel llena de toda clase de pequeños y extraños objetos de metal.

—Observad esto, señora —dijo mientras tendía la caja hacia mí—. Entre mis habilidades se encuentra la de ser dentista… ¡Maldito perro! —exclamó de pronto—. ¡Silencio! Aúllas tanto que apenas si puedo oír a estas damas. —Hizo una pausa y continuó—: Vuestra amiga, la joven dama que se encuentra a vuestra derecha, tiene unos dientes largos, finos y puntiagudos como agujas. Lo he advertido gracias a que poseo una vista excelente. Pues bien, si se da el caso de que esos dientes causan problemas a la joven dama, como sin duda debe de ocurrir, aquí estoy yo, con mis limas y mis pinzas. Los volveré romos y dejarán de ser afilados como los de un pez, y así se corresponderán con su belleza… Pero ¿qué sucede? ¿Acaso he disgustado a la joven dama? ¿He sido demasiado atrevido, quizá? ¿Le ha ofendido mi propuesta?

Advertí en ese instante que Carmilla se había apartado de la ventana, claramente enfadada.

—¿Cómo se atreve este charlatán a insultarme de ese modo? —dijo—. ¿Dónde está tu padre? Le pediré que tome cartas en el asunto. Mi padre habría mandado azotar a ese desgraciado y quemarlo hasta el hueso con la marca de nuestro castillo.

Se sentó en una silla y poco a poco recobró la calma, hasta el punto de que pareció olvidarse del jorobado y la furia que sus palabras habían producido en ella.

Ese día mi padre estaba desolado. Al regresar al castillo nos informó de otro caso fatal, similar a los que se habían producido recientemente. Se trataba de la joven hermana de un campesino que vivía en nuestra propiedad, a menos de una milla de distancia. Había sido atacada del mismo modo que las víctimas anteriores, y su estado de salud empeoraba por momentos.

—Todo esto debe atribuirse, sin duda, a causas naturales —añadió mi padre—. Las supersticiones son contagiosas, y esta pobre gente es víctima de las mismas fantasías que ya han afectado a sus vecinos.

—Aun así, la circunstancia, en sí misma, es horrible —dijo Carmilla.

—¿Por qué? —preguntó mi padre.

—Me da miedo solo de imaginar que yo también puedo ver esas cosas. Si fuesen reales, no resultarían menos espantosas —respondió Carmilla.

—Estamos en las manos de Dios —dijo mi padre—. Quienes lo aman no tienen nada que temer. Él es nuestro creador; nos ha dado la vida y se preocupa por nosotros…

—¡Pues vaya creador! —exclamó Carmilla—. De modo que la enfermedad que asuela la comarca es natural, ¿verdad? ¿Acaso todas las cosas que hay en el cielo, en la tierra y debajo de esta no obran de acuerdo con los designios de la naturaleza? Al menos yo, así lo creo.

—El médico dijo que hoy nos visitaría —anunció mi padre—. Quiero conocer su opinión y pedirle consejo sobre lo que hay que hacer.

—Los médicos jamás me han hecho ningún bien —dijo Carmilla.

—¿Has estado enferma muchas veces? —pregunté.

—Más, y más gravemente, de lo que tú has estado nunca —respondió.

—¿Hace mucho tiempo de eso? —quise saber.

—Sí, mucho —respondió—. Padecí esta misma enfermedad, pero lo olvidé todo salvo los dolores y la debilidad que me produjo, aunque fueron menos penosos que cuando se sufren otros males.

—¿Eras muy pequeña cuando enfermaste?

—Sí. Pero no hablemos más de ello. No querrás importunar a una amiga, ¿verdad?

Me miró a los ojos con languidez, rodeó mi cintura con un brazo y me llevó fuera de la habitación. Mi padre permaneció cerca de la ventana, examinando unos documentos.

—¿Por qué nos asustó de esa manera tu padre? —preguntó Carmilla con un leve estremecimiento.

—Te aseguro que no fue su intención —dije amablemente.

—¿Tienes miedo?

—Lo tendría si supiese que existe un peligro real de ser atacada como lo fue esa pobre gente.

—¿Tienes miedo de morir?

—Como todo el mundo, supongo.

