—Escuchad —dijo la dama pálida con una extraña solemnidad—, puesto que todos los aquí presentes han contado una historia, también yo quisiera contar una. No me diga, doctor, que la historia no es verdadera, pues es la mía… Va a saber lo que la ciencia no ha podido explicarle hasta ahora, doctor; va a saber por qué estoy tan pálida.
En aquel momento, un rayo de luna se filtró por la ventana entre las cortinas y, yendo a travesear sobre el canapé donde ella estaba tendida, la envolvió con una luz azulada que parecía hacer de ella una estatua de mármol negro echada sobre una tumba.
Ninguna voz acogió la propuesta, pero el profundo silencio que de pronto reinó en el salón anunció que todos esperaban con ansiedad.
I. LOS MONTES CÁRPATOS
Soy polaca, nacida en Sandomir, es decir, en un país donde las leyendas se convierten en artículos de fe, donde creemos en nuestras tradiciones de familia tanto, y acaso más, que en el Evangelio. No hay uno solo de nuestros castillos que no tenga su espectro, ni cabaña que no tenga su genio familiar. Tanto en la casa del rico como en la del pobre, tanto en el castillo como en la cabaña, se reconoce el principio amigo y el principio enemigo. A veces estos dos principios entran en conflicto entre sí y pugnan. Entonces se oyen ruidos tan misteriosos en los corredores, rugidos tan espantosos en las antiguas torres, temblores tan aterradores en las murallas, que la gente sale huyendo tanto de la cabaña como del castillo, y aldeanos o nobles corren a la iglesia en busca de la cruz bendecida o de las santas reliquias, únicos protectores contra los demonios que nos atormentan.
Pero otros dos principios más terribles, más encarnizados e implacables, se encuentran también allí presentes: la tiranía y la libertad.
El año 1825 vio librar entre Rusia y Polonia una de esas luchas en las que se creería agotada toda la sangre de un pueblo, como a menudo se agota toda la sangre de una familia.
Mi padre y mis dos hermanos, alzados contra el nuevo zar, habían ido a alistarse bajo la bandera de la independencia polaca, siempre abatida, siempre levantada de nuevo.
Un día tuve conocimiento de que mi hermano menor había caído en la lucha; otro día me anunciaron que mi hermano mayor estaba herido de muerte; y, por último, tras una jornada durante la cual yo había oído con terror el tronar cada vez más próximo del cañón, vi llegar a mi padre con un centenar de hombres a caballo, resto de los tres mil hombres que mandaba.
Venía a encerrarse en nuestro castillo con la intención de enterrarse bajo sus ruinas.
Mi padre, que no temía nada por él, temblaba por mí. En efecto, el único riesgo para mi padre era la muerte, pues estaba segurísimo de no caer vivo en manos de sus enemigos, pero ¡a mí me amenazaba la esclavitud, la deshonra, la vergüenza!
Mi padre escogió a diez hombres entre los cien que le quedaban, llamó al intendente, le hizo entrega de todo el oro y de las joyas que poseíamos y, recordando que, con ocasión del segundo reparto de Polonia, mi madre, siendo casi niña, había encontrado un refugio inaccesible en el convento de Sahastru, situado en medio de los montes Cárpatos, le ordenó llevarme a aquel convento que, hospitalario como había sido con la madre, no lo sería menos con su hija.
A pesar del gran amor que mi padre me profesaba, la despedida no se prolongó mucho. Todo parecía indicar que los rusos llegarían al día siguiente a la vista del castillo, por lo que no había tiempo que perder.
Me puse apresuradamente un vestido de amazona con el que solía acompañar a mis hermanos en las cacerías. Me ensillaron el mejor caballo de las caballerizas; mi padre metió en las fundas del arzón sus propias pistolas, unas obras maestras de las fábricas de Tula, me besó y dio la orden de partida.
Durante aquella noche y la jornada siguiente recorrimos veinte leguas siguiendo la orilla de uno de esos ríos sin nombre que acaban vertiendo sus aguas en el Vístula. Esta primera doble etapa nos había puesto fuera del alcance de los rusos.
A los últimos rayos del sol, habíamos visto resplandecer las cimas nevadas de los montes Cárpatos.
Hacia el atardecer del día siguiente, alcanzamos su base: al fin, la mañana del tercer día, nos internábamos ya por una de sus gargantas.
Nuestros montes Cárpatos no se parecen en nada a las montañas civilizadas de Occidente. Cuanto la naturaleza tiene de extraordinario y de grandioso se presenta allí a las miradas en toda su majestad. Sus cumbres tempestuosas se pierden en las nubes, cubiertas de nieves eternas; sus bosques inmensos de abetos se inclinan sobre el terso espejo de unos lagos que semejan mares; y nunca navecilla alguna ha surcado estos lagos, nunca red alguna de pescador ha turbado su cristal, profundo como el azul del cielo; apenas, de tiempo en tiempo, resuena allí la voz humana, haciendo oír un canto moldavo al que responden los gritos de los animales salvajes: canto y gritos van a despertar algún eco solitario, atónito de que un ruido cualquiera le haya hecho tomar conciencia de su propia existencia. Durante millas y millas se viaja por debajo de las sombrías bóvedas de bosques interrumpidos por esas inesperadas maravillas que la soledad nos revela a cada instante, y que hacen pasar nuestro ánimo del asombro a la admiración. Allí el peligro está por todas partes, y se compone de mil peligros diferentes; pero uno no tiene tiempo para sentir temor, de tan sublimes como son estos peligros. Unas veces son cascadas improvisadas por el derretirse de los hielos y que, saltando de peña en peña, invaden de pronto el angosto sendero que recorréis, sendero trazado por el paso de la bestia feroz y del cazador que la persigue; otras hay árboles carcomidos por el tiempo que se desprenden del suelo y caen con un horrendo estruendo semejante al de un terremoto; otras, por último, son los huracanes los que os envuelven de nubes en medio de las cuales se ve fulgurar, proyectarse y zigzaguear el relámpago, como una serpiente de fuego.
Luego, tras haber superado estos picos alpestres, estos bosques primitivos, después de pasar por en medio de gigantescas montañas y bosques sin límites, nos vemos ante inmensas estepas sin fin, verdadero mar con sus olas y sus tempestades, sabanas áridas y gibosas, donde la vista se pierde en un horizonte infinito. Entonces ya no es terror lo que se apodera de vosotros, sino una triste y profunda melancolía, de la que nada puede distraeros, porque el aspecto de la región, por lejos que llegue nuestra vista, es siempre el mismo. Ya ascendáis o descendáis veinte veces unas pendientes semejantes, buscando en vano un camino trazado, al veros así perdidos en vuestro aislamiento, en medio de desiertos, os creéis solos en la naturaleza, y vuestra melancolía se trueca en desolación. En efecto, os parece inútil seguir adelante, porque ello no os conducirá a nada; no encontráis ni una aldea, ni un castillo, ni una cabaña, ningún rastro de habitáculo humano. Solo de vez en cuando, como una tristeza más en este mortecino paisaje, un pequeño lago sin cañaverales, sin arbustos, dormido en el fondo de un barranco, como si fuera otro mar Muerto, os cierra el camino con sus verdes aguas, sobre las que se alzan, al acercaros, algunas aves acuáticas de prolongados y estridentes gritos. Luego bordeáis aquel lago, trepáis a la colina que tenéis delante de vosotros, descendéis a otro valle, subís a otra colina, y así hasta haber recorrido la entera cadena montañosa que va disminuyendo cada vez más.
