Me preguntáis, hermano, si he amado. Sí. Es una historia singular y terrible, y, aunque tengo ahora sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de ese recuerdo. No quiero negaros nada, pero no explicaría a un alma menos experimentada que la vuestra un relato semejante. Se trata de acontecimientos tan extraños que casi no puedo creer que me hayan sucedido. Durante más de tres años fui el juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, un pobre cura de pueblo, he llevado en sueños todas las noches (¡quiera Dios que fuera un sueño!) una vida de condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una única mirada demasiado complaciente dirigida a una mujer pudo causar la pérdida de mi alma; pero, finalmente, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, he podido ahuyentar al malvado espíritu que se había apoderado de mí. Mi existencia se había complicado con una vida nocturna completamente diferente. De día, yo era un sacerdote del Señor, casto, dedicado a la oración y a las cosas santas; de noche, en cuanto cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero, buen conocedor de mujeres, perros y caballos, jugador, bebedor y blasfemo; y, cuando al rayar el alba despertaba, me parecía, por el contrario, que me dormía y que soñaba que era sacerdote. De esa vida sonámbula me han quedado recuerdos de objetos y palabras de los que no puedo librarme, y, aunque no he traspasado nunca los muros de mi parroquia, se diría, al oírme, que soy un hombre que lo ha probado todo y que, desengañado del mundo, ha entrado en religión para finalizar sus días en el seno de Dios, y no un humilde seminarista que ha envejecido en una ignorada casa de cura, perdida en medio de un bosque y sin ninguna relación con las cosas de su época.

Sí, he amado como no ha amado nadie en el mundo, con un amor impetuoso e insensato, tan violento que me extraña que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Ah! ¡Qué noches! ¡Qué noches!

Desde mi más tierna infancia, había sentido la vocación del estado sacerdotal; por eso todos mis estudios fueron dirigidos en ese sentido, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue sino un largo noviciado. Acabados los estudios de teología, pasé sucesivamente por todas las órdenes menores, y mis superiores me juzgaron digno, a pesar de mi juventud, de superar el último y temible grado. El día de mi ordenación fue fijado para la semana de Pascua.

Jamás había corrido mundo; el mundo era para mí el recinto del colegio y del seminario. Sabía vagamente que existía algo que se llamaba mujer, pero no me detenía a pensarlo. Era de una inocencia perfecta. Solo veía a mi madre, anciana y enferma, dos veces al año; esa era toda mi relación con el exterior.

No echaba nada de menos, no sentía la más mínima duda ante ese compromiso irrevocable; me sentía lleno de dicha y de impaciencia. Jamás novio alguno contó las horas con tan febril ardor; no dormía, soñaba que cantaba misa; no veía en el mundo nada más hermoso que ser sacerdote: hubiera rechazado ser rey o poeta. Mi ambición no concebía nada más.

Os digo esto para mostraros cómo lo que me sucedió no debió sucederme, y que fui víctima de una fascinación inexplicable.

Llegado el gran día, caminaba hacia la iglesia con un paso tan ligero que parecía flotar o tener alas en los hombros. Me creía un ángel, y me sorprendía la fisonomía sombría y preocupada de mis compañeros, pues éramos varios. Había pasado la noche rezando y me sentía en un estado que casi llegaba al éxtasis. El obispo, venerable anciano, me parecía Dios Padre soñando en su eternidad, y veía el cielo a través de las bóvedas del templo.

Vos sabéis los detalles de esa ceremonia: la bendición, la comunión en las dos especies, la unción de las palmas de las manos con el crisma de los catecúmenos, y finalmente el santo sacrificio ofrendado juntamente con el obispo. No insistiré en eso. ¡Oh, qué razón tiene Job, y qué imprudente es aquel que no concierta un tratado con sus ojos! Levanté por casualidad la cabeza, que hasta entonces había mantenido inclinada, y vi ante mí, tan cerca que hubiera podido tocarla, aunque en realidad estuviera a bastante distancia y al otro lado de la balaustrada, una joven de excepcional belleza, vestida con una magnificencia real. Fue como si una venda me cayera de los ojos. Experimenté la sensación de un ciego que recobrara súbitamente la vista. El obispo, tan resplandeciente hacía un momento, se apagó de repente, los cirios palidecieron en sus candelabros de oro como las estrellas al alba, y en toda la iglesia se hizo una completa oscuridad. La encantadora criatura destacaba en ese fondo sombrío como una revelación angélica. Parecía brillar por sí misma, desprender luz, antes que recibirla.

