Ningún aliento quiebra la ola
que se arrastra bajo el sepulcro ateniense,
la tumba que, rutilante sobre el acantilado,

da la bienvenida al esquife que vuelve a casa,
sobre la tierra que él salvó en vano,

¿cuándo volverá a vivir semejante héroe?

* * *

¡Clima apacible! Cada estación sonríe

benévola sobre las bienaventuradas islas,

que atisbadas desde la cumbre de las Columnas,

embelesan al corazón que acoge el paisaje
y ensalzan el gozo de la soledad.
La mejilla del océano, con su tímido hoyuelo,
refleja el color de incontables cimas
capturadas por la risueña marea
que baña estos edenes de las aguas orientales;
y si alguna vez una brisa pasajera
agrieta el azul cristal de los mares,
o barre una flor de los árboles,
¡cuán bienvenido es ese aire manso,
que despierta y aventa todos los olores!
Pues ahí, la Rosa del cerro o del valle,
sultana del Ruiseñor,

la doncella para quien su melodía

y sus mil cánticos se oyen en lo alto,

florece ruborizada por el relato de su amante;
su reina, la reina del jardín, su Rosa,
que ni los vientos comban, ni las nieves hielan,
lejos de los inviernos de Occidente
bendecida por cada brisa y cada estación,
devuelve su natural dulzura
en suave incienso al cielo;
y agradecido el firmamento le otorga
su más bello color y su aromático suspiro.
Hay allí muchas flores de verano,
y muchas sombras que el amor compartirá,
y muchas grutas, concebidas para el descanso,
que acogen como huésped al pirata;
su corbeta, oculta en la profunda cala,
acecha las proas que avanzan en paz,
hasta que se oye la alegre guitarra del marinero,
y la estrella del crepúsculo se vislumbra;
entonces zarpan en silencio, con quedo remar,
resguardados por la rocosa orilla,
y los merodeadores asaltan a su presa,
y tornan en gemidos su canción.
Cuán extraño que donde la naturaleza trazó,

como si para los Dioses fuera, un placentero paraje,

donde encanto y gracia se fundieron
con el paraíso por ella engendrado;

que justo ahí el hombre, amante de la discordia,

el paisaje corrompa y torne en jungla,
pisoteando brutalmente la flor,
que creció sin cuentas ni cuitas.

No exige el cultivo de su mano
para brotar de esta tierra de jauja,
sino que aflora sin reparar en cuidados,
y lo corteja con dulzura y abundancia.
Cuán extraño que allí, en remanso de paz,
la pasión se subleve en su orgullo,
y reinen la lujuria y la violencia sin freno
que empañan ese hermoso lugar.
Diríase que los demonios, victoriosos,
se impusieron a los serafines asaltados,
y tomaron los tronos celestiales
los herederos del infierno liberados.
¡Tan dulce el decorado, para el gozo nacido,
y tan viles los tiranos que así lo asolan!

Como quien se ha inclinado sobre los muertos,

antes de que el primer día de su muerte expire;
el primer día de oscuridad en la nada,
el último de peligro y sufrimiento;
(antes de que los implacables dedos de la descomposición
hayan barrido las líneas donde la belleza perdura)
para dar testigo del leve aire angelical,
del embeleso del reposo que se posa
en los suaves rasgos inertes que surcan
la languidez de la pálida mejilla,
y, salvo ese triste ojo amortajado,
que ni arde, ni ve, ni llora, ahora,
salvo esa gélida mirada inalterable,
donde la apatía de la fría cárcel
consterna el corazón del doliente,
como si pudiera condenarlo al destino
que incita su temor y, al tiempo, su pensamiento…
Sí, en esos momentos, nada más,
durante breves instantes, en la hora traicionera,
aún dudará del poder del tirano,
tan justo, tan plácido, tan delicadamente impartido,
primera y última mirada por la muerte revelada.
Ese es el aspecto de esta costa.
Esto es Grecia, ¡pero ya no la Grecia de los vivos!
Tan fríamente dulce, tan mortíferamente apacible,
su naturaleza desalmada nos sobresalta.
Del alma es el encanto en la muerte,
que no parte con el último aliento;
pero la belleza que temible aflora
en la palidez que la lleva hacia la tumba,
es el último resquicio oculto de expresión,
un halo dorado que se cierne sobre la descomposición,
¡el último rayo del Sentimiento pasado!
¡Centella de aquella llama, de creación divina acaso,
que aún reluce, pero ya no da calor a su amada tierra!

¡Región del valeroso jamás olvidado!,

cuya tierra, de la llanura a la cueva montañosa,
fue hogar de la Libertad y sepulcro de la Gloria.
¡Santuario del soberano! ¿Será cierto
que esto es cuanto de ti queda?
Acércate, cobarde esclavo encogido:
dime, ¿no estamos acaso en las Termópilas?
Estas aguas azules que te bañan
oh, servil vástago de los libres,
habla: qué mar, qué costa es esta.
¡El golfo, la roca de Salamina!
Estos parajes, de historia aún desconocida,
se erigen y te convierten de nuevo en quien eres;
arrebata de las cenizas de tus padres
las brasas de su antiguo fuego,

y que quien muera en la guerra

añada al de los suyos un nombre temido,

que hará temblar a la tiranía,

y dará esperanza y honor a sus hijos,

que también preferirán la muerte a la vergüenza.

Pues la batalla por la Libertad, una vez iniciada,

si es legada por sangre de padre a hijo,

a pesar de las frustraciones será siempre ganada.

¡Contempla, Grecia, esta tu página viviente,

y prométele una era inmortal!

Mientras los reyes se ocultaban entre las sombras

y dejaban una pirámide sin nombre,

tus héroes, superando fatalidades,

han dejado atrás la columna de sus tumbas

y han conquistado un monumento más poderoso:

¡las montañas de su tierra natal!

¡Tu Musa dirige la mirada de los forasteros

hacia las tumbas de quienes nunca morirán!

Larga es la historia y triste sería relatar

el paso del esplendor a la vergüenza.

Ningún enemigo forastero pudo sofocar

tu alma, que por sí misma se derrumbó.

Sí, su propia humillación allanó el camino

para las cadenas de villanos y déspotas.

¿Qué puede contar quien tu orilla pisa?

Ninguna leyenda de los viejos tiempos,

ningún motivo sobre el que la musa se alce

hasta tus alturas de antaño,

cuando el hombre era merecedor de tu tierra.

Los corazones que nacieron en tus valles,

las fogosas almas que acaso llevaron

a tus hijos a realizar sublimes actos;

ahora se arrastran de la cuna a la tumba,
esclavos o, aún peor, siervos de un esclavo,

e insensibles a todo excepto al crimen;

mancillados por el mal que corrompe
la Humanidad, apenas superior a las bestias;
ni siquiera atesoran la virtud del salvaje,
con su pecho libre y valeroso.
Hasta los puertos lindantes navegan

trazando proverbiales tretas y antiguas artimañas,
que distinguen al griego astuto,

por ello y solo por ello renombrado.
En vano apelará la Libertad
al espíritu por la esclavitud quebrado
para que alce el cuello que corteja el yugo.
No pienso lamentar más su pena,
mas este será un relato triste;
y quienes lo escuchen a buen seguro hallarán
en quien lo cuenta motivos para penar.