Pero, si al acabarse esa cadena, os volvéis hacia el mediodía, el paisaje recobra entonces toda su grandiosidad, percibís otra cadena de montañas más altas, de forma más pintoresca, de más rica vegetación; esta se halla toda empenachada de bosques, toda surcada de arroyos; con la sombra y el agua renace la vida en el paisaje; se oye la campana de una ermita y, en la ladera de alguna de aquellas montañas se ve serpentear una caravana. Por fin, a los últimos rayos del sol poniente, se perciben, como una bandada de aves blancas, apoyándose las unas en las otras, las casas de una aldea, que parece que se hubieran agrupado para defenderse de un asalto nocturno; pues con la vida ha vuelto el peligro, y ya no son, como en los primeros montes que se ha atravesado, las manadas de osos y de lobos lo que hay que temer, sino las hordas de bandidos moldavos lo que hay que combatir.
Mientras tanto, nos íbamos acercando. Habían pasado diez días de marcha sin el menor incidente. Podíamos ya avistar la cumbre del monte Pion, que sobrepasaba a toda aquella familia de gigantes, y en cuya vertiente meridional se halla el convento de Sahastru, al que me dirigía. Tres días más, y habríamos llegado.
Estábamos a finales de julio; habíamos tenido una jornada muy calurosa y empezábamos a respirar hacia las cuatro con incomparable deleite el primer fresco del atardecer. Habíamos dejado atrás hacía poco las torres en ruinas de Niantzo. Descendíamos hacia una llanura que empezábamos a vislumbrar a través de una abertura de las montañas. Desde donde nos encontrábamos, podíamos seguir ya con la vista el curso del Bistriza, de riberas esmaltadas de rojas affrines y de altas campánulas de flores blancas. Bordeábamos un precipicio por cuyo fondo corría el río, que no era allí todavía más que un torrente. Nuestras monturas apenas si tenían espacio para andar dos de frente.
Nos precedía nuestro guía, que, ladeado sobre su caballo, cantaba una canción morlaca, de modulaciones monótonas, y cuyas palabras yo seguía con singular interés.
El cantor era al mismo tiempo el poeta. En cuanto a la melodía, habría que ser uno de esos montañeses para poder transmitiros toda su salvaje tristeza, toda su profunda sencillez. He aquí lo que decía:
En el marjal de Stavila,
donde tanta sangre
guerrera se derramara,
¿no veis ese cadáver?
No es un hijo de Iliria, no;
sino un feroz bandido
que, tras engañar a la dulce María,
se entregó a matar, saquear e incendiar.
Una bala, rauda como el huracán,
ha atravesado el corazón del truhán,
clavado en la garganta tiene un yatagán.
Pero desde hace tres días, ¡oh misterio!,
bajo el pino triste y solitario,
su tibia sangre empapa la tierra
y ennegrece el pálido Ovigan.
Sus azules ojos han brillado por última vez,
huyamos todos, malhaya
quien pase por su lado hacia el marjal.
¡Es un vampiro! El lobo feroz
del impuro cadáver se aleja,
y el fúnebre buitre ha huido
sobre la montaña de pelada cima.
De pronto se oyó la detonación de un arma de fuego, silbó una bala. La canción se interrumpió, y el guía, herido de muerte, fue a parar al fondo del precipicio, mientras su caballo se detenía temblando y alargando la inteligente testa hacia el fondo del abismo, donde había desaparecido su amo.
Al mismo tiempo se alzó un gran grito, y vimos, por la ladera de la montaña, aparecer a una treintena de bandidos: estábamos completamente rodeados.
Todos los nuestros empuñaron su arma, y aunque cogidos por sorpresa, como los que me acompañaban eran viejos soldados habituados al fuego, no se dejaron intimidar y respondieron; yo misma, dando ejemplo, empuñé una pistola y, consciente de lo desventajosa que era nuestra situación, grité:
—¡Adelante!
Y piqué espuelas a mi caballo, que se lanzó a toda carrera hacia la llanura.
Pero teníamos que vérnoslas con unos montañeses que saltaban de peña en peña como verdaderos demonios de los abismos, que hacían fuego incluso saltando, y manteniendo siempre en nuestra ladera la posición que habían tomado.
Por lo demás, nuestra maniobra había sido prevista. En un lugar donde el camino se ensanchaba y la montaña formaba una meseta, aguardaba nuestro paso un joven a la cabeza de diez hombres a caballo; cuando nos vieron pusieron sus cabalgaduras al galope y nos atacaron frontalmente, mientras que los que nos perseguían corrían laderas abajo de la montaña y, tras cortarnos la retirada, nos rodeaban por todos lados.
La situación era grave y, sin embargo, acostumbrada como estaba desde niña a las escenas de guerra, pude afrontarla sin perderme ni un detalle.
Todos aquellos hombres, ataviados con pieles de carnero, llevaban unos enormes sombreros redondos coronados de flores naturales como los de los húngaros. Cada uno de ellos empuñaba un largo fusil turco, que agitaban acto seguido de haber disparado, lanzando unos gritos salvajes, y al cinto llevaban un alfanje y un par de pistolas.
En cuanto a su jefe, era un joven de apenas veintidós años, de tez pálida, grandes ojos negros y cabellos ensortijados que le caían sobre los hombros. Su atuendo se componía de la casaca moldava guarnecida de piel y ceñida al talle con un fajín a franjas de oro y de seda. En su mano resplandecía un alfanje, y al cinto relucían cuatro pistolas. Durante la lucha lanzaba gritos broncos e inarticulados que no parecían un lenguaje humano, y que sin embargo expresaban lo que era su voluntad, pues a aquellos gritos sus hombres obedecían, ya echándose a tierra boca abajo para esquivar las descargas de nuestros soldados, ya alzándose para hacer fuego a su vez, abatiendo a aquellos de nosotros que seguían en pie, rematando a los heridos, y convirtiendo, en definitiva, la lucha en una carnicería.
Yo había visto caer uno tras otro a las dos terceras partes de mis defensores. Quedaban cuatro todavía en pie y se apretaban a mi alrededor, sin pedir una gracia que estaban seguros de no obtener, y únicamente pensando en vender su vida lo más cara posible.
Entonces el joven jefe dio un grito más expresivo que los otros, tendiendo la punta de su alfanje hacia nosotros. Aquella orden significaba sin duda que debía rodearse a nuestro último grupo de un cerco de fuego y fusilarnos a todos juntos, pues de repente vimos que nos apuntaban todos aquellos largos mosquetes moldavos. Comprendí que había llegado nuestra última hora. Alcé los ojos y las manos al cielo, murmurando una última oración, y esperé la muerte.