Bajé los párpados, bien decidido a no levantarlos de nuevo para evitar la influencia de los objetos exteriores; dado que me distraía cada vez más, y apenas sabía lo que hacía.

Un minuto después, volví a abrir los ojos, pues a través de las pestañas la veía brillar con los colores del prisma y en una penumbra púrpura, como cuando se mira el sol.

¡Oh, qué hermosa era! Cuando los más grandes pintores, persiguiendo en el cielo la belleza ideal, trajeron a la tierra el divino retrato de la Madona, ni siquiera se han acercado a esa fabulosa realidad. Ni los versos del poeta ni la paleta del pintor pueden dar una idea. Era bastante alta, con un talle y un porte de diosa; sus cabellos, de un rubio suave, se separaban en la frente y caían sobre sus sienes como dos ríos de oro; parecía una reina con su diadema; la frente, de una blancura azulada y transparente, se extendía ancha y serena sobre los arcos de dos cejas casi morenas, singularidad que resaltaba aún más las pupilas verde mar, de una vivacidad y de un brillo insostenibles. ¡Qué ojos! Con un destello decidían el destino de un hombre; tenían una vida, una claridad, un ardor, una humanidad brillante que no he visto jamás en ojo humano alguno; despedían chispas como flechas, que veía distintamente llegar a mi corazón. No sé si la llama que los iluminaba venía del cielo o del infierno, pero sin duda venía de uno o de otro. Esa mujer era un ángel o un demonio, o quizá las dos cosas a la vez; ciertamente no procedía de Eva, la madre común. Sus dientes, bellas perlas, brillaban en su roja sonrisa, y a cada inflexión de su boca pequeños hoyuelos se formaban en el satén rosa de sus adorables mejillas. La nariz era de una finura y de una altivez mayestática y revelaba un muy noble origen. Brillos de ágata relucían en la piel uniforme y lustrosa de sus hombros semidesnudos, y vueltas de enormes perlas rubias, de un tono muy parecido al del cuello, descansaban sobre su pecho. De vez en cuando, levantaba la cabeza con un movimiento ondulante de culebra o de pavo real que se envanece, y entonces se estremecía ligeramente el cuello bordado en calado que la envolvía como un entramado de plata.

Llevaba un traje de terciopelo rojizo, de cuyas amplias mangas forradas de armiño salían unas manos patricias de una delicadeza infinita, con unos dedos largos y bien formados, de una transparencia tan ideal que dejaban pasar la luz como los de la aurora.

Todos esos detalles me son tan actuales como si dataran de ayer, y, aunque estaba extremadamente turbado, nada se me escapó: el más ligero matiz, el lunar en la barbilla, el imperceptible vello en las comisuras de los labios, la frente aterciopelada, la sombra temblorosa de las pestañas sobre las mejillas, lo captaba todo con una sorprendente lucidez.

Cuanto más la miraba, más sentía abrirse en mi interior unas puertas que hasta entonces habían permanecido cerradas; tragaluces obstruidos se desatascaban por completo y dejaban entrever perspectivas desconocidas; la vida me aparecía como muy cambiada; acababa de nacer a un nuevo orden de ideas. Una tremenda angustia me atenazaba el corazón; cada minuto transcurrido me parecía un segundo y un siglo. Sin embargo, la ceremonia avanzaba, y yo me veía arrastrado lejos del mundo justo cuando mis deseos nacientes asediaban furiosamente la entrada de ese mundo. A pesar de todo, dije sí cuando quería decir no, cuando todo mi ser se rebelaba y protestaba contra la violencia que mi lengua hacía a mi alma; una fuerza oculta me arrancaba contra mi voluntad las palabras de la garganta. Es eso quizá lo que motiva que tantas jóvenes avancen hacia el altar con el firme propósito de rechazar manifiestamente al esposo que les imponen, y ninguna ejecute su plan. Es eso sin duda lo que motiva que tantas pobres novicias tomen el velo, aunque estén decididas a rasgarlo en mil pedazos en el momento de pronunciar los votos. Nadie se atreve a provocar tal escándalo ni a decepcionar a tanta gente; todas esas voluntades, todas esas miradas pesan sobre uno como si fueran de plomo: y además está todo tan bien preparado, está todo tan bien regulado de antemano y de una manera tan evidentemente irrevocable, que el pensamiento cede ante el peso de las circunstancias y se desploma por completo.

