—Decidme el nombre del asesino de mi hermano, señora, y solo tenéis que darme una orden; os juro que antes de una hora, si así lo exigís, habrá dejado de vivir.

—Jurad, Gregoriska, jurad, so pena de mi maldición, ¿entendido, hijo mío?, jurad que el asesino morirá, que no dejaréis piedra sobre piedra de su casa; que su madre, sus hijos, sus hermanos, su mujer o su prometida perecerán por vuestra mano. Jurad, y, al hacerlo, que la ira del cielo caiga sobre vos si faltáis a este sagrado juramento. ¡Si faltáis a este sagrado juramento, someteos a la miseria, a la execración de vuestros amigos, a la maldición de vuestra madre!

Gregoriska extendió la mano sobre el cadáver.

—¡Juro que el asesino morirá! —dijo.

A este extraño juramento y cuyo verdadero sentido solo el muerto y yo, tal vez, podíamos comprender, vi o creí ver producirse un prodigio espantoso. Los ojos del cadáver se volvieron a abrir y se clavaron en mí más vivos de lo que los había visto jamás, y sentí, como si ese doble rayo hubiese sido palpable, penetrar un hierro candente hasta mi corazón.

Era más de lo que podía soportar y me desvanecí.

IV. EL MONASTERIO DE HANGO

Cuando me desperté, estaba en mi aposento, acostada en mi cama; una de las dos mujeres velaba cerca de mí.

Yo pregunté dónde estaba Smeranda; se me respondió que velaba cerca del cuerpo de su hijo.

Yo pregunté dónde estaba Gregoriska; se me respondió que estaba en el monasterio de Hango.

Ni hablar de una huida. Pues, ¿acaso Kostaki no estaba muerto? Ni tampoco de casarme con él. Pues, ¿acaso podía desposarse el fratricida?

Pasaron tres días y tres noches en medio de unos sueños extraños. En mi vigilia o en mi sueño, veía en todo momento esos dos ojos vivos en medio de aquel rostro muerto: era una visión horrible.

Era al tercer día cuando debía tener lugar el enterramiento de Kostaki. Por la mañana de aquel día me trajeron de parte de Smeranda un vestido completo de viuda. Me lo puse y bajé.

La casa parecía vacía; todo el mundo estaba en la capilla.

Me encaminé hacia el lugar de la ceremonia. En el momento en que franqueé el umbral, Smeranda, a la que llevaba tres días sin ver, vino hacia mí.

Parecía una efigie encarnada del Dolor. Con un movimiento lento como el de una estatua, posó sus labios gélidos en mi frente, y, con una voz que parecía salir ya de la tumba, pronunció estas palabras habituales:

—Kostaki os ama.

No podéis haceros una idea del efecto que produjeron en mí tales palabras. Esta declaración de amor hecha en tiempo presente, en lugar de hacerla en tiempo pasado; ese «os ama», en lugar de «os amaba»; ese amor de ultratumba que venía a buscar en la vida me produjo una terrible impresión.

Al mismo tiempo un extraño sentimiento se apoderaba de mí, como si yo hubiera sido, en efecto, la mujer de aquel que estaba muerto, y no la prometida del que estaba vivo. Ese féretro me atraía hacia él, a mi pesar, dolorosamente, como se dice que la serpiente atrae al pájaro que fascina. Busqué los ojos de Gregoriska; lo vi, pálido y erguido contra una columna; sus ojos miraban al cielo. No puedo asegurar que él me viera.

Los monjes del convento de Hango rodeaban el cuerpo cantando unas salmodias del rito griego, algunas veces muy armoniosas, pero las más muy monótonas. También yo quería rezar, pero la oración moría en mis labios; tenía el espíritu tan trastornado que me parecía más bien estar asistiendo a una junta de diablos que a una reunión de sacerdotes.

En el momento en que levantaron el cuerpo, yo quise seguirlo, pero mis fuerzas se negaron a ello. Sentí que me flaqueaban las piernas, y me apoyé en la puerta. Entonces Smeranda vino hacia mí, e hizo una señal a Gregoriska.

Gregoriska obedeció y se acercó.

Smeranda me dirigió la palabra en lengua moldava.