En ese instante vi, no descender, sino precipitarse, saltando de peña en peña, a un joven que se detuvo, erguido, sobre una roca que dominaba toda la escena, semejante a una estatua sobre un pedestal, y que, extendiendo la mano hacia el campo de batalla, pronunció esta sola palabra:
—¡Basta!
Todos los ojos se alzaron a esta voz, y todos parecieron obedecer a ese nuevo amo. Solo un bandido se llevó de nuevo el fusil al hombro e hizo un disparo.
Uno de nuestros hombres pegó un grito, pues la bala le había roto el brazo izquierdo.
Se volvió enseguida para abalanzarse sobre el que le había herido, pero no había dado su caballo todavía cuatro pasos cuando un fogonazo brilló por encima de nosotros y el bandido rebelde cayó herido con la cabeza destrozada por una bala.
Tantas emociones distintas habían acabado con mis fuerzas; me desmayé.
Cuando volví en mí, estaba tendida sobre la hierba, con la cabeza apoyada sobre las rodillas de un hombre, del que no veía más que la blanca mano cubierta de anillos rodeando mi talle, mientras que ante mí estaba parado, de brazos cruzados y la espada bajo un brazo, el joven jefe moldavo que había dirigido el asalto contra nosotros.
—Kostaki —decía en francés y con un tono de autoridad el que me sostenía—, que tus hombres se retiren de inmediato, y deja que yo me ocupe de esta joven.
—Hermano, hermano —respondió aquel a quien iban dirigidas estas palabras, y que parecía dominarse a duras penas—, procurad no hacerme perder la paciencia; yo os dejo a vos el castillo, pero vos dejadme a mí el bosque. En el castillo sois vos quien manda, pero aquí el todopoderoso soy yo. Aquí me bastaría una sola palabra para obligaros a obedecerme.
—Kostaki, el primogénito soy yo, lo que quiere decir que soy el amo en todas partes, tanto en el bosque como en el castillo, tanto allí como aquí. Por mis venas corre la sangre de los Brancovan, como también por las vuestras, sangre real acostumbrada a mandar, y yo mando.
—Mandáis sobre vuestros servidores, Gregoriska; pero no sobre mis soldados.
—Vuestros soldados no son más que unos bandidos. Kostaki…, bandidos a los que haré ahorcar de las almenas si no me obedecen al instante.
—Bien, tratad, pues, de darles una orden.
Entonces sentí que quien me sostenía retiraba su rodilla, y colocaba suavemente mi cabeza sobre una piedra. Le seguí ansiosa con la mirada y pude ver al mismo joven que había caído, por así decir, del cielo en medio de la refriega, y al que yo había podido entrever nada más, al haberme desmayado justo en el momento en que él había hablado.
Era un joven de veinticuatro años, alto y con unos grandes ojos azules en los que se leía una resolución y una firmeza singulares. Sus largos cabellos rubios, indicio de la raza eslava, caían sobre sus hombros como los del arcángel san Miguel, enmarcando unas mejillas jóvenes y lozanas; sus labios, realzados por una sonrisa desdeñosa, dejaban ver una doble hilera de perlas. Su mirada era la que cruza el águila con el relámpago. Vestía una especie de túnica de terciopelo negro; iba tocado con un gorrito parecido al de Rafael, adornado con una pluma de águila; vestía unos calzones muy ajustados y calzaba unas botas bordadas. Ceñía su talle un cinturón del que pendía un cuchillo de caza; llevaba terciada una pequeña carabina de doble cañón, cuya precisión había podido comprobar uno de los bandidos.
Extendió una mano y con aquel gesto imperioso pareció imponerse hasta a su hermano.
Pronunció unas palabras en lengua moldava, palabras que parecieron causar una profunda impresión en los bandidos.
Entonces, en la misma lengua, habló a su vez el joven jefe, y tuve la impresión de que sus palabras eran una mezcla de amenazas y de imprecaciones.
A aquel largo y ardiente discurso respondió el hermano mayor con una sola palabra.
Los bandidos hicieron una inclinación.
A un gesto suyo, los bandidos se colocaron detrás de nosotros.
—¡Bien! Sea, pues, Gregoriska —dijo Kostaki volviendo a hablar en francés—. Esta mujer no irá a la cueva, pero no por eso dejará de ser mía. La encuentro hermosa, la he conquistado y la quiero para mí.
Tras decir esto, se arrojó sobre mí y se me llevó en volandas.
—Esta mujer será llevada al castillo y puesta en manos de mi madre; yo no la abandonaré desde ahora hasta ese momento —dijo mi protector.
—¡Mi caballo! —gritó Kokaski en lengua moldava.
Varios bandidos se apresuraron a obedecer, y le trajeron a su señor la cabalgadura que pedía.
Gregoriska miró en torno suyo, aferró las bridas de un caballo sin dueño y saltó sobre él sin tocar los estribos.
Kostaki, aunque me tenía todavía apretada entre sus brazos, montó en la silla casi con tanta ligereza como su hermano, y partió al galope. El caballo de Gregoriska pareció haber recibido el mismo impulso y fue a pegar su cabeza y el flanco contra los del caballo de Kostaki.
Era curioso ver a aquellos dos jinetes volando uno al lado del otro, taciturnos, silenciosos, sin perderse un solo instante de vista, por más que aparentasen no mirarse, y abandonándose a sus cabalgaduras, cuya impetuosa carrera los llevaba a través de bosques, peñas y precipicios. Yo tenía la cabeza echada hacia atrás, lo que me permitía ver los bonitos ojos de Gregoriska fijos en los míos. Como Kostaki se percató de ello, me levantó la cabeza y ya no vi más que su sombría mirada que me devoraba. Bajé los párpados, pero fue en vano; seguía viendo, a través de su velo, aquella mirada obsesiva que me penetraba hasta el fondo del pecho y hería mi corazón. Entonces me dominó una extraña alucinación, me pareció ser la Lenore de la balada de Bürger, llevada por el caballo y el caballero fantasmas, y cuando sentí que nos deteníamos abrí los ojos con terror, tan convencida estaba de ver en torno a mí solo cruces rotas y tumbas abiertas. Lo que vi no era algo mucho más alegre: era el patio interior de un castillo moldavo, construido en el siglo XIV.
II. EL CASTILLO DE LOS BRANCOVAN
Kostaki me dejó resbalar de sus brazos a tierra, bajando casi inmediatamente después que yo; pero, por rápido que hubiera sido su movimiento, no había hecho más que seguir al de Gregoriska.
Como había dicho este, en el castillo era él el amo.
Al ver llegar a los dos jóvenes y a aquella extranjera que traían con ellos, los criados acudieron; pero, aunque repartieron sus cuidados entre Kostaki y Gregoriska, se notaba que los mayores miramientos y el respeto más profundo eran para este último.
Se acercaron dos mujeres: Gregoriska les dio una orden en lengua moldava, y con una señal me indicó que las siguiera.