La mirada de la bella desconocida cambiaba de expresión según avanzaba la ceremonia. De tierna y acariciadora al principio, pasó a un semblante desdeñoso y disgustado por no haber sido comprendida.

Hice un esfuerzo, que hubiera sido capaz de arrancar una montaña, para gritar que no quería ser sacerdote, pero no pude emitir sonido alguno. Mi lengua estaba pegada al paladar, y me fue imposible traducir mi voluntad en el más ligero gesto negativo. Aunque despierto, me encontraba en un estado semejante al de una pesadilla, en el que queremos gritar una palabra de la que nuestra vida depende, y somos incapaces de lograrlo.

Ella pareció darse cuenta del martirio que experimentaba y, como para animarme, me dirigió una mirada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema en el que cada mirada formaba una estrofa.

Me decía:

«Si quieres ser mío, te haré más dichoso que el mismo Dios en su paraíso; los ángeles te envidiarán. Rasga esa fúnebre mortaja con la que vas a envolverte. Yo soy la belleza, la juventud; yo soy la vida. Ven a mí, seremos el amor. ¿Qué podría ofrecerte Yahvé en compensación? Nuestra existencia transcurrirá como un sueño y será como un beso eterno.

»Rechaza el vino de este cáliz, y serás libre. Te llevaré a islas desconocidas, dormirás sobre mi seno, en un lecho de oro macizo y bajo un palio de plata; porque te amo y quiero robarte a tu Dios, ante quien tantos nobles corazones derraman mares de amor que no llegan nunca hasta él».

Me parecía oír esas palabras con un ritmo de una dulzura infinita, pues su mirada era casi sonora, y las frases que sus ojos me enviaban resonaban en el fondo de mi corazón como si una boca invisible las hubiera murmurado en mi alma. Me sentía dispuesto a renunciar a Dios y, sin embargo, mi corazón ejecutaba maquinalmente las formalidades de la ceremonia. La bella me lanzó una segunda mirada tan suplicante, tan desesperada que fue como si espadas aceradas me atravesaran el corazón y sentí en el pecho más puñales que la Dolorosa.

Ya era un hecho, era sacerdote.

Nunca fisonomía humana alguna mostró una angustia tan desgarradora; la joven que ve morir a su prometido súbitamente ante ella, la madre junto a la cuna vacía de su hijo, Eva sentada en el umbral de la puerta del paraíso, el avaro que encuentra una piedra en lugar de su tesoro, el poeta que deja caer al fuego el único manuscrito de su más bella obra, no muestran un aspecto más abrumado ni más inconsolable. La sangre abandonó por completo su encantador rostro, que se volvió blanco como el mármol; sus hermosos brazos cayeron a lo largo de su cuerpo, como si los músculos se hubieran ablandado, y se apoyó en una columna, ya que sus piernas flaqueaban y desfallecían. Yo, lívido, la frente inundada de un sudor más sangrante que el del Calvario, me dirigí, vacilante, hacia la puerta de la iglesia. Me ahogaba; las bóvedas me aplastaban los hombros; era como si mi cabeza sostuviera todo el peso de la cúpula.

Al franquear el umbral, una mano se apoderó bruscamente de la mía. ¡Una mano de mujer! Nunca había tocado ninguna. Era fría como la piel de una serpiente, pero me dejó una impresión ardiente como la marca de un hierro al rojo vivo. Era ella.

—¡Infeliz, infeliz! ¿Qué has hecho? —me dijo en voz baja; después desapareció entre la muchedumbre.