—Mi madre me ordena que os repita palabra por palabra lo que ella va a decir —dijo Gregoriska.

Entonces Smeranda habló de nuevo; y, cuando hubo terminado, dijo:

—He aquí las palabras de mi madre: «Lloráis a mi hijo, Jadwige, pues lo amabais, ¿no es así? Os agradezco vuestras lágrimas y vuestro amor; de ahora en adelante vos seréis mi hija como si Kostaki hubiera sido vuestro esposo; tenéis de ahora en adelante una patria, una madre, una familia. Derramemos la suma de lágrimas debidas a los muertos, luego volvamos a ser de nuevo dignas las dos de aquel que no está…, ¡yo su madre, y vos su mujer! Adiós, volved a vuestro aposento; yo voy a seguir a mi hijo hasta su última morada; a mi vuelta, me encerraré con mi dolor, y vos no me veréis hasta que lo haya vencido; estad tranquila, lo venceré, pues no quiero que sea él el que me venza a mí».

No pude responder a estas palabras de Smeranda, traducidas por Gregoriska, más que con un gemido.

Volví a subir a mi aposento, el cortejo se alejó. Lo vi desaparecer por un recodo del camino. El convento de Hango no estaba más que a una media legua del castillo en línea recta; pero los obstáculos del suelo obligaban a que el camino se desviara, por lo que se tardaba cerca de dos horas en recorrerlo.

Estábamos en el mes de noviembre. Los días se habían vuelto fríos y cortos. A las cinco de la tarde era ya noche cerrada.

Hacia las siete, vi reaparecer unas antorchas. Era el cortejo fúnebre que venía de regreso. El cadáver reposaba en la tumba de sus padres. Estaba todo dicho.

Ya os he confesado presa de qué extraña obsesión vivía desde el fatal suceso que nos había vestido a todos de luto, y sobre todo desde que yo había visto reabrir y clavarse en mí los ojos que la muerte había cerrado. Aquella tarde, abrumada por las emociones de la jornada, estaba más triste aún. Escuchaba dar las diferentes horas en el reloj del castillo, y me entristecía conforme el tiempo que volaba me acercaba al instante en que Kostaki debía de haber muerto.

Oía sonar las nueve menos cuarto.

Entonces una extraña sensación se apoderó de mí. Era un terror estremecedor que corría por todo mi cuerpo y lo helaba; luego con este terror, algo como un sueño invencible que entorpecía mis sentidos; sentí una opresión en el pecho, mis ojos se velaron, extendí los brazos y, retrocediendo, fui a caer sobre mi cama.

Sin embargo, no había perdido a tal punto mis sentidos para no poder oír cómo unos pasos se acercaban a mi puerta; luego me pareció que mi puerta se abría. Luego no vi y no oí ya nada.

Únicamente sentí un vivo dolor en el cuello.

Tras lo cual, caí en un completo letargo.

Me desperté a medianoche, mi lámpara todavía ardía; quise levantarme, pero estaba tan débil que tuve que intentarlo dos veces. Sin embargo, vencí esta debilidad, y como, despierta, sentía en el cuello el mismo dolor que había experimentado en mi sueño, me arrastré, apoyándome contra la pared, hasta el espejo y miré.

Algo parecido a un pinchazo de alfiler señalaba la arteria de mi cuello.

Pensé que algún insecto me habría mordido mientras dormía, y, como estaba muerta de cansancio, me acosté y me dormí.

Al día siguiente, me desperté como de costumbre. Y como de costumbre quise levantarme en cuanto mis ojos se hubieron abierto; pero sentí una debilidad que no había experimentado todavía más que una sola vez en mi vida, al día siguiente de un día en que me habían aplicado una sangría.

Me acerqué al espejo y me quedé sorprendida de mi palidez.

La jornada pasó triste y sombría; experimentaba una cosa extraña; sentía la necesidad de quedarme allí donde estaba, pues todo desplazamiento suponía una fatiga.

Cuando llegó la noche, me trajeron mi lámpara; mis mujeres, al menos eso comprendía por sus gestos, se ofrecían a quedarse a mi lado. Yo les di las gracias; ellas salieron.

