Soy un materialista, no cabe duda.
Agatha dice incluso que soy espantosamente materialista.
Yo le contesto que ese es un estupendo motivo para acelerar nuestra boda, ya que tengo una apremiante necesidad de su espiritualidad.
Puedo, sin embargo, declarar que soy un caso curioso de la influencia que ejerce la educación sobre el carácter, ya que, dejando a un lado las ilusiones, soy por naturaleza un hombre esencialmente psíquico.
De muchacho era nervioso, sensible, presa de los sueños, del sonambulismo; rebosaba de impresiones e intuiciones.
Mi cabello negro, mis ojos oscuros, mi cara flaca y olivácea, mis dedos afilados, expresan mi temperamento y proporcionan a entendidos como Wilson motivos para considerarme uno de los suyos.
Pero toda mi mente está embebida de ciencia exacta. Me he entrenado asiduamente para no admitir más que hechos, hechos probados. La conjetura, la imaginación, no tienen cabida en el marco de mi pensamiento.
Que me den una cosa que yo pueda ver en el microscopio, diseccionar con el escalpelo, y consagraré mi vida a su estudio. Pero si me piden que adopte como objetos de estudio los sentimientos, las impresiones o las sensaciones, me estarán pidiendo que me dedique a una tarea antipática e incluso desmoralizadora.
Un desvío de la pura razón me molesta como un hedor o una música discordante.
Es esta una razón más que suficiente para entender mi poco entusiasmo por la visita que he de hacer esta noche al profesor Wilson.
Me doy cuenta, sin embargo, de que no podría eludir la invitación sin pecar de descortesía; pero, como también van a estar presentes la señora Marden y Agatha, tengo que ir aunque pudiera excusarme.
Pero preferiría encontrarme con ellas en otra parte; en cualquier otra parte.
Sé que Wilson me atraería, si pudiera, hacia esa brumosa pseudociencia a la que se dedica.
Su entusiasmo lo hace inaccesible tanto a las indirectas como a las reprimendas.
Se necesitaría ni más ni menos que una pelea abierta para hacerle comprender hasta qué punto me repugna todo este asunto.
Tengo la total seguridad de que Wilson cuenta con algún nuevo mesmerista, o clarividente, o médium; algún farsante que desea mostrarnos, ya que hasta en sus ratos de ocio se dedica a su manía predilecta.
¡Bueno! ¡Al menos Agatha se divertirá!
Estas cosas le atraen; las mujeres suelen interesarse por todo lo que es nebuloso, misterioso, indefinido.
10 de la noche
Esta costumbre mía de escribir un diario se deriva, en mi opinión, de esa inclinación científica de mi mente que esta misma mañana anotaba aquí.
Me gusta tomar nota de las impresiones mientras permanecen frescas.
Trato de definir mi estado mental por lo menos una vez al día.
Es un hábito útil para el propio análisis; supongo que contribuye a la firmeza del carácter.
Debo confesar con franqueza que mi carácter necesita, y mucho, que haga todo lo posible para darle firmeza. Tengo miedo de que, a pesar de todo, mi temperamento neurótico pueda prevalecer, llevándome lejos de esa precisión fría y tranquila que caracteriza a Murdoch o a Pratt-Haldane.
De no ser así, ¿acaso las cosas estrafalarias que he presenciado esta noche me habrían desquiciado los nervios hasta el punto de dejarme tan completamente turbado?
Lo único que me alivia es que ni Wilson, ni la señorita Penelosa, ni siquiera Agatha, han sospechado mi debilidad ni por un instante.
¿Qué cosa en este mundo es la que ha podido conmocionarme? Nada, o tan poca cosa que, cuando escribo, el asunto me parece ridículo.
Las Marden habían llegado a casa de Wilson antes que yo. En realidad, fui de los últimos en llegar, y me encontré con la habitación ya atestada de gente.
Apenas había tenido tiempo de cruzar unas pocas palabras con la señora Marden y con Agatha, que estaba encantadora con su vestido blanco y rojo y con el cabello salpicado de espigas relucientes, cuando Wilson me tiró de la manga.
—Usted quiere presenciar algo positivo, Gilroy —me dijo, llevándome a un rincón—. ¡Pues bien, querido amigo! ¡Tengo un fenómeno, un auténtico fenómeno!
Mayor impresión me habría causado si no se lo hubiera oído decir ya otras veces. Su espíritu entusiasta está siempre dispuesto a transformar una luciérnaga en una estrella.
—Esta vez no cabe ninguna duda en cuanto a la buena fe —me dijo, quizá para contrarrestar algún centelleo de divertida ironía en mis ojos—. Mi mujer la conoce desde hace muchos años. Ambas son de Trinidad, ¿sabe? Solo hace uno o dos meses que la señorita Penelosa está en Inglaterra, y no conoce a nadie fuera del ambiente universitario; pero le aseguro que lo que nos ha dicho basta y sobra para dejar sentada su clarividencia sobre bases absolutamente científicas. No hay nada que se le asemeje, ni entre los aficionados ni entre los profesionales. Venga, se la presentaré.
Me desagradan los traficantes de misterios, pero, entre ellos, me desagradan especialmente los aficionados.
Cuando uno se enfrenta a un engañabobos a sueldo, puede al menos saltarle encima y desenmascararlo en cuanto ha descubierto cuál es su truco. Él está ahí para engañarle a uno, y uno está ahí para ponerle en evidencia. Pero ¿qué puede hacerse cuando se tiene delante a una amiga de la mujer del anfitrión? ¿Encender las luces de repente para que se la vea tocando un banjo misterioso? ¿Tirarle cochinilla en el traje de noche mientras camina sigilosamente entre los reunidos llevando un frasco fosforescente y soltando sus majaderías de ultratumba? Se montaría un escándalo, y le mirarían a uno como a un gamberro. Esa es la alternativa: ser un gamberro, o dejarse tomar el pelo.
No me sentía, pues, de muy buen humor cuando Wilson me condujo hasta la dama.
Es difícil imaginar nada que haga pensar menos en las Indias Occidentales que aquella mujer. Era un ser pequeño y frágil, que, según parece, había dejado atrás los cuarenta; su cara era flaca y afilada, y su cabello de color castaño claro.
Todo su aspecto era insignificante; sus maneras, reservadas.
Tomando al azar un grupo de diez mujeres, ella sería sin duda alguna la última que un hombre elegiría.
Quizá lo más notable en ella fueran sus ojos. Añadiré que sus ojos no eran la parte más agradable de su fisonomía.
Los tenía grises, tirando hacia el verde, y su expresión dejó en mí, en definitiva, la sensación de una mirada burlona… Burlona… ¿Es esa la palabra adecuada? ¿No debería decir mejor cruel? No; pensándolo bien, la palabra que mejor expresaría mi idea es «felina».
