Por la noche, mientras dormía, tenía sensaciones confusas e inexplicables. La que predominaba se parecía a la que experimentamos cuando nadamos contra la corriente en un río. Al cabo de un tiempo fueron acompañadas por sueños tan imprecisos como largos de los que al día siguiente no recordaba nada. Pero dejaban en mí una impresión aciaga, y me sentía tan exhausta como si hubiese corrido un grave peligro y hecho grandes esfuerzos por evitarlo. Más adelante, al despertar tenía el vago recuerdo de haber hablado con gente a la que no podía ver, y en especial evocaba una voz profunda de mujer que me llegaba desde muy lejos y provocaba en mí un miedo indescriptible. A veces notaba que me besaban unos labios cálidos, y que los besos se volvían más ardientes y prolongados al llegar a la garganta. Otras, sentía que una mano me acariciaba suavemente el cuello y las mejillas. Se me aceleraba el pulso, mi respiración se tornaba agitada, hasta que de pronto se detenía, como si alguien intentara estrangularme, y entonces perdía la conciencia.
Los síntomas de la misteriosa enfermedad habían comenzado hacía tres semanas, y ya se hacían visibles en mi aspecto: estaba pálida y ojerosa, y tenía las pupilas dilatadas. Mi padre me preguntaba a menudo si me encontraba bien, y, con una obstinación que aún hoy me parece incomprensible, yo insistía en afirmar que me sentía perfectamente.
Y en cierto sentido era verdad. No me dolía nada ni experimentaba ningún malestar físico. Daba por supuesto que todo era producto de mi imaginación o de mis nervios, y mantenía en secreto mi sufrimiento. Era imposible que se tratase del mismo mal que los campesinos atribuían a los vampiros, ya que las víctimas de estos apenas sobrevivían tres días.
Carmilla se quejaba de pesadillas y fiebre, aunque su estado no parecía, en modo alguno, tan alarmante como el mío. Y es que en verdad el mío lo era. Si hubiese sido capaz de entender lo que me ocurría, habría pedido ayuda de inmediato, pero el mal que padecía obnubilaba mi pensamiento.
A continuación narraré un sueño que tuvo como consecuencia un descubrimiento inaudito.
Una noche, en lugar de la voz que solía oír en la oscuridad, percibí otra, dulce, tierna y a la vez terrible: «Tu madre te previene: cuídate del asesino», dijo. Acto seguido, y de forma inesperada, se encendió una luz y vi a Carmilla junto a mi lecho. Llevaba un camisón blanco y un reguero de sangre corría desde su boca hasta los pies.
Desperté gritando, convencida de que alguien intentaba matar a mi amiga. Recuerdo que me levanté, salí al pasillo y comencé a pedir socorro.
Madame Perrodon y mademoiselle de Lafontaine acudieron de inmediato. En el pasillo siempre había encendida una lámpara, y en cuanto las vi les expliqué el motivo de mi pánico. Insistí en que llamáramos a la puerta de Carmilla. Así lo hicimos, pero no obtuvimos respuesta. La llamamos a gritos por su nombre, también en vano. Empezamos a temer, pues la puerta estaba cerrada por dentro. Aterrorizadas, corrimos a mi dormitorio. Allí hicimos sonar la campanilla. Mi padre se habría presentado al instante si su habitación se hubiese encontrado en esa ala del castillo, pero se hallaba demasiado lejos para oírnos, y ninguna de las tres se animaba a ir en su busca.
Pronto, sin embargo, empezaron a llegar los sirvientes. Entretanto, yo me había puesto una bata y pantuflas, y lo mismo habían hecho nuestra ama de llaves y mi institutriz. Las tres salimos de nuevo al pasillo al reconocer las voces de los criados. Tras llamar de nuevo sin éxito a la puerta de Carmilla, ordené a aquellos que forzasen la cerradura. Así lo hicieron, y al abrir la puerta permanecimos en el vano, con las lámparas en alto, contemplando la habitación.
Volvimos a llamar a mi amiga, y otra vez no obtuvimos respuesta. Inspeccionamos la estancia. Todo parecía en orden. Pero Carmilla había desaparecido.
VIII. LA BÚSQUEDA
Al entrar en el dormitorio, que como he dicho se hallaba en perfecto orden, nos tranquilizamos lo suficiente como para pedir a los criados que se marcharan. A mademoiselle de Lafontaine se le ocurrió que quizá Carmilla hubiera despertado a causa del alboroto que habíamos causado delante de su puerta y, asustada, se hubiese escondido en un armario o detrás de las cortinas. Así pues, volvimos a inspeccionar la habitación llamándola a viva voz. El resultado fue el mismo de antes. Nuestro temor iba en aumento. Echamos un vistazo a las ventanas y comprobamos que estaban cerradas por dentro. Rogué a Carmilla que saliese de donde se hubiera escondido y pusiese así fin a nuestra desazón. Estaba convencida, no obstante, de que mi amiga no se encontraba en el dormitorio ni en el cuarto de vestir, ya que este estaba cerrado por fuera y no había modo de salir por él. Desconcertada, me pregunté si habría descubierto uno de los pasadizos secretos que, según madame Perrodon, había en el castillo y cuya ubicación exacta desconocía. Perplejas, las tres intentábamos encontrar una explicación a aquel misterio.
