—¡Demasiado tarde, señor sacerdote! —dijo moviendo la cabeza—. ¡Demasiado tarde! Pero, si no pudisteis salvar el alma, venid a velar el pobre cuerpo.

Me cogió por el brazo y me condujo a la sala fúnebre. Yo lloraba tanto y tan fuerte como él, pues había comprendido que la muerta no era otra sino Clarimonde, tan y tan locamente amada. Había un reclinatorio junto al lecho; una llama azulada, que revoloteaba sobre una pátera de bronce, iluminaba toda la habitación con una débil e incierta luz, y aquí y allí hacía parpadear en la sombra la arista saliente de un mueble o de una cornisa. Sobre la mesa, en un jarrón grabado, se hallaba una rosa blanca marchita, cuyos pétalos, a excepción de uno que se mantenía todavía, habían caído a los pies del vaso como lágrimas perfumadas; una máscara negra rota, un abanico, disfraces de todo tipo, estaban tirados sobre los sillones y dejaban entender que la muerte había llegado a esa suntuosa residencia de improviso y sin anunciarse. Me arrodillé, sin atreverme a mirar el lecho, y empecé a recitar los salmos con un gran fervor, dando gracias a Dios por haber interpuesto la tumba entre el pensamiento de esa mujer y yo, por poder incluir en mis plegarias su nombre desde ese momento santificado. Pero poco a poco ese impulso se moderó y me perdí en ensueños. Esa habitación no tenía nada de cámara mortuoria. En lugar del aire fétido y cadavérico que estaba acostumbrado a respirar en las veladas fúnebres, un lánguido perfume de esencias orientales, no sé qué amoroso olor de mujer, nadaba suavemente en el tibio ambiente. Ese pálido resplandor se parecía más a una media luz reservada para la voluptuosidad que al reflejo amarillo de la media luz que tiembla junto a los cadáveres. Pensaba en el singular azar que me había hecho reencontrar a Clarimonde en el momento en que la perdía para siempre, y un suspiro de pena se escapó de mi pecho. Me pareció que también habían suspirado a mi espalda, y me giré involuntariamente. Era el eco. A causa de ese movimiento, mis ojos se dirigieron hacia el lecho mortuorio que hasta entonces había evitado. Las cortinas de damasco rojo con dibujos de flores, recogidas con entorchados de oro, dejaban ver a la muerta, acostada y con las manos juntas sobre el pecho. Estaba cubierta por un velo de lino de una blancura deslumbrante, que el púrpura oscuro de la cortina resaltaba aún más, de una finura tal que no escondía en lo más mínimo la forma encantadora de su cuerpo y permitía seguir esas bellas líneas ondulantes como el cuello de un cisne, que ni la muerte había podido poner rígidas. Parecía una estatua de alabastro realizada por un experimentado escultor para la tumba de una reina, o bien una joven dormida sobre la que hubiera nevado.

No podía dominarme más. El ambiente de la alcoba me embriagaba, el olor febril de rosa medio marchita me subía a la cabeza, y empecé a caminar a grandes pasos por la habitación, parándome a cada ángulo de la tarima para observar a la hermosa mujer bajo la transparencia del sudario. Extraños pensamientos me atravesaban el espíritu; me imaginaba que no estaba realmente muerta, y que aquello no era sino un fingimiento empleado para atraerme a su castillo y expresarme su amor. Por un instante, incluso creí haber visto que movía un pie bajo la blancura de los velos, y que se descomponían los pliegues rectos del sudario.