Una muleta apoyada en la pared me informó de algo que, cuando se levantó, era penoso de ver: cojeaba acentuadamente de una pierna.
Así pues, fui presentado a la señorita Penelosa. Pude observar que, al oír mi nombre, miró de refilón a Agatha. Estaba claro que Wilson le había dicho algo.
«Dentro de poco —me dije—, va a contarme que sabe, por medios ocultos, que estoy prometido a una joven con espigas de trigo en el cabello».
Me pregunté si Wilson no le habría contado muchas más cosas de mí.
—El profesor Gilroy es un escéptico temible —dijo Wilson—. Espero, señorita Penelosa, que sea usted capaz de convertirle.
Ella me miró atentamente.
—El profesor Gilroy tiene mucha razón al ser escéptico si no ha presenciado nada capaz de convencerle —dijo ella—. Yo habría dicho —añadió, volviéndose hacia mí— que usted mismo podría ser un excelente sujeto.
—¿Sujeto para qué, si puedo preguntárselo?
—¡Oh, bueno! Para el mesmerismo, por ejemplo.
—La experiencia me ha demostrado que los mesmeristas toman por sujetos a personas cuya mente no está sana. Todos sus resultados están falseados, en mi opinión, por este hecho: tratan con organismos anormales.
—¿Cuál de estas damas, según usted, tiene un organismo normal? —me preguntó—. Quisiera que usted mismo eligiera a alguien que en su opinión tenga la mente perfectamente equilibrada. ¿Quiere, por ejemplo, que tomemos a la muchacha del vestido rojo y blanco? ¿La señorita Agatha Marden? Así se llama, ¿verdad?
—Sí, me parecerían de cierta relevancia los resultados que se obtuvieran en base a ella.
—No he podido probar hasta qué punto la señorita Marden es impresionable. Ciertas personas, claro está, responden mucho más rápido que otras. ¿Me permite preguntarle hasta dónde alcanza su escepticismo? ¿Imagino que admite usted el sueño hipnótico y el poder de la sugestión?
—No admito nada, señorita Penelosa.
—¡Oh! ¡Dios mío, pensaba que la ciencia estaba más avanzada! Claro que yo no sé nada de la faceta científica del tema. Solo conozco lo que soy capaz de hacer. Mire, por ejemplo, a aquella joven del vestido rojo, allá, junto al jarrón japonés. Voy a intentar que se acerque a usted.
Tras decir esto, se inclinó y dejó caer su abanico. La joven en cuestión dio media vuelta y vino directamente hacia nosotros, con aire sorprendido, como si alguien la hubiera llamado.
—¿Qué me dice de esto, Gilroy? —exclamó Wilson, en una especie de éxtasis.
No me atreví a decirle lo que opinaba. Para mí era la impostura más abierta y descarada que jamás hubiese visto. La señal y la respuesta habían sido, realmente, demasiado evidentes.
—El profesor Gilroy no está convencido —dijo la señorita Penelosa, mirándome fijamente con sus extraños ojillos—. Mi abanico se llevará todo el honor de este experimento. ¡Bueno, pues probemos otra cosa! Señorita Marden, ¿tendría usted algún inconveniente en que la durmiese?
—¡Oh, no! Me parece muy bien —exclamó Agatha.
Todos los presentes se habían agrupado en torno a nosotros, los hombres con sus pecheras blancas, las mujeres con sus blancos escotes; unos estaban fascinados, otros alerta, como ante una escena que tuviera algo de ceremonia religiosa y algo de espectáculo de magia.
Habían llevado hasta el centro de la habitación un sofá de terciopelo rojo. Agatha se había tendido en él, un tanto turbada y levemente temblorosa ante el experimento, según yo podía ver por el estremecimiento de las espigas de trigo.
La señorita Penelosa se levantó de la silla y, apoyada en su muleta, se inclinó sobre Agatha.
Y en aquella mujer se produjo un cambio.
Parecía haber rejuvenecido veinte años.
Le brillaban los ojos, un leve toque de frescor se había extendido en sus pálidas mejillas, y toda ella parecía dilatada.
Del mismo modo he visto cómo un muchacho de aire abatido y abstraído adquiere un aspecto enérgico y vivaz en el momento en que se le encomienda una tarea en la que debe emplear todas sus fuerzas.
Aquella mujer miraba a Agatha con una expresión que me hirió en lo más hondo. Era la mirada que hubiera arrojado una emperatriz romana a una esclava arrodillada delante de ella.
Luego, con un ademán imperativo y enérgico, alzó los brazos, los agitó lentamente y los bajó hacia Agatha.
Yo observaba a Agatha atentamente.
Durante los tres primeros pases pareció divertida, sin más.
Al cuarto pase pude ver que sus ojos se nublaban ligeramente y que sus pupilas se dilataban un poco.
Al sexto pase hubo un asomo de rigidez.
Al séptimo empezaron a caérsele los párpados.
Al décimo se le cerraron los ojos. Su respiración se hizo más lenta y más honda que de costumbre.
Yo, mientras miraba, intentaba conservar mi serenidad científica, pero me sentía conmovido por una fortísima inquietud.
Me parece que logré disimularla, pero me sentía como un niño en la oscuridad. Jamás me habría creído asequible a semejante debilidad.
—Está en pleno trance —dijo la señorita Penelosa.
—Está durmiendo —exclamé.
—¡Bien! ¡Despiértela entonces!
Le tiré del brazo; le grité al oído. Ni muerta habría hecho menos caso a mis llamadas.
Allí estaba su cuerpo, en el sofá de terciopelo.
Su organismo estaba intacto. Los pulmones y el corazón funcionaban. Pero ¿y su alma? Se había evadido lejos de nuestro alcance. ¿Qué había pasado con su alma? ¿Qué fuerza había despojado de ella a Agatha?
Me sentía sorprendido, desconcertado.
—Ahí tenemos el sueño mesmérico —dijo la señorita Penelosa—. En cuanto a la sugestión, la señorita Marden hará indefectiblemente cualquier cosa que yo le sugiera, ya sea ahora, ya después de que despierte. ¿Quiere usted una prueba?
—Desde luego —dije.
—La tendrá.
Vi cruzar por su rostro una sombra de sonrisa, como si se le hubiera ocurrido alguna idea divertida. Se inclinó sobre Agatha, y le murmuró unas palabras al oído. Agatha, que se había mostrado absolutamente sorda a mis llamadas asintió con la cabeza a lo que la señorita Penelosa le decía.
—Despierte —gritó la señorita Penelosa dando un fuerte golpe en el suelo con su muleta.
Los párpados de Agatha se abrieron, fue desapareciendo la vidriosidad de sus ojos, y su alma se asomó en ellos, como reapareciendo después de su extraño eclipse.