A la misma hora que la víspera, experimenté los mismos síntomas. Entonces quise levantarme y pedir socorro; pero no pude ir hasta la puerta. Oí vagamente el carillón del reloj que daba las nueve menos cuarto, resonaron los pasos, la puerta se abrió; pero yo no veía, no oía ya nada; al igual que la víspera, había ido a caer desplomada sobre mi cama.

Al igual que la víspera, sentí un dolor agudo en el mismo sitio.

Al igual que la víspera, me desperté a medianoche; solo que me desperté más débil y más pálida que la víspera.

Al día siguiente se repitió también la horrible obsesión.

Estaba decidida a bajar para estar al lado de Smeranda, por más débil que estuviese, cuando una de mis mujeres entró en mi aposento y pronunció el nombre de Gregoriska.

Gregoriska venía detrás de ella.

Quise levantarme para recibirle; pero volví a caer en mi sillón.

Él lanzó un grito al verme, y quiso abalanzarse hacia mí; pero yo tuve fuerzas para extender el brazo hacia él.

—¿Qué venís a hacer aquí? —le pregunté.

—¡Ay! —dijo él—, ¡venía a deciros adiós! Venía a deciros que abandono este mundo que me es insoportable sin vuestro amor y sin vuestra presencia; venía a deciros que me retiro al convento de Hango.

—Os veis privado de mi presencia, Gregoriska —le respondí—, pero no de mi amor. Lamentablemente, os sigo amando, y mi gran dolor es que de ahora en adelante este amor sea poco menos que un crimen.

—Entonces, ¿puedo esperar que rezaréis por mí, Jadwige?

—Sí, solo que no rezaré por largo tiempo —añadí con una sonrisa.

—¿Qué os ocurre, en efecto, y por qué estáis tan pálida?

—¡Que… Dios se apiada de mí, sin duda, y me llama con Él!

Gregoriska se acercó a mí, me tomó de una mano que yo no tuve fuerzas de retirar y, mirándome con fijeza, dijo:

—Esta palidez no es natural, Jadwige; ¿de qué os viene? Hablad.

—Si os lo dijera, Gregoriska, creeríais que estoy loca.

—No, no, hablad, Jadwige, os lo suplico; nos encontramos en un país que no se parece a ningún otro, en una familia que no se parece a ninguna otra familia. Hablad, decidlo todo, os lo suplico.

Le conté todo: esa extraña alucinación que me dominaba a la misma hora en que debía de haber muerto Kostaki; ese terror, ese amodorramiento, ese frío gélido, esa postración que me obligaba a acostarme, ese ruido de pasos que creía oír, esa puerta que creía ver abrirse y, por último, ese dolor agudo seguido de una palidez y de una debilidad que no hacían sino ir en aumento.

Yo había creído que mi relato le parecería a Gregoriska un principio de locura, y lo concluí no sin una cierta timidez, cuando por el contrario vi que prestaba a este relato una profunda atención.

Cuando hube dejado de hablar, él reflexionó unos instantes.

—¿Así que —preguntó— os dormís todas las noches a las nueve menos cuarto?

—Sí, por más esfuerzos que haga por resistir al sueño.

—¿Así que que creéis ver abrirse vuestra puerta?

—Sí, aunque echo el cerrojo.

—¿Así que sentís un dolor agudo en el cuello?

—Sí, aunque apenas mi cuello conserva la señal de una herida.

—¿Me permitiríais que la viera? —preguntó.

Eché mi cabeza sobre un hombro.

Él examinó esa cicatriz.

—Jadwige —dijo, al cabo de un instantes—, ¿tenéis confianza en mí?

—¿Y me lo preguntáis? —repuse yo.

—¿Creéis en mi palabra?

—Como si fuera el Evangelio.

—Pues bien, Jadwige, a fe mía, os juro que no os quedan ocho días de vida si no aceptáis hacer, hoy mismo, lo que voy a deciros.

—¿Y si acepto?

—Si aceptáis, tal vez podréis salvaros.

—¿Tal vez?

Guardó silencio.

—Sea lo que sea lo que haya de pasar, Gregoriska —proseguí—, haré lo que me mandéis hacer.

—Pues bien, escuchad —dijo—, y sobre todo no os asustéis. En vuestro país, como en Hungría, como en nuestra Rumanía, existe una tradición.