* * *

Asomando a lo lejos, sobre el mar azul,

avanzando por entre las sombras de las rocas,

a ojo del pescador se asemeja al barco

de un pirata de las islas o de un maynote;
temiendo por su frágil caique
sortea este la cercana aunque incierta cala.
A pesar de la fatiga del trabajo,
y sepultado bajo un mar de escamas,
lento y firme gobierna el remo,
hasta que la orilla segura de Port Leone
lo ampara con la tenue luz
tan propia de la noche de Oriente.

* * *

¿Quién llega a galope en negrísimo corcel?

Aminorando la marcha, avanzando al paso,
bajo el ruidoso traqueteo de hierro,
los ecos cavernosos retumbando alrededor,
latigazo a latigazo, salto a salto;
la espuma que rezuma por el costado del corcel
parece proceder de la oceánica marea:
¡aunque las olas agotadas ahora descansen,
no hay tregua en el pecho del jinete,
y aunque la tormenta arrecie
es más mansa, joven giaour, que tu corazón!
No te conozco, desprecio tu raza,
pero en tus facciones asoma ya
lo que el tiempo fijará para no borrar jamás;
aunque joven y pálido, tu rostro cetrino
está carcomido por una pasión ardiente;
aunque al suelo orientes tu malvada mirada
y veloz cual meteoro te deslices, te veo pasar

y reconozco a alguien que en los hijos de Osmán
hallará tan solo muerte y rechazo.

Trotando a toda prisa, siempre adelante,

atrajo mi mirada asombrada al verlo volar;
como un demonio de la noche
pasó y desapareció de mi vista;
su aspecto y su aire imprimieron
un recuerdo atribulado en mi corazón;
y mucho después mi oído amedrentado
percibía aún el trotar de su negro corcel.
Espolea sus ijares, se acerca al acantilado,
que proyecta su sombra en las profundidades,

da media vuelta, cabalga aprisa,

la roca lo oculta de mis ojos;

comprendo que no es bienvenido

viendo su mirada fija en quienes huyen;

ninguna estrella lo ilumina, reluciente,

mientras parte a paso ligero.

Avanzó presuroso, pero antes de marcharse

una mirada dirigió, cual si fuera la última:

un momento detuvo su veloz corcel,

un momento de reposo le brindó,

un momento en el estribo se apoyó.

¿Por qué contempla el olivar?

La luna creciente brilla sobre la colina

relucen las altas lámparas de la mezquita.

Aunque demasiado remoto para oír

el eco del lejano tufek,

los destellos de sus jubilosos disparos

dan fe del celo musulmán.

Anoche se puso el sol del Ramadán,

anoche la fiesta del Bairam se inauguró,

anoche… pero ¿quién y qué eres tú,

de atuendo forastero y mirada aterradora?

¿Y qué es todo esto para ti,

que ni te frena ni te ahuyenta?

Se detuvo, con expresión amedrentada,

que enseguida el odio reemplazó.

Se levantó no con el airado fulgor

y el repentino rubor de la furia efímera,

sino pálido como el mármol del sepulcro,

más lúgubre aún en su espectral blancura.

El ceño se le frunció sobre la mirada vidriosa,

alzó el brazo, lo alzó con rabia,

y agitó con vehemencia la mano en alto,

como si dudara entre volver o partir;
impaciente por tanta espera
su negro corcel relinchó con fuerza:
él bajó la mano y empuñó la espada.
Aquel sonido lo despertó de su duermevela
como el ulular del búho altera el descanso.
La espuela saja el ijar de la montura,
lejos, bien lejos, cabalga por su vida.
Veloz cual herido por un jerid
arranca espoleado su asustado corcel.
Dobla el escollo y la orilla
ya no tiembla con el ruidoso traqueteo.
Alcanza la peña, ya no se atisba
su cristiana cresta ni su altivo semblante.
Fue solo un instante, pero supo refrenar
la briosa fiera por las riendas bien sujeta;
por un momento se detuvo, y luego huyó
cual si la muerte lo persiguiera;
pero en aquel instante, sobre su alma
inviernos de memoria se cernieron
y reunieron en ese punto del tiempo
una vida de sufrimiento, una era de crímenes.
Sobre aquel que ama, odia o teme,
ese momento vierte el dolor de años.
¿Qué sintió él, oprimido a su vez
por lo que más distrae el corazón?
Aquella pausa en que caviló sobre su sino,
¡quién osará aventurar su sombría duración!

¡Aunque apenas existió en el registro del tiempo,

fue una eternidad para el pensamiento!
Pues es infinito como el espacio sin límite

el pensamiento que la Conciencia debe abrazar,

capaz en sí mismo de abarcar
una aflicción sin nombre, ni esperanza, ni final.

El momento ha pasado, el giaour se ha marchado,

¿partió volando o tal vez cayó?

Maldita la hora en que vino y se fue,
pues selló la maldición por el pecado de Hasán
que tornará el palacio en tumba;
llegó y se marchó, como el simún,
aquel presagio de ocaso y desdichas,
bajo cuyo aliento, feroz y extenuante,

hasta el ciprés encuentra la muerte. ¡Árbol oscuro,
triste aun cuando la pena del otro se desvanece,

el único doliente infalible de los fallecidos!

El corcel ha desaparecido del establo,

ningún siervo se divisa en la morada de Hasán;
la fina tela gris de la araña solitaria
se mece lentamente, sobre el muro extendida;
el murciélago teje su enramada en el harén;
y en la fortaleza de su poder
el búho usurpa la torre del faro;
asomado a la fuente el chacal aúlla,
con sed frustrada y hambriento, ansioso,

pues el arroyo se ha secado en su lecho de mármol,

donde se esparcen la maleza y el triste polvo.
Era grato antaño verlo brotar
y perseguir la calidez del día,
mientras saltando en lo alto el plateado rocío
viraba formando asombrosos remolinos,
y daba al aire un agradable frescor
y vida al jardín verdeante.
Era grato, cuando las estrellas relucían,

contemplar la ola de luz acuosa,

y en la noche oír su melodía.

A menudo jugó el pequeño Hasán

en la orilla de esta dulce cascada;

y a menudo sobre el pecho de su madre

aquel sonido propició su reposo;

a menudo la juventud de Hasán se vio

aplacada por el canto de la belleza en su ribera;

y más dulces parecían las diluidas notas

de la música al mezclarse con la suya.

Nunca más reposará la edad de Hasán

sobre la orilla al ponerse el sol,

¡el arroyo que colmaba la fuente se ha evaporado,

la sangre que templaba su corazón se ha derramado!

Y ya nunca más aquí se oirá

voz humana rabiar, deplorar ni deleitarse;

la última triste nota que avivó el temporal

fue el furioso llanto fúnebre de una mujer.

Eso cesó y llegó el sosiego; todo es silencio

salvo la verja que bate cuando el viento sopla:

aunque arrecien sus ráfagas y la lluvia todo lo anegue,

ninguna mano volverá a cerrar su aldaba.

En las dunas era un gozo contemplar

los toscos pasos de otro hombre,

pues allí hasta la voz del Dolor

podía despertar un Eco de alivio,

como si dijera: «No se han ido todos;

aún perdura la Vida, aunque la encarne un solo ser».

Por muchas cámaras doradas

que la Soledad bien sabrá preservar;

bajo esa cúpula la Descomposición

lentamente ha abierto su macilento camino

y la penumbra se reúne sobre la verja.