Nos marchamos temprano.
Agatha no se sentía mal en absoluto tras su extraño paseo; pero, lo que es yo, estaba nervioso y descentrado; no me sentía en condiciones de oír los comentarios que Wilson me dirigía torrencialmente, ni en estado de responder a ellos.
Al despedirme de la señorita Penelosa, esta me deslizó un papel en la mano.
—Sabrá usted disculparme —me dijo— por tomar mis medidas para vencer su escepticismo. Abra esta carta mañana a las diez. Se trata de un pequeño control personal.
No tengo ni idea de qué quería decir con esto, pero aquí tengo su nota y la abriré mañana a la hora indicada por ella.
Me duele mucho la cabeza. Ya he escrito bastante por esta noche.
Estoy convencido de que todo lo que ahora parece inexplicable tendrá mañana otro aspecto. Mis convicciones no se rendirán sin haberse defendido.
25 de marzo
Estoy anonadado, estupefacto. Desde luego, he de someter a nuevo examen mi opinión sobre el tema.
Pero anotaré primero lo sucedido.
Había terminado de desayunar, y estaba examinando unos diagramas con los que quería dar mayor claridad a mi lección, cuando mi ama de llaves vino a decirme que Agatha estaba en mi gabinete y deseaba verme.
Cuando entré en la habitación, Agatha estaba de pie sobre la alfombrilla, delante de la chimenea, encarada conmigo. Había en su actitud no sé qué, algo que me dejó helado y que detuvo mis palabras en la garganta. Llevaba el velo medio echado, pero me di cuenta de que estaba pálida; su aire era tenso.
—Austin —me dijo—, he venido a decirte que nuestro compromiso queda roto.
Me tambaleé; sí, creo que realmente me tambaleé. De cualquier modo, lo seguro es que tuve que apoyarme en un estante para mantenerme en pie.
—Pero… Pero… —balbuceé—. Agatha… Esa decisión tan repentina…
—Sí, Austin. He venido a decirte que nuestro compromiso queda roto.
—¡Pero me darás algún motivo! —grité—. Esto no es propio de ti, Agatha. Dime en qué he tenido la desgracia de ofenderte.
—Todo ha terminado, Austin.
—Pero ¿por qué, Agatha? Sin duda eres víctima de algún engaño, Agatha. Puede que te hayan contado alguna mentira sobre mí, o quizá has interpretado mal algo que te he dicho. Dime de qué se trata, porque una sola palabra bastará para arreglarlo.
—Hemos de considerar terminado nuestro noviazgo.
—Pero si anoche, cuando nos separamos, no había entre nosotros ni sombra de malentendidos… ¿Qué ha ocurrido desde entonces para que hayas cambiado de este modo? Tiene que ser algo que sucedió anoche. Has pensado en ello y has desaprobado mi modo de proceder. ¿Fue lo del mesmerismo? ¿Me censuras por haber permitido que aquella mujer te sometiera a su poder? Sabes que habría intervenido al menor indicio…
—Todo es inútil, Austin. Se acabó.
Su voz era rítmica y sin acento, y en su actitud había no sé qué rígido y duro. Me parecía que estaba absolutamente decidida a no admitir ninguna discusión, ninguna explicación.
En cuanto a mí, temblaba, agitado. Me volví hacia un lado; me avergonzaba mostrarme ante ella tan poco dueño de mí mismo.
—Ya sabes lo que esto significa para mí —exclamé—. La ruina de mi vida. No puedes infligirme un castigo así sin escucharme. Tienes que revelarme de qué se trata. Piensa en hasta qué punto sería imposible que yo te tratara de este modo, fueran cuales fueran las circunstancias. ¡Agatha, por amor de Dios! Dime qué he hecho.
Pasó junto a mí sin decir palabra y abrió la puerta.
—Es completamente inútil, Austin —me dijo—. Tienes que considerar roto nuestro compromiso.
Al cabo de un instante se había ido y, antes de que me hubiera recobrado lo suficiente para seguirla, oí que la puerta de entrada se cerraba tras ella.
Me abalancé a mi habitación para vestirme. Pensaba ir a casa de la señora Marden y preguntarle cuál podía ser el motivo de mi desgracia.
Estaba tan nervioso que me costó abrocharme los botines. Nunca olvidaré aquellos horribles diez minutos.
Acababa de ponerme el abrigo cuando el reloj de péndulo de encima de la chimenea dio las diez.
¡Las diez! Asocié esa hora con la nota de la señorita Penelosa.
La nota estaba precisamente sobre mi mesa. La abrí apresuradamente. Estaba escrita a lápiz, con unos trazos notables por su angulosidad. Este era su texto:
Apreciado profesor Gilroy:
Disculpe el carácter personal del procedimiento de control que le presento.
El profesor Wilson me ha hablado incidentalmente de las relaciones entre usted y mi sujeto de esta noche, y me ha parecido que nada podría resultar más convincente que sugerir a la señorita Marden que vaya a visitarle a usted mañana por la mañana, a las nueve y media, y durante cosa de media hora, para romper su compromiso con usted.
La ciencia es tan exigente que resulta difícil ofrecer un control satisfactorio, pero estoy segura de que tal control le será proporcionado por el acto que, sin duda, sería el último que se le ocurriría llevar a cabo a la señorita Marden por su propia voluntad.
Sea lo que sea lo que le diga, olvídelo, porque ella no interviene en absoluto, y esté seguro de que no recordará nada.
Escribo esta nota para abreviar su rato de angustia y pedirle perdón por el sufrimiento pasajero que le habrá causado mi sugestión.
Y, desde luego, después de leer aquella nota me sentí demasiado aliviado para enfurecerme.
Había sido una libertad excesiva, sin duda; demostraba un gran descaro, tratándose de una dama a la que acababa de conocer. Pero, al fin y al cabo, yo la había provocado con mi escepticismo.
Era realmente difícil, como ella decía, imaginar un medio de control que pudiera satisfacerme.
Y había empleado aquel.
No era posible objetar nada en ese punto. La sugestión hipnótica se había convertido para mí en un hecho definitivamente establecido.
Parecía indudable que Agatha, la persona más equilibrada entre todas las que conozco del sexo femenino, había sido reducida a la condición de autómata.
Una persona, a gran distancia, la había hecho moverse, del mismo modo que un ingeniero dirige desde la costa un torpedo Brennan.
Una segunda alma se había introducido en ella, expulsando la suya propia, y se había apoderado de su sistema nervioso, diciendo: «Quiero disponer de ti durante media hora».
Agatha, sin duda, había actuado inconscientemente desde que vino a verme hasta que se marchó.
¿Había podido andar por las calles sin peligro, en semejante estado?