—Sin embargo, morir como deben de morir los enamorados… juntos, para pasar la eternidad en mutua compañía… Mientras viven, los jóvenes son como orugas, que al llegar el verano se transforman en mariposas… pero mientras tanto son orugas, gusanos, cada uno con sus necesidades, tendencias y actitudes. Eso al menos afirma Buffon, en ese libro tan grueso que hay en la habitación de al lado…

Por fin llegó el médico, que se encerró con mi padre en el salón. Era un hombre inteligente, de más de sesenta años. Se empolvaba el cabello y no usaba barba; tenía el rostro tan liso como una calabaza. Cuando salieron de la habitación, oí a mi padre reír y decir:

—Tratándose de un hombre tan sensato como usted, he de admitir que me asombra. ¿Y qué opina de los hipogrifos y los dragones?

El médico sonreía y sacudía la cabeza.

—Sin embargo —repuso—, la vida y la muerte son estados misteriosos de los que sabemos muy poco.

Se marcharon y no pude oír nada más. En ese instante yo ignoraba qué le había dicho el médico a mi padre, pero creo que ahora lo adivino perfectamente.

V. UN PARECIDO ASOMBROSO

Esa tarde llegó, procedente de Gratz, el hijo del restaurador. Lo hizo en un carro tirado por un caballo, cargado con dos cajas que contenían gran número de cuadros. Era un viaje de diez millas, y siempre que llegaba al castillo un mensajero desde nuestra pequeña capital, nos apiñábamos en torno a él para enterarnos de las últimas noticias.

Su llegada produjo un gran alboroto en nuestro pequeño mundo. Los cajones fueron transportados hasta el vestíbulo, mientras las criadas ofrecían de comer al visitante. Después, en compañía de sus ayudantes y provisto de un martillo, se reunió con nosotros para proceder a abrir los cajones, junto a los cuales lo esperábamos.

Carmilla estaba sentada, observando la escena distraídamente, mientras los viejos cuadros eran sacados de las cajas. Se trataba en su mayor parte de retratos. Mi padre pertenecía a una antigua familia húngara, y los lienzos habían llegado hasta nosotros a través de esta.

A medida que el hijo del restaurador extraía los cuadros, mi padre consultaba una lista que sostenía en la mano. Ignoro si se trataba de telas de algún valor, pero sin duda eran muy antiguas y algunas incluso muy curiosas. Casi todos ellos puede decirse que eran nuevos para mí, ya que antes de que los restaurasen, el humo y el polvo del tiempo prácticamente los tapaban.

—Hay un cuadro que todavía no he visto —dijo mi padre—. El nombre está en un rincón, en la parte superior: Marcia Karnstein. Hasta donde me fue posible leer, la fecha era mil seiscientos noventa y ocho. Me intriga saber cómo ha quedado.

Yo recordaba perfectamente aquel lienzo. Era pequeño, cuadrado, y no tenía marco. Estaba tan oscurecido que jamás había distinguido qué se representaba en él.

Entonces el hijo del restaurador, con inocultable orgullo, lo extrajo del cajón. Era verdaderamente hermoso, sobrecogedor incluso, como si tuviese vida… ¡Era el retrato de Carmilla!

—Esto es un verdadero milagro —dije, dirigiéndome a ella—. Hete aquí, en este cuadro, sonriente, como si te dispusieras a hablar. ¿No te parece hermoso, padre? Mirad, si hasta aparece el pequeño lunar que Carmilla tiene en el cuello.

—El parecido es asombroso, sin duda —dijo mi padre entre risas.

Sin embargo, y para mi sorpresa, desvió la mirada al instante y siguió conversando con el hijo del restaurador, que tenía algo de artista y hacía comentarios muy inteligentes sobre los lienzos a los que la habilidad de su padre había devuelto la luz y el color.

Yo no salía de mi asombro al contemplar aquel lienzo.

—¿Puedo colgar este retrato en mi habitación? —pregunté a mi padre.

—Por supuesto, querida —respondió con una sonrisa—. Me complace que lo encuentres tan parecido a tu amiga. Debe de ser más hermoso de lo que había imaginado.

Carmilla no dio muestras de oírlo, o por lo menos esa impresión me dio. Me miraba en silencio, con expresión melancólica.

—Ahora se lee con absoluta claridad el nombre escrito en la parte superior —dije—. No es Marcia, sino Mircalla, condesa de Karnstein. Encima del nombre hay una pequeña corona, y debajo está la fecha: mil seiscientos noventa y ocho. ¿Sabes? Yo desciendo de los Karnstein; es decir, mi madre.