Ya eran más de las cuatro de la mañana y decidí esperar a que amaneciese en la habitación de nuestra ama de llaves. La llegada del día, sin embargo, no resolvió el enigma.
Por la mañana, todos los habitantes del castillo, y en particular mi padre, estábamos conmocionados. Se ordenó una batida por los terrenos de la propiedad, pero no se halló ni rastro de Carmilla. Desesperado, mi padre no paraba de preguntarse qué le diría a la madre de la pobre muchacha. También yo estaba desolada, aunque por motivos distintos.
La mañana transcurrió en un clima de preocupación y angustia. A la una, seguíamos sin noticias de Carmilla. Entonces, sin saber por qué lo hacía, corrí a su habitación, y allí la encontré, delante de su tocador. Me saludó y se llevó un dedo a los labios para indicarme que guardara silencio. Por la expresión de su rostro supe que estaba aterrorizada.
Me acerqué a ella sin poder contener mi alegría y la besé y abracé una y otra vez. Cogí la campanilla y la hice sonar para que todos se enterasen de la noticia y tranquilizar así a mi padre.
—¿Qué te ha ocurrido, Carmilla? —pregunté—. Hemos padecido tanto por ti… ¿Dónde has estado? ¿Cuándo regresaste?
—La anterior fue una noche… prodigiosa —repuso.
—¡Explícate, por favor!
—Anoche, pasadas las dos —dijo—, me acosté, como de costumbre, tras cerrar con llave la puerta. Dormí profundamente, no recuerdo que soñase, y acabo de despertar en el sofá del cuarto de vestir. Observé que la puerta que comunica con la habitación estaba abierta y que la que da al pasillo había sido forzada. ¿Cómo pudo ocurrir sin que despertase? Debieron de hacer mucho ruido, y tengo un sueño muy ligero, así que ¿cómo es posible que me sacaran de la cama sin que me diese cuenta?
Para entonces ya habían llegado mi padre, madame Perrodon, mademoiselle de Lafontaine y varios sirvientes. Tras mostrarse felices por su regreso, la bombardearon a preguntas. Solo podía dar una explicación sobre lo ocurrido, dijo, y era la menos plausible que cabía imaginar.
Mi padre se puso a caminar por la habitación, pensativo. Advertí que Carmilla seguía todos sus movimientos con una mirada lúgubre y astuta.
Por fin mi padre hizo salir a los criados mientras mi institutriz iba en busca de un frasco de sales aromáticas. Cuando se hubieron marchado, se acercó a Carmilla, la cogió amablemente de la mano, la condujo hasta el sofá del cuarto de vestir y se sentó a su lado.
—¿Me permite que le haga una pregunta? —dijo.
—Está en su derecho —respondió Carmilla—. Pregunte lo que desee y contestaré cuanto sé, pero no creo que mi relato sirva para aclarar lo sucedido. Ignoro qué ocurrió y no tengo inconveniente en que me interrogue al respecto, siempre que no olvide los límites que me impuso mi madre.
—De acuerdo. De todos modos, no necesito mencionar los temas que ella pidió que se mantuviesen en silencio. Bien… lo asombroso de la noche anterior es que la sacaran a usted de la cama, y aun de la habitación, sin que lo advirtiese, y todo ello mientras las puertas y las ventanas permanecían cerradas. Le explicaré mi teoría, pero antes quiero que me diga algo.
Carmilla lo escuchaba con actitud negligente. Madame Perrodon y yo estábamos en vilo.
—Quiero que me diga —añadió mi padre— si tiene constancia de que alguna vez ha caminado en sueños.
—Desde que era muy pequeña, nunca.
—¿Significa eso que cuando era muy pequeña sí lo hizo?
—Estoy segura de que así fue, en efecto. Mi niñera solía decírmelo.
Mi padre sonrió y asintió con la cabeza.
—En ese caso, ocurrió lo siguiente: se levantó usted en sueños y abrió la puerta, sacó la llave de la cerradura, volvió a cerrar la puerta desde fuera y se llevó la llave consigo. A continuación recorrió las estancias de esta planta, o quizá de la de abajo, o de la de arriba. Hay tantas que necesitaría una semana para inspeccionarlas todas. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Solo en parte —fue la respuesta.
—¿Cómo se explica, padre —intervine—, que Carmilla haya despertado en el cuarto de vestir, que inspeccionamos minuciosamente?