Me estremecí, pues me había vuelto esta tradición a la memoria.

—¡Ah! —dijo él—, ¿sabéis a lo que me refiero?

—Sí —respondí—, he visto en Polonia personas sometidas a esta horrible fatalidad.

—Os referís a los vampiros, ¿no es cierto?

—Sí, en mi infancia vi cómo desenterraban en el cementerio de un pueblo que pertenecía a mi padre a cuarenta personas, muertas en quince días, sin que hubiera podido adivinarse la causa de su fallecimiento. Entre estos muertos, diecisiete mostraban señales de vampirismo, es decir, fueron encontrados lozanos, bermejos, y parecidos a seres vivos, los otros eran sus víctimas.

—¿Y qué se hizo para liberar a la región de ellos?

—Se les clavó una estaca en el corazón, y a continuación se los quemó.

—Sí, así es como se actúa de ordinario; pero eso para nosotros no basta. Para liberaros del fantasma, primero quiero conocerlo, y, vive Dios que lo conoceré. Sí, y si es preciso lucharé cuerpo a cuerpo con él, sea quien sea.

—¡Oh! Gregoriska —exclamé yo aterrada.

—Ya lo he dicho: quienquiera que sea, repito. Pero para llevar a buen fin esta terrible aventura, es preciso que aceptéis todo lo que voy a exigir de vos.

—Hablad.

—Estad preparada a las siete, bajad a la capilla, y hacedlo sola; tenéis que vencer vuestra debilidad, Jadwige, tenéis que hacerlo. Allí recibiremos la bendición nupcial. Consentid a ello, querida mía; es preciso, para defenderos, que ante Dios y ante los hombres tenga yo derecho a velar por vos. Volveremos a subir aquí, y entonces veremos.

—¡Oh, Gregoriska! —exclamé yo—, ¡si es él, os matará!

—No temáis nada, mi querida Jadwige. Limitaos a dar vuestro consentimiento.

—Sabéis muy bien que haré cuanto queráis, Gregoriska.

—Hasta el atardecer, pues.

—Sí, haced por vuestra parte lo que se os antoje, y yo os secundaré del mejor modo, podéis iros.

Salió. Un cuarto de hora después, vi a un jinete correr precipitadamente por el camino del convento, ¡era él!

Apenas lo hube perdido de vista, cuando caí de rodillas y recé, como no se reza ya en vuestros países incrédulos, y esperé a las siete, ofreciendo a Dios y a los santos el sacrificio de mis pensamientos: no volví a levantarme hasta el momento en que dieron las siete.

Estaba débil como una moribunda, pálida como una muerta. Me toqué con un gran velo negro, bajé la escalera, sosteniéndome contra las paredes, y me dirigí a la capilla sin haberme encontrado con nadie.

Gregoriska me esperaba con el padre Basilio, superior del convento de Hango. Llevaba a un costado una espada santa, reliquia de un viejo cruzado que había tomado Constantinopla con Villehardouin y Balduino de Flandes.

—Jadwige —dijo dando un golpe en su espada con una mano—, con la ayuda de Dios, esto es lo que romperá el hechizo que amenaza vuestra vida. Acercaos, pues, resueltamente, he aquí un santo varón que, tras haber recibido mi confesión, va a recibir nuestros juramentos.

Dio comienzo la ceremonia; tal vez nunca ha habido algo más sencillo y más solemne a la vez. Nadie ayudaba al pope; él mismo nos colocó sobre la cabeza las coronas nupciales. Vestidos de luto los dos, dimos la vuelta al altar con un cirio en la mano; luego el religioso, tras haber pronunciado las palabras santas, añadió:

—Ahora podéis iros, hijos míos, y que Dios os infunda la fuerza y el valor de luchar contra el enemigo del género humano. Estáis armados de vuestra inocencia y de su justicia; venceréis al demonio. Id y benditos seáis.

Nosotros besamos los libros sagrados y salimos de la capilla.

Entonces, por primera vez, me apoyé en el brazo de Gregoriska, y me pareció que, al tocar aquel valeroso brazo, que al contacto con aquel noble corazón, la vida retornaba a mis venas. Me creía segura de triunfar, puesto que Gregoriska estaba conmigo; volvimos a subir a mi aposento.