—Vaya —dijo con tono lánguido—, yo también desciendo de los Karnstein. Se trata de una familia muy extensa y antigua. ¿Sobrevive todavía algún miembro de ella?

—Por lo que sé, nadie que lleve el apellido —contesté—. Creo que desapareció hace mucho tiempo, durante una guerra civil. Las ruinas del castillo están a unas tres millas de aquí.

—¡Qué interesante! —Se volvió hacia la puerta principal, que estaba entreabierta, y añadió—: Mira qué hermosa noche de luna. ¿Qué te parece si damos un breve paseo por el patio y contemplamos el camino y el arroyo?

—Se parece a la noche en que llegaste a esta casa —dije.

Suspiró y, con una sonrisa, se puso de pie, pasó un brazo por mi cintura y salimos al patio. Caminamos sin hablar hasta el puente levadizo, y desde allí admiramos el paisaje que se extendía ante nuestros ojos.

—Entonces, ¿estás pensando en esa noche? —preguntó casi en un susurro—. ¿Te alegra mi presencia aquí?

—Mucho, querida.

—Y le has pedido a tu padre el retrato que encuentras tan parecido a mí…

Dejó escapar un suspiro mientras me ceñía con más fuerza por la cintura y apoyaba la cabeza en mi hombro.

—¡Qué romántica eres, Carmilla! Estoy segura de que, cuando me cuentes tu vida, esta estará marcada por algún extraordinario episodio amoroso.

Por toda respuesta me dio un beso.

—Estoy segura —añadí— de que has estado enamorada y todavía lo estás.

—Jamás estuve enamorada de nadie ni lo estaré —musitó—, a menos que sea de ti.

¡Qué bella se la veía a la luz de la luna!

Hundió el rostro en mi cuello y comenzó a soltar suspiros que semejaban sollozos, al tiempo que su mano temblorosa apretaba la mía.

—Querida, querida mía —musitó junto a mi oído—. Vivo por ti y tú deberías morir por mí. Tanto es lo que te quiero.

Sobresaltada ante aquellas palabras, me aparté de ella. Observé que me miraba. Estaba pálida y el brillo y la pasión habían desaparecido de sus ojos.

—Qué frío hace de pronto, ¿verdad? —dijo como adormilada—. ¿He estado soñando o me lo parece? Volvamos a casa, estoy temblando.

—Debió de ser un leve desvanecimiento —repuse—. Vamos, tienes que tomar algo caliente.

—Sí, me hará bien. Ya me siento mejor, y no tardaré en recuperarme por completo. Sí, pide que me sirvan algo caliente —añadió cuando nos acercábamos a la puerta—. Pero antes volvamos a admirar el paisaje. ¿Quién sabe?, quizá sea la última vez que lo contemplo en tu compañía…

—¿De verdad te encuentras mejor? —pregunté. Su estado empezaba a alarmarme, y temí que fuese víctima de la extraña epidemia que asolaba la región—. Si enfermaras y no se lo dijésemos de inmediato, mi padre se sentiría desolado. Cerca del castillo vive un médico muy bueno; se trata del mismo que hoy nos visitó.

—No me cabe duda de que debe de ser un médico excelente. Agradezco tu bondad, la de todos vosotros, pero te aseguro que ya estoy repuesta. Estoy perfectamente bien de salud; solo me siento un poco débil. Muchos me consideran enferma porque no puedo hacer grandes esfuerzos. De hecho, apenas si soy capaz de caminar sin cansarme la misma distancia que recorrería un niño de tres años, y de vez en cuando sufro un colapso y me sucede lo que acabas de presenciar. Pero me recupero fácilmente. Mira lo bien que estoy ahora.

En efecto, se había recobrado y se la veía muy animada. El resto del día no volvió a dar muestras de esa actitud demencial que tanto temor provocaba en mí.

Más tarde, sin embargo, ocurrió algo que me hizo pensar de otro modo acerca de lo acontecido y que convirtió la naturaleza taciturna de Carmilla en aparente y momentánea energía.

VI. UNA AGONÍA EXTRAÑA

Cuando entramos en el salón para tomar nuestro café y nuestro chocolate (que mi amiga, como era costumbre en ella, no acompañó de ningún alimento sólido), Carmilla parecía repuesta por completo. Madame Perrodon y mademoiselle de Lafontaine se unieron a nosotras y decidimos jugar a cartas. En medio de la partida se presentó mi padre para dar cuenta de su consabido té.