Me puse el sombrero y salí apresuradamente para asegurarme de que no le había ocurrido nada.
Sí, estaba en su casa.
Me hicieron pasar a la sala, y allí la encontré, con un libro en el regazo.
—Empiezas las visitas muy temprano, Austin —me dijo, sonriendo.
—Tú has sido aún más madrugadora —le contesté.
Pareció intrigada.
—¿Qué quieres decir? —me preguntó.
—¿No has salido hoy?
—No; desde luego, no.
—Agatha —dije, en tono serio—, ¿te importaría contarme exactamente todo lo que has hecho esta mañana?
Se rió de mi seriedad.
—Austin —me dijo—, hoy te has puesto tu aire profesional. ¡Esto es lo que comporta ser la novia de un científico! Pero voy a contártelo, de todos modos; aunque no logro imaginar qué interés puede tener esto para ti. Me he levantado a las ocho. He desayunado a las ocho y media. He venido a esta habitación a las nueve y diez y me he puesto a leer las Mémoires de Mme. de Rémusat; y, al cabo de unos pocos minutos, he incurrido con esta dama francesa en la descortesía de quedarme dormida sobre su libro; y a vos, caballero, os he otorgado la cortesía de soñar con vos, lo cual es de lo más halagador. Hace solo unos minutos que me he despertado.
—Y al despertar, ¿estabas exactamente en el mismo sitio?
—Pero ¿cómo habría podido estar en otra parte?
—¿Te molestaría, Agatha, contarme lo que has soñado sobre mí? Te aseguro que no te lo pregunto por simple curiosidad.
—Solo he tenido la vaga impresión de que aparecías en mi sueño. No recuerdo nada preciso.
—Si hoy no has salido, Agatha, ¿cómo es que tienes polvo en los zapatos?
Pareció molestarse.
—Austin, la verdad es que no sé qué te pasa esta mañana. Casi diría que dudas de lo que digo. Si mis zapatos tienen polvo, será seguramente porque me habré puesto un par que no ha sido limpiado por la criada.
Era a todas luces evidente que no sabía nada de nada; y me dije que, a fin de cuentas, quizá lo mejor sería dejarla en su ignorancia. Si la sacaba de ella, quizá Agatha se asustaría, y eso no podría conducir a nada bueno. De manera que, sin hablar del asunto, me despedí al cabo de poco rato para ir a dar mi clase.
Pero estoy profundamente impresionado.
Mi horizonte, en cuanto a las posibilidades científicas, se ha ensanchado de repente de un modo enorme.
Ya no me sorprenden la energía y el diabólico entusiasmo de Wilson. ¿Quién no trabajaría con un empeño invencible, percibiendo al alcance de la mano un ancho territorio virgen?
Sí; recuerdo que, viendo cómo un nucleolo adoptaba una forma nueva, o percibiendo un detalle nimio en una fibra muscular estriada vista a un aumento de trescientos diámetros, me sentía entusiasmado.
¡Qué míseras son esas investigaciones comparadas con aquellas que abordan las raíces mismas de la vida, la naturaleza del alma!
Siempre había considerado el espíritu como producto de la materia; el cerebro, según pensaba, segregaba la inteligencia, del mismo modo que el hígado segrega la bilis.
Pero ahora, ¿cómo dar esto por cierto, después de ver el modo en que el espíritu actúa a distancia, operando sobre la materia como un músico sobre su violín?
Si es así, el cuerpo no hace nacer el alma; es más bien el tosco instrumento mediante el cual se manifiesta el espíritu.
El molino de viento no genera el viento: no hace más que ponerlo de manifiesto.
Aquello estaba en contradicción con todos mis hábitos de pensamiento. Sin embargo, era posible, era sin ninguna duda posible; y merecía la pena estudiar el tema a fondo. ¿Por qué no estudiarlo?
Leo, con fecha de ayer, estas palabras:
«Si Wilson pudiera mostrarme algo positivo y objetivo, puede que me dejara tentar, y estudiaría el tema desde el ángulo de la fisiología».
¡Pues bien! Ahora sí cuento con ese medio de control. Me atendré a lo dicho. La investigación tendrá, estoy seguro, un enorme interés.
Algunos de mis colegas no verían la cosa con buenos ojos: la ciencia está repleta de prejuicios. Pero si a Wilson le dan valor sus convicciones, también yo puedo permitirme el lujo de ser valeroso.
Iré a visitarle mañana por la mañana. A él y a la señorita Penelosa.
Si ha podido mostrarnos tantas cosas, probablemente podrá mostrarnos todavía más.
26 de marzo
Tal como suponía, Wilson está entusiasmado por mi conversión, y, bajo la reticencia de la señorita Penelosa, se adivinaba el placer de haber triunfado con su experimento.
Es extraña esta mujer; silenciosa e incolora, salvo cuando hace uso de su poder.
Solo hablando, ya adquiere color, y se anima.
Se diría que se interesa por mí de un modo muy especial. No he podido dejar de observar que me sigue con la mirada por toda la habitación.
Hemos tenido una interesante conversación sobre su poder.
No es más que justicia tomar nota de su punto de vista, aunque, claro está, no puedo atribuirle ninguna validez científica.
—Se encuentra usted en el borde mismo del tema —me dijo cuando le hube manifestado mi sorpresa ante el extraordinario fenómeno de sugestión que me había mostrado—. Yo no tenía ninguna influencia directa sobre la señorita Marden cuando fue a verle a usted; ayer por la mañana ni siquiera pensaba en ella. Lo que hice se redujo a regular su espíritu, del mismo modo que regularía el carillón de un reloj para que sonara a la hora deseada. Si la sugestión se hubiera dispuesto para seis meses en vez de doce horas, todo habría ocurrido del mismo modo.
—¿Y si la sugestión hubiera sido asesinarme?
—Lo habría hecho, indefectiblemente.
—¡Pero ese poder es terrible! —exclamé.
—Es un poder terrible, como usted dice —contestó gravemente—; y, cuanto mejor lo conozca, tanto más terrible le parecerá.
—¿Puedo preguntarle —dije— a qué se refería usted exactamente al decir que este asunto de la sugestión no está más que al borde del tema? ¿Qué es lo que considera usted esencial?
—Preferiría no decírselo.
Me chocó la fuerza contenida en su respuesta.
—Como comprenderá —dije—, no pregunto esto por curiosidad, sino con la esperanza de encontrar alguna explicación científica a los hechos que usted me proporciona.
—Le confieso francamente, profesor Gilroy —dijo ella—, que la ciencia no me interesa en absoluto, y que no me importa en lo más mínimo que la ciencia pueda o no pueda clasificar estas facultades.
