En cuanto la campana del seminario, suspendida de la puerta del monasterio de Bratski, en la ciudad de Kiev, desgranaba al amanecer sus sonoros tañidos, de todos los rincones de la ciudad acudían tropeles de escolares y seminaristas. Gramáticos, retóricos, filósofos y teólogos se dirigían a clase con cuadernos debajo del brazo. Los gramáticos eran aún de muy corta edad; por el camino se empujaban unos a otros y se insultaban con voces atipladas; casi todos vestían ropas andrajosas o sucias y sus bolsillos estaban siempre llenos de porquerías de todo tipo, a saber, tabas, silbatos fabricados con plumas, restos de empanada y a veces incluso pequeños gorriones, cuyo repentino piar en medio del insólito silencio de la clase valía a su propietario unos buenos reglazos en ambas manos y a veces unos azotes con una vara de cerezo. Los retóricos marchaban con mayor gravedad: por lo común sus vestidos estaban completamente inmaculados, pero en cambio siempre lucían en la cara algún adorno a modo de tropo retórico: bien un ojo morado o una ampolla que ocupaba todo el labio o cualquier otra marca distintiva. Conversaban y blasfemaban con voz de tenor. Los filósofos hablaban en una octava más baja y solo llevaban en los bolsillos tabaco fuerte. Nunca guardaban provisiones y se comían en el acto cuanto caía en sus manos; el olor a pipa y a aguardiente que desprendían era a veces tan intenso que cuando un artesano pasaba a su lado se detenía largo rato y olfateaba el aire como un perro rastreador.

Por lo general, a esa temprana hora el mercado apenas acababa de abrir, y las vendedoras de roscas, panecillos, pepitas de sandía y tortas de semillas de amapola se agarraban de los faldones de aquellos estudiantes que lucían trajes de paño fino o de cualquier tela de algodón.

—¡Señoritos! ¡Señoritos! ¡Aquí! ¡Aquí! —decían por todas partes—. ¡Mirad qué roscas, qué tortas, qué trenzas, qué pasteles! ¡Ah, qué buenos! ¡Están hechos con miel! ¡Yo misma los he preparado!

Otra, levantando un dulce de pasta en forma de lazo, gritaba:

—¡Mirad qué golosina! ¡Compradla, señores!

—No le compréis nada a esa. Fijaos que pinta tan repugnante: tiene la nariz manchada y las manos sucias…

Pero las vendedoras no se atrevían a importunar a los filósofos y los teólogos, porque sabían que, aunque se servían a manos llenas, solo querían probar la mercancía.

Una vez en el seminario, todo ese tropel se distribuía por las distintas aulas, habilitadas en piezas espaciosas de techo bajo, con pequeñas ventanas, anchas puertas y bancos llenos de manchas. La clase se llenaba de pronto del zumbido de las distintas voces: los auditores tomaban la lección a los alumnos. La voz aguda de un gramático retumbaba en los cristales de las pequeñas ventanas, que le respondían casi con idéntico timbre; en un rincón zumbaba la voz de bajo de un retórico, cuya boca y gruesos labios, al menos, le hacían digno de pertenecer a la filosofía; de lejos ese zumbido se percibía como un bu, bu, bu, bu… Mientras tomaban la lección, los auditores miraban de reojo debajo de los bancos, donde del bolsillo de alguno de los estudiantes encomendados a su tutela asomaba un panecillo, una empanadilla o pepitas de calabaza.