Y me decía: «¿Es realmente Clarimonde? ¿Qué pruebas tengo? Ese paje negro puede haber pasado al servicio de otra mujer. Debo de estar verdaderamente loco para afligirme y turbarme de este modo». Pero mi corazón me contestaba con un latido: «Claro que es ella». Me acerqué al lecho y miré más atentamente todavía el objeto de mi incertidumbre. ¿Os lo confesaré? La perfección de las formas, aunque purificada y santificada por la sombra de la muerte, me turbaba más voluptuosamente de lo que sería normal, y ese reposo se parecía tanto a un sueño que cualquiera podría haberse confundido. Olvidaba que había ido allí para un oficio fúnebre, e imaginaba que era un joven esposo entrando en la habitación de la recién desposada, que esconde su rostro por pudor y no quiere dejarse ver. Roto de dolor, loco de alegría, temblando de miedo y de placer, me incliné sobre ella y cogí el borde del velo; lo levanté lentamente, conteniendo la respiración para no despertarla. Mis arterias palpitaban con tal fuerza que las sentía silbar en las sienes, y mi frente chorreaba de sudor como si hubiera movido una losa de mármol. Era en efecto Clarimonde tal como la había visto en la iglesia el día de mi ordenación; era tan encantadora como entonces, y la muerte parecía en ella una coquetería más. La palidez de sus mejillas, el rosa menos vivo de sus labios, sus largas pestañas unidas y dibujando una línea morena sobre toda esa blancura, le proporcionaban una expresión de castidad melancólica y de sufrimiento pensativo, de un inefable poder de seducción; sus largos cabellos sueltos, entre los que aún había algunas florecillas azules, formaban una almohada para su cabeza y protegían con sus rizos la desnudez de los hombros; sus bellas manos, más perfectas, más diáfanas que una hostia, estaban cruzadas en una actitud de piadoso reposo y de tácita plegaria, y así corregían lo que hubieran podido tener de demasiado seductor, incluso en la muerte, la exquisita redondez y el refinado marfil de sus brazos desnudos, que no habían sido despojados de sus brazaletes de perlas. Permanecí largo tiempo absorto en una muda contemplación, y, cuanto más la miraba, menos podía creer que la vida hubiera abandonado para siempre aquel hermoso cuerpo. No sé si fue una ilusión o un reflejo de la lámpara, pero parecía que la sangre volvía a circular bajo esa palidez mate. Sin embargo, ella se mantenía inmóvil. Toqué ligeramente su brazo; estaba frío, pero no más frío que su mano el día en que había rozado la mía bajo el pórtico de la iglesia. Volví a mi primera posición, inclinando mi rostro sobre el suyo y dejando caer sobre sus mejillas el tibio rocío de mis lágrimas. ¡Oh, qué amargo sentimiento de desesperación y de impotencia! ¡Qué agonía de velatorio! Hubiera querido condensar mi vida en un pedazo para dársela e infundir sobre sus helados restos mortales la llama que me devoraba. La noche avanzaba y, sintiendo que se acercaba el momento de la separación eterna, no pude negarme la triste y suprema dulzura de depositar un beso sobre los labios muertos de la que había poseído todo mi amor. ¡Oh prodigio! Una ligera respiración se confundió con la mía y la boca de Clarimonde respondió a la presión de la mía; sus ojos se abrieron y recobraron un cierto destello, suspiró y, descruzando los brazos, los pasó detrás de mi cuello con un semblante de inefable éxtasis.

—¡Ah, eres tú, Romuald! —dijo en un tono lánguido y suave como las últimas vibraciones de un arpa—. ¿Qué has estado haciendo? Te esperé tanto tiempo que he muerto; pero ahora estamos prometidos, podré verte e ir a tu casa. ¡Adiós, Romuald, adiós! Te amo. Es todo cuanto quería decirte, y te devuelvo la vida que me has insuflado un minuto con tu beso. Hasta pronto.

Su cabeza cayó hacia atrás, pero continuaba rodeándome con sus brazos, como para retenerme. Un torbellino de intenso viento abrió la ventana y entró en la habitación; el último pétalo de la rosa blanca palpitó unos instantes como un ala en la punta del tallo, después se desprendió y escapó por la ventana abierta, llevándose con ella el alma de Clarimonde. La lámpara se apagó y yo caí desvanecido sobre el seno de la bella muerta.

Cuando volví en mí, estaba acostado en mi cama, en mi pequeña habitación de la parroquia, y el viejo perro del anciano cura lamía mi mano, que sobresalía de la manta. Bárbara se movía por la habitación con un temblor senil; abría y cerraba los cajones, o removía los jarabes de los frascos.

Al verme abrir los ojos, la anciana gritó de alegría, el perro ladró y movió la cola; pero me sentía tan débil que no pude articular una palabra ni hacer el más mínimo movimiento. Supe después que había estado tres días así, sin dar otro signo de vida que una respiración casi imperceptible. Esos tres días no cuentan en mi vida, y no sé dónde estuvo mi espíritu durante ese tiempo; no guardo ningún recuerdo. Bárbara me contó que el mismo hombre de tez cobriza que había venido a buscarme durante la noche me había devuelto por la mañana en una litera cerrada y se había marchado inmediatamente. Tan pronto como recobré el sentido, repasé todas las circunstancias de aquella aciaga noche. Primero pensé que había sido el juguete de una ilusión mágica; pero circunstancias reales y palpables destruyeron muy pronto esa suposición. No podía creer que había soñado, puesto que Bárbara había visto como yo al hombre de los dos caballos negros y describía su compostura y porte con exactitud. Sin embargo, nadie conocía en los alrededores la existencia de un castillo que se correspondiera con la descripción de aquel en el que había encontrado a Clarimonde.

Una mañana vi aparecer al padre Sérapion. Bárbara le había comunicado que estaba enfermo, y acudió a toda prisa. Aunque ese apresuramiento demostraba afecto e interés por mi persona, su visita no me complació como hubiera debido hacerlo. El padre Sérapion tenía en la mirada un algo penetrante e inquisidor que me molestaba. Me sentía azorado y culpable en su presencia. Había sido el primero en descubrir mi turbación interior, y yo estaba resentido por su clarividencia.