El anciano obispo pasó; me miró severamente. Mi comportamiento era de lo más extraño; palidecía, enrojecía, estaba muy turbado. Uno de mis compañeros se apiadó de mí, me cogió de la mano y me llevó con él; hubiera sido incapaz de encontrar solo el camino del seminario. A la vuelta de una esquina, mientras el joven sacerdote miraba hacia otro lado, un paje negro, vestido de forma extraña, se me acercó y, sin pararse, me entregó una pequeña cartera, con grabados de oro, indicándome que la escondiera. La deslicé en mi manga y la mantuve guardada hasta que me quedé solo en mi celda. Hice saltar el cierre, solo contenía dos tarjetas con estas palabras: «Clarimonde, palacio Concini». Estaba entonces tan poco al corriente de las cosas de la vida que no conocía a Clarimonde, a pesar de su celebridad, e ignoraba por completo dónde estaba situado el palacio Concini. Hice mil conjeturas, a cual más extravagante; pero en verdad, con tal de volver a verla, me inquietaba muy poco que fuera gran dama o cortesana.

Ese amor nacido hacía un instante se había enraizado de forma indestructible. Ni tan solo pensaba en arrancarlo, pues sentía que era imposible. Esa mujer se había apoderado por completo de mí, una única mirada había bastado para transformarme; ella me había inspirado su voluntad; ya no vivía en mí, sino en ella y por ella. Hacía mil extravagancias, besaba mi mano en el lugar que ella había tocado y repetía su nombre horas enteras. Solo con cerrar los ojos la veía con tanta claridad como si estuviera realmente presente, y me repetía las palabras que me había dicho en el pórtico de la iglesia: «¡Infeliz, infeliz! ¿Qué has hecho?». Entendía todo el horror de mi situación, y la condición fúnebre y terrible del estado que acababa de abrazar se me revelaba nítidamente. ¡Ser sacerdote! Es decir, casto. No amar, no distinguir ni sexo ni edad, apartarse de la belleza, arrancarse los ojos, arrastrarse bajo las sombras glaciales de un claustro o de una iglesia, ver únicamente moribundos, velar cadáveres desconocidos y llevar sobre uno mismo el duelo de la sotana negra, de modo que se pudiera convertir el hábito en sudario para el propio féretro.

Y sentía la vida venir a mí como un lago interior que crece y se desborda. La sangre me latía con fuerza en las arterias; mi juventud, tanto tiempo reprimida, estallaba de golpe, como el áloe que necesita cien años para florecer y que se abre tan aprisa como un trueno.

¿Cómo actuar para volver a ver a Clarimonde? No tenía pretexto alguno para salir del seminario, pues no conocía a nadie en la ciudad; ni siquiera debía quedarme allí, esperaba únicamente que me designasen la parroquia que debía ocupar. Intenté arrancar los barrotes de la ventana, pero se encontraba a una altura tremenda y, como no tenía escalera, era mejor no abordarla. Por otra parte solo podía bajar de noche ¿cómo me habría guiado en el inextricable dédalo de las calles? Todas esas dificultades, que no hubieran sido nada para otros, eran inmensas para mí, pobre seminarista, bisoño enamorado, sin experiencia, sin dinero y sin traje de calle.

¡Ah! Si no hubiera sido sacerdote, habría podido verla todos los días, ser su amante, su esposo —me decía a mí mismo con obcecación—. En vez de estar envuelto en mi triste sudario, tendría trajes de seda y de terciopelo, cadenas de oro, una espada y plumas como los guapos y jóvenes caballeros. Mis cabellos, en lugar de estar deshonrados por una ancha tonsura, flotarían alrededor de mi cuello en ondulantes bucles. Tendría un hermoso y lustroso bigote, sería un valiente. Pero una hora ante el altar, unas palabras apenas articuladas, me apartaban para siempre del mundo de los vivos. ¡Y yo mismo había sellado la losa de mi tumba, yo mismo había corrido el cerrojo de mi prisión!

Me asomé a la ventana. El cielo estaba admirablemente azul, los árboles se habían puesto su traje de primavera. La naturaleza hacía alarde de una irónica alegría. La plaza estaba llena de gente; unos iban, otros venían; jóvenes galantes y jóvenes bellezas se dirigían, en pareja, hacia el jardín y los cenadores. Grupos de amigos pasaban cantando canciones báquicas; había un movimiento, una vida, un entusiasmo, una alegría que resaltaba penosamente mi duelo y mi soledad. Una joven madre, en el portal de su casa, jugaba con su hijo; le besaba su boquita rosa, aún perlada de gotas de leche, y le seducía con miles de esas divinas carantoñas que solo las madres saben prodigar. El padre, de pie, a cierta distancia, sonreía dulcemente ante esa encantadora escena, y sus brazos cruzados estrechaban su alegría contra el corazón. No pude soportar ese espectáculo. Cerré la ventana y me tiré sobre la cama, sintiendo en el corazón un odio y una envidia espantosos; me mordí los dedos y mordí la manta como un tigre que ha ayunado tres días.