—Pero yo esperaba…
—¡Oh! Esto es otro asunto. Si me lo presenta como una cuestión personal —me dijo con su sonrisa más amable—, estaré realmente encantada de decirle todo lo que desee saber. Veamos, ¿qué me había preguntado? ¡Ah, sí! Sobre otros poderes. El profesor Wilson no admite creer en ellos, pero no por eso dejan de ser ciertos. Por ejemplo: el operante puede conseguir un dominio absoluto sobre su sujeto, siempre que el sujeto sea receptivo. Puede hacerle actuar como desee, sin que haya habido ninguna sugerencia previa.
—¿Contra la voluntad del sujeto?
—Depende. Si la fuerza se aplicara enérgicamente, el sujeto no se enteraría de nada, como la señorita Marden cuando fue a visitarle y le dio aquel susto. Si la influencia fuera menos poderosa, el sujeto podría saber lo que hace, pero sería incapaz de dejar de hacerlo.
—Entonces, ¿habría perdido su voluntad?
—Su voluntad estaría dominada por otra más fuerte.
—¿Ha ejercido usted esta facultad?
—Varias veces.
—Su voluntad es, pues, muy fuerte.
—Sí, pero no es esta la única condición necesaria. Muchos tienen una voluntad fuerte, pero no pueden proyectarla fuera de sí mismos. Lo esencial es poseer el don de proyectarla sobre otra persona, y de sustituir su voluntad con la propia. He podido observar que esta facultad, en mi caso, varía según mi salud y mis energías.
—En suma: usted envía su alma al cuerpo de otra persona.
—Puede expresarlo de este modo.
—Y su propio cuerpo, ¿qué hace entonces?
—Simplemente queda en una especie de letargo.
—Pero ¿esto no representa ningún peligro para su salud?
—Quizá podría haber algún peligro. Hay que estar muy atento a no dejar que la propia conciencia escape por completo, porque entonces podría haber alguna dificultad en volver al propio yo. Por decirlo de algún modo, hay que conservar siempre la conexión. Temo que me expreso con términos incorrectos, profesor Gilroy, pero no sé cómo dar a estos hechos un aspecto científico. Lo que le cuento son cosas experimentadas por mí, y las explico a mi modo.
¡Vaya! Ahora que releo todo esto con tranquilidad me sorprendo a mí mismo.
¿Es este el mismo Austin Gilroy que ha conquistado un puesto de primera fila gracias a la implacable firmeza de su razonamiento y a su fidelidad al hecho establecido?
Me veo ahora dedicado a anotar seriamente los parloteos de una mujer que me dice que puede proyectar su alma fuera de su cuerpo, y que, mientras permanece en estado letárgico, está en condiciones de dirigir a distancia actos ajenos.
¿Puedo admitir esto? Claro que no. Tendré que demostrarlo, demostrarlo indiscutiblemente antes de ceder una pulgada. De todos modos, aunque siga siendo un escéptico, he dejado de lado la burla.
Esta noche tendremos una sesión. La señorita Penelosa tratará de producir en mí algún efecto mesmérico.
Si lo consigue, será un magnífico punto de partida para mis investigaciones. Sea como sea, nadie podrá acusarme de complicidad. Si no consigue nada conmigo, intentaremos encontrar algún sujeto que sea como la mujer de César.
En cuanto a Wilson, está herméticamente cerrado.
10 de la noche
Me parece que estoy en vísperas de descubrimientos que harán época.
Tener el poder de examinar esos fenómenos desde su interior, poseer un organismo que reacciona y, al mismo tiempo, un cerebro que valora y que controla, constituye sin duda una ventaja incomparable.
Estoy seguro de que Wilson daría cinco años de vida para poseer la receptividad que la experiencia me ha llevado a admitir como cierta en mí mismo.
Solo estaban como testigos Wilson y su mujer.
Yo me había reclinado, con la cabeza echada hacia atrás. La señorita Penelosa, en pie delante de mí, ejecutaba los mismos pases lentos que con Agatha.
Con cada pase me parecía que me golpeaba una racha de aire cálido, expandiendo en mí un estremecimiento, un ardor que me invadía de pies a cabeza.
Tenía la mirada fija en la señorita Penelosa, pero, mientras la miraba, sus rasgos se hacían cada vez más indistintos; y, finalmente, se borraron.
Tuve conciencia de no ver otra cosa que sus ojos grises, cuya mirada se clavaba en mí, profunda, insondable. Aquellos ojos crecían, crecían… y acabaron convirtiéndose en dos lagos de montaña hacia los que me sentía caer con espantosa velocidad.
Me estremecí, y en aquel preciso instante una idea, surgida de las capas más resguardadas de la inteligencia, me dijo que aquel estremecimiento correspondía a la fase de rigidez que había observado en Agatha.
Al cabo de un instante había llegado a la superficie de los lagos, que ahora se habían fundido en uno solo; y me hundí en sus aguas, con una sensación de plenitud en la mente y notando un zumbido en los oídos. Me hundía, me hundía… Luego, con un súbito impulso, ascendí de nuevo, hasta ver otra vez la luz que se expandía en ondulaciones resplandecientes en el agua verde.
Estaba ya cerca de la superficie cuando resonó en mi cabeza la palabra:
—Despierte.
Con un sobresalto, me encontré de nuevo en el sillón, en compañía de la señorita Penelosa, apoyada en su muleta, y de Wilson, que, con un cuaderno de notas en la mano, me miraba por encima de los hombros de la dama.
No me quedaba ninguna sensación de pesadez o cansancio.
Al contrario. Solo ha pasado una hora desde el experimento y me siento tan despejado que me atrae más la idea de quedarme en mi gabinete que la de irme a dormir.
Se extiende ante mí un amplio panorama de experiencias. Espero con impaciencia el momento de iniciarlas.
27 de marzo
Día perdido. La señorita Penelosa ha ido con Wilson y su mujer a visitar a los Sutton.
He empezado a leer el Magnétisme animal de Binet y Féré.
¡Qué aguas tan extrañas! ¡Resultados, resultados! En cuanto a la causa… ¡completo misterio!
Esto estimula la imaginación; pero es un factor ante el cual debo estar en guardia. Hay que evitar las conclusiones, las deducciones, y permanecer en el sólido terreno de los hechos.
Sé que el trance mesmérico es real; sé que la sugestión mesmérica es real; sé que yo mismo soy receptivo a esa fuerza.
Esta es mi actual situación.
Tengo una gran libreta nueva para hacer mis anotaciones. La reservaré exclusivamente para los detalles científicos.
Larga charla, a últimas horas de la tarde, con Agatha y la señora Marden acerca de nuestra boda.
¿Por qué esperar más?
Me fastidian incluso estos pocos meses de espera, que se me harán tan largos; pero, como dice la señora Marden, hay que arreglar todavía muchas cosas.
