9 de abril

¡Victoria! Ayer, a las siete, después de una cena ligera, me encerré en mi habitación y tiré la llave al jardín.

Tomé una novela divertida y estuve tres horas tratando de leer en la cama, pero en realidad pasé esas horas temblando espantosamente, esperando a cada momento ser visitado por la influencia. Pero no ocurrió nada de ese estilo, y esta mañana me he levantado con la sensación de haber escapado a una tremenda pesadilla.

Quizá esa mujer se dio cuenta de lo que yo había hecho y comprendió que de nada serviría tratar de actuar sobre mí.

De cualquier modo, la he vencido una vez; y, si he podido conseguirlo una vez, lo conseguiré también otras.

Lo más fastidioso, por la mañana, era el asunto de la llave.

Por suerte, ahí abajo estaba un ayudante del jardinero, y le dije que me la tirara.

Debió de creer que se me acababa de caer.

Haré clavar las puertas y las ventanas; encargaré a seis hombres fuertes que me retengan en la cama; todo antes que rendirme a discreción ante esa bruja.

Esta tarde recibí una nota de la señorita Marden pidiéndome que fuera a verla.

Pensaba hacerlo, fuera cual fuera el motivo, pero no esperaba encontrarme con malas noticias. Según parece, los Amstrong, de quienes Agatha tiene posibilidades de heredar, han embarcado en Adelaida en el Aurora y han escrito a la señora Marden para que les vaya a esperar a la ciudad.

Esto significará una ausencia de un mes o mes y medio. Como la llegada del Aurora se espera para el miércoles, tienen que partir de inmediato para llegar a tiempo.

Me consuela pensar que cuando volvamos a encontrarnos ya no habrá separación entre Agatha y yo.

—Quiero pedirte una cosa, Agatha —le dije cuando estuvimos solos—. Si por casualidad te encuentras con la señorita Penelosa, en la ciudad o aquí, prométeme que no te dejarás magnetizar por ella.

Agatha me miró con asombro.

—Pero si hace solo unos pocos días decías que todo esto era interesantísimo y que estabas decidido a llevar tus experimentos hasta el final…

—Ya lo sé, pero he cambiado de opinión.

—¿Y has renunciado por completo a los experimentos?

—Sí.

—¡Oh! ¡Cuánto me alegro, Austin! No te imaginas el aspecto que tenías estos últimos días, pálido, cansado. Lo cierto es que esa era la principal razón que nos impedía viajar ahora a Londres. No queríamos dejarte solo en un momento en que parecías tan abatido. Y tu comportamiento ha cambiado también, a veces de una manera tan extraña… Sobre todo esa noche en que dejaste al profesor Pratt-Haldane sin pareja de juego. Me convencí de que esos experimentos actuaban muy negativamente sobre tus nervios.

—Lo mismo pienso yo, querida.

—Y también sobre los nervios de la señorita Penelosa. ¿No te has enterado de que está enferma?

—No.

—Nos lo ha dicho la señora Wilson. Nos ha descrito su estado como una fiebre nerviosa. El profesor Wilson vuelve la semana próxima, y la señora Wilson quiere que para entonces la señorita Penelosa se haya recobrado, porque al señor Wilson le espera todo un programa de experimentos que piensa llevar a buen fin.

Quedé tranquilo al obtener la promesa de Agatha.

Era más que suficiente que aquella mujer tuviera entre sus garras a uno de los dos.

Por otra parte, me turbó enterarme de la enfermedad de la señorita Penelosa.

Eso disminuye en mucho la importancia de la victoria que pensé haber conseguido anoche.

Recuerdo haberle oído decir que el desmejoramiento de su salud afectaba negativamente su poder.

Tal vez por eso pude resistir tan fácilmente.

¡Bueno! De todos modos, esta noche he de tomar las mismas precauciones, y a ver qué ocurre.

Siento un terror pueril al pensar en ella.

10 de abril

Anoche funcionó todo perfectamente.

Ha sido divertido ver la cara que ha puesto el jardinero esta mañana, cuando he vuelto a llamarle para que me tirase la llave.

Me haré famoso entre la servidumbre si esto se repite. Pero lo que importa es que permanecí en casa, sin sentir ni la menor necesidad de salir.

Me parece que empiezo a liberarme de esa increíble servidumbre; a menos que, sencillamente, el poder de esa mujer esté neutralizado hasta que recobre las fuerzas. Ruego al cielo que se dé la alternativa más favorable.

Las Marden se irán esta mañana, y me parece que el sol primaveral ha perdido todo su resplandor. Sin embargo, es hermoso, ahí, brillando tras el castaño que veo desde mis ventanas y que proporciona un toque de alegría a los gruesos muros manchados de liquen de los viejos edificios universitarios.

¡Qué dulce y acariciadora es la naturaleza! ¡Qué tranquilizadora!

¿Cómo es posible que esa naturaleza oculte fuerzas tan impuras, posibilidades tan repugnantes?

Comprendo, desde luego, que esta cosa terrible que me ha ocurrido no se encuentra ni por encima de la naturaleza, ni fuera de ella.

No: es una fuerza natural la que puede emplear esa mujer, una fuerza que la sociedad ignora.

El mismo hecho de que esa fuerza varíe con la salud demuestra hasta qué punto está enteramente subordinada a las leyes físicas.

Si tuviera tiempo podría llegar hasta el fondo del asunto y descubrir el antídoto, pero cuando uno está entre las garras del tigre no es momento para pensar en domesticarlo: lo único que se puede hacer es liberarse a sacudidas.

¡Ah! Cuando me miro en el espejo y veo en él mis ojos negros y mi cara de español, de rasgos tan pronunciados, quisiera haber sido salpicado por vitriolo o haber quedado marcado de viruela.

Cualquiera de estas cosas me habría librado de todo esto.

Me inclino a pensar que esta noche tendré problemas.

Son dos las circunstancias que me lo hacen temer.

La primera es que me encontré en la calle con la señora Wilson y me dijo que la señorita Penelosa había mejorado, aunque sigue débil; la segunda es que el profesor Wilson vuelve dentro de uno o dos días, y su presencia será un freno para ella.

No tendría miedo de encontrarme con ella si estuviera presente un tercero.

Esas dos razones me hacen presentir que tendré problemas esta noche. Tomaré la precaución de las anteriores.

10 de abril

No. Gracias a Dios, anoche todo fue bien.

Habría sido excesivo volver a recurrir al jardinero, así que cerré la puerta y tiré la llave por encima, de modo que por la mañana tuve que pedirle a la criada que me abriera desde fuera. Pero la precaución no era en realidad necesaria, ya que en ningún momento sentí impulso alguno de salir.