No sé cuánto tiempo permanecí así; pero, al darme la vuelta en un arrebato espasmódico, vi al padre Sérapion, de pie, en el centro de la habitación, observándome atentamente. Me avergoncé de mí mismo y, hundiendo la cabeza en el pecho, me tapé los ojos con las manos.

—Romuald, amigo mío —me dijo Sérapion al cabo de unos minutos de silencio—, os sucede algo extraordinario. ¡Vuestra conducta es verdaderamente inexplicable! Vos, tan piadoso, tan calmoso y tan bondadoso, os agitáis en vuestra celda como una bestia salvaje. Cuidado, hermano, no escuchéis las sugestiones del diablo; el espíritu maligno, irritado porque os habéis consagrado para siempre al Señor, os merodea como un lobo rapaz y realiza un último esfuerzo para atraeros hacia él. En lugar de dejaros abatir, mi querido Romuald, haceos una coraza de plegarias, un escudo de mortificaciones, y combatid valientemente al enemigo. Le venceréis. La tentación es necesaria a la virtud y el oro sale más fino del crisol. No os espantéis ni os desaniméis; las almas mejor guardadas y las más firmes han sufrido momentos como estos. Rezad, ayunad, meditad y el malvado espíritu se retirará.

El discurso del padre Sérapion me hizo volver en mí, y me calmé un poco.

—Venía a anunciaros vuestro nombramiento al frente de la parroquia de C___. El sacerdote que la ocupaba acaba de morir, y el señor obispo me ha encargado que os instale allí. Estad preparado para mañana.

Respondí con un gesto de cabeza, para indicar que estaría a punto, y el padre se retiró. Abrí mi misal y empecé a leer plegarias; pero pronto las líneas se tornaron confusas para mis ojos; el hilo de las ideas se embrolló en mi cerebro, y el volumen me cayó de las manos sin que me diera cuenta.

¡Marchar al día siguiente sin haber vuelto a verla! ¡Añadir otro imposible a los que ya existían entre nosotros! ¡Perder para siempre la esperanza de conocerla, a menos que sucediera un milagro! ¿Escribirle? ¿Por medio de quién haría llegar mi carta? Dado el carácter sagrado del que estaba revestido, ¿a quién podría abrir mi corazón?, ¿de quién fiarme? Sentía una terrible ansiedad. Además, lo que el padre Sérapion había dicho de los artificios del diablo me volvía a la memoria; lo extraño de la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonde, el brillo fosfórico de sus ojos, la impresión ardiente de su mano, la turbación en la que me había sumido, el súbito cambio que se había operado en mí, mi piedad desvanecida en un instante, todo eso probaba claramente la presencia del diablo, y esa mano satinada era quizá únicamente el guante con el que había cubierto su garra. Estas especulaciones me abismaron en un gran espanto, recogí el misal, que de mis rodillas había caído al suelo, y volví a rezar.

Al día siguiente, Sérapion vino a buscarme. Dos mulas nos esperaban a la puerta, cargadas con nuestro escaso equipaje; él montó en una y yo, más o menos bien, en la otra. Mientras recorríamos las calles de la ciudad, miraba todas las ventanas y balcones por si veía a Clarimonde, pero era demasiado pronto y la ciudad aún no había abierto los ojos. Mi mirada intentaba ver más allá de los estores y cortinas de todos los palacios ante los que pasábamos. Sérapion atribuía sin ninguna duda esa curiosidad a la admiración que me causaba la belleza de la arquitectura, pues aminoraba el paso de su montura para darme tiempo a ver. Finalmente llegamos a la puerta de la ciudad y empezamos a subir la colina. Cuando llegué a la cúspide, me giré para ver una vez más los lugares donde vivía Clarimonde. La sombra de una nube cubría enteramente la ciudad; los tejados azules y rojos se confundían en una neblina general, en la que flotaban aquí y allá, como blancos copos de espuma, los vapores de la mañana. Por un singular efecto óptico, se perfilaba, rubio y dorado por un único rayo de luz, un edificio que sobrepasaba en altura a las construcciones vecinas, completamente bañadas por la bruma; aunque estaba a más de una legua, parecía muy cercano. Se distinguían sus más pequeños detalles, las torretas, las azoteas, las ventanas e incluso las veletas de cola de milano.