—Llegó ahí, todavía dormida, después de que vosotras hubierais estado en él. Por fin despertó, y se sintió tan sorprendida como cualquiera a quien le hubiese sucedido lo mismo. Ojalá todos los misterios de este mundo pudieran explicarse tan fácilmente. —Mi padre hizo una pausa, sonriendo, y añadió—: Alegrémonos, pues, de que en la elucidación del episodio no interviniesen drogas, ni ladrones, ni asesinos, ni hechiceros, nada que resulte alarmante para nuestra seguridad.
Carmilla parecía encantada. Los colores volvieron a su rostro, al que la languidez de su expresión aportaba aun más belleza. Mi padre debió de comparar su aspecto con el mío, porque agregó:
—Espero que mi pobre hija también recobre su lozanía habitual.
Así finalizó aquel alarmante incidente, tras el cual recuperamos a Carmilla.
IX. EL MÉDICO
Como Carmilla se negaba en redondo a que nadie durmiese con ella en la habitación, se dispuso que un sirviente pasara la noche junto a la puerta, a fin de detenerla si intentaba otra de sus excursiones en sueños.
Al día siguiente, después de una noche apacible, llegó el médico para comprobar mi estado de salud. Mi padre no me había dicho ni una palabra al respecto. Madame Perrodon me llevó al salón, donde aguardaba el médico de cabello empolvado y gafas del que ya he hablado. Le referí mi historia, que escuchó cada vez más serio a medida que avanzaba en mi relato. Estábamos junto a la ventana, el uno delante del otro.
Cuando terminé, se apoyó contra la pared y me miró fijamente a los ojos con un interés tras el que percibí cierto sentimiento de horror. Tras reflexionar un momento, le preguntó a nuestra ama de llaves si podía ver a mi padre. Fueron a buscarlo, y en cuanto entró en la estancia dijo con una sonrisa:
—Espero, doctor, que me considere un necio por solicitar sus servicios cuando no es necesario.
Su sonrisa se desvaneció cuando el médico, con expresión grave, le pidió que se acercara. Hablaron en voz baja durante un rato, al lado de la misma ventana junto a la que yo había estado hasta hacía un momento, mi padre de espaldas a donde yo me encontraba. Al parecer, el tema de la conversación era sumamente grave. Madame Perrodon y yo los observábamos desde el extremo opuesto de la estancia, llenas de curiosidad.
Finalmente, mi padre se volvió. Advertí que estaba pálido y pensativo, como si algo lo perturbara profundamente.
—Ven, Laura, acércate un momento —dijo—. Madame Perrodon —añadió mirando a nuestra ama de llaves—, por el momento puede retirarse.
Hice lo que me pedía, preocupada. Me sentía débil, pero no pensaba que pudiera estar enferma y, como todo el mundo, creía que recuperaría las fuerzas en cuanto lo deseara. Mi padre extendió la mano hacia mí, volvió la mirada hacia el médico y dijo:
—Sin duda, se trata de algo muy extraño que no acabo de entender. Laura, presta atención a las palabras del doctor Spielsberg y no te alarmes.
—Usted me dijo —comenzó el médico— que cuando tuvo esa primera pesadilla notó como si dos agujas la perforaran en un lugar próximo al cuello. ¿Siente alguna molestia todavía?
—No, para nada —contesté.
—¿Puede señalar el lugar donde lo sintió?
—Un poco por debajo de la garganta… aquí —indiqué bajándome el cuello del vestido.
—Ahora lo comprobará con sus propios ojos —dijo el médico—. No se preocupe si su padre le baja un poco más el vestido. Es necesario para descubrir el origen de la dolencia que padece.
Asentí. El sitio estaba ubicado a un par de pulgadas del borde del cuello del vestido.
—¡Dios mío! —exclamó mi padre, palideciendo aún más.
—Bien, lo ha comprobado —dijo el doctor Spielsberg en tono triunfal.
—¿De qué se trata? —pregunté atemorizada.
—Solo de una mancha azul, muy pequeña —respondió el médico, y volviéndose hacia mi padre añadió—: Lo más difícil ahora es decidir cómo actuar.
—¿Existe algún peligro? —inquirí sin poder ocultar el espanto que sentía.
—Espero que no —contestó el médico—. No hay razón para que no se recupere, y rápidamente, además. ¿En ese mismo lugar comenzaba la sensación de que estaban estrangulándola?
—Sí.
—Por favor, intente hacer memoria: ¿relaciona usted esa sensación con la de que estaba nadando contra la corriente de un río?
—Tal vez —respondí.
—¿Lo ve? —dijo el médico mirando a mi padre—. ¿Me permite hablar un momento con el ama de llaves?
—Por supuesto.
Mi padre mandó llamar a madame Perrodon. Cuando esta se hubo presentado, el doctor Spielsberg le dijo:
—Acabo de comprobar que Laura no se encuentra bien de salud. Confío en que no tenga consecuencias, pero habrá que disponer ciertas medidas que le detallaré a su debido tiempo. Mientras tanto, deberá usted ocuparse de que no se quede a solas ni un instante. Es de la mayor importancia. De momento es todo lo que necesita saber.
—Sé que podemos confiar ciegamente en usted —intervino mi padre dirigiéndose a madame Perrodon.