¡Tres noches seguidas en casa! Sin duda están terminando mis sufrimientos: Wilson estará de vuelta hoy o mañana.

¿Le diré lo que he pasado? ¿Me callaré?

Estoy convencido de que no encontraría en él ni la menor simpatía. Me vería como un sujeto interesante y leería un comunicado sobre mi caso en la siguiente reunión de la Sociedad Psíquica. Allí enfocaría seriamente la posibilidad de que yo hubiera mentido descaradamente, y compararía esta posibilidad con la de que esté afectado por una incipiente locura.

No. No iré a pedir ayuda a Wilson.

Me siento extrañamente ágil y enérgico. Creo que nunca he dado mi clase con mayor empuje.

¡Ah, si pudiera apartar de mi vida esa sombra! ¡Qué feliz sería!

Soy joven, disfruto de cierta holgura, estoy en primera fila en mi profesión, estoy prometido a una muchacha hermosa y encantadora: ¿no tengo todo lo que un hombre puede desear?

Solo hay en el mundo una cosa que me atormenta; pero ¡qué cosa!

Medianoche

¡Acabaré loco!

Sí, así terminará todo esto. Acabaré loco. Ya no estoy muy lejos de estarlo.

Me hierve la cabeza; la tengo apoyada en una mano ardiente.

Se me estremece todo el cuerpo, como un caballo asustado.

¡Oh, qué noche he pasado!

Pese a todo, también tengo algún motivo para alegrarme. A riesgo de convertirme en objeto de risa para los criados, deslicé la llave por debajo de la puerta, convirtiéndome en un prisionero para toda la noche.

Después, como me parecía que era demasiado temprano para acostarme, me tendí vestido en la cama y me puse a leer una novela de Dumas.

De pronto fui arrebatado… Sí: arrebatado, arrastrado fuera de la cama.

Solo estos términos son capaces de describir la fuerza irresistible que hizo presa en mí.

Me así de la manta, me sujeté en la madera de la cama. Incluso me parece que grité, frenético.

Todo inútil. No pude resistir. Tuve que obedecer. No podía sustraerme a esa fuerza.

Solo en los primeros momentos opuse alguna resistencia. La influencia no tardó en ser demasiado abrumadora para luchar contra ella.

Doy gracias a Dios de que no hubiera allí gente para guardarme, porque, de haberla habido, no habría podido responder de mí mismo.

A esa determinación de salir iba unida una idea muy clara y viva sobre los medios a emplear para conseguirlo.

Encendí una vela, me puse de rodillas delante de la puerta y traté de atraer la llave hacia mí usando una pluma de oca, pero era demasiado corta y solo conseguí alejar un poco más la llave.

Entonces, con sosegada obstinación, saqué de un cajón un abrecartas y con él pude conseguir la llave.

Abrí la puerta.

Entré en mi gabinete y cogí de encima del escritorio una fotografía mía. Escribí en ella unas palabras y me la puse en el bolsillo interior del abrigo.

Luego me encaminé a casa de los Wilson.

Lo veía todo dentro de una claridad extraordinaria y, sin embargo, todo me parecía ajeno al resto de mi propia vida, ajeno como podrían serlo las incidencias del más vivo de los sueños.

Me poseía una especie de doble conciencia.

Estaba, en primer lugar, la voluntad ajena que predominaba y que tendía a arrastrarme junto a la propietaria de dicha voluntad; y estaba también otra personalidad, más débil, que se resistía, y reconocía en ella a mi propio yo, un yo que luchaba débilmente contra el impulso todopoderoso, como un perro que lucha contra la correa que lo sujeta.

Recuerdo también haberme dado cuenta del conflicto suscitado entre esas fuerzas; en cambio, no recuerdo nada de lo que sucedió mientras andaba, ni de cómo entré en la casa.

Sin embargo, conservo una imagen sumamente nítida de mi encuentro con la señorita Penelosa.

Estaba tendida en el diván, en el saloncito donde habitualmente se realizaban nuestros experimentos. Tenía la cabeza apoyada en la mano y estaba parcialmente tapada con una piel de tigre.

Cuando entré, alzó la mirada, con la expresión de quien está esperando. La luz de la lámpara daba de lleno en su rostro y pude ver que estaba muy pálida y desmejorada, y que tenía unos surcos oscuros bajo los ojos.

Me sonrió y me indicó con la mano una silla a su lado.

Empleó la mano izquierda para ese ademán. Yo avancé velozmente, cogí aquella mano y… y… me doy asco a mí mismo al pensarlo, pero me la llevé a los labios apasionadamente.

Luego me senté en la silla, sin soltarle la mano, y le entregué la fotografía que había llevado.

Hablé y hablé; le conté mi amor por ella, el dolor que me había causado su enfermedad, la alegría que me daba su restablecimiento, y le dije hasta qué punto me sentía desgraciado cuando pasaba una sola velada sin verla.

Ella permanecía inmóvil, manteniendo su mirada imperiosa fija en mí, con una sonrisa provocadora.

Recuerdo que en un momento dado me pasó la mano por el cabello, como quien acaricia a un perro, y aquella caricia me causó placer.

Eso me hizo estremecer.

Me convertí en su esclavo en cuerpo y alma, y en aquel momento me alegré de mi esclavitud.

Y entonces tuvo lugar el feliz cambio. Que nadie me diga que no existe la Providencia. Me encontraba en el borde mismo de la perdición, mis pies rozaban el precipicio.

¿Fue acaso por simple coincidencia que me llegó el socorro, justo en aquel momento?

No, no: existe la Providencia, y fue su mano la que me hizo retroceder.

Hay en el universo algo más poderoso que esa diablesa, pese a todas sus artimañas.

¡Ah! ¡Qué alivio para mi espíritu pensar esto!

Al alzar la mirada hacia ella percibí un cambio. Su cara, pálida hasta entonces, se había puesto lívida. Tenía los ojos nublados y se le estaban cerrando los párpados; y, por encima de todo, había desaparecido de su fisonomía aquel aire de tranquila confianza. Su boca había perdido firmeza, y era como si su frente se hubiera estrechado.

Parecía asustada y titubeante.

Y, mientras observaba este cambio en ella, sentí en mi ánimo una especie de vacilación. Mi espíritu se puso a luchar, como si intentara escapar violentamente a la tenaza que lo aprisionaba, tenaza que apretaba menos a cada instante.

—Austin —dijo con voz débil—, he confiado demasiado en mí. No estaba aún lo bastante fuerte. No me he recuperado de la enfermedad. Pero no podía seguir viviendo sin verte. ¡No me dejes, Austin! Es una debilidad momentánea. Espera cinco minutos y volveré a ser yo misma. Acércame ese frasco que está en la mesa, junto a la ventana.