—¿Qué palacio es ese que veo allá a lo lejos iluminado por un rayo de sol? —pregunté a Sérapion.

Se puso la mano a modo de visera y, al verlo, me contestó:

—Es el antiguo palacio que el príncipe Concini regaló a la cortesana Clarimonde. Allí suceden cosas espantosas.

En ese instante, no sé todavía si fue realidad o ilusión, creí ver cómo se deslizaba por la terraza una forma esbelta y blanca, que brilló un segundo y se apagó. ¡Era Clarimonde!

¡Oh! ¿Sabía ella que en ese momento, desde lo alto de aquel áspero camino que me alejaba de ella y que no debía rehacer jamás, ardiente e inquieto, yo me comía con los ojos el palacio que ella habitaba y que una irrisoria ilusión óptica me acercaba, para invitarme quizá a entrar allí como amo y señor? Sin duda lo sabía, pues su alma estaba tan simpáticamente unida a la mía que debía de notar la más pequeña emoción, y era ese sentimiento el que la había llevado, aún cubierta con los velos nocturnos, a subir a la terraza, en el glacial rocío de la mañana.

La penumbra se adueñó del palacio, y ya no fue sino un océano inmóvil de tejados donde únicamente se distinguía una ondulación sinuosa. Sérapion espoleó su mula, cuyo paso siguió enseguida la mía, y un recodo del camino me robó para siempre la ciudad de S___, pues no debía nunca regresar. Al cabo de tres días de camino por tristes campiñas, vimos despuntar, a través de los árboles, el gallo del campanario de la parroquia donde yo debía servir; y, tras haber recorrido varias calles tortuosas, flanqueadas por chozas y pequeños jardines de pobres casas de campo, nos encontramos ante la fachada, que no era de gran magnificencia. Un porche adornado con algunas nervaduras y dos o tres pilares de gres burdamente tallados, un tejado con tejas y contrafuertes del mismo gres que los pilares, eso era todo: a la izquierda, el cementerio lleno de altos hierbajos, con una gran cruz de hierro en el centro; a la derecha y a la sombra de la iglesia, la casa parroquial. Era una casa de una simplicidad extrema y de una árida limpieza. Entramos. Algunas gallinas picoteaban en el suelo unos escasos granos de avena; aparentemente acostumbradas a la negra sotana de los eclesiásticos, no se espantaron con nuestra presencia y apenas se movieron para dejarnos pasar. Un cascado y ronco ladrido se dejó oír, y vimos aparecer un viejo perro.

Era el perro de mi predecesor. Tenía la mirada apagada, el pelo gris y todos los síntomas de la más profunda vejez que un perro pueda alcanzar. Lo acaricié suavemente con la mano y enseguida empezó a caminar a mi lado, mostrando una indecible satisfacción. Una mujer bastante mayor, y que había sido el ama de llaves del anciano párroco, vino también a nuestro encuentro y, tras haberme hecho entrar en una sala de la planta baja, me preguntó si tenía intención de mantenerla en su puesto. Le respondí que me quedaría con ella, con ella y con el perro, y también con las gallinas y con todo el mobiliario que su amo le había dejado al morir, cosa que la llenó de gozo pues el padre Sérapion le pagó en el acto el dinero que pedía a cambio.