La mirada que acompañaba aquel gesto era tan respetuosa que no vacilé. Cinco minutos después, me encontraba en un aposento que, por más desnudo y totalmente inhabitable que hubiera parecido a la persona menos difícil de contentar, era evidentemente el más hermoso del castillo.
Una gran estancia cuadrada, con una especie de diván de sarga verde; asiento de día, lecho de noche. Asimismo había allí cinco o seis grandes sillones de roble, un arcón enorme y, en un rincón, un dosel semejante a una gran silla de coro.
Ni sombra de cortinas en las ventanas ni en el lecho.
Se subía a este aposento por una escalera, en la que, en unas hornacinas, se erguían tres estatuas de los Brancovan de un tamaño superior al natural.
Al cabo de unos instantes trajeron los equipajes, entre los que se encontraban también mis baúles. Las mujeres me ofrecieron sus servicios. Pero, pese a subsanar el desorden que lo sucedido había causado en mi vestimenta, conservé mi traje de amazona, más en armonía con el de mis anfitriones que ningún otro de los que hubiera podido adoptar.
Apenas había hecho estos pequeños cambios, cuando oí llamar suavemente a la puerta.
—Adelante —dije naturalmente en francés, al ser esta lengua para nosotros los polacos, como sabéis, poco menos que una lengua materna.
Entró Gregoriska.
—¡Ah!, señora, cuánto me complace que habléis francés.
—También a mí —respondí yo— me alegra saber esta lengua, pues así he podido, merced a este feliz azar, apreciar vuestra generosa conducta para conmigo. Es en esta lengua en la que me habéis defendido de las intenciones de vuestro hermano, y es en esa lengua en la que quiero expresaros mi sincero agradecimiento.
—Gracias, señora. Era la cosa más normal del mundo que me interesara por una mujer que se hallaba en vuestra situación. Me encontraba cazando en la montaña cuando oí unas detonaciones anómalas y continuas; comprendí que se trataba de un asalto a mano armada, y fui al encuentro del fuego, como se dice en términos militares. A Dios gracias, llegué a tiempo, pero permitidme que os pregunte, señora, por qué azares una mujer distinguida, como sois vos, se ha aventurado en nuestras montañas.
—Soy polaca, señor —le respondí—. Mis dos hermanos cayeron, hace poco, en la guerra contra Rusia; mi padre, al que dejé mientras se preparaba para defender nuestro castillo contra el enemigo, sin duda se ha reunido ya con ellos a estas horas, y yo, huyendo por orden de mi padre de todas aquellas matanzas, venía en busca de refugio en el convento de Sahastru, donde mi madre, en su juventud y en circunstancias parecidas, encontró un asilo seguro.
—¿Sois enemiga de los rusos? Tanto mejor —dijo el joven—; esto os será de gran ayuda en el castillo, y nosotros necesitaremos de todas nuestras fuerzas para sostener la lucha que se prepara. Pero ante todo, señora, puesto que ya sé quién sois, debéis saber también quiénes somos nosotros; el nombre de los Brancovan no os es desconocido, ¿verdad, señora?
Yo hice una inclinación.
—Mi madre es la última princesa de este nombre, la última descendiente de ese ilustre jefe al que hicieron matar los Cantimir, esos viles cortesanos de Pedro I. Se casó en primeras nupcias con mi padre, Serban Waivady, príncipe también él, pero de estirpe menos ilustre.
»Mi padre había sido educado en Viena, y allí pudo apreciar las ventajas de la civilización. Decidió hacer de mí un europeo. Partimos para Francia, Italia, España y Alemania.
»Mi madre (ya sé que no corresponde a un hijo contaros lo que voy a deciros, pero ya que, para nuestra salvación, es necesario que nos conozcáis bien, reconoceréis acertados los motivos de esta revelación), mi madre, que durante los primeros viajes de mi padre, cuando yo estaba todavía en mi tierna infancia, había tenido unos amores culpables con un jefe de los guerrilleros, que así es como llaman en este país —agregó con una sonrisa Gregoriska— a los hombres por los que fuisteis agredida, mi madre, como decía, que había tenido unos amores culpables con un tal conde Giordaki Koproli, medio griego, medio moldavo, le escribió a mi padre confesándole todo y pidiéndole el divorcio, apoyándose, para esta petición, en que ella, una Brancovan, no quería seguir siendo por más tiempo la mujer de un hombre que se volvía cada día más ajeno a su patria. ¡Ay! Mi padre no tuvo necesidad de dar su consentimiento a esa petición, que puede pareceros extraña, pero que entre nosotros es algo de lo más común y natural. Mi padre acababa de morir de un aneurisma que desde hacía mucho tiempo padecía, y la carta de mi madre la recibí yo.
»A mí no me quedaba ya otra cosa que hacer votos muy sinceros por la felicidad de mi madre, votos que llegaron a través de una carta mía junto con la noticia de que era viuda.
»En dicha carta le pedía también permiso para continuar mis viajes, permiso que me fue concedido.
»Tenía yo la firme intención de establecerme en Francia o en Alemania para no encontrarme cara a cara con un hombre que me detestaba, y al que no podía amar, es decir, al marido de mi madre; cuando he aquí que, de improviso, me enteré de que el conde Giordaki Koproli acababa de ser asesinado, según se decía, por los viejos cosacos de mi padre.
»Me apresuré a regresar porque quería a mi madre; comprendía su aislamiento y la necesidad en que debía de encontrarse de tener a su lado en tales circunstancias a sus seres queridos. Aunque ella nunca se había mostrado muy afectuosa conmigo, yo era su hijo. Llegué inesperadamente una mañana al castillo de nuestros padres.
»Allí encontré a un joven, a quien al principio tomé por un extraño, pero luego supe que era mi hermano.
»Se trataba de Kostaki, el hijo del adulterio, legitimado por un segundo matrimonio; Kostaki, es decir, la indomable criatura que visteis, para quien sus pasiones son la única ley, para quien no hay nada sagrado en este mundo excepto su madre, que me obedece como el tigre obedece al brazo que lo ha domado, pero rugiendo siempre, en la vaga esperanza de poder devorarme un día. En el interior del castillo, en la morada de los Brancovan y de los Waivady, el amo soy todavía yo; pero fuera de este recinto, en campo abierto, él se convierte en el hijo salvaje de los bosques y de los montes, que quiere doblegarlo todo bajo su férrea voluntad. Cómo es que ha cedido hoy, cómo es que han cedido sus hombres, no lo sé; acaso por una antigua costumbre, o por un resto de respeto. Pero no quisiera pasar por una nueva prueba. Quedaos aquí, no salgáis de este aposento, del patio, del recinto amurallado, en suma, y yo respondo de todo; si dais un paso fuera del castillo, no puedo prometeros otra cosa que dar mi vida por defenderos.
—¿No podré, pues —dije yo—, siguiendo el deseo de mi padre, proseguir el viaje hacia el convento de Sahastru?