Pero yo había recobrado el dominio de mi alma.

Mientras sus fuerzas se extinguían, la influencia sobre mí se disipaba. Me sentí liberado.

Me puse agresivo. La ataqué con amargura, con furia.

Por lo menos en una ocasión he podido contarle a esa mujer cuáles eran mis auténticos sentimientos hacia ella.

Mi espíritu rebosaba de un odio que era tan brutal como el amor contra el que reaccionaba. Era el mío el furor desenfrenado, asesino, del esclavo rebelde.

Habría sido capaz de asir la muleta que tenía a su lado y machacarle la cara con ella.

Extendió las manos hacia delante, como para protegerse de un golpe y, retrocediendo ante mí, se parapetó en un extremo del diván.

—¡El aguardiente! ¡El aguardiente! —dijo con voz cambiada.

Cogí el frasco y lo vacié en las raíces de una palma que estaba en la ventana. Luego le arrebaté la fotografía y la desgarré en mil pedazos.

—¡Mujer miserable! —dije—. ¡Si yo cumpliera con mi deber para con la sociedad, no saldrías viva de esta habitación!

—Te quiero, Austin, te quiero —gimió.

—¡Sí! —grité—. ¡Como has querido a Charles Sadler! ¿Y a cuántos antes que a él?

—Charles Sadler —dijo ella, jadeante—… ¿Te ha hablado? ¡Ah! ¡Charles Sadler, Charles Sadler!

Su voz pasaba entre sus labios como el silbido de una serpiente.

—Te conozco, sí —dije—; y otros te conocerán también, bestia impúdica. Conoces mi posición y, a pesar de todo, has empleado tu espantoso poder para atraerme hacia ti. Podrás hacerlo de nuevo, pero al menos te acordarás de haberme oído decir que amo a la señorita Marden apasionadamente, y que tú me inspiras asco y espanto. Solo el verte, solo el oír tu voz, ya basta para llenarme de odio y repugnancia. Siento náuseas solo de pensar en ti. Esto es lo que siento por ti; y, si quieres volver a atraerme con tus mañas, como esta noche, imagino que no sentirás demasiado placer al convertir en tu enamorado a un hombre que te ha dicho lo que realmente piensa de ti. Podrás poner en mi boca las palabras que tú quieras, pero no podrás olvidar…

Me detuve, porque aquella mujer se había caído hacia atrás, desmayada.

No era capaz de escuchar hasta el final lo que tenía que decirle.

¡Qué ardiente sensación de victoria experimento al pensar que, ocurra lo que ocurra a partir de ahora, esa mujer no puede ya engañarme en cuanto a mis verdaderos sentimientos hacia ella!

Pero ¿qué ocurrirá a partir de ahora?

No me atrevo a pensarlo.

¡Oh! ¡Si pudiera tener la esperanza de que me dejará en paz! Pero cuando pienso en lo que le he dicho…

Da igual. Una vez, por lo menos, habré sido más fuerte que ella.

11 de abril

Esta noche apenas he dormido, y por la mañana me he sentido tan destemplado, nervioso y febril que he tenido que rogar a Pratt Haldane que diera mi clase.

Será la primera vez que me he ausentado.

Me levanté a mediodía, pero con dolor de cabeza, las manos temblorosas y los nervios en un estado lamentable.

Esta noche he recibido una visita.

¿Será posible? Wilson en persona. Acaba de volver de Londres, donde ha dado conferencias, ha desenmascarado a un médico, ha dirigido una serie de experimentos sobre la transmisión de pensamiento, se ha entrevistado con el profesor Richet, de París, ha pasado horas y horas mirando en un cristal, y ha obtenido algunos resultados relativos a la penetración de la materia por el espíritu.

Me contó todo esto de un tirón.

—Pero ¿y usted? —exclamó finalmente—. No tiene buen aspecto. Y la señorita Penelosa está sumida en una total postración. ¿Y los experimentos? ¿Qué tal van?

—Los he abandonado.

—¿Por qué?

—Esos estudios me parecían peligrosos.

Acto seguido sacó su cuaderno de notas marrón.

—Esto es muy interesante —dijo—. ¿Qué razones tiene para decir que estos estudios son peligrosos? Le ruego que me enumere los hechos por orden cronológico, con las fechas aproximadas y nombres de testigos fidedignos, junto con sus direcciones.

—Antes de nada —le pregunté—, ¿querrá decirme si le constan casos en que un magnetizador haya adquirido poder sobre su objeto y lo haya empleado con fines culpables?

—¡Docenas y docenas! —exclamó, exaltado—. Crimen por sugestión.

—No hablo de sugestión. Me refiero a lo que ocurre cuando de una persona alejada llega un impulso repentino… un impulso irresistible.

—¡Obsesión! Es el fenómeno menos frecuente… Tenemos ochos casos, cinco de ellos demostrados. No irá usted a decirme…

Estaba tan exaltado que apenas podía articular las palabras.

—No, no quiero decirle… —le contesté—. Sabrá disculparme, pero esta noche no me siento demasiado bien. Adiós.

Así conseguí librarme de él.

Se marchó blandiendo su cuaderno y su lápiz.

Sin duda me cuesta aguantar mis problemas, pero será mejor que me los guarde para mí y que no los exhiba ante Wilson como un fenómeno de feria.

Wilson ha perdido de vista a los seres humanos. Para él todo se reduce a casos, a fenómenos.

Ni aunque me maten volveré a hablarle de este asunto.

12 de abril

Ayer fue un día de tranquilidad. La velada ha transcurrido sin ningún incidente.

¿Qué puede hacer ahora esa mujer?

Sin duda, después de oírme decir lo que le dije, debe de sentir por mí tanta antipatía como yo por ella.

No; no puede, no puede querer por amante a alguien que le ha insultado tanto.

No. Creo que me he librado de su amor…

Pero ¿qué puede esperarse de su odio?

¿No empleará acaso su poder para vengarse?

¡Bah! ¿Por qué asustarme a mí mismo con fantasías?

Ella me olvidará, yo la olvidaré, y todo irá bien.

13 de abril

Mis nervios han recobrado toda su compostura.

Creo de veras haber vencido a ese ser; pero debo admitir que no vivo sin aprensiones. Se ha restablecido; me he enterado de que esta tarde ha ido a dar un paseo en coche con los Wilson por la avenida principal.

14 de abril

Me gustaría alejarme para siempre.

Huiré, iré a encontrarme con Agatha en cuanto termine el semestre.

Reconozco que es una lamentable debilidad por mi parte, pero esa mujer me afecta los nervios de mala manera.