Mientras se interesaba por mi salud con un tono hipócritamente meloso, clavaba sobre mí sus dos pupilas amarillas de león y sumergía como una sonda su mirada en mi alma. Después me hizo algunas preguntas sobre la forma en que dirigía la parroquia, sobre si me sentía a gusto, a qué dedicaba el tiempo que mi ministerio me dejaba libre, si había entablado amistades con las gentes del lugar, cuáles eran mis lecturas favoritas, y mil otros detalles parecidos. Yo respondía a todo eso con la mayor brevedad posible, y él, sin esperar que hubiera terminado, pasaba a otra cosa. Esa conversación no tenía evidentemente ninguna relación con lo que quería decirme. Así pues, sin preludio alguno, y como si se tratara de una noticia de la que se acordara de pronto y que temiera olvidar enseguida, me dijo con una voz clara y vibrante, que resonó en mis oídos como las trompetas del juicio final:

—La gran cortesana Clarimonde ha muerto recientemente, tras una orgía que duró ocho días y ocho noches. Fue algo infernalmente espléndido. Se repitieron las abominaciones de los festines de Baltasar y de Cleopatra. ¡En qué siglo vivimos, Dios mío! Los comensales fueron servidos por esclavos morenos, que hablaban una lengua desconocida y que debían ser verdaderos demonios; la librea del menos importante hubiera podido servir de vestido de gala a un emperador. Desde siempre han circulado sobre esa Clarimonde historias muy extrañas, y todos sus amantes murieron de una manera miserable o violenta. Se dijo que era un ser sobrenatural, una mujer vampiro; pero yo creo que se trataba de Belcebú en persona.

Se calló y me observó más atentamente que nunca, para ver el efecto que me producían sus palabras. No había podido evitar cambiar el gesto al oír nombrar a Clarimonde, y la noticia de su muerte, además del dolor que me causaba por su extraña coincidencia con la escena nocturna de la que había sido testigo, me sumió en una turbación y un espanto que se reflejaron en mi rostro, aunque hice lo posible para dominarme. Sérapion me dirigió una mirada inquieta y severa. Después me dijo:

—Hijo mío, debo advertiros, tenéis un pie al borde del abismo, procurad no caer en él. Satanás tiene las garras muy largas, y las tumbas son traicioneras. La losa de Clarimonde debería haber sido sellada tres veces; pues, por lo que se dice, no es la primera vez que muere. Que Dios os guarde, Romuald.

Después de decir estas palabras, Sérapion salió lentamente de la habitación, y no volví a verlo, pues se fue a S___ casi inmediatamente.

Yo estaba completamente restablecido y había retomado mis ocupaciones habituales. El recuerdo de Clarimonde y las palabras del padre Sérapion estaban siempre presentes en mi espíritu; sin embargo, ningún acontecimiento extraordinario había confirmado los fúnebres pronósticos de Sérapion y empezaba a creer que sus temores y mis miedos eran muy exagerados; pero una noche tuve un sueño. Apenas había bebido los primeros sorbos del sueño, cuando oí que se abrían las cortinas del dosel de mi cama y se deslizaban las anillas en las barras con un ruido estrepitoso. Me incorporé bruscamente sobre los codos y vi una sombra femenina, de pie, ante mí. Reconocí de inmediato a Clarimonde. Sostenía en la mano una lamparita como esas que se ponen en las tumbas, cuyo resplandor daba a sus dedos delgados una transparencia rosa que se prolongaba, en una degradación casi insensible, hasta la blancura opaca y lechosa de su brazo desnudo. Por toda indumentaria llevaba el sudario de lino que la cubría en su lecho mortuorio, y sujetaba sus pliegues sobre el pecho, como avergonzada de estar casi desnuda, pero su pequeña mano no bastaba, era tan blanca que el color de la ropa se confundía con el de la carne a la pálida luz de la lámpara. Envuelta en ese fino tejido que traicionaba todo el contorno de su cuerpo, se parecía más a la estatua de mármol de una bañista antigua que a una mujer viva. Muerta o viva, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza continuaba siendo la misma; únicamente el brillo verde de sus pupilas estaba un poco apagado, y su boca, tan roja antaño, solo tenía un matiz rosa pálido y suave, casi igual al de sus mejillas. Las florecillas azules que había visto en sus cabellos se habían secado por completo y casi habían perdido todos sus pétalos; pero eso no impedía que estuviera encantadora, tan encantadora que, a pesar de la singularidad de la aventura y de la manera inexplicable en que había entrado en la habitación, no sentí miedo ni por un instante.