—Hacedlo, intentadlo, mandad, que yo os acompañaré, pero me quedaré a mitad del camino, y vos…, vos sin duda no alcanzaréis la meta de vuestro viaje.
—Pero ¿qué puedo hacer, pues?
—Quedaos aquí, esperad, dejad que sean los hechos los que aconsejen qué hacer y aprovechad las circunstancias. Suponed que habéis caído en una guarida de bandidos, y que solo vuestro valor podrá sacaros del apuro y vuestra sangre fría salvaros. Mi madre, pese a la preferencia que otorga a Kostaki, hijo de su amor, es buena y generosa. Por otra parte, es una Brancovan, es decir, una verdadera princesa. Ya lo veréis: ella os defenderá de las brutales pasiones de Kostaki. Poneos bajo su protección: sois hermosa y os amará. Y por otra parte —me miró con una expresión indefinible—, ¿hay alguien que pueda veros y no amaros? Venid ahora al comedor donde mi madre nos espera. No mostréis embarazo ni desconfianza: hablad polaco; aquí nadie conoce esta lengua; yo le traduciré a mi madre vuestras palabras, y estad tranquila, que solo diré lo que sea preciso decir. Y sobre todo ni una palabra de cuanto os acabo de revelar. Nadie debe sospechar que existe un acuerdo entre nosotros. No sabéis aún de cuánta astucia y disimulo es capaz el más sincero de nosotros. Venid.
Yo lo seguí por la escalera, iluminada por unas antorchas de resina colocadas en unas manos de hierro que sobresalían del muro.
Era evidente que aquella desacostumbrada iluminación había sido dispuesta para mí.
Llegamos al comedor.
Apenas Gregoriska hubo abierto la puerta y pronunciado una palabra en lengua moldava, que posteriormente supe que quería decir «la extranjera», avanzó hacia nosotros una mujer alta.
Era la princesa Brancovan.
Llevaba sus blancos cabellos trenzados en torno a la cabeza, que estaba cubierta de un gorrito de marta cibelina, que remataba un penacho, signo de su origen principesco. Vestía una especie de túnica de tisú de oro, el corpiño recubierto de pedrería, sobrepuesta a una larga hopalanda de tela turca, adornada con una piel semejante a la del gorrito.
Llevaba en la mano un rosario de cuentas de ámbar que desgranaba muy rápido entre sus dedos.
A su lado estaba Kostaki, ataviado con el espléndido y majestuoso traje magiar, bajo el cual me pareció todavía más extraño.
Era un ropón de terciopelo verde, de mangas anchas, que le caían hasta debajo de la rodilla, calzones de casimir rojo, babuchas de marroquín bordadas de oro; con su cabeza destocada, sus largos cabellos, de color negro tirando a azulado, le caían sobre su cuello desnudo, rodeado tan solo por la cenefa blanca de una camisa de seda.
Me saludó torpemente, y pronunció en moldavo algunas palabras ininteligibles para mí.
—Podéis hablar en francés, hermano mío —dijo Gregoriska—; la señora es polaca y comprende esta lengua.
Entonces, Kostaki dijo en francés algunas palabras casi tan ininteligibles para mí como las que había pronunciado en moldavo; pero la madre, extendiendo gravemente el brazo, interrumpió a los dos hermanos. Era evidente para mí que les decía a sus hijos que era ella quien debía recibirme.
Comenzó entonces en lengua moldava un discurso de bienvenida, al que su fisonomía daba un sentido fácil de explicar. Me indicó la mesa, me ofreció una silla cerca de ella, señaló con un gesto toda la casa, como diciéndome que estaba a mi disposición, y, sentándose antes que los demás con benévola dignidad, se persignó y dijo una oración.
Entonces cada uno ocupó el sitio que le correspondía, de acuerdo con la etiqueta, con Gregoriska a mi lado. Como yo era la extranjera, ello hacía que a Kostaki le tocara el puesto de honor junto a su madre Smeranda.
Así se llamaba la princesa.
También Gregoriska se había cambiado de indumentaria. Llevaba la túnica magiar como su hermano, solo que la suya era de terciopelo granate y sus calzones de casimir azul. Tenía colgada del cuello una espléndida condecoración, el Nisciam del sultán Mahmud.
Los restantes comensales del castillo cenaban en la misma mesa, cada cual en el rango que le correspondía según el grado que ocupaba entre los amigos o entre los servidores.
La cena fue triste: Kostaki no me dirigió la palabra una sola vez, aunque su hermano tuvo en todo momento la atención de hablarme en francés. En cuanto a la madre, me ofreció de todo ella misma con ese aire solemne que no le abandonaba jamás. Gregoriska había dicho la verdad: era una auténtica princesa.
Después de la cena, Gregoriska se acercó a su madre. Le explicó en lengua moldava la necesidad que yo debía de tener de estar sola, y lo muy necesario que me sería el descanso tras las emociones de una jornada como aquella. Smeranda hizo con la cabeza un signo de aprobación, me tendió la mano, me besó en la frente, como hubiera hecho con una hija suya, y me deseó que pasara una buena noche en su castillo.
Gregoriska no se había equivocado: deseaba ardientemente aquel momento de soledad. Di las gracias por ello a la princesa, que me condujo hasta la puerta, donde me esperaban las dos mujeres que me habían conducido ya a mi aposento.
Me despedí a mi vez de ella, así como de sus dos hijos, volví a ese mismo aposento, de donde había salido una hora antes.
El diván se había convertido en un lecho. Era el único cambio que se había producido.
Di las gracias a las mujeres. Les hice comprender mediante gestos que me desvestiría sola; y ellas salieron enseguida con mil muestras de respeto que indicaban que tenían órdenes de obedecerme en todo.
Me quedé sola en aquel inmenso aposento, del que mi candela solo alcanzaba a alumbrar, al desplazarse, aquellas partes que recorría, sin iluminar nunca el conjunto. Era un juego singular de luces, que establecía una especie de lucha entre el resplandor de mi vela y los rayos de la luna, que penetraban a través de la ventana sin cortinas.
Además de la puerta por la que había entrado, y que daba sobre la escalera, había otras dos en la habitación; pero unos enormes cerrojos, puestos en estas puertas, y que se cerraban por dentro, bastaban para tranquilizarme.
Fui a ver la puerta de entrada. También esta, como las otras, contaba con sus medios de defensa.
Abrí la ventana, que daba sobre un precipicio.
Comprendí que Gregoriska había elegido aquella habitación a conciencia.
De vuelta, por fin, a mi diván, encontré sobre una mesita puesta junto a la cabecera de mi cama una esquela doblada.
La abrí y leí en polaco:
Dormid tranquila; no tenéis nada que temer mientras permanezcáis en el interior del castillo.
Gregoriska
Seguí el consejo que me había dado y, como la fatiga era superior a mis preocupaciones, me acosté y no tardé en quedarme dormida.
III. LOS DOS HERMANOS
A partir de aquel momento, quedó establecida mi residencia en el castillo; y a partir de aquel momento también dio comienzo el drama que voy a contaros.