He vuelto a verla, y he vuelto a hablar con ella.

Fue justo después de la comida. Estaba fumándome un pitillo en mi gabinete. Oí en el pasillo los pasos de mi criado, Murray.

Me pareció oír vagamente otros pasos detrás.

No me preocupaba demasiado quién pudiera ser, pero un ligero ruido me hizo saltar de la silla, temblando de temor.

Nunca me había fijado especialmente en qué clase de ruido puede provocar una muleta, pero mis nervios conmocionados me dijeron que a eso correspondían los ruidos secos de madera alternándose con el sonido sordo de los pies en el suelo.

Y, al cabo de un instante, mi criado la hizo pasar.

Ni siquiera traté de cumplir con las formas convencionales de la cortesía.

Tampoco ella lo intentó.

Me quedé mirándola fijamente, con la colilla del cigarrillo entre los dedos.

Ella, por su parte, me miró en silencio, y, ante la expresión de su mirada, recordé las páginas en las que había tratado de describir esa expresión, preguntándome si era burlona o cruel.

Aquel día era una expresión de crueldad, de una crueldad fría e implacable.

—Muy bien —dijo por fin—. ¿Sigue usted con la misma disposición de ánimo que la última vez que le vi?

—Mi disposición de ánimo ha sido siempre la misma.

—Entendámonos, profesor Gilroy —dijo ella lentamente—. No soy persona de la que se pueda uno burlar fácilmente, y ahora mismo podría dejárselo claro. Fue usted quien me rogó participar en una serie de experimentos; fue usted quien conquistó mi afecto; usted quien declaró su amor por mí; usted quien me trajo su fotografía, con unas palabras de afecto escritas en ella; y fue usted quien, aquella misma noche, consideró oportuno cubrirme de insultos y dirigirse a mí en unos términos que ningún hombre se había atrevido jamás a emplear conmigo. Dígame que esas palabras se le escaparon en un momento de ofuscación. Estoy dispuesta a olvidar y perdonar. Usted no quería decir lo que dijo, ¿no es cierto, Austin? No me odia usted realmente…

Habría podido apiadarme de aquella mujer deforme; tanto ardor, tanta súplica amorosa había detrás de su mirada amenazadora.

Pero, pensando en los sufrimientos por los que había pasado, mi corazón fue duro como el pedernal.

—Si me ha oído hablarle de amor —dije—, sabe usted muy bien que era su voz la que hablaba, no la mía. Lo único sincero que he podido decirle son las palabras que oyó usted en nuestra última entrevista.

—Ya sé. Alguien le ha hablado mal de mí. ¿Ha sido él?

Golpeó el suelo con su muleta.

—¡Pues bien! —prosiguió—. Sabe usted perfectamente que podría obligarle ahora mismo a tumbarse a mis pies como un perrito. Ya no volverá a encontrarme en momentos de debilidad en los que pueda insultarme impunemente. Cuidado con lo que hace, profesor Gilroy. Está usted en una situación terrible. Todavía no se ha dado cuenta de todo el poder que tengo sobre usted.

Me encogí de hombros y aparté la mirada.

—Muy bien —prosiguió ella después de una pausa—. Si desprecia mi amor, veré qué puede hacer el miedo. Ahora sonríe, pero llegará el día en que me pida perdón a voz en grito. Sí; con todo su orgullo, se arrastrará usted a mis pies y maldecirá el día en que hizo de mí, su mejor amiga, su enemiga más cruel. Cuidado, profesor Gilroy.

Vi agitarse en el aire una mano blanca; su rostro casi no era ya humano, hasta tal punto lo desfiguraba la pasión.

Al cabo de un momento se había ido. La oí alejarse por el pasillo, cojeando y dando golpes con la muleta.

Pero me ha dejado un peso en el corazón.

Me abruman vagos presentimientos sobre desgracias futuras.

Me esfuerzo inútilmente para convencerme de que sus palabras eran solo producto de la ira. Recuerdo demasiado bien esos ojos despiadados para creer que es así.

¿Qué hacer? ¡Ay! ¿Qué hacer?

Ya no soy dueño de mi espíritu.

En cualquier momento puede penetrar en él ese infame parásito, y entonces…

Tengo que contarle a alguien mi espantoso secreto… Tengo que contarlo, o me volveré loco.

¡Si tuviera a alguien que simpatizara conmigo, alguien que me aconsejara…!

¿Wilson? Ni pensarlo.

Charles Sadler solo me comprendería dentro de los límites de su propia experiencia.

¡Pratt-Haldane! Es un hombre muy equilibrado, abundantemente provisto de sentido común y de capacidad práctica.

Iré a verle y se lo contaré todo. ¡Quiera Dios que sea capaz de aconsejarme!

6.45 de la tarde

No, no hay socorro humano que me valga. He de luchar solo.

Tengo ante mí dos soluciones: convertirme en amante de esa mujer, o ser víctima de las persecuciones a las que quiera someterme.

Aunque no me sometiera a ninguna, viviría en un infierno de temores. Pero ¡que me atormente, que me lleve a la locura, que me mate! ¡No cederé! ¡Nunca, nunca!

¿Puede acaso infligirme algo peor que perder a Agatha, que la certidumbre de ser un embustero, un perjuro, un hombre que ha perdido todo derecho al título de caballero?

Pratt-Haldane ha sido la amabilidad personificada y ha escuchado mi historia con toda la cortesía posible; pero solo viendo la solidez de sus facciones, la tranquilidad de su mirada, el mobiliario macizo de su gabinete, ya me ha costado decirle lo que había ido a exponerle.

15 de abril

Es la primavera más hermosa que jamás haya visto; ¡tan verde, tan suave, tan bella!

¡Ah! ¡Qué contraste entre la naturaleza exterior y mi espíritu, tan devastado por la duda y el terror!

El día ha transcurrido sin ningún incidente, pero sé que estoy al borde del abismo. Lo sé y, sin embargo, sigo avanzando, siguiendo los carriles habituales de mi vida.

El único rayo de luz que llega hasta mí es el hecho de que Agatha sea feliz, se encuentre bien y esté fuera de todo peligro.

¡Todo, en aquel entorno, era tan sustancial, tan material!

Luego, ¿qué habría podido decirle, yo mismo, no hace ni siquiera un mes, a un colega que hubiera venido a contarme una historia de posesión diabólica?

Quizá yo no habría mostrado tanta paciencia como Pratt-Haldane.

De cualquier modo, anotó todo lo que le dije, me preguntó cuánto té bebía, si había trabajado con exceso, si tenía dolores de cabeza repentinos, si sufría de pesadillas, de zumbidos en los oídos, si veía destellos… Preguntas todas que me demostraban que no veía en mis sufrimientos nada más que una congestión cerebral.