Ni el mismo faquir allí esperará;
ni el caminante derviche allí se hospedará,
pues ningún presente alegrará su demora;
ni el forastero cansado allí se detendrá
para bendecir el sagrado «pan con sal».
Tanto la Riqueza como la Pobreza
pasarán sin atender ni ser atendidas,
pues la Cortesía y la Compasión murieron
con Hasán en la ladera de la montaña.
Su tejado, aquel refugio de los hombres,
es guarida de la ávida Desolación.

¡El huésped huye del salón y el vasallo del campo,
pues el sable del infiel su turbante partió!

* * *

Oigo el sonido de pasos acercarse,

pero no me saluda voz alguna;

más cerca, distingo cada turbante,
y también un yatagán en vaina de plata.
El primero de la banda vislumbro,
un Emir, con su manto verde:

«¡Di! ¿Quién eres?». «Me inclino, salam,

pues soy hijo del Islam».

«La carga que tan dignamente llevas,
parece pedir tu mayor cuidado,
sin duda contiene una valiosa mercancía,

que mi humilde corbeta con gusto atendería».

«Tus palabras me alivian; desamarra el esquife

y aléjanos de la orilla silenciosa;

no, deja aún la vela recogida
y maneja el remo más cercano,

y a medio camino de aquellas rocas, donde sestean
las aguas encauzadas, profundas y oscuras,

reposa de tu esfuerzo, valientemente cumplido.
Nuestro curso hemos seguido velozmente,
y con todo es el viaje más largo, por ventura,
el viaje de…».

* * *

Sombría y lentamente se hundió,

la plácida ola hasta la orilla mecida;
lo vi sumergirse, según me pareció,
en un remolino de corriente atrapado
y revuelto. Pero era apenas la luna
reflejada sobre el vigoroso cauce.

Lo seguí, hasta que de mi vista se perdió,
y naufragó como un guijarro.

Menguante, una blanca mancha
perló la marea hasta burlar la vista;
sus recónditos secretos duermen ya,

patrimonio solo de los Genios del abismo,
que, temblando en sus cuevas de coral,

ni a las olas susurrarlos osan.

* * *

Elevándose con sus purpúreas alas,
la lepidóptera reina de la primavera oriental,
sobre campos esmeralda de Cachemira

festeja al joven perseguidor
y lo guía de flor en flor;

persecución agotadora, tiempo derrochado,
pronto lo deja, se eleva por las alturas,

con el corazón jadeante y la mirada llorosa.
La Belleza atrae al niño, ya crecido,
con su policromo fulgor de alas salvajes;
la frívola emboscada de miedos y esperanzas
empezó en un antojo y terminó en lágrimas.

Si conquistadas, por idénticos males traicionadas,
mariposa y doncella compartirán la aflicción

de una vida de dolor y de sosiego perdido,
fruto del juego infantil o del capricho adulto.
El dulce juguete tercamente anhelado
ha perdido su encanto al ser logrado,
pues cada caricia que corteja a la presa
va barriendo sus relucientes colores

hasta desvanecer todo encanto, color y belleza.
Deberá escoger entre volar o caer, sola.

Con el ala dañada o el corazón sangrante,
ay, ¿dónde reposarán las desventuradas?
¿Podrá acaso el ala herida elevarse
de la rosa a la tulipa como antaño?
La Belleza, devastada en un suspiro,
¿hallará la dicha en su maltrecha enramada?
No: los insectos que jubilosos revolotean
jamás posan el ala sobre los que fallecen,
y el donaire derrocha misericordia
por cualquier descarrío salvo el propio.
No hay pena que una lágrima no merezca
salvo el sufrir de la descarriada hermana.

* * *

La Mente, turbada por la congoja del culpable,

es como el Escorpión cercado por el fuego

en un círculo que se estrecha al arder.

Las llamas rodean de cerca al cautivo,
hasta que por mil agonías colmado,

y enloquecido por su ira,

tan solo un triste alivio halla:
el aguijón que guarda para sus enemigos
y cuyo veneno jamás usó en vano
con una sola punzada cura todo dolor
y alcanza raudo su cerebro desesperado.
Haz, pues, que la oscuridad del alma expire,
o vive como el escorpión por el fuego cercado;

así se encona la mente de Arrepentimiento quebrada,
discorde en la tierra, rechazada en el cielo.

¡Tinieblas en lo alto, tormento debajo,
a su alrededor llamas y en su interior la muerte!

* * *

Hasán el oscuro desde el Harén vuela,

mas no detiene su mirada en mujer alguna,
la inusitada persecución todo su tiempo roba,
aunque no comparte el gozo del cazador.
No estaba, pues, acostumbrado a volar así
cuando Leila moraba en su saray.
¿Ya no mora Leila allí?
Esa historia solo puede contarla Hasán:
extraños rumores en la ciudad afirman
que aquella víspera Leila huyó,
tras ponerse el último sol del Ramadán,
y relucientes desde cada minarete
millones de faroles proclamaron la fiesta
del Bairam sobre el inmenso Oriente.
Fue entonces cuando dijo ir a los baños,
donde el airado Hasán en vano la buscó:
había huido de la furia de su amo
a semejanza del paje georgiano.
Y lejos ya del poder del musulmán
lo había injuriado con el infiel giaour.
Algo de esto había Hasán imaginado,

pero, aún enamorado, de su lealtad se convenció

y ciegamente confió en la esclava,
cuya traición una tumba bien merecía.
Aquella víspera había ido a la mezquita,
y de allí al banquete en su cabaña.
Esa es la historia que cuentan sus nubios,
que las mujeres a su cargo no supieron velar;
pero otros juran que aquella noche,
bajo la temblorosa luz de la pálida fingari,
al giaour sobre su azabache corcel
divisaron, cabalgando solo y veloz,
con la espuela ensangrentada, junto a la orilla,
y ni doncella ni paje tras él llevaba.

* * *

Los negros ojos de Leila en vano describiría,

mas si contemplas los de la Gacela,

tu imaginación hallará guía,
tan grandes, tan lánguidamente oscuros,
su Alma revelan en cada destello
que asoma tras sus párpados,
brillantes como la joya de Jamshid.
Sí, Alma, y si el profeta decir osara
que su forma no es más que arcilla viviente,
¡por Alá!, yo replicaría que no,
aunque del arco de Al-Sirat pendiera,
que sobre la fogosa riada se tambalea,

con el Paraíso al alcance de mi vista,

y todas sus huríes me llamaran sin cesar.

¡Oh! ¿Quién puede la mirada de Leila leer

y aun así ser fiel a esa parte de su credo

según el cual la mujer no es más que barro

y juguete sin alma para el deseo del tirano?

Hacia ella mirará el muftí, y reconocerá

que en sus ojos asoma el Inmortal.

En el color ardiente de su bella mejilla,

las jóvenes flores del granado esparcen

su juventud en inauditos rubores.

Su pelo ondea como el jacinto

cuando suelta libres todos sus rizos;

entre sus siervas en el salón

se erigía a todas ellas superior,

quienes barrían el mármol donde sus pies

más blancos relucían que la nieve

antes de caer desde las nubes

sobre la tierra que la emborrona.