Los dos hermanos se enamoraron de mí, cada uno con sus propios matices de temperamento.
Kostaki me confesó, al día siguiente, que me amaba, y declaró que yo sería suya y de nadie más, y que me mataría antes de que yo perteneciera a cualquier otro.
Gregoriska no dijo nada de ello, pero me rodeó de cuidados y de atenciones. Para complacerme puso en práctica todos los medios de una refinada educación, todos los recuerdos de una juventud pasada en las más nobles cortes de Europa. Pero, ay, no era algo difícil, pues al primer sonido de su voz había sentido que esa voz acariciaba mi alma; y a la primera mirada de sus ojos había sentido que esa mirada penetraba hasta mi corazón.
Al cabo de tres meses, Kostaki me había repetido cien veces que me amaba, y yo lo odiaba; al cabo de tres meses, Gregoriska todavía no me había dicho ni una sola palabra de amor, y yo sentía que cuando él lo desease sería totalmente suya.
Kostaki había dejado sus correrías. No salía del castillo. Había cedido temporalmente el mando a una especie de lugarteniente que, de vez en cuando, venía a pedirle órdenes y desaparecía al punto.
También Smeranda me quería con una amistad apasionada, cuyas expresiones me atemorizaban. Protegía a todas luces a Kostaki, y parecía estar más celosa de mí de lo que lo estaba él. Pero como no entendía ni el polaco ni el francés, y yo no comprendía el moldavo, no tenía forma de abogar ante mí en favor de su hijo; pero había aprendido a decir en francés cuatro palabras, que me repetía siempre cuando posaba sus labios en mi frente:
—¡Kostaki ama a Jadwige!
Un día me enteré de una noticia terrible y que era el colmo de mis desdichas: los cuatro hombres que habían sobrevivido al combate habían sido puestos en libertad y regresado a Polonia, dando su palabra de que uno de ellos, antes de tres meses, regresaría para traerme noticias de mi padre.
Y, efectivamente, una mañana reapareció uno de ellos. Nuestro castillo había sido tomado, incendiado y arrasado, y mi padre había encontrado la muerte defendiéndolo.
En adelante estaba sola en el mundo.
Kostaki redobló sus insinuaciones, y Smeranda su afecto; pero esta vez aduje como pretexto mi luto por mi padre. Kostaki insistió diciendo que cuando más sola me encontraba tanto más necesidad tenía de apoyo, y su madre insistió como él y con él, más incluso que él.
Gregoriska me había hablado del dominio de sí mismos que tienen los moldavos cuando no quieren que otros lean en sus sentimientos. Él era un vivo ejemplo de ello. Era imposible estar más segura del amor de un hombre de lo que yo lo estaba del suyo, y sin embargo si alguien me hubiera preguntado en que basaba mi certeza, me habría sido imposible decirlo: nadie en el castillo había visto nunca que su mano tocara la mía, o que sus ojos buscaran los míos. Tan solo los celos podían hacer tomar conciencia a Kostaki acerca de esta rivalidad, como solo mi amor podía hacerme tomar conciencia de este amor.
Sin embargo, lo confieso, me inquietaba mucho ese dominio de sí de Gregoriska. Yo confiaba en él, pero no era suficiente; necesitaba estar convencida; cuando he aquí que una noche, justo cuando acababa de volver a mi aposento, oí llamar suavemente a una de las dos puertas que, como ya he indicado, cerraban por dentro. Por la manera de llamar adiviné que era una llamada amiga. Me acerqué y pregunté quién era.
—Gregoriska —contestó una voz cuyo acento no podía engañarme.
—¿Qué queréis de mí? —le pregunté temblando como una hoja.
—Si confiáis en mí —dijo Gregoriska—, si me creéis hombre de honor, aceptad una petición mía.
—¿Cuál?
—Apagad la luz como si os hubierais acostado y, de aquí a media hora, abridme esta puerta.
—Volved en media hora —me limité a responder.
Apagué la luz y esperé.
El corazón me palpitaba con violencia, pues comprendía que se trataba de un hecho importante.
Pasó la media hora. Oí llamar más suavemente aún que la primera vez. Durante el intervalo había descorrido el cerrojo; no me quedaba, pues, sino abrir la puerta.
Entró Gregoriska y, sin esperar a que me lo pidiera, cerré la puerta tras él y eché el cerrojo.
Él permaneció un momento mudo e inmóvil, imponiéndome silencio con una indicación. Luego, una vez que se hubo asegurado de que no nos amenazaba peligro alguno por el momento, me llevó al centro del amplio aposento, y sintiendo, por mi temblor, que no podría sostenerme en pie, fue a buscar una silla.
Me senté, mejor dicho, me dejé caer sobre el asiento.
—¡Dios mío! —le dije—, ¿qué sucede y por qué tantas precauciones?
—Porque mi vida, lo que no sería nada, y acaso también la vuestra, dependen de la conversación que vamos a tener.
Le tomé de una mano, toda asustada. Él se la llevó a los labios, mientras me miraba como si quisiera excusarse por semejante audacia.
Yo bajé los ojos, lo que era una forma de consentir.
—Os amo —me dijo con su voz melodiosa como un canto—. ¿Me amáis vos?
—Sí —le respondí.
—¿Y aceptaríais ser mi mujer?
—Sí.
Se llevó la mano a la frente con una profunda aspiración de felicidad.
—Entonces, ¿no os negaréis a seguirme?
—¡Os seguiré a donde sea!
—Así que comprendéis —continuó— que no podemos ser felices si no es huyendo de aquí.
—¡Oh, sí! —exclamé yo—, huyamos.
—¡Silencio! —dijo él estremeciéndose—. ¡Silencio!
—Tenéis razón.
Y yo me acerqué a él temblando.
—He aquí lo que he hecho —me dijo—, he aquí por qué he estado tanto tiempo sin confesaros que os amaba: es que quería, una vez que estuviera seguro de vuestro amor, que nada pudiera oponerse a nuestra unión. Yo soy rico, querida Jadwige, inmensamente rico, pero a la manera de los señores moldavos: rico en tierras, en rebaños, en siervos. Pues bien, he vendido, por un millón, tierras, rebaños y campesinos al monasterio de Hango. Me han dado por todo ello trescientos mil francos en muchas piedras preciosas, cien mil francos en oro y el resto en letras de cambio pagaderas en Viena. ¿Os bastará con un millón?
Le apreté la mano.
—Me hubiera bastado con vuestro amor, Gregoriska, así que juzgad vos mismo.
—Pues bien, escuchad. Mañana iré al monasterio de Hango para tomar mis últimas disposiciones con el superior. Este me tiene preparados unos caballos que nos esperarán a partir de las nueve de la mañana ocultos a cien pasos del castillo. Después de la cena, subiréis de nuevo igual que hoy a vuestro aposento; apagaréis la luz y, como hoy, yo entraré. Pero mañana, en lugar de salir solo de aquí, me seguiréis vos, saldremos por la puerta que da a los campos, iremos a por los caballos, montaremos en ellos y, pasado mañana por la mañana, habremos hecho treinta leguas.