Puso la lámpara sobre la mesa y se sentó a los pies de mi cama. Después me dijo, inclinándose sobre mí, con una voz argentina y aterciopelada a un tiempo, que solo he conocido en ella:

—Me he hecho esperar, mi querido Romuald, y sin duda debiste creer que te había olvidado. Pero es que vengo de muy lejos, de un lugar del que nadie todavía ha regresado: no hay ni luna ni sol en el país del que vuelvo; solo hay espacio y sombras; no hay ni caminos, ni senderos, ni suelo para los pies, ni aire para las alas, y, sin embargo, heme aquí, pues el amor es más fuerte que la muerte y acabará por vencerla. ¡Ah, cuántos rostros tristes y cuántas cosas terribles he visto en mi viaje! ¡Cuántos sufrimientos una vez devuelta al mundo por el poder de la voluntad, ha padecido mi alma, para reencontrar su cuerpo y gozarlo de nuevo! ¡Cuántos esfuerzos necesité para poder levantar la losa que me cubría! ¡Mira, las palmas de mis manos aún están magulladas! ¡Bésalas para curarlas, amor mío!

Me aproximó, la una después de la otra, las palmas frías de sus manos a la boca. Las besé efectivamente muchas veces, y ella me miraba hacer con una sonrisa de inefable complacencia.

Confieso para mi vergüenza que había olvidado por completo las advertencias del padre Sérapion y el carácter del que estaba revestido. Me había rendido sin resistencia y al primer asalto. Ni tan solo había intentado apartar de mí la tentación; el frescor de la piel de Clarimonde penetraba en la mía, y sentía estremecerse todo mi cuerpo voluptuosamente. ¡Mi pobre niña! A pesar de todo lo que vi, aún me cuesta creer que fuera un demonio; al menos no lo parecía, y nunca Satanás escondió mejor sus garras y sus cuernos. Se había sentado sobre las rodillas y acurrucado en el borde de la cama, en una postura llena de coquetería descuidada. De vez en cuando, pasaba sus manos por mis cabellos y los enrollaba en bucles como para probar nuevos peinados para mi cara. Yo me dejaba hacer con la más culpable complacencia, y ella acompañaba los gestos con la más adorable locuacidad. Una cosa observé, y es que no me sorprendía en absoluto una aventura tan extraordinaria, y admitía fácilmente como normales acontecimientos muy extraños.

—Te amaba mucho antes de haberte visto, querido Romuald, y te buscaba por todas partes. Eras mi ensueño, y te descubrí en la iglesia en el momento fatal. Me dije enseguida: ¡Es él! Te dirigí una mirada en la que puse todo el amor que había sentido, que sentía y que debía sentir por ti, una mirada capaz de condenar a un cardenal, poner de rodillas a mis pies un rey ante toda su corte.

»Permaneciste impasible y preferiste a tu Dios. ¡Ah, qué celosa estoy de Dios, al que has amado y amas aún más que a mí!

»¡Infeliz, infeliz de mí! Jamás tu corazón me pertenecerá únicamente a mí, a mí que he resucitado con tu beso, Clarimonde la muerta que supera por ti las puertas de la tumba y que acaba de consagrarte una vida recuperada para hacerte feliz.

Todas esas palabras se entrecortaban por caricias delirantes, que aturdieron mis sentidos y mi razón hasta tal punto que no temí, para consolarla, proferir una horrorosa blasfemia y decirle que la amaba tanto como a Dios.

Sus pupilas se reavivaron y brillaron como crisopacios.

—¡De verdad, de verdad! ¡Tanto como a Dios! —dijo, rodeándome con sus brazos—. Puesto que es así, vendrás conmigo, me seguirás donde yo quiera. Abandonarás ese ruin hábito negro. Serás el caballero más orgulloso y más envidiado, serás mi amante. Ser el amante reconocido de Clarimonde, que rechazó a un papa, ¡es hermoso! ¡Ah, seremos felices, viviremos una existencia dorada! ¿Cuándo marchamos, hidalgo mío?

—¡Mañana! ¡Mañana! —gritaba en mi delirio.

—De acuerdo, ¡mañana! —prosiguió—. Tendré tiempo de cambiar de vestido, pues este es demasiado sencillo y no sirve para el viaje. También tengo que avisar a mis criados, que me creen realmente muerta y están muy tristes. El dinero, los trajes, los coches, todo estará a punto, vendré a buscarte a esta misma hora. Adiós, corazón mío.

Y rozó mi frente con sus labios. La lámpara se apagó, las cortinas se cerraron y no vi nada más; un sueño de plomo, un sueño sin sueños se apoderó de mí y me mantuvo embotado hasta la mañana siguiente. Me desperté más tarde que de costumbre, y el recuerdo de esa singular aparición me preocupó todo el día. Acabé por persuadirme de que todo había sido producto de mi imaginación calenturienta. Sin embargo, las sensaciones habían sido tan vivas que era difícil creer que no eran reales, y me fui a la cama no sin ciertos temores por lo que podía suceder, después de haber rogado a Dios que alejara de mí los malos pensamientos y protegiera la castidad de mi sueño.