El ama de llaves asintió de inmediato.
—Por tu parte, querida Laura —prosiguió mi padre—, no me cabe duda de que harás cuanto te indique el doctor. —Se volvió hacia este—. Me gustaría saber su opinión sobre otra persona que sufre síntomas muy similares a los de mi hija, aunque menos intensos. Se trata de una joven huésped. Ya que, como usted me ha informado, hoy por la tarde pasará de nuevo por aquí, podría quedarse a cenar con nosotros y, aprovechando esa circunstancia, examinarla.
—Le agradezco la invitación —repuso el médico—. Vendré alrededor de las siete.
Después de reiterarnos sus instrucciones a madame Perrodon y a mí, mi padre y el doctor Spielsberg abandonaron la estancia. Los vi alejarse, hablando muy seriamente. El médico subió a lomos de su caballo, se despidió y se internó en el bosque en dirección al este. Casi al mismo tiempo llegó por el camino el criado que había ido a Dranfeld en busca del correo, se apeó y entregó a mi padre un paquete de cartas.
Madame Perrodon y yo empezamos a interrogarnos sobre las razones que habían impulsado al doctor Spielsberg y a mi padre a darnos instrucciones tan firmes y precisas. Nuestra ama de llaves, según me confirmó más tarde, temía que el médico considerase la posibilidad de que yo tuviese un ataque y acabase muriendo, o al menos sufriera graves heridas, si no se me socorría de inmediato. La interpretación no me convenció del todo; preferí pensar que las medidas se habían dispuesto para que quien me acompañase impidiera que hiciera un esfuerzo excesivo, comiese algo que pudiese caerme mal o cometiera alguna imprudencia propia de mi juventud.
Al cabo de media hora aproximadamente llegó mi padre, con una carta en la mano.
—Esta carta ha llegado con retraso —dijo—. La envía el general Spielsdorf. Su intención era estar aquí ayer, pero no podrá hacerlo hasta hoy, o quizá incluso hasta mañana.
Me la entregó. No parecía tan complacido como cuando esperábamos una visita, sobre todo si se trataba de alguien a quien apreciaba tanto como al general. De hecho, se comportaba como si prefiriese no tener que acogerlo como huésped. Estaba claro que había algo que prefería callar.
—Padre, ¿me contestarás si te hago una pregunta? —dije con tono de súplica, mirándolo a los ojos y apoyando una mano en su brazo.
—Tal vez —respondió acariciándome dulcemente la cabeza.
—El doctor Spielsberg cree que estoy muy enferma, ¿verdad?
—No, querida. Su opinión es que, si se adoptan las medidas adecuadas, en uno o dos días te recuperarás por completo, o por lo menos te encontrarás en vías de estarlo —dijo con cierta gravedad.
—Según él, ¿qué me ocurre? —insistí.
—Nada —contestó con aspereza—. Y deja de preguntar.
Nunca lo había visto tan irritado. Al parecer se dio cuenta de que su actitud me mortificaba, pues me dio un beso y añadió:
—En un par de días lo sabrás todo. Y ahora, deja de preocuparte.
Yo me sentía sorprendida e intrigada a un tiempo. De pronto, vi que regresaba sobre sus pasos. Anunció que iría a Karnstein, que pensaba partir en el carruaje a mediodía, y que madame Perrodon y yo lo acompañaríamos. Tenía que ver al sacerdote que vivía cerca de allí, por un asunto pendiente. Carmilla se reuniría con nosotros cuando abandonase su habitación, y mademoiselle de Lafontaine dispondría todo lo necesario para un almuerzo campestre, que tomaríamos en las ruinas del castillo.
A las doce en punto estuve lista, y al cabo de un rato mi padre, madame Perrodon y yo partimos. Tras cruzar el puente levadizo doblamos a la derecha y seguimos hacia el oeste en dirección al poblado abandonado y las ruinas del castillo de Karnstein. A medida que avanzábamos, rodeando hondonadas, colinas boscosas y campos de sembradío, el paisaje se hacía cada vez más cambiante. De pronto, vimos avanzar, en dirección a nosotros, a lomos de su caballo y en compañía de un criado y un carro que transportaba su equipaje, al general Spielsdorf.
Cuando nos detuvimos, desmontó y, después de los saludos de rigor, lo convencimos de que ocupara el asiento vacío que había en nuestro carruaje y que enviara al castillo a su criado con el caballo y el carro.
X. ANGUSTIA
Hacía diez meses que no veíamos al general, pero su aspecto había cambiado como si hubiesen pasado años. Estaba muy delgado y la serenidad de sus rasgos se había trocado en pesadumbre y ansiedad. No se trataba de una transformación cuyo motivo fuera el mero pesar, sino de una provocada por pasiones mucho más profundas.
Poco después de reemprender la marcha, el general comenzó a hablar de la angustia, según la definió, en que lo había sumido la muerte de su sobrina. A continuación, con ira y amargura, se puso a denostar las «artes demoníacas» de las que la pobre había sido víctima, y manifestó que no entendía cómo Dios podía permitir la existencia de semejantes monstruos.