28 de marzo
Magnetizado una vez más por la señorita Penelosa. La experiencia ha tenido muchas analogías con la anterior, con la diferencia de que la insensibilidad ha llegado antes. Véase la ficha «A» para la temperatura de la habitación, la presión barométrica, el pulso y la respiración, datos anotados por el profesor Wilson.
29 de marzo
Nueva sesión de magnetización. Detalles en la ficha «A».
30 de marzo
Domingo. Día perdido. Me pone de malhumor todo lo que interrumpe nuestros experimentos.
Por ahora, estos no van más allá de los signos físicos que se asocian con la insensibilidad, ya leve, ya completa, ya extrema.
Nuestra idea es pasar luego a los fenómenos de sugestión y de lucidez.
Hechos semejantes han sido establecidos por profesores en mujeres de Nancy y de la Salpêtrière.
La cosa será todavía más convincente cuando una mujer demuestre lo mismo con un profesor, ante un segundo profesor como testigo. ¡Y pensar que el sujeto seré yo! ¡Yo, el escéptico, el materialista! Al menos habré demostrado que mi dedicación a la ciencia es mayor que el deseo de seguir siendo como soy.
Tragarnos lo que hemos dicho es el mayor sacrificio que la ciencia puede exigir de nosotros.
Mi vecino, Charles Sadler, ese joven y simpático profesor de anatomía, ha venido esta noche a devolverme un ejemplar de los Archivos de Virchow que le había prestado. Le llamo joven, pero, de hecho, es un año mayor que yo.
—Me he enterado, Gilroy —me ha dicho—, de que se está usted sometiendo a los experimentos de la señorita Penelosa. ¿Es cierto? ¡Vaya! Yo, en su lugar, no iría ya más lejos en esto. Seguramente lo encontrará una gran impertinencia por mi parte, pero considero un deber instarle a que no siga relacionándose con ella.
Como es natural, le he preguntado por qué.
—Me encuentro en una posición que me impide entrar en detalles que me gustaría proporcionarle —me ha dicho—. La señorita Penelosa es amiga de un amigo mío, y mi situación es delicada. Todo lo que puedo decir es que yo mismo me he sometido a los experimentos de esa mujer, y que estos experimentos han dejado en mí impresiones desagradabilísimas.
He hecho toda clase de esfuerzos para sacarle algo más, pero sin conseguirlo.
¿Es acaso concebible que pueda estar celoso de que yo le haya suplantado? ¿O es uno de esos científicos que consideran como un insulto personal el descubrimiento de hechos que van en contra de sus ideas preconcebidas?
¡No se imaginará en serio que voy a abandonar una serie de experimentos que anuncian resultados tan fecundos, simplemente porque él tiene váyase a saber qué agravios!
Ha parecido molesto por la ligereza con que he acogido sus nebulosas advertencias y nos hemos separado con cierta frialdad.
31 de marzo
Magnetizado por la señorita Penelosa.
1 de abril
Magnetizado por la señorita Penelosa. (Ficha «A»).
2 de abril
Magnetizado por la señorita Penelosa. Registro esfigmográfico tomado por el profesor Wilson.
3 de abril
Es posible que esta serie de magnetizaciones produzcan algún efecto sobre el organismo.
Agatha dice que estoy más delgado y que tengo algo de ojeras.
Percibo en mí una tendencia a la irritabilidad que antes no conocía. Por ejemplo, me sobresalta el menor ruido y, si un estudiante dice alguna estupidez, me encolerizo en vez de reírme.
Agatha quiere que detenga la investigación, pero yo le digo que todo estudio continuado es fatigoso, y que no se puede obtener ningún resultado sin pagar su precio.
Cuando vea la sensación que causará mi artículo sobre las relaciones entre el espíritu y la materia, admitirá que merece la pena soportar un poco de tensión y de desgaste nervioso.
No me sorprendería que esta investigación me llevara a ser elegido miembro de la Royal Society.
A últimas horas de la tarde, magnetizado una vez más.
Ahora el efecto se produce con mayor rapidez, y las visiones subjetivas son menos acentuadas.
Tomo anotaciones minuciosas sobre cada sesión.
Wilson estará ausente de la ciudad durante ocho o diez días, pero no suspenderemos los experimentos, cuyo valor depende tanto de mis sensaciones como de sus observaciones.
4 de abril
He de mantenerme muy en guardia. Se ha introducido en nuestros experimentos una complicación que no había tenido en cuenta. Mi ansia por obtener datos científicos me había cegado ante el hecho de que la señorita Penelosa y yo somos seres humanos.
Aquí puedo escribir cosas que no me atrevería a confiar a nadie en el mundo.
Esa desdichada parece haberse encaprichado de mí.
No afirmaría cosa semejante, ni siquiera en el secreto de un diario íntimo, si no se hubiera llegado a tal punto que me ha sido imposible no darme cuenta.
Durante algún tiempo, más exactamente durante la pasada semana, se habían dado indicios que yo había echado brutalmente a un lado, negándome a prestarles atención: su entusiasmo a mi llegada, su abatimiento cuando me marcho, su insistencia para que yo acuda con frecuencia, la expresión de sus ojos, el timbre de su voz…
He hecho cuanto he podido para convencerme de que todo eso no significaba nada, que simplemente podía atribuirse a la sociabilidad de la gente de las Indias Occidentales.
Pero anoche, al despertar del sueño magnético, tendí la mano, y, sin saberlo, sin quererlo, apreté sus manos.
Cuando hube vuelto enteramente en mí, seguíamos con las manos enlazadas, y ella me miraba con una sonrisa expectante.
Y lo horrible es que sentí en mí el impulso de decir lo que ella esperaba.
¡Qué miserable embustero habría sido, de haberlo hecho! ¡Qué asco sentiría ahora hacia mí mismo, si en aquel momento hubiera cedido a la tentación!
Pero, gracias a Dios, tuve fuerza suficiente para ponerme en pie de un salto y salir corriendo de la habitación.
Temo haber sido grosero. Pero no. No podía, no podía ser dueño de mí ni un instante más.
¡Yo, un caballero, un hombre de honor, prometido en matrimonio con una de las muchachas más encantadoras de Inglaterra, he estado a punto, en un instante de pasión que me privaba de todo raciocinio, de hacer una declaración de amor a esa mujer a la que apenas conozco!
Es bastante mayor que yo, y además cojea.
Es monstruoso, odioso… Y, sin embargo, el impulso era tan fuerte que de haber permanecido un momento más en su presencia me habría comprometido.
¿Cómo entender eso?
Tengo la misión de enseñar a otros cómo funciona nuestro organismo, ¿y qué sé yo de mi propio organismo?
¿Ha sido producto de la maduración repentina de determinados principios profundamente sepultados en lo más hondo de mí?, ¿ha sido un instinto animal primitivo que se ha manifestado repentinamente?