Me dormí enseguida y profundamente, y mi sueño continuó. Se corrieron las cortinas, y vi a Clarimonde, no como la primera vez, pálida en su blanco sudario y con las violetas de la muerte en las mejillas, sino alegre, decidida y saludable, con un espléndido traje de viaje en terciopelo verde, adornado con botones de oro y recogido hacia los lados para dejar ver una falda de satén. Sus rubios cabellos se escapaban en grandes rizos de un amplio sombrero de fieltro negro, adornado con plumas blancas distribuidas caprichosamente. Sujetaba con la mano una pequeña fusta rematada en oro, con la que me tocó suavemente mientras me decía:

—¡Y bien, guapo durmiente! ¿Es así como haces los preparativos? Esperaba encontrarte levantado. Levántate enseguida; no tenemos tiempo que perder.

Salté de la cama.

—Vamos, ¡vístete y marchemos! —dijo, señalándome un pequeño paquete que había traído—. Los caballos se aburren y tascan el freno en la puerta. Deberíamos estar ya a diez leguas de aquí.

Me vestí rápidamente. Ella me tendía la ropa, riéndose a carcajadas de mi torpeza e indicándome cómo debía hacerlo cuando me equivocaba. Me peinó y, cuando hubo acabado, me tendió un espejo de bolsillo de cristal de Venecia con filigranas de plata, y me dijo:

—¿Cómo te ves? ¿Quieres emplearme como ayuda de cámara?

No era el mismo, y no me reconocí. Era tan diferente a mi anterior yo como lo es una escultura acabada de un bloque de piedra. Mi antiguo rostro no parecía ser sino el torpe esbozo del que el espejo ahora reflejaba. Era guapo, y mi vanidad sentía una muy agradable sensación con esa metamorfosis. Aquellas elegantes ropas, el traje ricamente bordado, me convertían en una persona diferente, y admiré el poder que tenían unas varas de tela cortadas con estilo. La condición de mi traje me penetraba la piel, y al cabo de diez minutos ya era un poco fatuo.

Di unas cuantas vueltas por la habitación para sentirme cómodo. Clarimonde me miraba con un semblante de maternal complacencia y parecía muy contenta con su obra.

—Ya está bien de chiquilladas, ¡en marcha, querido Romuald! Vamos muy lejos y, si nos entretenemos, no llegaremos nunca.

Me cogió de la mano y me llevó con ella. Todas las puertas se abrían a su paso tan pronto como las tocaba, y pasamos junto al perro sin despertarlo.

En la puerta encontramos a Margheritone. Era el escudero que me había guiado la primera vez; sujetaba la brida de tres caballos negros como los primeros, uno para mí, otro para él, otro para Clarimonde. Esos caballos debían de ser berberiscos de España, nacidos de yeguas fecundadas por el céfiro, pues corrían tanto como el viento, y la luna, que había salido a nuestra partida como para iluminarnos, rodaba por el cielo cual una rueda desatada de su carro; la veíamos a nuestra derecha saltando de árbol en árbol y perdiendo el aliento por correr tras nosotros. Llegamos pronto a una llanura, donde, cerca de un bosquecillo, nos esperaba un coche con cuatro vigorosas bestias. Subimos, y el postillón las puso a galopar de una manera insensata. Mi brazo rodeaba la cintura de Clarimonde y una de sus manos estrechaba la mía; ella apoyaba la cabeza en mi hombro, y sentía su pecho medio desnudo rozar mi brazo. Nunca había experimentado un placer tan vivo. En aquel momento lo había olvidado todo, y no recordaba mejor haber sido sacerdote que lo que recordaba haber hecho en el vientre de mi madre; tal era la fascinación que el espíritu maligno ejercía sobre mí. A partir de esa noche, mi naturaleza, en cierta manera, se desdobló, y hubo en mí dos hombres que no se conocían el uno al otro. A veces creía ser un sacerdote que soñaba cada noche ser un caballero, y a veces creía ser un caballero que soñaba que era sacerdote. Ya no podía distinguir el sueño de la vigilia, y no sabía dónde empezaba la realidad ni dónde acababa la ilusión. El joven caballero fatuo y libertino se burlaba del sacerdote; el sacerdote detestaba las corrupciones del joven caballero. Dos espirales encabestradas una en la otra y unidas sin tocarse jamás representaban a la perfección esa vida bicéfala que llevaba.