Mi padre le pidió que, si no era muy doloroso para él, le explicara las razones que lo impulsaban a expresarse en los términos que acababa de hacerlo.
—No tengo inconveniente —contestó el general—, pero dudo de que vaya a creerme.
—¿Por qué? —preguntó mi padre.
—Porque usted no cree en nada que no se ajuste a sus prejuicios y suposiciones —fue la áspera respuesta—. Recuerdo cuando yo tenía la misma actitud; pero he adquirido un conocimiento más cabal de las cosas.
—Haga la prueba —propuso mi padre—. Soy menos dogmático de lo que imagina. Le aseguro que respetaré sus conclusiones, pues lo conozco lo bastante para saber que usted no admite nada sin pruebas concluyentes.
—Es cierto que no me dejo engañar por hechos maravillosos, y lo que experimenté sin duda es esto último. Tengo evidencias que me obligan a desechar por completo mis teorías. Una conspiración sobrenatural me tendió una trampa, y caí en ella.
Advertí que mi padre lo miraba como si desconfiase de su cordura, o eso me pareció. Por fortuna, el general no lo advirtió.
—¿Se dirigen ustedes hacia las ruinas de Karnstein? —prosiguió—. Vaya coincidencia. Me disponía a pedirles que me llevaran hasta allí, y por razones de la mayor importancia. Tengo entendido que hay en ese lugar una capilla abandonada con numerosas tumbas de la extinguida familia.
—Así es, en efecto —repuso mi padre—. ¿Acaso ha pensado en reclamar el título y las propiedades de los Karnstein? —añadió en tono jocoso.
Lejos de festejar la broma, el general se mostró hosco y hasta irritado, como si un horror innombrable lo torturase.
—Se trata de algo de naturaleza muy distinta —replicó con gravedad—. Me propongo desenterrar a algunos miembros de tan distinguida familia. Los motivos de semejante sacrilegio son por demás piadosos, ya que libraré al mundo de ciertos monstruos y la gente ya no tendrá que temer el ser asesinada. Querido amigo, he de contarle cosas muy extrañas, que yo mismo, hasta hace muy poco, habría considerado increíbles.
Mi padre lo miró en silencio, pero esta vez con expresión de alarma.
—La familia Karnstein se extinguió hace por lo menos cien años —dijo—. Mi esposa descendía de ella, por la rama materna. Pero tanto el apellido como el título ya no existen. Del castillo solo quedan ruinas, y los últimos habitantes de la aldea la abandonaron hace cincuenta años.
—Eso es muy cierto —admitió el general—. Me he enterado de muchos detalles relacionados con ello, y estoy seguro de que le asombrarán. Sin embargo, lo mejor será que le exponga una cronología de los hechos. —Hizo una pausa y prosiguió—: Usted conoció a mi querida sobrina. Era la muchacha más bella del mundo y no padecía ningún problema de salud.
—Es verdad —dijo mi padre—, la última vez que la vi estaba perfectamente sana. Al enterarme de lo que le ocurrió me sentí tan apenado como desconcertado, y sé que para usted supuso un golpe terrible… —Cogió con fuerza la mano del general, a quien se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Somos amigos desde hace mucho tiempo, y sabía lo mucho que lo lamentaría por mí. Ella alegraba mi hogar con su afecto y sus cuidados y me colmaba de felicidad. Nada de eso existe ya. Ahora confío, con la ayuda de Dios, que los pocos años que me quedan de vida me alcancen para llevar a cabo el servicio que me he propuesto brindar a la humanidad y exterminar a los demonios que asesinaron a mi sobrina, acabando así con su belleza y sus esperanzas.
—Ha afirmado usted que iba a hacer un relato cronológico de los hechos —le recordó mi padre—. Hágalo, por favor, y no crea que es solo la curiosidad lo que me impulsa a pedírselo.
Habíamos llegado al cruce de caminos en el cual el que conduce a Drunstall se aparta del que estábamos siguiendo para llegar al castillo de Karnstein.
—¿A qué distancia se encuentran las ruinas? —preguntó el general en tono de ansiedad.
—A media milla aproximadamente —contestó mi padre—. Por favor, tenga a bien relatarnos esa historia.
XI. EL RELATO DE LOS HECHOS
—Bien —dijo el general, y tras una pausa procedió a relatarnos una de las historias más extrañas que jamás he oído—. Mi querida sobrina se preparaba para visitar a su encantadora hija, aquí presente. —Me miró y, con expresión melancólica, inclinó la cabeza—. Recibimos entonces una invitación de un antiguo amigo, el conde de Carlsfeld, cuyo castillo se halla a unas seis millas del de Karnstein, para que asistiéramos a una fiesta que se celebraba, como recordará usted, en honor del gran duque Karl.
—Lo recuerdo, y, por lo que sé, fue magnífica.