Como el noble cisne pasea por el lago,

así desfilaba la hija de Circasia,

¡el ave más bella del Frangistán!

Como alza su cresta el cisne alborotado,

al rechazar la ola con orgullosas alas,

cuando los pasos de un forastero oye

en la ribera en que su agua linda.

Así erguía Leila su blanco cuello:

armada de belleza desafiaba intrusas miradas,

hasta que los ojos del capricho

se acobardaban ante el encanto que elogiar buscaban.

Tan grácil y elegante era su paso;

su corazón a su amante con ternura se debía,

su amante, severo Hasán, ¿quién era?
¡Ay! ¡Este título no te correspondía!

* * *

El severo Hasán ha emprendido un viaje

con veinte vasallos en su séquito,
todos armados hasta los dientes,
con arcabuz y yatagán;
enfrente va el líder, ataviado para la guerra,
lleva en el cinto su cimitarra,
manchada de sangre del mejor arnaúte,

de cuando en el paso a los rebeldes se enfrentaron
y pocos regresaron para contar

lo sucedido en el valle del Parne.
Las pistolas que su cinto sujetaba
pertenecieron antaño a un pachá,
y aunque incrustado y bañado en oro,
incluso los ladrones al contemplarlo tiemblan.
Dicen que se dirige a cortejar a una mujer
más devota que la que de su lado huyó;
la infiel esclava que su enramada rompió,
y, peor aún, ¡por un giaour!

* * *

El postrero sol ilumina la colina

y centellea en el arroyo de la fuente,
cuyas benditas aguas, frescas y cristalinas,
hacen las delicias del montañero.

Tal vez aquí el perezoso comerciante griego
encontrará el reposo que en vano buscaría

en las ciudades más cercanas a su señor,
temblando por su secreto tesoro.
Aquí, de todos oculto, descansará,

esclavo entre multitudes, libre en el desierto;
y con el vino prohibido ensuciará

la copa que el musulmán no debe apurar.

* * *

El primer tártaro alcanza la brecha,
visible por su turbante amarillo,
mientras el resto en una dilatada hilera
serpentean lentamente por la larga cresta.
En lo alto señorea la cumbre de la montaña,
donde los buitres afilan sus sedientos picos;
de un banquete podrán gozar esta noche,
que los tentará a bajar antes de que amanezca.
A sus pies, el cauce invernal del río
ha menguado ante el sol de verano
y es ahora un canal inhóspito y desierto,
salvo por los agónicos arbustos del margen.
A ambos lados del camino de sirga yacen
diminutos pedazos de grisáceo granito,
desprendidos por el tiempo o por un rayo
de la cumbre envuelta por la celeste neblina.

¿Dónde se encuentra aquel que ha contemplado
la cima de Liakura sin velos?

* * *

Alcanzan la tumba de pino al fin,

«¡Basmala! El peligro ya ha pasado;

a lo lejos distingo la llanura abierta,

allí azuzaremos los corceles con brío»,

anunció el chauz, y mientras hablaba,
una bala le pasó silbando junto a la cabeza;
¡el primer tártaro muerde el polvo!

Sin tiempo para asegurar las riendas

saltan aprisa los jinetes de los corceles,

pero tres ya no volverán a montar;

los enemigos que los hirieron están ocultos

en vano claman venganza los moribundos.

Con el acero desenvainado y la carabina inclinada,
algunos se apoyan en el arnés,

resguardados tras su corcel,

otros se esconden tras la roca más cercana,
y allí aguardan el siguiente impacto.

No se resignan dócilmente a desangrarse

bajo el cañón de los taimados enemigos,
que no osan abandonar su escarpado parapeto.
Solo el fiero Hasán de su caballo
no se digna descender y sigue su curso
hasta que ardientes fogonazos en la vanguardia
proclaman sin duda que los bandoleros
han bloqueado el único camino
y a la ansiada presa pueden atacar.
Su barba con ira rizó,
y un rabioso fuego centelleó en sus ojos.
«Aunque por doquier las balas silban al viento
yo sobreviví a un momento más sangriento.»
Ahora los adversarios abandonan su baluarte,
para pedir a los vasallos su rendición;
pero las coléricas palabras de Hasán enfurecido
son más temidas que el sable hostil,
ningún hombre de su pequeña cuadrilla
entregó su carabina o yatagán,
ni pronunció el cobarde grito: ¡amáun!
Ya a la vista, cada vez más cerca,
los adversarios, otrora ocultos, se muestran
y saliendo de entre los árboles avanzan,
algunos cabalgan sobre caballos de batalla.
¿Quién es su guía, de aspecto forastero,
que a lo lejos ilumina con su mano encendida?
«Es él, es él, ahora lo reconozco,
lo reconozco por su frente pálida;
lo reconozco por el mal de ojo
que exacerba su envidiosa traición,
lo reconozco por el negro pelaje de su corcel,
aunque de arnaúte vaya ataviado,
apóstata de su propia vil fe,
nada lo salvará de la muerte.
¡Es él, siempre bien hallado, el amante
de la descarriada Leila, el infausto giaour!».

Al precipitarse el río hacia el océano,

en su negro torrente desbocado,

al envite del reflujo de la marea

que con orgullo su azul columna yergue,
numerosos remos contra la corriente luchan

y entre nubes de espuma en el oleaje se diluyen;
mientras el remolino gira y la ola bate,

enardecidos por el rugiente viento invernal;
en el argénteo rocío del fragor de las olas
el brillo del agua resplandece
intensamente blanco sobre la orilla,
que reluce y titila bajo tamaño estruendo.
Así, el río y el océano se encuentran,
y se enfurecen sus olas cuando se reúnen,

así topan los bandos a quienes afrentas mutuas,
destino e injurias por sus caminos empujan.

El estremecedor zarandeo de los sables en duelo,

que restallan a lo lejos y zumban más cerca,

sus ecos en el retumbante oído,

el disparo mortal que silba en la distancia,
el impacto, el grito, el rugido de guerra

reverberan por este valle,

más propio de un cuento de pastores.

¡Aunque pocos sean, suya es la batalla,
ni piden clemencia, ni perdonan la vida!
Los jóvenes corazones ingenuamente se afanan
en tomar y compartir la amorosa caricia,
pero ni el mismísimo Amor puede aspirar,
a pesar de todo lo que la Belleza ofrece,
a la mitad del fervor que el Odio confiere
en el último envite a los adversarios,
cuando, en pleno forcejeo, se ciñen
en un abrazo que jamás ha de soltar su presa.

La amistad se rompe, el amor se mofa de la fidelidad;
pero ¡los enemigos en la contienda mueren unidos!

* * *

Con el sable cimbreando hasta la empuñadura,
bañado ya en la sangre que él ha derramado;
aún asido por la mano cercenada

que tiembla empuñada a esa tea desleal.
Atrás quedó el turbante,
en dos partido por los pliegues;

su holgada túnica rasgada por un bracamarte,
carmesí como las nubes al alba,

que, teñidas de rojo oscuro, le auguran
al día un final tormentoso.
Una mancha en cada arbusto donde quedó

prendido un fragmento de su palampur,
su pecho surcado por incontables heridas,

su espalda contra el suelo, su rostro vuelto al cielo,
Hasán ha caído, su ojo entreabierto

aún observa al enemigo,
como si tras la hora que marcó su destino
perviviera aún su odio insaciable;

sobre él se inclina el enemigo, con cejo tan oscuro
como el de quien más abajo se desangra.