A pesar de lo extraño de esa posición, no creo haber rozado la locura ni un solo instante. Siempre mantuve muy netamente distintas las percepciones de mis dos existencias. Solo había un hecho absurdo que no me podía explicar: era el sentimiento de que un mismo ego existiera en dos hombres tan diferentes. Era una anomalía de la que no era consciente, ya fuera que creyera ser el sacerdote del pueblecito de C___ o il signor Romualdo, amante titular de Clarimonde.

Lo cierto es que me encontraba, o creía encontrarme, en Venecia. Aún no he podido distinguir lo que había de ilusión y de realidad en esa extraña aventura. Vivíamos en un gran palacio de mármol en el Canaleio, adornado con frescos y estatuas, con dos Ticianos de la mejor época en el dormitorio de Clarimonde, un palacio digno de un rey. Teníamos cada uno una góndola y un barquero con nuestro escudo, teníamos nuestra sala de música y nuestro poeta. Clarimonde entendía la vida a lo grande, y tenía algo de Cleopatra en su manera de ser. Por lo que a mí respecta, llevaba un tren de vida digno del hijo de un príncipe, y me pavoneaba como si fuera de la familia de uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la serenísima república. No hubiera cedido el paso ni al mismísimo dux, y no creo que, desde que Satanás cayera del cielo, existiera nadie más orgulloso e insolente que yo. Iba al Ridotto, y jugaba de manera endiablada. Me codeaba con la alta sociedad mundana, hijos de familias arruinadas, actrices, estafadores, parásitos y espadachines. Sin embargo, a pesar de la corrupción de esa vida, permanecí fiel a Clarimonde. La amaba locamente. Ella habría espabilado a la mismísima saciedad y había vuelto inalterable la inconstancia. Poseer a Clarimonde era como tener mil amantes, era como poseer a todas las mujeres, pues era cambiante, mudable y diferente de ella misma. ¡Un verdadero camaleón! Me hacía cometer con ella la infidelidad que hubiera cometido con otras, adoptando el carácter, el aspecto y la belleza de la mujer que parecía gustarme. Me devolvía mi amor centuplicado, y fue en vano que los jóvenes patricios e incluso los ancianos del Consejo de los Diez le hicieran magníficas proposiciones. Hasta un Foscari llegó a proponerle matrimonio. Lo rechazó todo. Tenía riquezas suficientes; únicamente quería amor, un amor joven, puro, nacido para ella, y que debía ser el primero y el último. Yo hubiera sido completamente feliz, a no ser por una condenada pesadilla que tenía cada noche, en la que me creía un cura de pueblo que se mortificaba y hacía penitencia por mis excesos del día. Tranquilizado por la costumbre de estar con ella, ya casi no pensaba en la extraña forma en que había conocido a Clarimonde. Sin embargo, lo que había dicho el padre Sérapion me venía algunas veces a la memoria y no dejaba de inquietarme.

Desde hacía algún tiempo la salud de Clarimonde no era muy buena; su tez se apagaba día a día. Los médicos que hice acudir no entendieron nada de su enfermedad, y no supieron qué hacer. Prescribieron algunas medicinas insustanciales y no regresaron. Sin embargo, ella palidecía a ojos vistas y cada vez estaba más fría. Estaba casi tan blanca y tan muerta como la famosa noche en el castillo desconocido. Me afligía ver cómo languidecía lentamente. Conmovida por mi dolor, me sonreía dulce y tristemente, con la sonrisa fatal de los que saben que van a morir.

Una mañana, tomaba el desayuno sentado en una mesita junto a su cama para no separarme de ella ni un minuto. Al cortar la fruta, me hice por casualidad un corte bastante profundo en el dedo. La sangre corrió enseguida en hilillos color púrpura, y algunas gotas cayeron sobre Clarimonde. Sus ojos se iluminaron, su fisonomía adquirió una expresión de gozo feroz y salvaje que no le había visto nunca antes. Saltó de la cama con una agilidad animal, una agilidad de mono o de gato, y se precipitó sobre mi herida, que empezó a chupar con un semblante de inexpresable voluptuosidad. Tragaba la sangre a pequeños sorbos, lenta y amaneradamente, como un gourmet que saborea un vino de Jerez o de Siracusa; entrecerraba los ojos, y sus pupilas verdes, en vez de redondas, se habían alargado. De vez en cuando, paraba para besarme la mano, después volvía a apretar con sus labios los labios de la herida para sacar todavía algunas gotas rojas. Cuando vio que no salía más sangre, se levantó con una mirada húmeda y brillante, más rosada que una aurora de mayo, el rostro feliz, las manos tibias, incluso sudorosas, en fin, más bella que nunca y en perfecto estado de salud.