En suma: se despidió de mí después de haberme soltado una sarta de trivialidades acerca de la necesidad de ejercicio al aire libre y de evitar cualquier sobreexcitación nerviosa.

Me extendió una receta en la que figuraban el cloral y el bromuro. La arrugué y la tiré en la cuneta.

No, no encontraré ayuda en ningún ser humano.

Si acudo a otras personas, puede que se comuniquen entre ellas, y acabaré en un manicomio.

Lo único que está a mi alcance es hacer acopio de todo mi valor y rezar para que un hombre honesto no quede abandonado.

Si ese ser pudiera echarnos mano a todos, ¿qué no estaría a su alcance?

16 de abril

Esa mujer es ingeniosa en sus persecuciones. Sabe hasta qué punto amo mi trabajo, y lo bien considerada que está mi enseñanza. Así que ha orientado sus ataques en esa dirección.

Todo esto acabará, me doy perfecta cuenta, en que perderé la cátedra; pero lucharé hasta recibir el golpe de gracia. No me privará de mi cátedra sin luchar.

Esta mañana, durante mi clase, no noté ningún cambio en mí; solo por uno o dos minutos sentí un vértigo, una náusea, que desaparecieron rápidamente. Más bien me felicité por haber sabido exponer mi tema con amenidad y claridad. Se trataba de las funciones de los glóbulos rojos. Así que me quedé sorprendido cuando uno de los estudiantes entró en mi laboratorio, inmediatamente después de la clase, y me dijo lo asombrado que estaba al constatar tanta diferencia entre mis afirmaciones y las de los libros.

Me enseñó su libreta de notas, y en ella pude ver que, durante parte de la clase, había expuesto herejías absolutamente indignantes y anticientíficas.

Protesté, naturalmente. Le aseguré que me había entendido mal; pero cuando comparé sus anotaciones con las que habían tomado sus compañeros tuve que admitir que tenía razón y que yo había emitido varias afirmaciones absurdas. Saldré del paso atribuyendo el hecho a un despiste pasajero, pero me doy cuenta de que es el comienzo de una cadena.

Solo falta un mes para que termine el semestre. Quiera Dios que pueda aguantar hasta entonces.

26 de abril

Han pasado diez días sin que haya tenido el valor suficiente para mantener mi diario al día.

¿Para qué consignar cosas que me humillan y me degradan?

Me había jurado no volver a abrir mi diario.

Sin embargo, la fuerza de la costumbre puede tanto que aquí estoy una vez más, anotando mis espantosas experiencias; de idéntico modo se han dado casos de suicidas que han tomado notas sobre el veneno que les iba matando.

¡Pues bien! El estallido que ya había previsto se ha producido; ayer, sin ir más lejos. Las autoridades académicas me han separado de mi cátedra.

Lo han hecho del modo más delicado, explicando que se trata de una medida temporal basada en el deseo de aliviarme de los efectos del exceso de trabajo, hasta que pueda restablecerme. Pero el hecho está ahí: he dejado de ser el profesor Gilroy.

La dirección del laboratorio sigue en mis manos, pero supongo que no tardarán en quitármela también.

Lo cierto es que mis clases se habían convertido en motivo de burla para la universidad.

Mi aula se llenaba de estudiantes que acudían para ver y oír lo que iba a hacer o decir el profesor chiflado.

No me siento capaz de anotar los detalles de mi humillación.

¡Oh! ¡Esa mujer diabólica! No hay bufonada o estupidez, por tremenda que sea, que no me haya obligado a cometer.

Empezaba cada clase de modo claro y pertinente, pero tenía siempre la sensación de que mi inteligencia iba a sufrir un eclipse.

Entonces, al sentir la influencia, luchaba contra ella; apretaba los puños, sudaba tratando de vencerla; y, mientras tanto, los estudiantes escuchaban mis frases incoherentes y contemplaban mis contorsiones, riéndose a carcajadas de los disparates de su profesor.

Luego, cuando se había apoderado por entero de mí, esa mujer me obligaba a decir las cosas más absurdas. Incluso contaba chistes tontos, soltaba frases sensibleras como si hiciera un brindis, tarareaba canciones populares y arremetía groseramente contra tal o cual de los presentes.

Luego, de repente, mi mente recobraba toda su claridad, reanudaba la lección y la terminaba correctamente.

¿Es de extrañar, pues, que mi comportamiento se convirtiera en objeto de charla en toda la universidad? ¿Es de extrañar que el consejo de la universidad se haya visto obligado a responder oficialmente a semejante escándalo?

Lo más terrible en todo esto es mi soledad.

Aquí estoy, apoyado en la repisa de una banal ventana inglesa que da a una banal calle inglesa, con sus policías paseando; y ahí, detrás de mí, se yergue una sombra que nada tiene en común con este siglo, con este ambiente.

En pleno corazón del país de la ciencia, estoy aplastado y atormentado por un poder del que nada sabe la ciencia.

Ningún juez accedería a prestarme oído, ningún periódico querría debatir mi caso, ningún médico admitiría los síntomas de mi estado.

Mis amigos más íntimos no verían en todo esto otra cosa que una señal de un desquiciamiento de mi razón.

He perdido todo contacto con mis congéneres.

¡Ah! ¡Maldita mujer! Que se ande con ojo. Muy bien podría empujarme demasiado lejos. Cuando la ley no puede hacer nada por uno, entonces uno se puede forjar una ley propia.

Me la encontré ayer por la noche en la avenida principal y me dirigió la palabra. Fue quizá una suerte para ella que ese encuentro no se produjera entre los setos de un solitario camino vecinal.

Me preguntó, con su gélida sonrisa, si me había ablandado un poco.

No me digné contestarle.

—Habrá que dar otra vuelta de tuerca —dijo ella.

¡Ah! ¡Cuidado, señora! ¡Cuidado!

Ya la tuve una vez a mi discreción. Puede que se presente otra oportunidad.

28 de abril

La suspensión de mis clases ha tenido como resultado positivo, por lo menos, el privarla de los medios de acosarme; de modo que he disfrutado de dos días felices y tranquilos.

Al fin y al cabo, no tengo motivos para desesperarme.

Me llegan de todos lados testimonios de simpatía; todo el mundo admite que han sido mi dedicación a la ciencia y el arduo carácter de mis investigaciones las que han desquiciado mi sistema nervioso.

El consejo me ha mandado una carta, redactada en los términos más amables, sugiriéndome que haga un largo viaje, y expresando la seguridad y la esperanza de que me encuentre en condiciones de reincorporarme a comienzos del semestre de verano.