Dieron las ocho y media.

—Jadwige —me dijo entonces Gregoriska—, no tenemos tiempo que perder. ¿Quieres dormirte como de costumbre, y que todo suceda durante tu sueño? ¿O quieres permanecer despierta y verlo todo?

—A tu lado no temo nada, por lo que quiero permanecer despierta, quiero verlo todo.

Gregoriska extrajo de su pecho una ramita de boj bendecido, completamente húmeda aún de agua bendita, y me la entregó.

—Coge, pues, esta ramita —dijo—, acuéstate en tu cama, di las oraciones a la Virgen y espera sin temor. Dios está con nosotros. Sobre todo, no dejes caer tu ramita; con ella podrás mandar hasta en el mismísimo infierno. No me llames, no grites; reza, ten esperanza y aguarda.

Yo me acosté en la cama. Crucé mis manos sobre mi pecho, sobre el cual apoyé la ramita bendecida.

En cuanto a Gregoriska, se escondió detrás del dosel al que ya me he referido y que ocultaba el rincón de mi aposento.

Yo contaba los minutos, y sin duda Gregoriska los contaba también por su parte.

Dieron los tres cuartos.

El resonar del martillo vibraba aún cuando sentí ese mismo amodorramiento, ese mismo terror, ese mismo frío glacial; pero acerqué la ramita bendecida a mis labios, y esta primera sensación se disipó.

Entonces oí muy claramente el ruido de esos pasos lentos y mesurados que resonaban en la escalera y que se acercaban a mi puerta.

Luego mi puerta se abrió lentamente, sin ruido, como empujada por una fuerza sobrehumana, y entonces…

La voz se detuvo como ahogada en la garganta de la narradora.

Y entonces —continuó no sin esfuerzo—, vi a Kostaki, pálido como lo había visto sobre las parihuelas; sus largos cabellos, esparcidos sobre sus hombros, goteaban sangre: llevaba su traje habitual, solo que abierto a la altura del pecho, y dejaba ver su herida sangrante.

Todo estaba muerto, todo era cadáver, carne, ropa, andares…, únicamente los ojos, esos ojos terribles estaban vivos.

Al ver esto, ¡cosa extraña!, en lugar de sentir redoblarse mi espanto, sentí aumentar mi valor. Me lo infundía Dios, sin duda, para que pudiera juzgar yo mi situación y defenderme contra el infierno. Al primer paso que el fantasma dio hacia mi cama, crucé osadamente mi mirada con esa mirada plomiza y le presenté la ramita bendecida.

El espectro trató de avanzar; pero un poder más fuerte que el suyo lo mantenía en su sitio. Se detuvo.

—¡Oh! —murmuró—, no duerme; lo sabe todo.

Hablaba en moldavo, y sin embargo yo entendía como si sus palabras hubiesen sido pronunciadas en una lengua que yo comprendiera.

Estábamos así enfrente el uno del otro, el fantasma y yo, sin que mis ojos pudieran desviarse de los suyos, cuando vi, sin necesitar volver la cabeza hacia su lado, a Gregoriska salir de detrás de la silla de coro de madera, parecido al ángel exterminador y empuñando la espada. Se santiguó con la mano izquierda y avanzó lentamente con la espada tendida hacia el fantasma; este, al reconocer a su hermano, había sacado a su vez su alfanje con una carcajada terrible; pero apenas el alfanje hubo tocado el acero bendito cuando el brazo del fantasma volvió a caer inerme al lado de su cuerpo.

Kostaki dejó escapar un suspiro lleno de lucha y desesperación.

—¿Qué quieres? —preguntó a su hermano.

—En el nombre de Dios vivo —dijo Gregoriska—, te suplico que respondas.

—Habla —dijo el fantasma con un rechinar de dientes.

—¿Fui yo quien te esperó?

—No.

—¿Fui yo quien te atacó?

—No.

—¿Fui yo quien te hirió?

—No.