—¡No moriré! ¡No moriré! —decía loca de alegría y colgándose a mi cuello—. Podré amarte aún mucho tiempo. Mi vida está en la tuya, y todo mi yo emana de ti. Unas gotas de tu rica y noble sangre, más valiosa y eficaz que todos los elixires del mundo, me han devuelto la vida.

Esa escena me preocupó largo tiempo y me inspiró extrañas dudas respecto a Clarimonde, y aquella misma noche, cuando el sueño me devolvió a mi parroquia, vi al padre Sérapion más grave y preocupado que nunca. Me miró atentamente y me dijo:

—No contento con perder vuestra alma, queréis también perder vuestro cuerpo. ¡Desgraciado muchacho, en qué trampa habéis caído!

El tono en que me dijo esas pocas palabras me afectó profundamente; pero, a pesar de su viveza, esa impresión se disipó muy pronto, y mil otras solicitudes acabaron por borrarla de mi espíritu. Sin embargo, una noche vi en mi espejo, cuya pérfida posición Clarimonde no había observado, cómo ella vertía unos polvos en la copa de vino que tenía por costumbre preparar después de la comida. Cogí la copa y fingí llevármela a los labios; luego la coloqué sobre un mueble, como para acabarla más tarde con toda tranquilidad, y, aprovechando un instante en que la hermosa estaba de espaldas, derramé el contenido sobre la mesa. Después me retiré a mi habitación y me acosté, decidido a no dormirme y ver qué pasaba. No esperé mucho. Clarimonde entró en camisón y, después de desprenderse de sus velos, se estiró en la cama junto a mí. Cuando se hubo asegurado de que dormía, dejó al descubierto mi brazo y sacó un alfiler de oro de sus cabellos. Después murmuró en voz baja:

—¡Una gota, solo una gotita roja, un rubí en la punta de mi aguja…! Puesto que todavía me amas, es preciso que no muera… ¡Ah, pobre amor, voy a beber tu hermosa sangre, de un color púrpura tan brillante! ¡La beberé! Duerme, mi único bien; duerme, mi dios, mi niño. No te haré daño; solo cogeré de tu vida lo imprescindible para que la mía no se apague. Si no te amara tanto, podría decidirme a tener otros amantes cuyas venas secaría; pero desde que te conozco, todo el mundo me horroriza… ¡Ah, qué brazo tan bello, tan redondeado, tan blanco! No me atreveré nunca a pinchar esa bonita vena azul.

Y, al decir esto, lloraba, y yo sentía caer sus lágrimas sobre mi brazo, que tenía entre sus manos. Finalmente se decidió, me pinchó con su aguja y empezó a chupar la sangre que se derramaba. Aunque apenas había bebido algunas gotas, tuvo miedo de agotarme, y me colocó cuidadosamente un apósito, después de haber friccionado la herida con un ungüento que la cicatrizó de inmediato.

Ya no cabían dudas, el padre Sérapion tenía razón. Sin embargo, a pesar de la certeza, no podía dejar de amar a Clarimonde, y le hubiera dado gustoso toda la sangre que necesitaba para mantener su existencia ficticia. Por otra parte, no tenía miedo. La mujer me respondía del vampiro, y lo que había oído y visto me tranquilizaba por completo; tenía yo entonces unas venas fértiles que no se habrían agotado con facilidad, y no regateaba mi vida gota a gota. Yo mismo me habría abierto el brazo y le habría dicho:

—¡Bebe, y que mi amor se cuele en tu cuerpo con mi sangre!

Evitaba hacer la más mínima alusión al narcótico que me había dado y a la escena de la aguja, y vivíamos en perfecta armonía. Sin embargo, mis escrúpulos de sacerdote me atormentaban más que nunca, y ya no sabía qué nueva maceración inventar para meter en cintura y mortificar mi carne. Aunque todas esas visiones fueran involuntarias y sin la menor participación por mi parte, no osaba tocar a Cristo con unas manos tan impuras y un espíritu manchado por semejantes excesos reales o soñados. Para evitar caer en esas fatigosas alucinaciones, intentaba no dormir, me mantenía los párpados abiertos con los dedos, y permanecía de pie apoyado en la pared, luchando con todas mis fuerzas contra el sueño. Pero la arena de la somnolencia me cerraba muy pronto los ojos y, al ver que mi lucha era inútil, dejaba caer los brazos, cansado y desalentado, y el curso de las cosas me arrastraba hacia la pérfida orilla. Sérapion me hacía las más vehementes exhortaciones, y me reprochaba severamente mi desidia y mi falta de fervor. Un día que yo estaba más excitado que de costumbre, me dijo:

—Solo hay una manera de quitaros esa obsesión y, aunque es muy violenta, es preciso usarla: a grandes males, grandes remedios. Sé dónde fue enterrada Clarimonde. La desenterraremos y veréis en qué lastimoso estado se encuentra el objeto de vuestro amor; entonces ya no permitiréis ser tentado por un cadáver inmundo devorado por gusanos y a punto de convertirse en polvo. Eso os hará entrar en razón.