No pueden ser más halagadores los términos en que se alude a mi pasado, a los servicios que he prestado a la universidad.

Solo en la desgracia se puede comprobar la propia popularidad.

Quizá ese ser dejará de torturarme, y entonces se arreglará todo. Dios lo quiera.

29 de abril

Nuestra pequeña y somnolienta ciudad ha conocido un pequeño acontecimiento sensacional.

La única forma que aquí adopta el crimen consiste en que un subgraduado alborotador rompa algunas farolas o se pelee con un policía.

Pero anoche hubo un intento de robo con fractura en la sucursal del Banco de Inglaterra, y todo el mundo está muy excitado.

Parkurson, el director de la sucursal, es íntimo amigo mío. Lo encontré muy nervioso al pasar por allí, dando un paseo.

Aunque los ladrones hubieran conseguido entrar en el banco, habrían tenido que vérselas todavía con las cajas fuertes; de modo que la defensa estaba mucho mejor armada que el ataque. A decir verdad, ese ataque no parece haber sido demasiado impetuoso.

Dos de las ventanas de la planta baja tienen señales de un intento de forzarlas por medio de unas tijeras o cualquier otro objeto introducido en las ranuras.

La policía debe de disponer de una buena pista, ya que los marcos de las ventanas habían sido pintados de verde durante el día; así que tiene que haber manchas de pintura verde en las manos o en la ropa del culpable.

4 de la tarde

¡Ah! ¡Maldita mujer! ¡Mil veces maldita! ¡No importa! ¡No podrá conmigo; no, no podrá!

Pero ¡qué monstruo!

Ya me ha hecho perder la cátedra; ahora ataca mi honor.

¿No hay nada, entonces, que pueda hacer contra ella?, ¿como no sea…? Pero, por muy acosado que esté, no puedo admitir esa idea.

Entré hace una hora en mi dormitorio, y me estaba peinando ante el espejo cuando mi mirada tropezó con algo que me dejó tan anonadado y helado de miedo que tuve que sentarme al borde de la cama; me eché a llorar.

No sé cuántos años hace que no lloraba, pero esta vez me había abandonado toda mi energía nerviosa.

No pude hacer otra cosa que sollozar, en un ataque de impotencia, de dolor y de ira.

La chaqueta de andar por casa, que me pongo habitualmente después de cenar, estaba colgada de una percha, junto al armario, ¡y la manga derecha estaba cubierta por una espesa capa de pintura verde, desde el puño hasta el codo!

¡A eso se refería al hablar de «dar otra vuelta de tuerca»!

Me ha convertido públicamente en un imbécil, y ahora quiere infamarme como un criminal.

Esta vez ha fracasado; pero ¿qué pasará la próxima…? No me atrevo a pensarlo.

¡Agatha! ¡Y mi pobre y anciana madre!

Quisiera estar muerto.

Sí, esa es la segunda vuelta de tuerca, y sin duda aludía a esto cuando me advirtió que yo no sospechaba todavía la magnitud de su poder sobre mí.

Releo las notas que tomé de mi conversación con ella; leo que, con un esfuerzo leve por su parte, el sujeto conservaría la conciencia, pero que, con un esfuerzo mayor, actuaría inconscientemente.

Anoche, yo era inconsciente.

Habría jurado que había pasado la noche durmiendo profundamente en mi casa, sin ni siquiera haber soñado.

Sin embargo, ahí están esas manchas que demuestran que me vestí, salí, traté de forzar las ventanas del banco, y regresé.

¿Me habrán visto?

Quizá alguien me viera actuando y me siguiera hasta mi casa.

¡Ah! ¡Mi vida se ha convertido en un infierno! Ya no tengo paz ni descanso. Pero mi paciencia está llegando a su límite.

10 de la noche

He limpiado la chaqueta con trementina. No creo que me viera nadie.

Fue mi destornillador el que dejó las señales. Lo he encontrado manchado de pintura y lo he limpiado.

La cabeza me duele como si estuviera a punto de estallar.

He tomado cinco pastillas de antipirina. De no ser por Agatha, habría tomado cincuenta y habría acabado con todo.

3 de mayo

Tres días de tranquilidad.

Esa diablesa infernal juega como el gato con el ratón. Me suelta para volver a saltar sobre mí.

Mi miedo es mayor cuando todo está tranquilo.

Mi condición física es lamentable: tengo un hipo que no para, y me cae el párpado izquierdo.

He oído decir que las Marden vuelven pasado mañana.

No sé si esto me alegra o me disgusta. En Londres estaban seguras; aquí pueden quedar atrapadas en la telaraña de desdicha en que me debato. Tengo que hablarles del asunto.

No puedo casarme con Agatha mientras no esté seguro de ser responsable de mis actos.

Sí, tengo que hablarles del asunto, aunque esto signifique una ruptura.

Esta noche se celebra el baile de la universidad y tengo que ir. Dios sabe que jamás me he sentido tan poco inclinado a las diversiones, pero no quiero que digan que no estoy en condiciones de mostrarme en público.

11.30 de la noche

He ido al baile.

Charles Sadler y yo fuimos juntos, pero yo me he ido antes.

De todos modos le esperaré en casa, porque estas noches me da miedo abandonarme al sueño.

Charles es un muchacho alegre, práctico; su conversación revitalizará mis nervios.

La velada, en suma, ha sido excelente.

He hablado con todas las personas que tienen alguna influencia y creo haberles demostrado que mi cátedra no está todavía vacante.

Esa miserable estaba en el baile. No podía bailar, pero estaba allí, sentada con la señora Wilson.

Muchas veces su mirada se dirigió hacia mí.

Fue prácticamente lo último que vi al examinar el salón.

En un momento dado, mientras estaba sentado de lado respecto a ella, la miré a hurtadillas y vi que seguía a alguien con la vista.

Seguía a Sadler, que estaba entonces bailando con la señorita Thurston, la menor.

A juzgar por la expresión de la muchacha, es una suerte para Sadler no encontrarse tan atrapado como yo en las garras de esa miserable. No sabe de qué se ha librado.

Me parece oír sus pasos en la calle. Bajaré para que entre en casa… si quiere.

4 de mayo

¿Por qué salí la pasada noche? No bajé; al menos, no recuerdo haberlo hecho. Claro que, por otra parte, tampoco recuerdo haberme acostado.

Tengo una mano muy hinchada esta mañana, pero no recuerdo en absoluto habérmela dañado.

Por lo demás me siento estupendamente después de la fiesta de ayer.

Pero no logro comprender cómo es posible que no viera a Charles Sadler, cuando tenía tantos deseos de hablar con él.