Una vez yo instalado, el padre Sérapion volvió al seminario. Me quedé solo y sin otro apoyo que yo mismo. El recuerdo de Clarimonde volvió a obsesionarme y, aunque me esforzaba por alejarlo de mí, no siempre lo conseguía. Un anochecer, cuando me paseaba por las alamedas bordeadas de boj de mi pequeño jardín, me pareció ver a través de los arbustos una silueta femenina que seguía todos mis movimientos, y me pareció ver brillar entre las hojas las dos pupilas verde mar; pero era únicamente una ilusión y, al pasar por el otro lado del sendero, solo encontré una huella de pies en la arena, tan pequeña que debía de ser la de un niño. El jardín estaba rodeado por muros muy altos; inspeccioné todos los rincones y recovecos, no había nadie. Jamás he podido explicarme este hecho que, por lo demás, no fue nada en comparación con las extrañas cosas que me sucedieron después. Viví durante un año cumpliendo con exactitud todos los deberes de mi estado: rezaba, ayunaba, consolaba y socorría a los enfermos, daba limosnas hasta despojarme de las cosas más indispensables. Pero sentía en mi interior una extrema aridez, y las fuentes de la gracia estaban cerradas para mí. No disfrutaba de esa felicidad que llega con el cumplimiento de una santa misión; mi pensamiento estaba en otra parte, y las palabras de Clarimonde me volvían a menudo a los labios como un estribillo cantado involuntariamente. ¡Oh, hermano, meditad bien esto! Por haber dirigido una sola vez la mirada a una mujer, por una falta aparentemente tan liviana, he padecido durante años las más miserables perturbaciones: mi vida ha sido trastornada para siempre.

No os entretendré por más tiempo con esas derrotas y victorias interiores seguidas siempre de recaídas más profundas, y pasaré inmediatamente a un acontecimiento decisivo. Una noche llamaron violentamente a mi puerta. La anciana ama de llaves abrió, y un hombre de tez cobriza y ricamente vestido, aunque en una moda extranjera, con un gran puñal, se perfiló a la luz del farol de Bárbara. Su primer impulso fue de horror; pero el hombre la calmó, y le dijo que necesitaba verme enseguida para algo concerniente a mi ministerio. Bárbara le hizo subir. Yo iba a meterme en la cama. El hombre me dijo que su señora, una gran dama, estaba a punto de morir y deseaba un sacerdote. Respondí que estaba a punto para seguirle; cogí lo que necesitaba para la extremaunción y bajé a toda prisa. Junto a la puerta piafaban de impaciencia dos caballos negros como la noche, de cuyo pecho salían oleadas de vapor. Me sujetó el estribo y me ayudó a montar en uno de ellos, después saltó sobre el otro, apoyando solo una mano en la perilla de la silla. Apretó las rodillas y soltó las riendas de su caballo, que partió como una flecha. El mío, cuya brida él sujetaba, se puso también al galope y se mantuvo simétrico al suyo. Devorábamos el camino; la tierra gris estriada desaparecía volando a nuestros pies, y las siluetas negras de los árboles huían como un ejército derrotado. Atravesamos un lúgubre bosque, tan opaco y glacial que sentí un escalofrío de supersticioso terror recorrerme la piel. El brillo de chispas que las herraduras de nuestros caballos arrancaban a las piedras dejaban a nuestro paso una estela de fuego, y si alguien, a esa hora de la noche, nos hubiera visto a mi guía y a mí, nos hubiera tomado por dos espectros a caballo escapados de una pesadilla. Dos fuegos fatuos cruzaban de tanto en tanto el camino, y las chovas piaban lastimosamente en la espesura del bosque, donde brillaban de vez en cuando los ojos fosfóricos de algunos gatos salvajes. La crin de los caballos se desmelenaba cada vez más, el sudor chorreaba por sus flancos, y el aliento les salía ruidoso y agitado por las aletas de la nariz. Pero, cuando los veía desfallecer, el escudero, para reanimarlos, lanzaba un grito gutural que no tenía nada de humano, y la carrera recomenzaba con furia. Por fin el torbellino se paró. Una masa negra punteada por algunos puntos brillantes se erigió súbitamente ante nosotros; los pasos de nuestras monturas resonaron más ruidosos sobre el suelo de hierro y entramos por una bóveda que abría su orificio sombrío entre dos enormes torres. Una gran agitación reinaba en el castillo; criados con antorchas en la mano cruzaban los patios en todas direcciones, y las luces subían y bajaban de rellano en rellano. Entreví confusamente inmensas estructuras arquitectónicas, columnas, arcadas, escalinatas y pendientes, todo un lujo de construcción regio y mágico. Un paje negro, el mismo que me había dado la tarjeta de Clarimonde, y al que reconocí enseguida, vino para ayudarme a descender del caballo, y un mayordomo, vestido de terciopelo negro con una cadena de oro en el cuello y un bastón de marfil en la mano, avanzó hacia mí. Gruesas lágrimas caían de sus ojos y rodaban por sus mejillas hasta la barba blanca.