Por lo que a mí respecta, estaba tan cansado de esa doble vida, que acepté: deseaba saber de una vez por todas quién —el cura o el caballero— era víctima de una ilusión, estaba decidido a acabar con uno u otro o incluso con los dos hombres que vivían en mí, pues una vida como aquella no podía continuar. El padre Sérapion se armó de un pico, una palanca y una linterna, y a medianoche nos dirigimos al cementerio de S___, cuya disposición conocía perfectamente. Tras haber iluminado con la linterna sorda las inscripciones de varias tumbas, llegamos por fin ante una piedra medio escondida por grandes hierbas y devorada por el musgo y plantas parásitas, donde desciframos este inicio de inscripción:

Aquí yace Clarimonde,

que fue mientras vivió

la más bella del mundo.

—Es aquí —dijo Sérapion, y, dejando en el suelo su linterna, deslizó la palanca por el intersticio de la piedra y empezó a levantarla.

La piedra cedió, y entonces se puso a la obra con el pico. Yo le miraba hacer, más oscuro y silencioso que la noche misma; mientras él, encorvado sobre su fúnebre trabajo, chorreaba sudor, jadeaba, y su respiración entrecortada parecía el estertor de un agonizante. Era un espectáculo extraño y, si alguien nos hubiera visto desde fuera, nos hubiera tomado por profanadores y ladrones de sudarios, y no por sacerdotes del Señor. El celo de Sérapion tenía algo de duro y de salvaje que le hacía parecer más un demonio que un apóstol o un ángel, y su rostro de rasgos austeros, nítidamente perfilados por el reflejo de la linterna, no tenía nada de tranquilizador. Yo sentía mis miembros perlarse de un sudor glacial, y los cabellos se me erizaban dolorosamente; en lo más profundo de mí mismo, veía la acción del severo Sérapion como un abominable sacrilegio, y hubiera querido que del flanco de las sombrías nubes que avanzaban pesadamente sobre nosotros saliera un triángulo de fuego que le redujera a polvo. Los búhos encaramados en los cipreses, inquietos por el brillo de la linterna, venían a azotar pesadamente sus cristales con sus alas polvorientas y gemían lastimosos; los zorros aullaban a lo lejos, y mil ruidos siniestros germinaban en el silencio. Finalmente el pico de Sérapion tropezó con el ataúd, cuyas tablas resonaron con un ruido sordo y sonoro, ese terrible ruido que produce la nada cuando se la toca. Volcó la tapa, y vi a Clarimonde, pálida como el mármol, con las manos unidas; su blanco sudario formaba un único pliegue de la cabeza a los pies. Una gotita roja brillaba como una rosa en la comisura de su boca descolorida. Al verla, Sérapion se enfureció:

—¡Ah, aquí estás, demonio, cortesana impúdica, bebedora de sangre y de oro!

Y roció con agua bendita el cuerpo y el ataúd, sobre el que dibujó la señal de la cruz con su hisopo.

Tan pronto como el santo rocío tocó a la pobre Clarimonde, su bello cuerpo se convirtió en polvo; ya no fue sino una mezcolanza horrorosamente deforme de cenizas y huesos medio calcinados.

—He aquí a vuestra amante, señor Romuald —dijo el inexorable sacerdote, mostrándome los tristes restos mortales—. ¿Aún queréis ir a pasear al Lido y a Fusine con esta belleza?

Bajé la cabeza, sentía una profunda pérdida en mi interior. Volví a mi parroquia, y el caballero Romuald, amante de Clarimonde, se despidió del pobre cura, a quien durante tanto tiempo había estado tan extrañamente unido. Únicamente, a la noche siguiente, vi a Clarimonde. Me dijo, como la primera vez en el pórtico de la iglesia:

—¡Infeliz, infeliz! ¿Qué has hecho? ¿Por qué has escuchado a ese cura imbécil? ¿No eras feliz? ¿Y qué te había hecho yo, para que violaras mi pobre tumba y pusieras al desnudo las miserias de mi nada? Desde ahora se ha roto para siempre cualquier comunicación entre nuestras almas y nuestros cuerpos. Adiós, me echarás de menos.

Se disipó en el aire como el humo y no la he vuelto a ver.

Desgraciadamente, tenía razón: la he echado de menos más de una vez y aún la echo de menos. La paz de mi alma fue pagada a un precio muy caro; el amor de Dios no bastaba para sustituir el suyo. He aquí, hermano, la historia de mi juventud. No miréis nunca a una mujer, y caminad siempre con los ojos fijos en el suelo, pues, por más casto y prudente que seáis, un solo minuto basta para haceros perder la eternidad.