¿Será posible…? Dios mío, es más que probable… ¿No me habrá llevado otra vez esa mujer a cometer algún disparate?

Bajaré a ver a Sadler y le interrogaré.

Mediodía

Las cosas han llegado a un punto crítico. Mi vida no merece ya la pena de ser vivida. Pero si debo morir, morirá también ella. No permitiré que me sobreviva y que lleve a otro a la locura, como ha hecho conmigo. No. Mi paciencia ha alcanzado su límite.

Me ha convertido en el ser más desesperado y peligroso que hay en la tierra. Dios sabe que no le haría daño a una mosca, pero si le echase la mano encima a esa mujer, no saldría viva.

Hoy la veré. Se enterará de lo que puede esperar de mí.

Fui a ver a Sadler y me sorprendió mucho encontrarlo en cama.

Cuando entré se incorporó, y me miró con una cara que me sobresaltó.

—¡Vaya, Sadler! ¿Qué ha ocurrido? —le pregunté.

Pero mientras hablaba se me heló el espíritu.

—Gilroy —me contestó, musitando entre sus labios tumefactos—, hace semanas, varias semanas que me pregunto si está usted loco. Ahora estoy seguro; y estoy seguro, además, de que es usted un loco peligroso. Si no me hubiera contenido el miedo a provocar un escándalo perjudicial para la universidad, ahora estaría usted en manos de la policía.

—¿Qué quiere decir? —exclamé.

—Pues que ayer por la noche, en cuanto abrí la puerta, se abalanzó usted sobre mí, me golpeó en la cara con los puños, luego me tiró al suelo, me dio puntapiés en las costillas y me dejó en la calle, casi sin sentido. ¡Fíjese en su mano! Es una prueba contra usted.

Sí. Era cierto. Mi mano, desde la muñeca, tenía la clase de hinchazón que produce el haber asestado un golpe terrorífico.

¿Qué hacer? Aunque Sadler estuviera convencido de que yo estaba loco, tenía que contárselo todo.

Me senté junto a su cama y le narré todos mis suplicios, desde el comienzo. Se lo conté todo, con manos temblorosas, con palabras cuyo ardor habría logrado convencer hasta al más escéptico.

—¡Me odia, y le odia también a usted! —grité—. Se vengó de ambos al mismo tiempo, anoche. Me vio salir del baile y debió verle salir a usted también. Sabía el tiempo que le llevaría llegar hasta la casa, y entonces puso en marcha su voluntad criminal. ¡Ah! Su cara, con sus contusiones, es muy poca cosa comparada con las heridas que tengo yo en el alma.

—Sí, sí —musitó él—; me vio salir del baile. Esa mujer es capaz de eso… Pero ¿será posible que realmente le haya llevado a usted hasta este estado? ¿Qué piensa hacer?

—¡Acabar con esto! —grité—. Me ha empujado hasta el límite. Hoy la avisaré noblemente, y la próxima vez será la última.

—No sea imprudente —me dijo Sadler.

—¡Que no sea imprudente! —exclamé—. La única imprudencia que podría cometer sería permitir que esto durara una hora más.

Dicho esto, me precipité fuera de la habitación.

Y he aquí que me encuentro en vísperas de un acontecimiento que puede ser el punto crítico de mi vida.

Voy a actuar de inmediato.

Hoy he obtenido un gran logro; hay por lo menos un hombre que admite la realidad de esta monstruosa aventura mía.

Si ocurriera lo peor, aquí está este diario para testimoniar hasta dónde me he visto arrastrado.

Noche

Cuando llegué a casa de los Wilson me hicieron subir inmediatamente y me encontré frente a la señorita Penelosa.

Tuve que escuchar durante media hora el parloteo entusiasta de Wilson acerca de sus recientes investigaciones sobre la precisa naturaleza de los trances espiritistas, mientras aquel ser y yo permanecíamos en silencio, mirándonos sesgadamente.

Yo leía en su mirada un regocijo siniestro. Ella debió de leer en la mía el odio y la amenaza.

Casi había abandonado la esperanza de hablar con ella a solas cuando llamaron a Wilson, que tuvo que salir de la habitación. Nos quedamos cara a cara algunos minutos.

—¡Bueno, profesor Gilroy! —me dijo, con esa sonrisa acre propia de ella—. Mejor dicho, señor Gilroy, ¿qué tal le va a su amigo, el señor Sadler, después del baile?

—¡Se han acabado tus artimañas, diablesa! —grité—. Ya basta. Escucha lo que voy a decirte.

Atravesé la habitación a zancadas y la sacudí brutalmente por los hombros.

—¡Tan cierto como que hay un Dios en el cielo, te juro que si vuelves a cometer contra mí alguna de tus maldades infernales te lo haré pagar con la vida! ¡Pase lo que pase, te mataré! He llegado al límite de lo que un hombre puede soportar.

—Todavía no hemos acabado de saldar nuestras cuentas —dijo ella con una vehemencia igual a la mía—. Sé amar, y sé odiar. Podías elegir, y preferiste rechazar mi amor a puntapiés. Ahora tienes que saborear mi odio. Será necesario un pequeño esfuerzo para acabar con tu testarudez, pero se conseguirá… La señorita Marden vuelve mañana, según tengo entendido.

—¡¿Y eso a ti qué te importa?! —grité—. La insultas solo con pensar en ella. Si te creyera capaz de hacerle el menor daño…

Estaba asustada: me daba cuenta. Aunque trataba de mostrarse segura, leía en mi pensamiento y retrocedía ante mí.

—La señorita Marden es afortunada al tener un campeón como usted —me dijo—. ¡Un hombre que se atreve a amenazar a una mujer sola! Desde luego, he de felicitar a la señorita Marden por tener a semejante protector.

Lo que decía era amargo; su tono y su expresión eran todavía más acres.

—Sobran las palabras —dije—. Solo he venido a advertirle, del modo más solemne, que la próxima villanía que haga conmigo será la última.

Tras decir esto, oí los pasos de Wilson subiendo las escaleras y salí de la habitación.

Sí. Por muy venenosa y terrible que sea su expresión, ahora debe de empezar a darse cuenta de que tiene tanto que temer de mí como yo de ella.

¡Asesinato! Es una palabra horrenda, pero cuando se mata a un tigre o a una serpiente no se habla de asesinato.

Que se ande con cuidado de ahora en adelante.

5 de mayo

Fui a recibir a Agatha y a su madre a las once a la estación.

¡Tiene un aire tan vital, tan feliz! ¡Es tan hermosa!

¡Y qué placer ha mostrado al volver a verme! ¿Qué he hecho yo para merecer ese amor?