Cuando toda esa docta procesión llegaba un poco antes o cuando sabía que los profesores se presentarían algo más tarde que de costumbre, organizaba de común acuerdo una batalla en la que todo el mundo debía tomar parte, hasta los censores, encargados de velar por el orden y las buenas costumbres de toda aquella población escolar. Por lo común, dos teólogos determinaban los términos del combate: si cada clase debía batirse con las demás o si todos tenían que dividirse en dos bandos: escolares y seminaristas. En cualquier caso, los gramáticos eran los primeros en empezar, pero en cuanto los retóricos entraban en liza se retiraban y tomaban posiciones en lugares elevados para contemplar el combate. Luego llegaba el turno de los filósofos de largos bigotes negros y por último el de los teólogos, con sus tremendos pantalones bombachos y sus anchísimos cuellos. Por lo general todo terminaba con la victoria de los teólogos, mientras los filósofos, rascándose los costados, se refugiaban en las clases y se desplomaban en los bancos para descansar. Al entrar el profesor, que en sus buenos tiempos también había participado en refriegas semejantes, no tardaba en adivinar, por los rostros acalorados de sus alumnos, que la pelea había sido encarnizada y, al tiempo que propinaba varazos en los dedos de los retóricos, en otra clase otro profesor prodigaba palmetazos en las manos de los filósofos. A los teólogos, por su parte, se los trataba de una manera muy diferente: cada uno de ellos recibía lo que los profesores llamaban «una medida de garbanzos», es decir, unos cuantos azotes.

En los días solemnes y festivos, escolares y seminaristas recorrían las casas acomodadas montando espectáculos de marionetas. A veces representaban una comedia, y en tales casos siempre se destacaba algún teólogo, casi tan alto como el campanario de Kiev, que interpretaba el papel de Herodías o de Pentefría, la esposa de un cortesano egipcio. Como recompensa se les ofrecía una pieza de tela, un saco de mijo, medio ganso asado o algo por el estilo.

Toda esa docta gente, tanto escolares como seminaristas, divididos por una animadversión hereditaria, padecía de una escasez de medios asombrosa, así como de una voracidad sin igual; en consecuencia, no había manera de calcular el número de galushkas que cada uno de ellos engullía en la cena; por ello, los donativos voluntarios de los propietarios ricos nunca eran suficientes. Entonces el senado, compuesto de filósofos y teólogos, enviaba a gramáticos y retóricos, bajo la tutela de un filósofo —que a veces se unía a las operaciones—, a que llenaran sus sacos en huertos de los alrededores. En esas ocasiones, en el pensionado se preparaba un puré de calabaza. Los senadores, por su parte, se daban tal atracón de melones y sandías que al día siguiente recitaban ante los auditores dos lecciones en lugar de una: la primera la pronunciaban sus labios, la segunda salía de sus estómagos en forma de gruñido. Tanto escolares como seminaristas llevaban unas levitas largas que se extendían «hasta nuestros días», término técnico que significaba «más allá de los talones».

El acontecimiento más solemne para los seminaristas eran las vacaciones, que comenzaban en el mes de junio, época en que los estudiantes solían regresar a sus hogares. Entonces el camino real se llenaba de gramáticos, filósofos y teólogos. El que no tenía lugar al que ir, se dirigía a casa de algún compañero. Los filósofos y los teólogos daban clases a los hijos de personas acomodadas y recibían a cambio unas botas nuevas y a veces dinero para comprarse una levita. Todo ese tropel se desplazaba como una especie de campamento, preparaba la comida en el campo y dormía al raso. Cada uno de ellos llevaba consigo un saco con una camisa y un par de vendas de paño. Los teólogos se mostraban especialmente cuidadosos y precavidos: para no gastar las botas, cuando había barro se las quitaban, las colgaban de un palo y las llevaban al hombro; en tales ocasiones, se remangaban los pantalones bombachos hasta las rodillas y chapoteaban sin miedo en los charcos. En cuanto divisaban un caserío, abandonaban el camino real, se acercaban a la jata de mejor aspecto, se alineaban delante de las ventanas y entonaban con todas sus fuerzas un cántico. El dueño de la jata, algún viejo labrador cosaco, les escuchaba un buen rato, con la cabeza apoyada en las dos manos, luego sollozaba con amargura y se volvía hacia su esposa.

—¡Mujer! Lo que cantan estos estudiantes debe de ser muy juicioso. Dales un poco de tocino y alguna otra cosa.