* * *

«Sí, Leila duerme bajo las olas,

pero él yacerá en una tumba más roja;
el alma de ella escogió bien el acero
que enseñó a sentir a tan alevoso corazón.
Él invocó al Profeta, pero su poder
fue vano contra el vengativo giaour.
Invocó a Alá, pero sus palabras
se alzaron desoídas o no escuchadas.

¡Necio pagano! ¿Debería acaso la oración de Leila
pasar inadvertida y la tuya ser escuchada?

Esperé mi hora y me uní a los bandidos
para a su vez capturar al traidor;
mi cólera se ha sembrado, el mal está hecho,
y ahora me voy, aunque parto solo».

* * *
* * *

Tintinean las campanas de los camellos al pastar,

su madre miraba al cielo desde la celosía,

vio perlarse el rocío del crepúsculo

sobre el verde de los prados, ante sus ojos.
«Se pone el sol… mas su séquito no tardará.»
No podía descansar en la enramada del jardín,
ahora aguarda tras los mimbres de la más alta torre.
«¿Por qué no llega? Sus corceles son veloces,
tampoco se amedrentan ante el ardor del verano.
¿Por qué no manda el novio su prometida ofrenda?

¿Se le habrá enfriado el corazón? ¿Será su púa menos afilada?
¡Oh, falsos reproches! El tártaro aquel

ha alcanzado ya la cima de la montaña más cercana,
con cautela por la ladera desciende,
y ahora serpentea en el fondo del valle;
lleva su ofrenda sobre la montura.
¿Cómo osé creer que su corcel era lento?
Mi generosidad compensará con creces
su pronta llegada y fatigado camino.»
En la verja, el tártaro quedó alumbrado,
apenas mantenía su débil cuerpo en pie.
Su negra mirada presagiaba una desgracia,
aunque tal vez fuera por el cansancio;
sus ropas estaban manchadas de sangre,
aunque tal vez fuera de su corcel;
se sacó una prenda del bolsillo.
¡Cielo santo! ¡El turbante rasgado de Hasán!
Su calpac astroso, su caftán manchado.
«Señora, a una terrible dama su hijo ha desposado,
mi vida he salvado aunque no por clemencia,
sino para traerle esta prenda empañada.
¡En paz descanse el valiente, cuya sangre se ha derramado!
¡Maldito sea el giaour, pues suya es toda la culpa!».

* * *

Un turbante grabado en la piedra tosca,

una columna envuelta por la maleza,

en la que hoy apenas puede leerse

el verso del Corán que llora por el difunto,

señalan el lugar donde Hasán murió,

víctima en esta hondonada solitaria.

Allí descansa un verdadero osmanlí,

como ningún otro que en La Meca se haya arrodillado,

que haya rehusado el vino prohibido,

que haya rezado con el rostro vuelto hacia el santuario

las oraciones una y otra vez repetidas

a la solemne voz de «¡Alá Hu!».

Y, aun así, murió en manos de un extraño,

de un forastero en su tierra natal,

murió cuando iba armado,

y sin ser vengado, por lo menos con sangre.

Ahora las doncellas del paraíso

impacientes a sus salones lo invitan,

y el oscuro Edén de los ojos de la hurí

se abrirá sobre él, siempre resplandeciente.

¡Ya llegan, con sus verdes pañuelos al viento,

y reciben con un beso al valiente!

Quien cae luchando contra un giaour

merece una enramada inmortal.

* * *

Pero ¡tú, falso infiel, te retorcerás

bajo la vengadora guadaña de Munkar!

De su tormento escaparás tan solo

para vagar por el trono perdido de Iblís.

El fuego no saciado, insaciable, se alzará

a tu alrededor, en tu fuero interno y tu corazón;

¡ni el oído puede oír, ni la lengua narrar
las torturas de este infierno interior!
Pero primero, para a la tierra como vampiro volver,
tu cuerpo debe ser arrancado de su tumba.
Tu espectro rondará tu tierra natal,
y sorberá la sangre de toda tu raza.
De tu hija, tu hermana y tu esposa,
a medianoche, drenará el caudal de la vida,
mas odiarás el banquete que sin falta
deberá alimentar tu lívido cadáver viviente.
Tus víctimas, antes de perecer,
en el demonio a su padre verán,
te maldecirán, y tú serás su maldición:
tus flores por el tallo se marchitan.
Pero una de las que por tu crimen muere,
la más joven, la más querida,
te bendecirá y te llamará «padre».
¡Esa palabra consumirá tu corazón en llamas!
Pero debes terminar tu cometido y dar cuenta
del último rubor de su mejilla, el último brillo de sus ojos
y su última mirada vidriosa, que contemplarás
mientras se hiela, azul y sin vida.
Con tu mano no consagrada arrancarás
sus rubios mechones,
los mismos que en vida cortabas
para llevarlos como muestra de tu afecto.
¡Pero ahora se los has arrebatado,
en homenaje a tu desesperación!
Empapados de la sangre de tu sangre gotearán
tus rechinantes dientes y tu labio enjuto;
luego te dirigirás a tu oscura tumba,
donde retozarás con gules e ifrits,

hasta que estos horrorizados huirán

de aquel espectro más desdeñable que ellos.

* * *

«¿Cómo llamáis a aquel solitario caloyer?

Sus rasgos he visto antes

en mi país natal, aunque muchos años atrás.

Caminando con premura por la desierta orilla,
lo vi apresurarse raudo y veloz

como nunca un corcel ha servido a su jinete.
Pero una vez vi ese rostro, ya entonces
marcado por el dolor interno,
jamás pude olvidarlo.
Hoy respira con el mismo espíritu oscuro,

como si hubiera la muerte marcado su mirada».

«Por la marea de verano hará dos trienios

que a nuestros frailes se unió;

aquí la calma lo ayuda a soportar

alguna acción oscura que nunca revela.

Jamás durante la oración vespertina,
ni tampoco ante el confesionario
se arrodilla, y es ajeno al incienso

y a los cánticos que por los cielos se elevan.
Merodea sombrío en su solitaria celda,

y calla su fe lo mismo que su raza.
El mar desde la tierra pagana cruzó,
y hasta aquí ascendió desde la costa,
aunque no tiene aspecto de otomano
y es cristiano apenas en sus rasgos.
Diría que es un renegado descarriado,
arrepentido de la decisión que tomó,

aunque evita nuestro sagrado santuario,

y no prueba el vino ni el pan benditos.

Suntuosos obsequios a estos muros ofreció

para comprar el favor de nuestro abad;

pero si fuera yo prior, ni un día más

permitiría que el forastero aquí morara,

o encerrado en la celda penitenciaria

lo condenaría a sobrevivir sus días.

A menudo en sus visiones menciona

a una doncella arrojada al mar;

sables enfrentados, enemigos que huyen,

agravios vengados y un musulmán fallecido.

En el acantilado lo han visto

seguir delirando a una mano ensangrentada

recién arrancada de su extremidad original,

invisible para todos salvo para él,

que lo invita a unirse a su tumba

y lo alienta a arrojarse al océano».