—¡Oh! ¿Por qué no será ya pasado mañana?
—¡Querida Jadwige!
Gregoriska me estrechó contra su corazón; y nuestros labios se encontraron. ¡Oh! Bien que lo había dicho él: había abierto la puerta de mi aposento a un hombre de honor; pero él comprendió perfectamente que, si no le pertenecía de cuerpo, le pertenecía de alma.
Pasó la noche sin que pudiera pegar ojo ni un instante. ¡Me veía huyendo con Gregoriska, me sentía transportada por él como lo había sido ya por Kostaki! Solo que esa carrera terrible, espantosa, fúnebre, se trocaba ahora en un dulce y delicioso aprieto al que la velocidad añadía también su parte de goce, pues la velocidad es un placer en sí misma.
Despuntó el día. Bajé. Me pareció que había algo más sombrío aún que de ordinario en la manera en que Kostaki me saludó. Su sonrisa no era ya una ironía, sino una amenaza. En cuanto a Smeranda, me pareció la misma que de costumbre.
Durante el almuerzo, Gregoriska pidió sus caballos. Pareció que Kostaki no prestase la menor atención a aquella orden.
Hacia las once, Gregoriska se despidió, anunciando que no estaría de vuelta hasta el atardecer, y rogando a su madre que no le esperase para comer; luego se volvió hacia mí y me rogó que tuviera a bien admitir sus disculpas.
Salió. La mirada de su hermano le siguió hasta el momento en que dejó la estancia, y en ese instante sus ojos echaron tales chispas de odio que me estremecí.
Podéis imaginaros con qué inquietud pasé aquel día. No había confiado a nadie nuestros planes, a duras penas me atreví a hablarle a Dios de ellos en mis oraciones, y tenía la impresión de que todos estaban al tanto de ellos, que cada mirada que se ponía en mí podía penetrar y leer en el fondo de mi corazón.
La comida fue un suplicio: sombrío y taciturno, Kostaki hablaba raramente; esta vez se limitó a decir dos o tres palabras en moldavo a su madre, y cada vez el acento de su voz me provocó un estremecimiento.
Cuando me levanté para subir a mi aposento, Smeranda, como de costumbre, me abrazó, y, al hacerlo, repitió aquella frase que, desde hacía ya ocho días, no había vuelto a salir de su boca:
—¡Kostaki ama a Jadwige!
Esta frase me persiguió como una amenaza; una vez en mi aposento, me parecía que una voz fatal me susurrase al oído: «¡Kostaki ama a Jadwige!».
Ahora bien, el amor de Kostaki, me lo había dicho Gregoriska, equivalía a la muerte.
Hacia las siete de la tarde, y como el día comenzaba a declinar, vi a Kostaki atravesar el patio. Se volvió para mirar hacia mi lado, pero yo me eché hacia atrás, para que no pudiera verme.
Estaba inquieta, pues durante todo el tiempo en que la posición de mi ventana me había permitido seguirle, lo había visto dirigirse hacia las caballerizas. Me aventuré a descorrer el cerrojo de mi puerta, y deslizarme hacia la habitación contigua, desde donde podría ver todo lo que hiciese.
En efecto, se dirigía a las caballerizas. Entonces hizo salir él mismo a su caballo favorito, lo ensilló personalmente y con el esmero de un hombre que concede la mayor importancia a los menores detalles. Vestía el mismo traje con el que lo había conocido la primera vez. Solo que, por toda arma, llevaba su alfanje.
Cuando hubo ensillado el caballo, dirigió sus ojos una vez más a mi aposento. Luego, al no verme, saltó sobre la silla, mandó abrir la misma puerta por la que había salido y por la que debía regresar su hermano, y se alejó al galope, en dirección al monasterio de Hango.
Entonces mi corazón se encogió de una manera terrible; un presentimiento fatal me decía que Kostaki iba al encuentro de su hermano.
Me quedé en aquella ventana mientras pude distinguir aquel camino, que, a un cuarto de legua del castillo, hacía un recodo, y se perdía al comienzo de un bosque. Pero la noche se volvía cada momento más cerrada, y el camino no tardó en desaparecer totalmente de mi vista. Seguí en la ventana. Finalmente mi inquietud, por su propio exceso, me devolvió las fuerzas, y, como era, evidentemente, abajo en la sala donde debía recibir las primeras noticias de uno o del otro de los dos hermanos, bajé.
Mi primera mirada fue para Smeranda. Por la serenidad de su rostro comprendí que no sentía ningún recelo; daba sus órdenes para la cena como de costumbre, y los cubiertos de los dos hermanos estaban en su sitio.
Yo no me atrevía a preguntar a nadie. Por otra parte, ¿a quién hubiese podido preguntar? Nadie en el castillo, a excepción de Kostaki y de Gregoriska, hablaba ninguna de las dos únicas lenguas que yo sabía.
Al menor ruido me estremecía.
Normalmente era a las nueve cuando nos sentábamos a la mesa para cenar. Yo había bajado a las ocho y media; y seguía con la mirada el minutero, cuya marcha era casi visible en la amplia esfera del reloj.
La aguja viajera rebasó la distancia que la separaba del cuarto. Sonó el cuarto. La vibración resonó sombría y triste; luego la aguja retomó su marcha silenciosa, y la vi recorrer de nuevo la distancia con la regularidad y la lentitud de una punta de compás.
Unos minutos antes de las nueve, me pareció oír el galope de un caballo en el patio. Smeranda también lo oyó, pues volvió la cabeza del lado de la ventana; pero la noche era demasiado espesa para que ella pudiera ver.
¡Oh! ¡Si ella me hubiese mirado en aquel momento, seguro que habría podido adivinar lo que pasaba en mi corazón! No se había oído más que el trote de un único caballo, y era muy simple. Ya sabía perfectamente que no regresaría más que un solo jinete.
Pero ¿cuál?
Unos pasos resonaron en la antecámara. Estos pasos eran lentos y parecían muy titubeantes; cada uno de estos pasos parecía pesar sobre mi corazón.
Se abrió la puerta, y vi en la oscuridad dibujarse una sombra. La sombra se detuvo un momento en la puerta. Yo tenía el corazón en vilo.
La sombra avanzó, y, a medida que entraba dentro del círculo de luz, yo respiraba.
Reconocí a Gregoriska. Un instante de duda más y mi corazón se hubiera roto.
Reconocí a Gregoriska, pero pálido como un muerto. Nada más verle, se intuía que algo terrible acababa de pasar.
—¿Eres tú, Kostaki? —preguntó Smeranda.
—No, madre —respondió Gregoriska con una voz sorda.
—¡Ah!, aquí estáis —dijo ella—; ¿y desde cuándo vuestra madre debe esperaros?
—Madre mía —dijo Gregoriska echando una mirada al péndulo—, no son más que las nueve.
Y en ese momento, en efecto, dieron las nueve.
—Es cierto —dijo Smeranda—. ¿Dónde está vuestro hermano?
A mi pesar, pensé que era la misma pregunta que Dios había hecho a Caín.