Tan fuerte era aquel sentimiento que estuve a punto de creer en las historias de posesión diabólica.
Sea como sea, este incidente me coloca en una posición sumamente embarazosa.
Por una parte me disgusta muchísimo renunciar a una serie de experimentos que han llegado ya tan lejos y que auguran resultados tan brillantes; por otra, si esa desdichada ha llegado a albergar una pasión hacia mí… ¡Pero no! Seguramente he vuelto a incurrir en algún error absurdo. ¡Ella! ¡A su edad, con su deformidad!
Además, conoce mis relaciones con Agatha. Sabe cuál es mi situación.
Si sonreía, era simplemente porque se sentía divertida; puede que por el hecho de haberle tomado la mano durante mi estado de vértigo.
Fue mi cerebro, aún medio magnetizado, el que entendió así la cosa, y el que, en un impulso brutal, me lanzó apresuradamente a esta línea de pensamiento.
Me gustaría ser capaz de convencerme de que realmente es así la cosa.
Pensándolo bien, creo que lo más juicioso sería aplazar todo nuevo experimento hasta después del regreso de Wilson.
De acuerdo con esto, he mandado una carta a la señorita Penelosa y, sin ninguna alusión a la pasada noche, le he comunicado que unas tareas urgentes me obligan a interrumpir nuestros experimentos durante algunos días.
Me ha mandado una respuesta, bastante seca, diciéndome que si cambio de idea la encontraré en su casa a la hora de costumbre.
10 de la noche
¡Vaya, vaya! ¡Qué poca cosa soy!
Desde hace algún tiempo voy conociéndome cada vez mejor; y, cuanto mejor me conozco, tanto más desciendo en mi propia estimación.
Desde luego, no siempre he sido tan débil como lo soy ahora.
A las cuatro de la tarde me habría reído si me hubiesen dicho que iría esta noche a ver a la señorita Penelosa. Sin embargo, a las ocho me encontraba como de costumbre ante la puerta de la casa de Wilson.
No sé cómo ha ocurrido. La fuerza de la costumbre, imagino. Puede que haya una adicción al magnetismo, del mismo modo que hay una adicción al opio, y que yo sea víctima de ella.
Lo cierto es que, mientras trabajaba en mi gabinete, me iba sintiendo cada vez más inquieto. Me movía sin motivo, me desplazaba sin objetivo, no conseguía concentrar la atención en los papeles que tenía delante. Finalmente, antes de darme siquiera cuenta de lo que hacía, me había puesto el sombrero y había salido para acudir a mi cita de costumbre.
Ha sido una velada interesante.
La señora Wilson estuvo presente durante la mayor parte de la sesión, y eso eliminó la turbación que por lo menos uno de los dos habría sentido.
La actitud de la señorita Penelosa fue ni más ni menos la misma que de costumbre. No manifestó ninguna sorpresa al verme acudir, a pesar de mi nota.
No había en su modo de comportarse nada que hiciera pensar que el incidente de ayer hubiera dejado en ella impresión alguna; así que, hasta cierto punto, pude suponer que había exagerado el asunto.
6 de abril. Noche
No, no había exagerado nada.
No puedo ya cerrar los ojos ante la evidencia. Esa mujer se ha enamorado de mí.
Es monstruoso, pero cierto.
Esta noche, al despertar una vez más del trance mesmérico, me he encontrado con mi mano enlazada en la suya, y con la mente invadida por esa sensación repugnante que me impulsa a pisotear mi honor, mi futuro… A pisotearlo todo, todo, y arrojarlo a los pies de esa persona que, según me doy cuenta cuando estoy fuera de su influencia, no posee ningún encanto físico.
Pero cuando estoy a su lado no me siento así.
Esa mujer despierta en mí algo… Algo perverso… Algo en lo que no quisiera pensar. Paraliza lo mejor que hay en mi modo de ser, y al mismo tiempo estimula lo peor que hay en él.
Decididamente, no es conveniente que permanezca cerca de ella.
La pasada velada fue más peligrosa que la otra.
En vez de huir, me quedé allí, con la mano entre las suyas, charlando con ella sobre los temas más íntimos. Entre otras cosas, hablamos de Agatha.
¿Qué fue lo que me pasó por la cabeza?
La señorita Penelosa dijo que Agatha era trivial, y yo le di la razón. Volvió a hablarme de Agatha una o dos veces más de modo poco halagador, y yo no protesté. ¡Qué bruto he sido!
Sin embargo, a pesar de la debilidad que he mostrado, me quedan fuerzas para acabar con todo esto. No volverán a suceder cosas como estas. Seré lo bastante juicioso para huir cuando no esté en condiciones de luchar. Hoy mismo, esta noche de domingo, doy por terminadas mis sesiones con la señorita Penelosa. Para siempre.
Renunciaré a los experimentos, abandonaré la investigación. ¡Cualquier cosa antes que tener que enfrentarme a esa tentación que me hace caer tan bajo!
No le he dicho nada a la señorita Penelosa. Simplemente me mantendré alejado de ella.
Ya entenderá el motivo, sin necesidad de que yo le diga nada.
7 de abril
Me he quedado en casa, según lo dicho.
¡Qué lástima, perder un estudio tan interesante! ¡Pero qué lástima, por otra parte, arruinar mi vida! Y sé que delante de esa mujer ya no soy dueño de mí.
11 de la noche
¡Que Dios me ayude! ¿Qué es lo que me ocurre?
¿Me estoy volviendo loco?
A ver si me calmo y consigo razonar un poco. Ante todo, anotaré exactamente lo ocurrido.
Eran más o menos las ocho cuando escribí las líneas con las que empecé la entrada de hoy en mi diario.
Experimentaba una inquietud, una agitación extraña, y salí a pasar la velada con Agatha y su madre.
Ambas hicieron la observación de que estaba pálido y de que tenía un aire como asustado.
Hacia las nueve llegó el profesor Pratt-Haldane y nos pusimos a jugar al whist.
Hice un enorme esfuerzo para mantener mi atención fija en el juego, pero aquella sensación de febril agitación no dejaba de crecer, y llegó a tal extremo que no me consideré en condiciones de poder superarla.
Sencillamente, me resultaba imposible.
Finalmente, mientras se estaban repartiendo las cartas, tiré las mías sobre la mesa. Farfullé unas disculpas incoherentes relativas a una cita y salí apresuradamente de la habitación.
Recuerdo vagamente, como en un sueño, haber cruzado el vestíbulo a la carrera, arrancado, por así decirlo, mi sombrero de la percha, y cerrado violentamente la puerta detrás de mí.
También veo de nuevo como en un sueño las hileras de farolas, y mis zapatos, cubiertos de fango, me demuestran que sin duda corrí por el medio de la calzada.