* * *
* * *

Oscura y antinatural es la mirada
que refulge tras su negro hábito,
el fulgor de esos ojos dilatados
deja ver mucho de tiempos pasados.
Aunque varíe, su tono es inequívoco,
y quien lo mira a menudo lo lamenta,

pues en sus ojos acecha un nefando maleficio,
indescriptible pero que revela

un alto e insaciable espíritu,
que se impone y domina.
Y como el ave que aunque las alas bate

no logra volar frente los ojos de la serpiente,
los demás temblarán bajo su mirada,
que no podrán evitar y a la que sucumbirán.
Cuando un fraile asustadizo con él se cruce
estando a solas, de buen grado se retirará,
cual si sus ojos y su amarga sonrisa
contagiaran a otros pavor y maldad.
Rara vez se digna sonreír,
y cuando lo hace entristece ver
que solo se burla del sufrimiento.
¡Cómo tuerce sus pálidos labios!
Luego quedan inmóviles, diríase que para siempre,
como si el pesar o el desdén
le impidieran volver a sonreír.
Ojalá así fuera, pues su siniestro regocijo
jamás del gozo podría proceder.
Pero más triste sería aún tratar de adivinar
los sentimientos de antaño de ese rostro:
el tiempo no ha fijado sus facciones,
los rasgos claros con los malvados se mezclan,
y su semblante conserva un cierto brillo
que revela una mente aún no degradada
a pesar de los crímenes que ha vadeado.
Cualquiera alcanza a ver la sombra
de sus díscolas acciones y su justa condena.
Un observador atento logrará atisbar
su alma noble y distinguida descendencia.
Pero ¡ay!, ambas le fueron conferidas en vano:
el Dolor las pudo cambiar y la Culpa enturbiar.
No era nada vulgar la morada
en que esas nobles dotes se alojaron;
hoy en cambio su mera visión

provoca poco menos que terror.

La choza destechada, devastada y desgarrada,

apenas detendrá el paso del caminante,

la torre, derribada por la guerra o la tormenta,

si bien aún conserva alguna almena,

intimida y arredra al ojo forastero.

¡Los arcos con yedra y los pilares solitarios

son testigos altivos de glorias pasadas!

«Arrastra despacio el atuendo en que se envuelve

por el largo pasillo de columnas;

con aspecto temible, observa sombrío

los ritos que santifican la pila.

Mas cuando el cántico hace temblar el coro

y se arrodillan los monjes, él se retira

y a la luz de la tintineante antorcha

su rostro refulge en el porche;

allí se detendrá hasta que todo termine

y oirá la oración sin en ella tomar parte.

Ahí, junto al muro apenas iluminado

se quita la capucha, su negra melena cae

y le cubre enmarañada el pálido entrecejo,

como si la misma gorgona allí hubiera trenzado

el más negro mechón de serpientes

que su aterradora frente oculta.

Rehúsa el juramento del convento

y deja crecer sus execrables mechones,

aunque el resto del cuerpo con nuestro atuendo viste.

Y no por devoción, sino por orgullo,

dona riqueza a unos muros que jamás oyeron

de su voz ni voto ni palabra sagrada.

¡Fijaos! ¡Ahí está! ¡Mientras las armonías

alzan sus altas plegarias al cielo,

esa lívida mejilla y ese aire pétreo

mezclan desafío y desespero!

¡San Francisco, aléjalo del santuario!

O sufriremos la furia divina

manifestada en una atroz señal.

Si un ángel maligno jamás se ocultó

tras una forma mortal, fue la suya.

¡Por toda mi fe en el perdón del pecado,

ese aspecto no pertenece a la tierra ni al cielo!».

Al amor los más blandos corazones son proclives,

mas este ni es ni será por entero suyo:

demasiado tímidos para compartir sus sufrimientos,

demasiado mansos para enfrentarse al desespero.

No, solo corazones adustos en solitario sentirán

la herida que el tiempo jamás ha de sanar.

El duro acero de la mina

debe arder antes de adquirir brillo,

sumergido en las llamas de la caldera

se ablanda y funde sin dejar de ser el mismo.

Templado según tu deseo o voluntad,

te ayudará a defenderte o a matar:

un escudo para momentos de peligro

o una espada para derramar la sangre de tu adversario;

mas si toma la forma de una daga,

¡que quienes su hoja afilen estén prevenidos!

Así la pasión ardiente y las artes de mujer

pueden transformar y domar al corazón adusto.

Estos le darán nueva forma y templanza,

y lo que de ellos resulte perdurará,

aunque habrá de romperse antes de volverse a doblar.

* * *
* * *

Si la soledad sigue a la pena,
huir del dolor es alivio escaso;
el páramo del corazón vacío
agradecerá el dolor que lo haga menguar;
aborrecemos lo que no podemos compartir,
incluso la felicidad en soledad sería pena.
El corazón que ha conocido la desolación
solo en el odio encontrará alivio.
¡Es como si los muertos pudieran percibir
la gélida lombriz que por su cuerpo repta,
y se estremecieran con el trepar del reptil,
que se deleita sobre su corrompido sueño,
sin poder siquiera ahuyentar
las frías bestias que de su polvo se nutren!
Es como si el ave del desierto,

cuyo pico desata el torrente de su corazón

para aplacar el piar de sus hambrientas crías,

sin lamentar jamás la vida a ellas concedida,

desgarrara su devoto, impetuoso pecho,
para volver a su nido y encontrarlo vacío.

El dolor más placentero que el desdichado siente

es el embeleso del lóbrego vacío,

el desierto sin hojas del espíritu,

el derroche de sentimientos estériles.
¿Quién iba a querer contemplar
un cielo sin nubes ni sol?
Mucho mejor el rugir de la tormenta
que jamás volver a afrontar las olas,
arrojado tras la guerra de los vientos
solitario náufrago a orillas de la fortuna,
entre la sombría calma y la silenciosa bahía,
condenado a un lento, desolado deterioro.

¡Mucho mejor hundirse por el impacto

que consumirse lentamente sobre las rocas!

* * *

«¡Padre! Tus días han transcurrido en paz,

pasando el rosario y encadenando oraciones

para pedir que cese el pecado ajeno,

libre de crímenes y preocupaciones,

salvo los males pasajeros que a todos azotan.
Ese fue tu sino desde la juventud;
sabrás guardarte de los arrebatos
de pasiones intensas y desbocadas,
que confesarán tus penitentes,
cuyos pecados y sufrimientos secretos
en tu puro y piadoso pecho hallarán reposo.

Mis días, aunque fueron pocos, transcurrieron
con gran dicha y mayor pesar.

Viviendo entre el amor y la lucha,
he logrado escapar al hastío de la vida;

ora unido a amigos, ora rodeado de enemigos,
siempre aborrecí la languidez del reposo.

Nada me queda para amar u odiar,
nada alienta ya mi esperanza ni mi orgullo;
preferiría ser la bestia más vil
que trepa por los muros de la mazmorra,
antes que pasar la monotonía de mis días

condenado a la meditación y el recogimiento.
Late en mi pecho el deseo de reposar,

aunque sentirlo no me ofrece descanso,
pronto saciará mi destino ese deseo;

y podré dormir sin soñar

lo que fui y aún seguiría siendo.

Por oscuros que mis actos te parezcan

mi memoria no es hoy sino la tumba

de la felicidad ya fallecida. Mis esperanzas, su condena:

mejor habría sido morir con ellos

que soportar una vida de tormentos constantes.