Las acompañé hasta su casa y almorzamos juntos.

Me pareció como si en un instante un velo me ocultara todos los suplicios de mi vida.

Agatha me dijo que tengo mal aspecto, que estoy pálido y parezco enfermo. ¡La pobre niña atribuye esto a mi soledad y a los pocos cuidados de un ama de llaves a sueldo! ¡Dios quiera que jamás conozca la verdad!

¡Que la sombra, si es que sombra ha de haber, caiga para siempre sobre mi propia vida y la deje a ella a pleno sol!

Acabo de volver de su casa. Me siento como nuevo.

Con Agatha junto a mí creo que podría enfrentarme con todo lo que la vida pudiera infligirme.

5 de la tarde

Intentaré ser preciso.

Intentaré anotar con exactitud lo ocurrido.

El recuerdo está todavía en mi mente. Puedo contar lo sucedido con exactitud, aunque es poco probable que jamás olvide lo ocurrido hoy.

Volví de casa de las Marden después de comer, y estaba preparando muestras microscópicas en estado de congelación para mi micrótomo, cuando percibí de pronto esa pérdida de la conciencia que tanto me aterra y que tan bien conozco desde hace poco.

Al recobrar el sentido, me encontré sentado en una habitación muy distinta de aquella en la que había estado trabajando.

Era una habitación cómoda y luminosa, con sillones de cotonada estampados; las cortinas eran multicolores, y junto a las paredes había numerosos objetos decorativos.

Un primoroso reloj de péndulo, frente a mí, marcaba su tictac, y sus agujas indicaban las tres y media.

Todo me parecía muy familiar; pese a ello, lo contemplé todo con asombro, hasta que mi mirada se detuvo en una fotografía: la mía, enmarcada y colocada sobre el piano. Junto a ella había otra fotografía, la de la señorita Marden.

Entonces, claro está, supe dónde estaba.

Era el saloncito de Agatha.

Pero ¿cómo explicar mi presencia allí? ¿Había sido enviado allí con algún fin diabólico?

¿Habría llevado ya a cabo ese fin? Sin duda; de no ser así no se me habría permitido recobrar la conciencia.

¡Oh, cuánto sufrí entonces! ¿Qué habría hecho?

Me puse en pie bruscamente, desesperado… Y entonces cayó en la alfombra un pequeño frasco que tenía sobre las rodillas.

No se había roto. Lo recogí.

Su etiqueta decía: «Ácido sulfúrico concentrado».

Cuando le quité el tapón de vidrio, salió del frasco un humo denso, acompañado de un olor acre, asfixiante, que se extendió por la habitación.

Reconocí el frasco que tenía en mi laboratorio como reactivo químico.

Pero ¿por qué habría traído un frasco de vitriolo a la habitación de Agatha? ¿No será ese el líquido viscoso y humeante que muchas mujeres celosas han utilizado para destruir la belleza de sus rivales?

Se me paró el corazón cuando puse el frasco a contraluz para examinarlo. ¡Gracias a Dios! Estaba lleno.

Hasta aquel momento, pues, no se había perpetrado ninguna atrocidad.

Pero si Agatha hubiese entrado un minuto antes, ¿no era seguro que el infernal parásito que había entrado en mí me habría obligado a tirarle aquel líquido a la cara? Indudablemente, así habría sido, ya que, de lo contrario, ¿por qué lo habría traído?

Al pensar en lo que había estado a punto de hacer, mis nervios, ya debilitados, llegaron a su punto de ruptura. Me dejé caer en un asiento, temblando, convulso, convertido en un pingajo humano.

La voz de Agatha y el susurro de su vestido me devolvieron la conciencia.

Alcé la mirada y vi que me observaban sus ojos azules, rebosantes de ternura y de piedad.

—Tendremos que llevarte al campo, Austin. Necesitas descanso y tranquilidad. Pareces horriblemente cansado.

—¡Oh, nada, no es nada! —dije, tratando de sonreír—. Ha sido un desmayo pasajero. Ahora estoy perfectamente.

—Siento mucho haberte dejado aquí esperando. ¡Pobre amigo mío! Debe de hacer al menos media hora que estás aquí. El párroco estaba en la sala, y como sé que no te entusiasma hablar con él, me ha parecido mejor que Jane te trajera aquí. ¡Me parecía que ese hombre no iba a marcharse nunca!

—¡Gracias a Dios por su demora! ¡Gracias a Dios que se haya quedado! —grité, enloquecido.

—Pero ¿qué te ocurre, Austin? —me preguntó ella, tomándome del brazo mientras yo me levantaba, tambaleante—. ¿Por qué te alegra que el párroco se haya quedado tanto rato? ¿Y qué es ese frasquito que llevas en la mano?

—¡Nada! —exclamé, introduciendo rápidamente el frasco en el bolsillo—. Pero he de irme; tengo algo importante que hacer.

—¡Qué aspecto tan terrible tienes, Austin! Nunca te había visto así. ¿Estás enfadado?

—Sí, lo estoy.

—Pero ¿conmigo?

—Claro que no, querida mía. Pero no entenderías…

—Todavía no me has dicho para qué has venido.

—He venido para preguntarte si me querrás siempre… haga lo que haga… sea cual sea la sombra que caiga sobre mi nombre. ¿Confiarías en mí, por tremendas que fueran las apariencias en mi contra?

—Sabes que te seré fiel, Austin.

—Sí. Sé que lo serás. Haga lo que haga, lo haré por ti. Estoy obligado a hacerlo. No hay otro modo de salir de esta situación, querida mía.

La besé y salí dando zancadas.

Había quedado atrás el tiempo de la indecisión.

Mientras aquel monstruo había amenazado solo mis intereses y mi honor, había podido preguntarme qué hacer.

Pero ahora, cuando Agatha… mi inocente Agatha… estaba en peligro, mi deber quedaba tan claramente trazado como una carretera.

No iba armado, pero eso no me detuvo. ¿Qué arma necesitaba, si sentía en tensión todos mis músculos y percibía en ellos la fuerza de un loco furioso?

Corrí por las calles, tan obsesionado por lo que me proponía hacer que solo muy vagamente vi a los conocidos con los que me cruzaba, y apenas me di cuenta de que el profesor Wilson corría, tan precipitadamente como yo, en dirección contraria a la mía.

Llegué a la casa, jadeante, pero resuelto. Llamé.

Me abrió una criada. Estaba turbada, y su turbación aumentó al ver al hombre que tenía delante.

—Lléveme inmediatamente ante la señorita Penelosa —exigí.

—Señor —me contestó con voz balbuceante—, la señorita Penelosa ha muerto esta tarde, a las tres y media.