—Fuiste tú quien se arrojó sobre mi espada, eso es todo. Por tanto, a los ojos de Dios y de los hombres, no soy culpable del crimen de fratricidio; por tanto, no has recibido ninguna misión divina, sino infernal; por eso has salido de la tumba no como una sombra santa, sino como un espectro maldito, y volverás a tu tumba.

—Con ella, sí —exclamó Kostaki haciendo un esfuerzo supremo para apoderarse de mí.

—Solo —exclamó a su vez Gregoriska—; esta mujer es mía.

Y al pronunciar estas palabras, con la punta del acero bendecido tocó la herida viva.

Kostaki lanzó un grito como si una espada flamígera le hubiese tocado, y llevándose la mano izquierda a su pecho dio un paso hacia atrás.

Al mismo tiempo, y con un movimiento que parecía acompasado con el suyo, Gregoriska dio un paso hacia delante; entonces, con los ojos fijos en los ojos del muerto, la espada contra el pecho de su hermano, comenzó una marcha lenta, terrible, solemne; algo parecido al paso de Don Juan y del Comendador; el espectro retrocediendo ante la espada sagrada, ante la voluntad irresistible del campeón de Dios; este siguiéndole paso a paso sin pronunciar una palabra, los dos jadeando, los dos lívidos, el vivo empujando al muerto delante de él y obligándole a abandonar aquel castillo, que fuera su morada en el pasado, por la tumba, que era su morada en el futuro.

¡Oh! Era un espectáculo horrible, os lo juro.

Y sin embargo, movida yo misma por una fuerza superior a mí, invisible, desconocida, sin darme cuenta de lo que hacía, me levanté y les seguí. Bajamos la escalera, alumbrados tan solo por las pupilas ardientes de Kostaki. Atravesamos así la galería y también el patio. Franqueamos la puerta con esos mismos pasos mesurados: el espectro retrocediendo, Gregoriska con el brazo tendido, yo siguiéndolos.

Este recorrido fantástico se prolongó por espacio de una hora: era preciso llevar de nuevo al muerto a su tumba; solo que, en lugar de seguir el camino habitual, Kostaki y Gregoriska atajaron yendo en línea recta, sin preocuparse por unos obstáculos que habían dejado de existir: bajo sus pies, el suelo se allanaba, los torrentes se secaban, los árboles retrocedían, las rocas se apartaban; por lo que hace a mí se operaba el mismo milagro que se operaba para con ellos; solo que todo el cielo me parecía cubierto de un crespón negro, la luna y las estrellas habían desaparecido, y yo no veía brillar en la noche en todo momento más que los ojos llameantes del vampiro.

Llegamos así a Hango, pasamos así a través del seto de arbustos que servía de cerca al cementerio. Apenas en su interior, distinguí en la sombra la tumba de Kostaki situada al lado de la de su padre; ignoraba que estuviese allí, y sin embargo la reconocí.

Esa noche lo sabía todo.

Al borde de la fosa abierta, Gregoriska se detuvo.

—Kostaki —dijo—, no ha terminado todo aún para ti, y una voz del cielo me dice que serás perdonado si te arrepientes: ¿prometes, pues, volver a entrar en tu tumba, prometes no volver a salir de ella, prometes consagrar, por último, a Dios el culto que has consagrado al infierno?

—¡No! —respondió Kostaki.

—¿Te arrepientes? —preguntó Gregoriska.

—¡No!

—Por ultima vez, ¿te arrepientes, Kostaki?

—¡No!

—¡Pues bien, invoca en tu ayuda a Satanás, que yo invoco a Dios en la mía, y veamos una vez más de parte de quién se decantará la victoria!

Dos gritos resonaron al mismo tiempo; los aceros se cruzaron despidiendo chispas, y el combate se prolongó por espacio de un minuto que me pareció un siglo.

Kostaki se desplomó; vi alzarse la espada terrible, la vi hundirse en su cuerpo y clavar ese cuerpo en la tierra recién removida.

Un grito supremo, y que nada tenía de humano, recorrió los aires.

Yo acudí.

Gregoriska se había quedado de pie, pero tambaleándose.

Yo acudí y lo sostuve en mis brazos.

—¿Estáis herido? —le pregunté con ansiedad.

—No —me dijo—; pero en un duelo semejante, querida Jadwige, no es la herida la que mata, sino la lucha. Yo he luchado con la muerte, y pertenezco a la muerte.