Mi espíritu se contrajo para no tener que resistir

la ardua agonía del dolor incesante;

y no buscó voluntariamente la tumba

del viejo necio y el joven truhán.

No temo mi cita con la muerte,

y en la batalla habría sido bello

que el peligro me hubiera empujado

a actuar como esclavo de la gloria y no del amor.

A ella me he enfrentado, mas no por honor.

Desprecio los laureles ganados o perdidos:

para otros dejo el camino que lleva

a la fama y la paga del mercenario.

Mas coloca de nuevo ante mis ojos

lo que para mí es mayor recompensa,

la doncella a la que amé, el hombre al que odié,

y seguiré los pasos del destino

(para salvar o matar, tal como exigen),

abriéndome camino entre el acero y el fuego.

No dudes de estas palabras de alguien

que volvería a hacer lo que ya antes ha hecho.

La muerte es aquello que los altivos combaten,

los débiles sufren y los desdichados imploran.

Deja que la Vida vaya con el generoso.

Si jamás temblé ante los ojos del peligro

cuando fui noble y feliz, ¿voy a hacerlo ahora?».

* * *

«¡La amé, fraile! Más aún, la adoré.

Tal afirmación podría hacerla cualquiera,

pero yo la probé con hechos y no con palabras,

hay sangre en la espada torcida,

una mancha que del acero jamás se borrará:

la sangre fue derramada por ella, que murió por mí,

sangre que templó el corazón de quien yo odiaba.

No, no te turbes, tampoco te arrodilles,

no cuentes esta muerte entre mis pecados,

¡absuélveme de este acto,
pues era un hombre hostil a tu credo!
El mismísimo nombre de Nazaret
producía la inquina de su pagana cólera.
¡Necio ingrato! Mas por haber blandido
un hacha en su robusto puño
y sufrido heridas por galileos causadas,
el cielo turco ante él se abrió,
las huríes aún lo estarán esperando
impacientes ante la puerta del Profeta.
La amé, el amor hallará su camino
incluso por senderos que los lobos temen,
y si reúne el coraje, difícil es
que la pasión no obtenga recompensa alguna.
No importa cómo, dónde ni por qué,
no la busqué ni suspiré en vano,
aunque a veces, con remordimiento,
deseo en vano que ella no hubiera vuelto a amar.
Murió, no oso decirte cómo,
pero fíjate, ¡lo llevo escrito en el rostro!

En él puede leerse la maldición y el crimen de Caín,

en letras que el tiempo no ha borrado.
Mas antes de condenarme detente,
yo no cometí el acto, sino que fui su causa;

él hizo lo que yo mismo habría hecho

si ella hubiera sido infiel a más de uno.

Desleal hacia él, él asestó el golpe;

fiel hacia mí, yo me libré de él.

Aunque quizá Leila mereciera su condena,

su traición significó lealtad para mí;

a mí me ofreció su corazón, lo único

que la tiranía no puede conquistar.

Y yo, ¡ay!, llegué tarde para salvarla,

mas le di cuanto pude: di, y fue un leve bálsamo,

una tumba a nuestro enemigo.

Su muerte no me pesa; mas el destino de ella

ha hecho de mí alguien que bien habrás de odiar.

La suerte de él estaba escrita: él lo sabía,

advertido por la voz del fiero Tahir,

en cuyo oído, como sombría premonición,

silbó el disparo que acechaba la muerte,

¡mientras dirigía a su tropa al lugar donde cayeron!

Él también murió en el fragor de la batalla,

donde ni el sudor ni el dolor se sienten,

una desesperada apelación a Mahoma

y una oración a Alá fue cuanto salió de sus labios:

me reconoció y me buscó en el combate,

contemplé su cuerpo tendido sobre el suelo

y vi consumirse su espíritu;

atravesado como el leopardo por el acero del cazador,

no sintió ni la mitad de lo que siento yo ahora.

En vano intenté encontrar

los restos de una mente herida;

cada rasgo de aquel cuerpo sombrío

revelaba rabia, pero no remordimiento.

¡Qué no habría dado la Venganza para marcar

de desolación su perecedero semblante!

¡El arrepentimiento tardío de aquel momento,
cuando la Penitencia ha perdido su poder

de arrancar el terror de la tumba,
no brinda ya ni alivio ni salvación alguna!».

* * *

«Los temperamentos fríos tienen la sangre fría,

su amor apenas merece ser así llamado;

pero el mío era como el río de lava

que arde en las llamas del corazón del Etna.

No hablaré, dejándome arrastrar,

ni de amor ni de las cadenas de la belleza;

el rubor de la mejilla y la vena hirviente,

los labios que saben torcerse pero no lamentar,
el fuerte latido del corazón y la locura,

los actos audaces y el temple vengativo,
y todo lo que he sentido y aún siento:
presagio de amor, de un amor que fue mío
y que se reveló en amargas señales.
Es cierto, no pude gemir ni suspirar,
solo pude obtener su amor o morir.
Muero, pero habiendo poseído:
pase lo que pase, ya he sido bendecido.
¿Debo ahora maldecir la suerte que escogí?
No; de todo despojado, ante todo impasible,

salvo ante el pensamiento de la muerte de Leila,
ofréceme el placer junto con el dolor

para que pueda vivir y volver a amar.
Sufro, mas no, venerado confesor,
por aquel a quien maté, sino por la que murió
y hoy descansa bajo las cadenciosas olas.
Ojalá una tumba en la tierra tuviera,

que mi corazón herido y mi mente dolida
pudieran compartir su angosto lecho.

Era ella un ser de vida y de luz,

al verla en la mirada quedaba su impronta
y aparecía allí donde volvías la vista.

¡La estrella del alba de la memoria!».

«Sí, el Amor es la luz celestial,

un destello del fuego inmortal

compartido con los ángeles y conferido por Alá,

para elevar de la tierra nuestros bajos deseos.

La devoción da alas a la mente,

pero en el amor el mismo cielo desciende,
un sentimiento por el Altísimo conferido
que aleja los pensamientos sórdidos.
¡Un Rayo de aquel que todo lo creó,
su Gloria abrazando el alma!
Sé que mi amor era imperfecto, como
el que los mortales por ese nombre llaman,
tenlo por malvado, si te place,
pero dime, acepta, ¡que ella no fue culpable!
Ella era la certera luz de mi vida,
que se apagó: ¿qué iluminará ahora mi noche?
¡Ojalá aún brillara para guiarme,
así fuera hacia la muerte o la enfermedad!
¿Por qué te sorprendes? Quienes han perdido

la alegría presente o la esperanza futura

ya no soportan dócilmente el dolor,

y en su frenesí al destino acusan,
en su locura cometen actos horribles

que solo suman más culpa a su tormento.

¡Ay!, el pecho que se desgarra por dentro

no es capaz de sufrir por el pesar ajeno.

Aquel que de la felicidad conocida cae
no teme el abismo que le espera.
Terribles como los del aberrante buitre,

venerable anciano, mis actos te parecerán,

leo aversión en tu rostro,

¡también para soportar esto he nacido!