—¡Extraordinaria, digna de un rey! El conde parece tener en su poder la lámpara de Aladino. La noche en que comenzó mi calvario se había organizado una mascarada. Tuvo lugar en los jardines del castillo, cuyos árboles se habían adornado con farolillos multicolores. Jamás presencié semejante espectáculo de fuegos artificiales, ni siquiera en París. La música (sabe usted que tengo debilidad por la música) era subyugante. Habían contratado a una orquesta que quizá fuese la más grande del mundo, y a las mejores cantantes de los teatros líricos más importantes. La luz de la luna bañaba el castillo y de las ventanas de este surgía un resplandor rosado. Mientras escuchaba y contemplaba aquella magnificencia, sentí que el sentimiento romántico de mi juventud se apoderaba nuevamente de mí.
»Cuando terminaron los fuegos artificiales y se anunció el comienzo del baile, volvimos a los salones donde el mismo tendría lugar. Un baile de máscaras siempre es hermoso, pero nunca había presenciado uno tan magnífico como aquel. Yo era prácticamente el único de los presentes que no pertenecía a la aristocracia.
»Mi amada sobrina estaba hermosísima. No llevaba antifaz, y la excitación y el placer del momento añadían aún más belleza a sus rasgos. Advertí que una muchacha, elegantemente vestida y, ella sí, con antifaz, miraba a mi sobrina con sumo interés. Yo ya la había visto. Primero, en el salón donde se había llevado a cabo la recepción, y, después, en el jardín, observando a mi sobrina. La acompañaba una dama, también enmascarada y muy elegante. Si la muchacha no hubiera llevado el rostro cubierto, me habría resultado sencillo comprobar si estaba vigilando a mi desdichada sobrina. Ahora sé que, en efecto, tal era el caso.
»En ese momento nos encontrábamos en uno de los salones. Mi sobrina había estado bailando y descansaba junto a la puerta, sentada en una silla. Yo me hallaba de pie, muy cerca de ella. Las dos mujeres que acabo de describir se aproximaron y la más joven se acomodó en la silla contigua a la que ocupaba mi sobrina. La dama que la acompañaba se detuvo a mi lado y dirigió unas palabras en voz baja a la muchacha. A continuación se volvió hacia mí y, como si nos conociéramos de toda la vida, me nombró por mi apellido y comenzó a hablar de cosas que suscitaron en mí una gran curiosidad. Procedió a mencionar todos los lugares en que me había visto, tanto en la corte como en mansiones aristocráticas. Aludió a incidentes que yo ya ni recordaba pero que de inmediato volvieron a mi memoria.
»Empecé a sentirme ansioso por conocer su identidad, pero eludía, con tanta astucia como placer, dar el menor indicio de ello. Me resultaba inexplicable cómo sabía tantas cosas sobre mí, y estaba claro que le divertía mi azoramiento. Mientras tanto, la muchacha, a quien la dama llamó en un par de ocasiones por el extraño nombre de Millarca, conversaba animadamente con mi sobrina. Le explicó que la dama era su madre y una muy antigua conocida mía. Elogió el vestido de mi pobre niña así como la belleza de esta. Hizo comentarios jocosos sobre los presentes en el salón y rió ante las respuestas de mi sobrina. Su ingenio y buen humor hizo que al cabo de pocos instantes las dos se comportasen como grandes amigas. Por fin, la muchacha se quitó el antifaz. Era francamente hermosa, pero jamás la habíamos visto. No obstante, su atractivo y simpatía, así como el que se mostrara tan generosa y apasionada, se ganaron el corazón de mi sobrina.
»Entretanto, aprovechando la osadía que permiten las mascaradas, formulé algunas preguntas a la dama.
»—Me desconcierta usted —dije entre risas—. ¿No cree que ya es hora de que se quite el antifaz?
»—¡Qué petición más insensata! —exclamó—. ¿Cómo puede pedirle semejante cosa a una dama? Si lo hiciera, usted tomaría ventaja. Además, ¿cómo está seguro de que si accediese a su petición me reconocería? Las personas cambian mucho con los años.
»—En ese caso, compruébelo con sus propios ojos —dije con una sonrisa, inclinando la cabeza.
»—¿Y cómo sabe que contemplando mi rostro resolverá el enigma?
»—Estoy dispuesto a correr el riesgo —contesté—. En cualquier caso, difícilmente sea una anciana; todo en usted la traiciona.
»—Pues han pasado muchos años desde la última vez que lo vi. O mejor, desde que usted me vio. Esa muchacha, Millarca, es mi hija. Así que no puedo ser joven, y no me gustaría que me comparase con el recuerdo que tiene de mí, por indulgente que se mostrase. Además, usted no lleva antifaz, de modo que no tiene nada que ofrecerme a cambio.
»—Por compasión, quítese la máscara —supliqué.
»—Y yo le ruego que dejemos las cosas como están —repuso.
»—Bien; pero al menos dígame si es usted francesa o alemana, ya que se expresa a la perfección en ambas lenguas.
