24 de marzo

Ha llegado la plenitud de la primavera; el gran nogal que se yergue ante la ventana de mi laboratorio está repleto de yemas gruesas, viscosas, pegajosas; de algunas de ellas, ya desgarradas, emergen pequeños tallos verdes.

Se siente, al pasear por los senderos, operar en todas partes las rebosantes fuerzas silenciosas de la naturaleza.

La tierra húmeda emana aromas de frutos jugosos y en todos lados brotan ramitas nuevas, tensadas por la savia que las hincha; y la brumosa y pesada atmósfera inglesa tiene un cierto perfume resinoso.

Brotes sobre los sotos; bajo ellos, ovejas; en todas partes actúa la labor de la reproducción.

Ahí fuera, lo veo perfectamente; aquí dentro, lo siento en mi interior.

También nosotros tenemos nuestra primavera: las arterias se dilatan, la linfa fluye rebosante, las glándulas laten y filtran con energía.

La naturaleza repara cada año el mecanismo en su conjunto.

Ahora mismo siento bullir la sangre. Podría bailar como un moscardón en los lozanos rayos que el sol poniente envía a través de mi ventana.

Y, desde luego, lo haría si no fuera por el temor de que Charles Sadler subiera la escalera de cuatro en cuatro peldaños para ver qué ocurre.

Además, debo recordar que soy el profesor Gilroy.

Un profesor viejo puede permitirse el lujo de actuar según sus impulsos; pero, si la suerte ha decidido otorgar una de las cátedras más importantes de la universidad a un hombre de cuarenta y tres años, este ha de andar con cuidado para conservar su puesto.

¡Qué tipo, ese Wilson! Si yo pudiera aplicar a la fisiología todo el entusiasmo que él pone en la psicología, me convertiría al menos en un igual de Claude Bernard. Todo en él, vida, alma, energía, todo apunta hacia un solo objetivo. Cuando se duerme, lo hace reflexionando sobre los resultados que ha obtenido durante el día, y cuando se despierta, lo primero que hace es fraguar un plan para la jornada que empieza.

Sin embargo, fuera del pequeño círculo de sus amistades tiene escasa notoriedad.

La fisiología es una ciencia reconocida; si añado un ladrillo al edificio, todo el mundo se da cuenta, y aplaude.

Wilson, en cambio, se mata excavando los cimientos de una ciencia futura. Su trabajo es enteramente subterráneo y no despierta tanto interés.

Pese a todo, él sigue adelante, sin quejas. Mantiene correspondencia con un centenar de personajes medio locos, y con la esperanza de encontrar un dato indiscutible, tiene que cribar un sinfín de patrañas entre las cuales la suerte puede permitirle descubrir una brizna de verdad.

Colecciona libros viejos. Los nuevos, los devora.

Lleva a cabo experimentos, da conferencias. Trata de provocar en los demás la fuerte pasión que le devora a él.

Yo me siento lleno de sorpresa y admiración cuando pienso en él; sin embargo, cuando me pide que colabore en sus investigaciones, tengo que decirle que, en su estado actual, estas ofrecen escasos atractivos para un hombre entregado a las ciencias exactas.

Si Wilson pudiera mostrarme algo positivo y objetivo, tal vez me dejara tentar, y estudiaría el tema desde el ángulo de la fisiología. Pero mientras la mitad de sus adeptos estén tachados de charlatanes, y la otra mitad de histéricos, nosotros, los fisiólogos, tendremos que atenernos a lo corporal y dejar las cuestiones del alma a nuestros descendientes.