Es cierto que, cual ese ave rapaz,
sembrando terror me he abierto camino,
pero aprendí de la paloma
a morir sin conocer otro amor.
El hombre debe aprender esta lección
de aquello que ha osado desdeñar:
el pájaro que canta entre helechos
o el cisne que nada en el lago
una pareja, y solo una, tomará.
Deje al necio con su deambular,
que con desdén contempla a quienes cambiar no pueden,
que comparta sus gestas con jóvenes jactanciosos:
yo no envidio sus variados placeres
y considero a esos débiles sin corazón
inferiores al solitario cisne
y peores que a la banal doncella
a la que dejó confiada y traicionó.
Tal vergüenza al menos nunca probé,
¡Leila, todos mis pensamientos para ti fueron!
Mi bondad, mi culpa, mi fortuna, mi pesar,
mi esperanza en lo más alto, yo en lo más bajo.
En la tierra no hay otra como tú
o, si la hay, para mí existe en vano:
no soportaría ver a una mujer que a ti
se asemejara, pero que no fuera tú.
De los crímenes que mancillaron mi juventud,
en este lecho de muerte, doy testigo de su verdad.

Es ya demasiado tarde, ¡tú fuiste, y aún eres,
el delicioso desvarío de mi corazón!».

«La había perdido, y aun así respiraba yo,

aunque no fuera el aire de la vida humana,

una serpiente se enroscaba a mi corazón

y envenenaba mis pensamientos.

Ajeno a cada segundo, detestando todo lugar,
estremecido rehuí la Naturaleza,
cuyos colores, antes cautivadores,
la negrura de mi pecho de oscuro tiñeron.
El resto ya te es conocido,
de mis pecados sabes y de la mitad de mi pesar,
mas no me hables de penitencia:
sabes que pronto he de partir,
y aunque tu sacro sermón fuera cierto,
¿puedes acaso deshacer el mal ya cometido?
No me tomes por ingrato, pero este dolor mío
no busca en la iglesia alivio alguno.
El paradero de mi alma permanece en secreto,
y si sientes piedad por mí, no digas nada.
Si pudieras devolver a mi Leila a la vida,
entonces pediría tu perdón
y que mi causa defendieras en las alturas,
donde las misas compradas ofrecen gracia.
Cuando la mano del cazador haya arrancado

de la cueva en la jungla a sus gemebundas crías,
ve y alivia a la solitaria leona,

¡mas no quieras banalizar ni aplacar mi angustia!».

«En días pasados y momentos felices,

cuando corazón con corazón el goce compartían,

y florecían las enramadas en mi valle natal,

yo tenía, ¿lo tengo ahora?, ¡un amigo!

Te pido que a él ofrezcas esta prenda,

en honor a los votos de juventud:

quiero advertirle de mi final

aunque las almas absortas como la mía

apenas retornan a distantes amistades,
mas mi nombre mancillado él aún estima.
Es extraño, pues supo él predecir mi condena,

y yo sonreía (entonces era capaz de sonreír).

mientras su voz apelaba a la prudencia

y me advertía ya ni siquiera sé de qué.

Pero ahora en mi recuerdo susurran
sus palabras en las que apenas reparé.
Dile que sus premoniciones se han cumplido;

él se conmoverá al oír la verdad

y deseará que sus palabras no hubieran sido ciertas.

Dile que, por haberlo desoído,

muchos amargos momentos

nuestra dorada juventud atravesó.

Entre el dolor, mi titubeante lengua intentó
bendecir su recuerdo antes de fallecer;
pero tal vez el cielo habría montado en cólera
al oír al culpable por el inocente orar.
No le pido que no me culpe,
lo sé demasiado noble para herir mi nombre.
Aunque, ¿de qué me sirve ya el honor?
No le pido que no me llore,
tamaña frialdad podría parecer un desprecio;

¿acaso hay algo que pueda honrar más el ataúd de un hermano
que las viriles lágrimas de la amistad?

¡Llévale este anillo, a él perteneció,
y revélale todo lo que has presenciado!
¡El astroso armazón, la mente arruinada,

el sufrimiento que la pasión ha causado,

el pergamino arrugado y las hojas esparcidas,
marchitas por la otoñal ráfaga del dolor!».

* * *

«No digas que fue un destello de la imaginación,

no, padre, no, no fue un sueño.

¡Ay!, para soñar hace falta dormir,

yo solo vi y deseé llorar,

aunque no pude, pues las sienes candentes
hacían retumbar mi cerebro, como ahora.

Deseé derramar una sola lágrima,

eso habría sido algo nuevo y querido;
lo deseé entonces y aún lo deseo ahora,
mas mi desconsuelo es mayor que mi voluntad.
No derroches tus plegarias, el desconsuelo

supera también tu piadosa oración.

No querría, aunque pudiera, ser bendecido,

otro paraíso que el reposo no anhelo.

Fue entonces, ¡palabra, padre!,

cuando la vi, sí, de nuevo con vida;

reluciente en su blanco symar.

Como, a través de la nube gris la estrella

que ahora veo, así la vi a ella

que es infinitamente más bella.

En la penumbra veo su tintineante destello,

la próxima noche será más oscura.

Y yo ante sus rayos me presento,

despojado de vida, puro miedo viviente.

Divago, padre, porque mi alma

se acerca a la meta útlima.

La vi, padre, y me alcé,

con mi aflicción en el olvido;
a toda prisa salí de mi lecho
y la abracé contra mi desolado pecho;
la abracé… ¿qué fue lo que abracé?
Ningún cuerpo respiraba entre mis brazos,
ningún corazón respondía a mis latidos,
y aun así, ¡Leila, tuya era la forma!
¿Tanto has cambiado, mi amada,
que aunque mirarte puedo no logro sentirte?
¿Fue tu belleza jamás tan fría?
No me importa, mis brazos envuelven
aquello que siempre desearon abrazar.
Pero ¡ay!, aferrados a una sombra
sobre mi solitario corazón se postran;
mas allí está, en silencio aguarda,
¡con suplicantes manos me llama!
Con el pelo trenzado y sus negros ojos…
supe que era mentira, ¡no podía morir!
Pero él está muerto, vi cómo lo enterraban
en la hondonada donde pereció.
No regresará, pues de la tierra no puede
desasirse. ¿Por qué, entonces, estás tú despierta?
¡Supe por alguien que las olas arrastraron
el rostro que veo, el cuerpo que amo;
supe que sucedió una horrible tragedia!
Eso quise decir, pero mi lengua no respondía.
Si es verdad y de tu oceánica cueva
vienes para requerir una tumba más grata,
¡oh!, que tus húmedos dedos acaricien
mi frente para que deje de arder,
o pósalos sobre mi abatido corazón.
¡Forma o sombra, seas lo que seas,
por piedad, jamás vuelvas a abandonarme!

¡Lleva mi alma contigo más allá

de donde sopla el viento y la corriente arrastra!».

* * *

«Este es mi nombre y esta es mi historia,

confesor, a tu discreto oído

susurro el tormento que me mortifica,

y agradezco tus generosas lágrimas

que mis propios ojos jamás podrán verter.
Tiéndeme en la más humilde tumba,
no alces una cruz sobre mi cabeza,
no graves ni nombres ni emblemas
que el forastero curioso pueda leer
o que detenga el paso del peregrino.»
Pereció y ni su nombre ni su estirpe
han dejado recuerdo ni rastro,
salvo lo que callar debe el padre
que lo confesó el día de su muerte.
Este fragmentario relato es cuanto sabemos

de aquella a quien amó y de aquel a quien mató.