»—No voy a decírselo, general. Está usted preparando un ataque por sorpresa, y espera el momento de desencadenarlo.
»—Aun así —dije—, hay algo que no puede negarme. Puesto que me ha dirigido la palabra, permítame saber qué tratamiento debo darle… Ya sé, la llamaré condesa.
»Se echó a reír.
»—En tal caso… —dijo, pero en ese instante se presentó ante nosotros un caballero vestido de negro, muy elegante y cortés.
»Su rostro tenía una palidez cadavérica. Sin sonreír, y con una inclinación de la cabeza, se dirigió a la dama.
»—Señora condesa —dijo—, ¿me permite que le dirija unas palabras que, estoy seguro, serán de su interés?
»La dama se volvió de inmediato hacia él y se llevó un dedo a los labios para indicarle que guardara silencio. A continuación, se dirigió a mí.
»—Aguarde un instante, general. Volveré después de hablar con este caballero —añadió en tono risueño.
»Se alejaron unos pasos de mí y conversaron durante unos minutos, con expresión muy seria ambos. A continuación, se marcharon entre los invitados.
»Mientras esperaba a que la dama regresase, me estrujé el cerebro intentando descubrir la identidad de la mujer que tanto parecía recordar acerca de mí, y decidí unirme a la charla que mantenían mi sobrina con la hija de la condesa. Me proponía sorprender a esta última diciéndole que ya había averiguado cuál era su apellido y qué propiedades poseía. Pero no me dio tiempo, pues en ese instante volvió acompañada por el caballero vestido de negro, que dijo:
»—Cuando el carruaje esté dispuesto, vendré a avisar a la señora condesa.
»Hizo una breve reverencia y se marchó.
XII. UNA PETICIÓN
»—Confío en que, si debemos separarnos de la señora condesa, sea por pocas horas —dije.
»—Solo será un rato —respondió ella—, o tal vez unas semanas. Es una lástima que tenga que marcharme justamente ahora. Por cierto, ¿ya conoce mi identidad?
»Contesté que no.
»—Lo hará en su debido momento —dijo—. Ambos somos amigos más antiguos e íntimos de lo que imagina, pero aún no puedo darme a conocer. Dentro de tres semanas iré a su castillo, del cual ya me he informado. Reviviremos entonces una amistad que siempre recuerdo con placer. Acaban de comunicarme una noticia que me ha impresionado mucho. Debo partir cuanto antes, y me aguardan cien millas de tortuoso camino. Me siento muy inquieta, y solo mi decisión de guardar mi identidad en secreto me impide hacerle un pedido muy especial. Mi querida hija tuvo un accidente y aún no se ha recuperado del todo. Cayó de un caballo en el transcurso de una cacería y el médico ha dicho que, al menos por un tiempo, no debe hacer ningún esfuerzo. Por eso para venir aquí lo hicimos en etapas cortas, de pocas millas por día. Ahora debo partir en una misión de vital importancia cuyos pormenores le referiré cuando volvamos a encontrarnos, como le he dicho dentro de pocas semanas. Entonces ya no tendré razón para ocultar nada.
»A continuación formuló su petición, con la actitud, que pasaba casi inadvertida, de quien considera que, al hacer un ruego semejante, está concediendo un favor inmenso. Se trataba, sencillamente, de que, mientras durara su ausencia, me hiciera cargo de su hija. Se trataba de una petición por demás audaz. La condesa admitió, y enumeró, todas las objeciones que yo pudiera poner y manifestó que, a pesar de ello, confiaba en mi caballerosidad. En ese instante, como si de una fatalidad se tratara, mi sobrina se acercó y me pidió en voz baja que invitase a su nueva amiga a pasar unos días con nosotros. Estaba claro que ya habían hablado del asunto, pues añadió que Millarca aceptaría encantada, siempre y cuando su madre la autorizase.
»En otras circunstancias habría respondido que esperara a que las conociéramos mejor, pero no me dio tiempo a reflexionar. La condesa y su hija se deshicieron en súplicas, y no pude por menos, seducido por la belleza extraordinaria de la última, que acceder. De pronto, y casi sin darme cuenta, me encontré al cuidado de la muchacha llamada Millarca.
»La condesa llevó a su hija aparte y comenzó a hablar con ella, explicándole los motivos por los que debía partir de forma tan perentoria. Oí que le informaba de que la había dejado a mi cargo, y añadió que yo era uno de sus amigos más antiguos y queridos.
»Por descontado, dije lo que se esperaba que dijese, aunque admito que la situación distaba mucho de agradarme. Vi entonces que el caballero de negro regresaba, y al cabo de un instante volvió a marcharse con la condesa. Por el modo en que la trataba, tuve la certeza de que esta ostentaba un rango muy superior al que correspondía a su título.
»Antes de partir, sin embargo, la dama me hizo prometerle que, hasta que volviéramos a vernos, no intentaría averiguar más acerca de ella de lo que ya hubiese adivinado. Nuestro anfitrión, de quien la condesa era huésped, estaba al corriente de las causas que la obligaban a ello.