Gregoriska no respondió.
—¿Nadie ha visto a Kostaki? —preguntó Smeranda.
El vatar, o mayordomo, se informó a su alrededor.
—A eso de las siete —dijo—, el conde ha ido a las caballerizas, ha ensillado su caballo él mismo y ha tomado el camino de Hango.
En ese momento, mi mirada se cruzó con la de Gregoriska. Yo no sabía si era una realidad o una alucinación, pero me pareció que había una gota de sangre en medio de su frente.
Llevé lentamente mi dedo a mi propia frente, indicando el lugar donde creía ver esta mancha.
Gregoriska comprendió; tomó su pañuelo y se secó.
—Sí, sí —murmuró Smeranda—, se habrá encontrado a algún oso, o a algún lobo, y se habrá divertido en perseguirlo. Por eso es por lo que un niño hace esperar a su madre. ¿Dónde lo habéis dejado, Gregoriska? Decid.
—Madre mía —respondió Gregoriska con una voz emocionada, pero firme—, mi hermano y yo no hemos partido juntos.
—¡Está bien! —dijo Smeranda—. Que sirvan, sentaos a la mesa y que cierren las puertas; el que se quede fuera pasará la noche fuera.
Las dos primeras partes de esta orden fueron ejecutadas al pie de la letra: Smeranda ocupó su lugar, Gregoriska se sentó a su derecha y yo a su izquierda.
Acto seguido los servidores salieron para cumplir la tercera, es decir, para cerrar las puertas del castillo.
En aquel momento se oyó un gran ruido en el patio, y un criado completamente trastornado entró en la sala diciendo:
—Princesa, el caballo del conde Kostaki acaba de entrar en el patio, solo, y todo cubierto de sangre.
—¡Oh! —murmuró Smeranda alzándose pálida y amenazadora—, así es como regresó un atardecer el caballo de su padre.
Dirigí mi mirada hacia Gregoriska: ya no estaba pálido, sino lívido.
En efecto, el caballo del conde Koproli había entrado un atardecer en el patio del castillo, totalmente cubierto de sangre, y, una hora después, los servidores habían encontrado y traído el cuerpo cubierto de heridas.
Smeranda tomó una antorcha de las manos de uno de los criados, avanzó hacia la puerta, la abrió y bajó al patio.
El caballo, totalmente espantado, era refrenado a su pesar por tres o cuatro servidores que unían sus esfuerzos para apaciguarlo.
Smeranda se adelantó hacia el animal, miró la sangre que manchaba su silla y reconoció una herida en la parte alta de su testuz.
—Kostaki ha muerto de frente —afirmó ella—, en duelo y por la mano de un solo enemigo. Buscad su cuerpo, hijos míos, más tarde buscaremos a su asesino.
Como el caballo había regresado por la puerta de Hango, todos los servidores se precipitaron por aquella puerta, y se vio perderse por los campos sus antorchas e internarse en el bosque, igual que en un bonito atardecer de verano se ve resplandecer las luciérnagas en las llanuras de Niza y de Pisa.
Smeranda, como si estuviese convencida de que la marcha no sería larga, esperó de pie en la puerta. Ni una lágrima corría de los ojos de esta madre desolada, y sin embargo se sentía rugir la desesperación en el fondo de su corazón.
Gregoriska permanecía detrás de ella, y yo estaba cerca de Gregoriska.
Al abandonar la sala, hizo un amago de ofrecerme el brazo, pero no se atrevió.
Al cabo de un cuarto de hora aproximadamente, se vio por un recodo del camino reaparecer una antorcha, luego dos, y acto seguido todas las demás.
Solo que esta vez, en lugar de dispersarse por los campos, estaban agrupadas en torno a un centro común.
Pronto pudo verse que este centro común se componía de unas parihuelas y de un hombre tendido sobre ellas.
El fúnebre cortejo avanzaba lentamente, pero avanzaba. Al cabo de diez minutos, estuvo ante la puerta. Al ver a la madre viva que esperaba al hijo muerto, los que lo portaban se descubrieron instintivamente, luego entraron silenciosos en el patio.
Smeranda echó a andar tras ellos, y nosotros seguimos a Smeranda. Se llegó así a la gran sala, en la que fue depositado el cuerpo.
Entonces, haciendo un gesto de suprema majestad, Smeranda mandó apartarse a todo el mundo y, acercándose al cadáver, hincó una rodilla en tierra delante de él, apartó los cabellos que velaban su rostro, lo contempló largamente, con los ojos secos en todo momento. Luego, abriendo la casaca moldava, apartó la camisa manchada de sangre.
La herida estaba en el lado derecho del pecho. Debía de haber sido hecha por una hoja recta y de doble filo.
Me acordé de que había visto ese mismo día, en el costado de Gregoriska, el largo cuchillo de caza que servía de bayoneta a su carabina.
Busqué esta arma en su costado, pero había desaparecido.
Smeranda pidió agua, empapó su pañuelo en ella y lavó la herida.
Una sangre fresca y pura enrojeció los labios de la herida.
El espectáculo que tenía ante mis ojos presentaba un no sé qué de atroz y de sublime al mismo tiempo. Aquella amplia estancia, ahumada por las antorchas de resina, esos rostros bárbaros, esos ojos relucientes de ferocidad, esas costumbres extrañas, esa madre que calculaba, a la vista de la sangre todavía caliente, cuánto tiempo hacía que la muerte le había arrebatado a su hijo, ese gran silencio, solo interrumpido por los sollozos de esos bandidos, cuyo jefe era Kostaki, todo ello, repito, era atroz y sublime de ver.
Finalmente, Smeranda acercó sus labios a la frente de su hijo, y acto seguido, tras levantarse y echarse hacia atrás las largas trenzas de sus blancos cabellos que se habían desprendido, dijo:
—¿Gregoriska?
Gregoriska se estremeció, meneó la cabeza y, abandonando su atonía, repuso:
—¿Sí, madre?
—Venid aquí, hijo mío, y escuchadme.
Gregoriska obedeció estremeciéndose, pero obedeció.
A medida que se acercaba al cuerpo, la sangre brotaba de la herida, más copiosa y más bermeja. Por fortuna, Smeranda no miraba ya de ese lado, pues, a la vista de aquella sangre acusadora, no hubiera tenido ya necesidad de buscar quién era el asesino.
—Gregoriska —dijo—, bien sabes que Kostaki y tú no os tenéis ningún aprecio. Sé perfectamente que tú eres Waibady por parte de padre, y él Koproli por parte del suyo; pero, por parte de vuestra madre, sois los dos Brancovan. Sé que tú eres un hombre de las ciudades de Occidente, y él un hijo de las montañas orientales; pero, por el seno que os trajo al mundo a ambos, sois hermanos. Pues bien, Gregoriska, quiero saber si vamos a llevar a mi hijo al lado de su padre sin que el juramento haya sido pronunciado, si puedo llorar tranquila por fin, como una mujer, pudiendo confiar en vos, es decir, en un hombre, para el castigo.