—¡Amigo, amigo! —exclamé yo—, aléjate, aléjate de aquí, y la vida tal vez retorne.

—No —dijo él—, esta es mi tumba, Jadwige: pero no perdamos tiempo; coge una poca de esta tierra impregnada de su sangre y aplícala sobre la mordedura que él te ha hecho; es el único medio para preservarte en el futuro de su horrible amor.

Yo obedecí temblando. Me agaché para recoger aquella tierra ensangrentada y, al hacerlo, vi el cadáver clavado en el suelo; la espada bendecida le atravesaba el corazón, y una sangre negra y copiosa brotaba de su herida, como si acabara de morir en ese mismo instante.

Amasé un poco de tierra con la sangre y apliqué el horrible talismán en mi herida.

—Ahora, mi adorada Jadwige —dijo Gregoriska con una voz debilitada—, escucha bien mis últimas instrucciones: abandona el país en cuanto puedas. La distancia es la única seguridad para ti. El padre Basilio ha recibido hoy mis últimas voluntades, y las cumplirá. ¡Jadwige! ¡Un beso! ¡El último, el único, Jadwige! Me muero.

Y, diciendo estas palabras, Gregoriska se desplomó cerca de su hermano.

En cualquier otra circunstancia, en medio de aquel cementerio, cerca de aquella tumba abierta, con aquellos dos cadáveres tendidos uno al lado del otro, me hubiese vuelto loca; pero, ya lo he dicho, Dios me había infundido unas fuerzas parejas a los sucesos de los que Él me hacía no solo testigo, sino también protagonista.

En el momento en que miré en torno mío, buscando alguna ayuda, vi abrirse la puerta del claustro, y los monjes, conducidos por el padre Basilio, avanzaron de a dos, llevando unas antorchas encendidas y cantando las preces por los difuntos.

El padre Basilio acababa de llegar al convento; había previsto lo sucedido, y, a la cabeza de toda la comunidad, se dirigía al cementerio.

Me encontró viva cerca de los dos muertos.

Kostaki tenía el rostro trastornado por una última convulsión.

Gregoriska, por el contrario, estaba sereno y casi sonriente.

Tal como había pedido Gregoriska, lo enterraron cerca de su hermano, el cristiano guardando al condenado.

Smeranda, al tener conocimiento de esa nueva desgracia y la parte que había tenido yo en ella, quiso verme; vino a visitarme al convento de Hango, y supo por mi boca todo lo sucedido en aquella terrible noche.

Yo le conté con todo pormenor la fantástica historia, pero ella me escuchó como me había escuchado Gregoriska, sin asombro ni espanto.

—Jadwige —respondió tras unos momentos de silencio—, por más extraño que resulte lo que acabáis de contar, no habéis dicho sin embargo más que la pura verdad. La raza de los Brancovan es una raza maldita, hasta la tercera y la cuarta generación, y ello porque un Brancovan dio muerte a un sacerdote. Pero la maldición ha tocado a su fin; pues, aunque esposa, sois virgen, y conmigo se acaba la raza. Si mi hijo os ha legado un millón, tomadlo. Después de mí, aparte de los legados piadosos que pienso hacer, el resto de mi fortuna será para vos. Ahora seguid el consejo de vuestro esposo, regresad cuanto antes a los países donde Dios no permite que ocurran estos terribles prodigios. Yo no tengo necesidad de nadie conmigo para llorar a mis hijos. Mi dolor exige soledad. Adiós, no preguntéis más por mí. Mi suerte futura pertenece solo a mí y a Dios.

Y tras besarme en la frente como de costumbre, me dejó y fue a encerrarse en el castillo de Brancovan.

Ocho días después, partí para Francia. Tal como había esperado Gregoriska, mis noches dejaron de verse hostigadas por el terrible fantasma. Restablecida mi salud, no he guardado de este acontecimiento más que esa palidez mortal que acompaña hasta la tumba a toda criatura humana que ha sufrido el beso de un vampiro.

La dama se calló, dieron las doce de la noche, y casi me atrevería a decir que el más valiente de nosotros se estremeció al oír el carillón del reloj de péndulo.