Cuando terminó el juego, se sentó en el sofá junto a Carmilla y le preguntó, con cierto tono de intranquilidad, si había tenido alguna noticia de su madre.

—No —se limitó a contestar ella.

Mi padre le preguntó entonces si sabía adónde se le podía enviar una carta.

—Pues… no —fue la ambigua respuesta—. Pero he estado pensando en marcharme. Creo que ya he abusado lo suficiente de vuestra hospitalidad y no quisiera causar más molestias. Si mañana pudiese disponer un carruaje para mí, partiría en busca de mi madre. Sé dónde encontrarla, aunque de momento no me atrevo a informárselo a usted.

—¡Qué idea descabellada! —exclamó mi padre, y he de confesar que me sentí aliviada al oírlo—. No permitiré que nos abandone de esta manera. Solo se marchará de aquí cuando yo esté seguro de que queda al cuidado de su madre, quien confió en que permaneciera con nosotros hasta su regreso. Me gustaría saber si ha tenido noticias de ella —insistió—, pues esta noche los informes sobre la extraña enfermedad que se extiende por la región se han tornado todavía más alarmantes. Querida mía, me siento responsable de usted y no puedo echar mano de los consejos de su madre, así que, a menos que esta lo autorice de modo explícito, no puedo permitir que nos abandone. Nos sentiríamos muy preocupados si lo hiciese.

—Le agradezco su hospitalidad, señor —repitió Carmilla con una tímida sonrisa—. ¡Han sido tan bondadosos conmigo! Pocas veces me he sentido tan feliz como en este castillo, en compañía de usted y de su encantadora hija.

Mi padre, según su estilo anticuado, le dio un beso en la mano, sonrió y se mostró muy complacido por las palabras que mi amiga acababa de dirigirle.

A continuación acompañé a Carmilla hasta su dormitorio, donde charlamos mientras se preparaba para acostarse.

—¿Crees que llegará el día en que confiarás plenamente en mí? —pregunté por fin.

Se volvió hacia mí con una sonrisa, pero no respondió.

—¿No quieres contestar? —añadí—. Perdona, no debí preguntártelo.

—Tienes todo el derecho a preguntarme eso o lo que sea —dijo—. No imaginas hasta qué punto te quiero, pues de lo contrario no pensarías que no confío en ti. He hecho un juramento, y por lo tanto hay cosas que todavía no me atrevo a contarte, ni siquiera a ti. Pronto, sin embargo, lo sabrás. Quizá me consideres cruel y egoísta, pero el amor, cuanto más apasionado es, más egoísta se vuelve. No puedes imaginar lo celosa que soy. Debes estar a mi lado, amándome, hasta la muerte, u odiándome, pero hasta en la muerte, sin separarte de mí ni por un instante. A pesar de mi natural apatía, nunca he sabido lo que es la indiferencia.

—Creo que empiezas a desvariar de nuevo, Carmilla —dije.

—Te aseguro que estoy expresándome como una persona sensata —repuso—. ¿Has asistido a un baile alguna vez?

—No; por lo menos no a uno de esos a los que debes de estar acostumbrada.

—Casi los he olvidado. Han pasado tantos años…

Reí.

—No eres lo bastante vieja como para que hayas olvidado tu primer baile.

—Si me esfuerzo, puedo recordar lo que pasó en él, aunque es como si lo viese todo en medio de la neblina… Esa noche sucedió algo que hizo que los colores de cuanto me rodeaba desaparecieran. Me ocurrió de todo, menos que me asesinaran en el lecho. Me hirieron aquí —agregó tocándose el pecho—, y desde entonces nunca he vuelto a ser la misma.

—¿Estuviste a punto de morir?

—Sí. A causa de un amor inexplicable que a punto estuvo de arrebatarme la vida. El amor exige esa clase de sacrificios. Pero me siento agotada; durmamos. Ni siquiera me siento con fuerzas para levantarme y cerrar la puerta con llave.

Tenía la cabeza apoyada sobre la almohada y las manos, cubiertas por su espesa cabellera, debajo de la mejilla. Seguía cada uno de mis movimientos con un brillo intenso en los ojos, y en su rostro había una sonrisa enigmática cuyo significado yo no conseguía desentrañar. Me despedí de ella y salí de la habitación sintiéndome extrañamente incómoda.