Y toda una fuente de empanadillas acababa en el saco, junto con un buen trozo de tocino, algunos panecillos y a veces una gallina con las patas atadas. Tras reponer fuerzas con esas provisiones, los gramáticos, los retóricos, los filósofos y los teólogos se ponían de nuevo en camino. No obstante, cuanto más avanzaban, más disminuía su número. Casi todos habían llegado ya a sus casas y solo quedaban aquellos cuyos hogares paternos estaban más alejados.

Una vez, durante un viaje de ese tipo, tres estudiantes abandonaron el camino real para abastecerse de provisiones en el primer caserío que encontraran, pues sus sacos llevaban mucho tiempo vacíos. Eran el teólogo Jaliava, el filósofo Jomá Brut y el retórico Tiberi Gorobets.

El teólogo era un hombre alto, ancho de hombros y tenía la costumbre bastante singular de robar cuanto caía en sus manos. En otros momentos tenía un humor bastante sombrío; cuando se emborrachaba se ocultaba entre los matorrales y a los seminaristas les costaba bastante trabajo encontrarlo.

El filósofo Jomá Brut era de natural alegre. Le gustaba mucho tumbarse y fumar en pipa. Cuando bebía, nunca dejaba de contratar músicos y de bailar el trepak. Había probado más de una vez «la medida de garbanzos», pero lo aceptaba con filosófica indiferencia: «No hay manera de escapar a lo inevitable», decía.

El retórico Tiberi Gorobets aún no tenía derecho a llevar bigote, a beber aguardiente y a fumar en pipa. Lucía en la cabeza un solo mechón, señal de que su carácter aún estaba poco desarrollado. No obstante, los grandes chichones en la frente con los que solía aparecer en clase dejaban entrever que acabaría convirtiéndose en un gran guerrero. El teólogo Jaliava y el filósofo Jomá le tiraban con frecuencia del mechón para testimoniarle su protección y se servían de él en calidad de mandadero.

Caía ya la tarde cuando se apartaron del camino real. El sol acababa de ponerse, pero el aire seguía conservando la tibieza del día. El teólogo y el filósofo caminaban en silencio, con la pipa entre los dientes. El retórico Tiberi Gorobets arrancaba con un palo las cabezas de las matas de bardana que crecían en los márgenes del camino, que discurría entre prados en los que despuntaban grupos dispersos de robles y avellanos. Las lomas y las pequeñas colinas, verdes y redondas como cúpulas, interrumpían a veces la monotonía de la llanura. La aparición de dos campos de trigo con las espigas maduras parecía anunciar la proximidad de alguna aldea. Pero hacía más de una hora que los habían dejado atrás y seguían sin divisar ninguna vivienda. Las tinieblas se habían adueñado ya del cielo; solo a occidente palidecía un último resplandor rojizo.

—¡Qué diablos! —dijo el filósofo Jomá Brut—. Tenía la impresión de que estábamos a punto de llegar a un caserío.

Sin pronunciar palabra, el teólogo contempló los alrededores; luego volvió a llevarse la pipa a la boca, y los tres siguieron caminando.

—¡A fe mía que no se ve ni el puño del diablo! —exclamó el filósofo, deteniéndose de nuevo.

—Puede que dentro de un rato lleguemos a alguna aldea —dijo el teólogo, sin quitarse la pipa de los labios.

Pero entretanto ya había caído la noche, una noche bastante sombría. Unas nubes ligeras aumentaban la oscuridad y, a juzgar por las apariencias, no cabía esperar la aparición de la luna ni de las estrellas. Los estudiantes se dieron cuenta de que se habían extraviado y de que desde hacía un buen rato no seguían el camino.

El filósofo, después de tantear con el pie a derecha e izquierda, dijo con voz entrecortada:

—Pero ¿dónde está el camino?

El teólogo guardó silencio y, al cabo de unos instantes de reflexión, comentó:

—Sí, una noche bastante sombría.