Todo tenía un aire borroso, extraño, irreal.
Fui a casa de los Wilson.
Vi a la señora Wilson, vi a la señorita Penelosa.
Apenas recuerdo de qué hablamos. Solo recuerdo que la señorita Penelosa, bromeando, me amenazó con su muleta, acusándome de llegar con retraso y de no interesarme como antes en nuestros experimentos.
No hubo magnetización, pero me quedé un rato allí. Acabo de volver.
Mi mente ha recobrado toda su claridad. Puedo reflexionar sobre lo sucedido.
Es absurdo atribuirlo todo a la debilidad y a la fuerza de la costumbre.
La otra noche traté de explicar así la cosa, pero esta explicación ya no es suficiente.
Se trata de algo más profundo, y también más terrible.
En casa de las Marden, en la mesa de juego, me sentí arrastrado como con un nudo corredizo en el cuello.
Ya no puedo ocultarme esto a mí mismo.
Esa mujer ha puesto sus garras en mí. Me sujeta. Pero debo conservar la serenidad, y encontrar, por medio de la razón, una forma de salir del paso.
¡Qué loco y qué ciego he sido! Embebido de entusiasmo por mi investigación, he ido derecho al abismo abierto ahí, delante de mí.
¿Acaso ella misma no me advirtió? ¿No me había dicho, según leo en mi propio diario, que cuando ha adquirido poder sobre un sujeto puede obligarle a hacer lo que quiere?
Y ese poder lo ha adquirido sobre mí. Ahora estoy a sus órdenes; estoy bajo el arbitrio de la mujer de la muleta. Cuando desea que acuda, allá he de ir yo. Tengo que hacer lo que ella quiere. Y, aún peor: ¡debo experimentar los sentimientos que ella quiere! La aborrezco y la temo; y, sin embargo, cuando estoy bajo su influencia mágica, puede obligarme a amarla; estoy seguro.
Lo único que me consuela un tanto es el hecho de que estos impulsos aborrecibles que me echo en cara no proceden de mí, de ningún modo.
Todo se transmite de ella a mí, aunque yo no tuviera ni la menor conciencia de ello durante los primeros tiempos.
Esta idea me inspira una sensación de mayor limpieza y ligereza.
8 de abril
Sí. Ahora, en pleno día, perfectamente sereno, con todo el margen para meditar, me veo obligado a dar por cierto todo lo que escribí en mi diario la otra noche.
Mi posición es horrenda; pero, ocurra lo que ocurra, no debo perder la cabeza. Tengo que tensar mi inteligencia contra su poder.
Al fin y al cabo, no soy un estúpido títere al que se pueda hacer bailar tirando de unos hilos.
Poseo energía, inteligencia y valor. A pesar de todos sus trucos diabólicos, aún puedo vencerla.
¡Puedo! No, no… Debo. Si no, ¿qué será de mí?
Tratemos de encontrar la salida lógica.
De acuerdo con sus propias explicaciones, esa mujer puede dominar mi sistema nervioso. Puede proyectarse a sí misma dentro de mi cuerpo y mandar en él. Tiene un alma de parásito; sí, un alma de parásito, de monstruoso parásito. Se introduce en mi organismo como el ermitaño en la concha del caracol.
¿Qué puedo hacer contra ella? Tengo que vérmelas con fuerzas de las que no sé nada.
Y no puedo contar a nadie mis sufrimientos. Me tomarían por loco. Si esto saliera a la luz pública, no cabe duda de que la universidad consideraría que no necesita los servicios de un profesor poseído por el diablo.
¡Y Agatha!
No, no. Tengo que enfrentarme solo al peligro.
Releo mis anotaciones acerca de las afirmaciones de esa mujer cuando habló de sus poderes.
Hay una cosa que me desconcierta por completo: acabó diciendo que, cuando la influencia es leve, el sujeto sabe lo que hace, pero no puede gobernarse a sí mismo; mientras que, cuando la voluntad se ejerce con energía, el sujeto es absolutamente inconsciente.
Ahora bien: yo siempre he sabido lo que hacía; la noche pasada, sin embargo, no tanto como en las ocasiones anteriores.
Esto parece significar que no ha ejercido todavía sobre mí toda la fuerza de su poder.
¿Ha habido jamás un hombre en mi misma situación?
Sí, puede que uno… y que está muy cerca. Charles Sadler debe saber algo de esto.
Sus difusos consejos de mantenerme vigilante cobran hoy sentido.
¡Ah! Si le hubiera escuchado no habría contribuido, a través de esas reiteradas sesiones, a fortalecer los eslabones de la cadena que me aprisiona.
Iré a verle hoy.
Me disculparé ante él por haber tomado tan a la ligera sus advertencias.
Veré si puede darme algunos consejos.
4 de la tarde
No, no puede.
He hablado con él, y se ha mostrado tan sorprendido en cuanto he empezado a aludir a mi horrendo secreto que no he podido seguir.
Hasta donde alcanzo a entender, en base a vagos signos y a deducciones más que a afirmaciones claras, lo que él experimentó se redujo a palabras o miradas parecidas a las que me han sido dirigidas.
El hecho mismo de que se haya apartado de la señorita Penelosa es suficiente para demostrar que él no ha sido nunca verdaderamente prisionero suyo.
¡Ah! ¡Si él supiera lo que habría podido ocurrirle!
Charles Sadler debería sentir gratitud por su flemático temperamento anglosajón. Yo soy moreno; soy un celta, y las garras de esa bruja penetran profundamente en mis nervios.
¿Conseguiré algún día liberarme de ella?
¿Volveré alguna vez a ser el mismo hombre que era hace tan solo dos semanas?
Veamos. Estudiemos qué es lo mejor que puedo hacer.
No puedo ni pensar en alejarme de la universidad en pleno semestre.
Si fuera libre, mi plan estaría ya trazado.
Me marcharía inmediatamente. Viajaría a Persia. Pero ¿dejaría ella que me fuera? ¿Y no sería su influencia lo bastante fuerte para seguirme a Persia, obligándome a volver hasta quedar al alcance de su muleta?
Solo mediante una amarga experiencia personal conoceré los límites de su poder infernal.
Lucharé; lucharé, lucharé.
¿Qué otra cosa puedo hacer?
Sé perfectamente que, hacia las ocho, se apoderará de mí esa necesidad invencible de su compañía y esa agitación angustiosa.
¿Cómo conseguiré superarlo? ¿Qué he de hacer?
He de conseguir que me sea imposible salir de mi habitación.
Cerraré la puerta con llave y tiraré la llave por la ventana. Sí; pero ¿cómo me las arreglaré por la mañana?
No pensemos en mañana. Es preciso, de todas todas, que rompa esta cadena que me aprisiona.