A menudo me preguntaba si Carmilla rezaría antes de dormir. Jamás la había visto arrodillada, por las mañanas bajaba mucho después de que hubiésemos finalizado la oración familiar y por las noches jamás nos acompañaba en nuestras plegarias. Si no hubiese sido porque en una de nuestras charlas había mencionado su bautizo, habría dudado de que fuese cristiana. Nunca hablaba de religión. Es probable que si yo hubiese conocido más mundo, esa actitud negligente, y hasta hostil, no me hubiera sorprendido tanto.

La aprensión que suelen manifestar las personas aquejadas de los nervios resulta contagiosa, y al cabo de un tiempo la gente de temperamento similar acaba imitándolas. Llegué a copiar la costumbre que tenía Carmilla de cerrar con llave la puerta de la habitación, pues me había transmitido sus temores fantásticos hacia asesinos y delincuentes nocturnos. También había adoptado su costumbre de inspeccionar la estancia para asegurarme de que no había ningún criminal escondido en ella.

Esa noche, después de tomar tan prudentes medidas, me acosté y me quedé dormida. Siempre dejaba un candil encendido. Se trataba de una vieja costumbre que por nada del mundo habría abandonado. Los sueños, no obstante, son capaces de atravesar muros de piedra, iluminar habitaciones oscuras u oscurecer las que estén iluminadas, y los personajes que en ellos aparecen se burlan de llaves y pestillos.

El sueño que tuve en esa ocasión fue el comienzo de extrañas tribulaciones.

No puedo afirmar que se tratase de una pesadilla, y, aunque estaba dormida, era plenamente consciente de que me encontraba en mi habitación, acostada en mi cama. Vi, o imaginé, la estancia tal como era, y aunque se hallaba sumida en la penumbra, advertí que algo, que al principio fui incapaz de distinguir con claridad, se movía a los pies de la cama. No tardé en darme cuenta de que se trataba de una especie de gato monstruoso, tan enorme que cubría la longitud de la alfombra que se encontraba delante de la chimenea. El terror que se apoderó de mí me impidió gritar. La oscuridad que me rodeaba aumentaba por momentos, hasta que solo fueron visibles los ojos de aquel animal fabuloso, que iba de un lado a otro cual fiera enjaulada. Noté que subía de un salto al lecho. Sus enormes ojos se acercaron a mi cara y de pronto sentí un dolor punzante en el cuello, como si me clavaran dos grandes agujas apenas separadas entre sí. Desperté dando un grito. La habitación estaba iluminada por el candil, y distinguí una figura femenina a los pies de la cama. Vestía de negro y el cabello le caía sobre los hombros. Permanecía tan inmóvil como una piedra, al punto de que ni siquiera daba signos de respirar. De súbito pareció retroceder en dirección a la puerta, hasta que finalmente esta se abrió y la aparición salió del dormitorio.

Lo primero que pensé fue que Carmilla me había hecho una broma y que yo me había olvidado de echar la llave a la puerta. Me levanté y, sorprendida, comprobé que estaba cerrada por dentro. Tenía tanto miedo que no me atrevía a abrirla. Me metí de nuevo en la cama, me cubrí la cabeza con la manta y me quedé así, más muerta que viva, hasta el día siguiente.

VII. DESCENSO

Intentar explicar el terror que todavía me produce recordar aquel incidente sería inútil. No se trataba del miedo que una pesadilla deja tras sí, sino que se hacía más intenso con el paso de las horas. Cuando llegó la mañana no soporté estar sola ni un instante más. Debería haber corrido a contárselo a mi padre, pero dos motivos opuestos me disuadieron de ello. Por una parte pensé que se reiría de mí, y no estaba dispuesta a que considerase cómico el episodio. Por otra, temí que creyese que era víctima de la epidemia que asolaba la región, y, como él había tenido algunos problemas de salud, no quería alarmarlo.

La presencia de madame Perrodon y mademoiselle de Lafontaine me animó. Advirtieron que me encontraba en un desacostumbrado estado de nerviosismo, y no tardé en confesarles la causa del mismo.

Mademoiselle de Lafontaine lo encontró muy divertido, pero me pareció que madame Perrodon estaba preocupada.

—Si va a resultar que el sendero que pasa por debajo de la ventana de la señorita Carmilla está hechizado —dijo la primera entre risas.