El retórico se alejó unos pasos y se puso a buscar el camino a gatas, pero sus manos solo se topaban con madrigueras de zorros. La estepa se extendía sin interrupción a un lado y a otro, y daba la impresión que por allí no había pasado nunca nadie. Los viajeros hicieron un esfuerzo y siguieron adelante, pero por todas partes se encontraron con el mismo cuadro desolado. El filósofo probó a gritar con todas sus fuerzas, pero su voz se perdió en el aire sin respuesta. Solo se oyó, algo más allá, un débil gemido, semejante a un aullido de lobo.

—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó el filósofo.

—¿Qué quieres que hagamos? Quedarnos aquí y pasar la noche al raso —respondió el teólogo, y metió la mano en el bolsillo para coger el eslabón y encender de nuevo su pipa.

Pero el filósofo no podía estar de acuerdo con esa proposición. Tenía por costumbre engullir todas las noches medio pud de pan y unas cuatro libras de tocino y en esos momentos sentía en su estómago un vacío insoportable. Además, a pesar de su carácter alegre, al filósofo le daban algo de miedo los lobos.

—No, Jaliava, de ninguna de las maneras —dijo—. ¿Cómo vamos a tumbarnos como perros, sin habernos llevado nada a la boca? Probemos un poco más; quizá encontremos alguna vivienda y tengamos la fortuna de beber al menos una copita de aguardiente antes de dormir.

Al oír la palabra «aguardiente», el teólogo escupió a un lado y comentó:

—Así es. No podemos pasar la noche a la intemperie.

Los estudiantes retomaron la marcha y, para gran regocijo de los tres, al poco rato creyeron oír un ladrido lejano. Tras cerciorarse del lado del que venía, se dirigieron en esa dirección, ya más animados, y no tardaron en divisar una lucecilla.

—¡Una aldea! ¡A fe mía que es una aldea! —dijo el filósofo.

Sus conjeturas resultaron ciertas. Al cabo de unos instantes, vieron un pequeño caserío, compuesto solo de dos jatas que daban a un mismo patio. Las ventanas estaban iluminadas. Una decena de ciruelos sobresalía por encima de la cerca. Mirando por las rendijas del portón, los seminaristas vieron que el patio estaba lleno de carros de arrieros. En ese momento surgieron en el cielo algunas estrellas.

—¡Adelante, muchachos! ¡Tenemos que conseguir albergue cueste lo que cueste!

Los tres doctos varones, todos a una, golpearon el portón y gritaron:

—¡Abrid!

La puerta de una jata chirrió y al cabo de un minuto los estudiantes vieron ante sí a una vieja con una pelliza de piel de cordero.

—¿Quién va? —gritó, con tos sorda.

—Déjanos pasar aquí la noche, abuelita. Nos hemos perdido. Y en el campo se siente uno tan mal como cuando tiene el estómago vacío.

—¿Quiénes sois?

—Gente de paz: el teólogo Jaliava, el filósofo Brut y el retórico Gorobets.

—No puedo —gruñó la vieja—. Tengo el patio lleno de gente y todos los rincones de la jata ocupados. ¿Dónde voy a meteros? ¡Además, sois unos mozos grandes y fuertes! ¡Si os meto dentro, la jata se vendrá abajo! Conozco a esos filósofos y teólogos. Si dejara entrar a borrachos de esa calaña, pronto no quedaría ni el patio. ¡Marchaos! ¡Marchaos! No tengo sitio para vosotros.

—¡Compadécete de nosotros, abuela! ¿Cómo vas a permitir que perezcan sin motivo unos cristianos? Alójanos donde quieras. Y si hacemos algo malo, que nuestras manos se sequen y nos suceda Dios sabe qué. ¡Palabra!

Al parecer, la vieja se ablandó.

—Está bien —dijo con aire meditabundo—. Os dejaré entrar. Pero os pondré en lugares diferentes. No dormiría tranquila sabiendo que estáis juntos.

—Como quieras. No tenemos nada que objetar —respondieron los seminaristas.

El portón chirrió y los tres caminantes entraron en el patio.

—Bueno, abuela —dijo el filósofo que iba tras ella—, qué te parece si, como suele decirse… Siento como si unas ruedas rodaran por mi estómago, palabra. Desde esta mañana no me he llevado nada a la boca.

—¡Mira lo que quiere! —dijo la vieja—. No tengo nada que ofreceros. No he encendido la lumbre en todo el día.

—Nosotros te habríamos pagado mañana como corresponde, en dinero contante y sonante —prosiguió el filósofo, y añadió en voz baja—. Que te crees tú que ibas a ver un céntimo.

—¡Vamos, vamos! Y contentaos con lo que os ofrecen. ¡No son delicados ni nada estos señoritos que me ha traído el diablo!

Al oír esas palabras, el filósofo Jomá cayó en un estado de completo abatimiento. Pero de pronto su nariz percibió un olor a pescado salado. Echó un vistazo a los pantalones del teólogo, que iba a su lado, y vio que de su bolsillo asomaba una enorme cola. Su compañero ya había tenido tiempo de sustraer de un carro una carpa entera. Y como era un hurto desinteresado, cometido por simple costumbre, se había olvidado de él y miraba a uno y otro lado para ver si podía robar alguna otra cosa, aunque fuera una rueda rota; en consecuencia, el filósofo Jomá pudo meter la mano en el bolsillo del teólogo como en el suyo propio y sacar la carpa.

La vieja asignó un lugar a cada uno de los estudiantes: al retórico lo metió en la jata, al teólogo lo encerró en un cuartucho vacío y al filósofo lo condujo a un establo igualmente vacío.

Una vez solo, el filósofo se comió la carpa en un abrir y cerrar de ojos, recorrió con la mirada las paredes, le pegó una patada a un cerdo curioso que asomaba el hocico desde un recinto contiguo y, tumbándose del otro lado, se dispuso a dormir el sueño de los justos. Pero en ese momento la portezuela se abrió y la vieja, agachándose, entró en el establo.

—¿Qué quieres, abuela? —dijo el filósofo.

Pero la vieja fue directamente hacia él con los brazos abiertos.

«¡Vaya! —pensó el filósofo—. ¡Pero no, palomita. Eres demasiado vieja!».

Retrocedió unos pasos, pero la vieja volvió a acercarse sin el menor recato.

—Escucha, abuela —dijo el filósofo—, estamos en cuaresma y yo soy un hombre que ni por mil monedas de oro quebrantaría sus preceptos.

Pero la vieja, sin pronunciar palabra, extendió los brazos con intención de cogerlo.

El filósofo se quedó aterrorizado, sobre todo cuando advirtió que los ojos de la mujer resplandecían con un fulgor extraño.

—¡Abuela! ¿Qué quieres? ¡Vete, vete con Dios! —gritó.

Pero la vieja, sin despegar los labios, le agarró las manos. El estudiante se puso de pie y trató de escapar, pero la vieja le cerró el paso, clavó en él sus ojos centelleantes y volvió a acercarse.

El filósofo quiso rechazarla a empellones, pero advirtió con sorpresa que no podía levantar los brazos ni mover los pies. Lleno de terror, comprobó que ni siquiera tenía voz: sus labios se estremecían sin emitir sonido alguno. Solo percibía el latido de su corazón. Vio que la vieja se acercaba a él, le doblaba los brazos, le inclinaba la cabeza, se subía sobre su espalda con la agilidad de un gato y le golpeaba el costado con una escoba; en ese momento el seminarista, dando saltos como un caballo de silla, salió al galope con la vieja a hombros. Todo sucedió con tanta presteza que el filósofo apenas tuvo tiempo de reaccionar. Se cogió las rodillas con ambas manos con intención de detener su carrera, pero, para su sorpresa, las piernas se levantaban contra su voluntad y cabalgaban más deprisa que un pura sangre circasiano. Solo cuando dejaron atrás el caserío y ante ellos apareció una vaguada, flanqueada a un lado por un bosque negro como el carbón, se dijo para sus adentros: «¡Vaya, pero si es una bruja!».