—¡Qué disparate! —exclamó nuestra ama de llaves—. ¿Cómo se le ocurre semejante cosa?

—Martin asegura que, mientras estaban reparando el viejo portalón del patio, se levantó en un par de ocasiones antes del amanecer y vio a una mujer caminando por el sendero.

—Pues más le hubiera valido averiguar si había alguna vaca suelta —protestó madame Perrodon.

—Quizá; pero confesó estar muerto de miedo, y lo cierto es que nunca he visto a nadie más asustado.

—No deben decir ni una palabra de esto a Carmilla —intervine—, pues es todavía más impresionable que yo.

Ese día mi amiga bajó al salón más tarde de lo habitual en ella.

—¡Anoche me llevé un susto enorme! —exclamó—. Si no hubiese tenido conmigo el amuleto que le compré al jorobado, no sé lo que habría sido de mí. Soñé que algo negro se movía junto a mi cama. Desperté aterrorizada y por un instante me pareció ver una forma oscura junto a la chimenea. Pero metí la mano debajo de la almohada en busca del amuleto y en cuanto lo toqué la forma se desvaneció. Estoy segura de que sin él me habría atacado, como le ha ocurrido a esa pobre gente últimamente.

A continuación le conté mi experiencia de la noche anterior.

—¿No tenías el amuleto a mano? —preguntó, desconcertada.

—No. Lo había dejado dentro de un jarrón que hay en el salón. Pero esta noche no me separaré de él.

A pesar de los años transcurridos, todavía soy incapaz de explicarme cómo conseguí vencer el miedo y pasar esa noche sola en mi habitación. Recuerdo que metí el amuleto debajo de la almohada y que dormí más profundamente que de costumbre.

Lo mismo ocurrió la noche siguiente. No soñé con nada, y desperté en un estado de languidez que no dejaba de resultar placentero.

—Yo también dormí muy bien —me dijo Carmilla por la mañana—. Prendí el amuleto a la pechera de mi camisón. ¿Sabes?, estoy segura de que todo, a excepción de los sueños, fue producto de mi fantasía. Hubo un tiempo en que creía que los causantes de nuestras pesadillas eran los malos espíritus, pero nuestro médico me aseguró que estos no existen. A veces la causa es la fiebre alta o alguna dolencia por el estilo.

—¿Y para qué crees que sirve el amuleto? —pregunté.

—Deben de haberlo impregnado con algún antídoto contra la fiebre.

—Eso significa que solo actúa sobre el cuerpo…

—Sin duda. ¿O acaso imaginas que unas cuantas cintas pueden ahuyentar a los malos espíritus? Esas enfermedades se propagan por el aire y nos atacan los nervios, afectando el cerebro. El antídoto impide que lo haga. Estoy segura de que eso es lo que el talismán ha hecho por nosotras. No se trata de nada mágico, sino, sencillamente, natural.

Me habría gustado estar plenamente de acuerdo con Carmilla, pero aun así sus palabras me tranquilizaron en parte.

Durante algunas noches más mis sueños no se vieron perturbados. Por la mañana, sin embargo, despertaba cansada, y la sensación no me abandonaba en todo el día. Me sentía otra persona, y un extraño decaimiento se iba apoderando de mí. Empezaron a asaltarme sombríos pensamientos de muerte, así como la idea de que estaba debilitándome lentamente. No obstante, lejos de causarme inquietud, aceptaba el hecho con resignación no exenta de cierto placer.

Ni por un instante se me ocurrió pensar que estaba enferma, ni decírselo a mi padre o pedir la presencia del médico. Carmilla se mostraba cada vez más pendiente de mí, y sus arrebatos de adoración se hicieron más frecuentes. A medida que mis fuerzas se desvanecían, la pasión que le inspiraba crecía en intensidad, hasta el punto que temí que estuviera perdiendo la razón.

Sin saberlo, había llegado a una etapa muy avanzada de una enfermedad que ningún ser humano había padecido jamás. Sus síntomas tempranos consistían en experimentar una atracción fascinadora hacia ella. Cuando este sentimiento llegó a su paroxismo, dio paso a un terror que se fue acentuando, como explicaré, hasta convertirse en una auténtica tortura.

El primer cambio que se produjo en mí me resultó hasta agradable. Cuando tomé conciencia de él, ya me hallaba avanzando por el camino que conduce al infierno.