»—Ni mi hija ni yo podemos permanecer más de un día aquí sin que nuestra seguridad se vea en peligro —agregó—. De forma irreflexiva, hace una hora me quité un instante el antifaz y me pareció que usted me veía, por eso me acerqué a hablarle, para comprobar si en efecto había sido así, pues en tal caso habría apelado a su elevadísimo sentido del honor y le habría pedido que no revelara mi identidad hasta dentro de unas semanas. Ahora estoy segura de que no me vio, pero si sospecha, o llegara a sospechar usted quién soy yo, le ruego que no lo diga a nadie. Mi hija guardará el secreto, y no me cabe duda de que usted se lo recordará para que no cometa el error de olvidarlo.
»Le susurró algo al oído a la muchacha, le dio un par de besos fugaces y se perdió entre la multitud que abarrotaba el salón, en compañía del pálido caballero de negro.
»—En el salón de al lado —dijo Millarca— hay una ventana que da a la entrada principal. Me gustaría ver partir a mi madre y enviarle un beso.
»La acompañamos hasta la mencionada estancia y nos acercamos a la ventana. Nos asomamos y vimos un carruaje tan magnífico como antiguo. También una escolta de jinetes y varios lacayos. El pálido caballero de negro puso un grueso abrigo de terciopelo sobre los hombros de la dama. A continuación ayudó a esta a subir al carruaje y, una vez que hubo cerrado la portezuela, hizo una profunda reverencia. El carruaje se puso en marcha.
»—Se ha ido —dijo Millarca, y suspiró.
»“Sí, se ha ido”, pensé, y reflexioné sobre los hechos recientes, mi consentimiento a que la muchacha fuera nuestra invitada y la tontería que esto representaba.
»—No ha mirado hacia aquí ni por un instante —añadió Millarca.
»—Debió de quitarse el antifaz, y no quería que viéramos su rostro —observé—. Además, no tenía modo de saber que nos encontrábamos junto a la ventana.
»Millarca volvió a suspirar y me miró a los ojos. Era tan bella que me sentí arrobado. Lamenté haberme arrepentido por un momento de tomarla a mi cargo y resolví enmendar mi secreta descortesía.
»La muchacha se puso nuevamente el antifaz y, a petición de ella y de mi sobrina, y, pasando por debajo de las ventanas del castillo, regresamos al jardín donde estaba a punto de reanudarse el concierto. Millarca nos cautivó con sus comentarios, alegres y vivaces, sobre los importantes personajes allí presentes. Cuanto más hablaba, más encantadora la encontraba. Tras pasar tanto tiempo alejado del mundo, su charla me parecía no solo agradable sino divertida. Pensé en la alegría que introduciría en nuestra vida hogareña, a menudo tan solitaria.
»La fiesta acabó cuando el sol de la mañana se adivinaba en el horizonte. El gran duque era aficionado a que sus bailes duraran hasta el amanecer, de modo que sus invitados no podían marcharse antes de la llegada de este.
»Acabábamos de cruzar el salón lleno de gente cuando mi sobrina preguntó por Millarca. Caímos entonces en la cuenta de que la habíamos perdido de vista. Intenté dar con ella, pero en vano. Temí que hubiese entablado amistad con otras personas y que las siguiera, perdiéndose así en los vastos jardines que nos rodeaban.
»En ese instante me asaltó nuevamente la idea de que había cometido un error al responsabilizarme de la muchacha sin conocer al menos su apellido. Además, condicionado como estaba por las insólitas promesas que había hecho a su madre, ni siquiera podía preguntar por ella explicando que se trataba de la hija de la condesa que había partido pocas horas antes.
»Cuando decidí abandonar la busca, ya era pleno día. A las dos de la tarde seguíamos sin tener noticias de la muchacha. A esa hora aproximadamente un sirviente llamó a la puerta de la habitación de mi sobrina e informó de que una joven dama, al parecer muy angustiada, le había preguntado dónde podía encontrar al general Spielsdorf y a su hija, al cuidado de los cuales la había dejado su madre.
»Pese a la inexactitud del parentesco mencionado, no cabía duda de que se trataba de nuestra joven amiga. Así era, en efecto. ¡Ojalá Dios hubiese permitido que nunca volviéramos a encontrarla!
»Para explicar las razones de su desaparición, le contó a mi sobrina que muy tarde, perdida ya toda esperanza de encontrarnos, entró en el dormitorio del ama de llaves. Allí se sumió en un sueño tan largo como profundo, que sin embargo no le sirvió para recuperar las fuerzas tras el cansancio que le había producido el baile de la noche anterior.
»Ese mismo día partimos con Millarca rumbo a nuestra casa. A pesar de todo, no podía evitar alegrarme de que mi querida sobrina hubiese entablado amistad con una muchacha tan encantadora.
XIII. EL LEÑADOR
»Muy pronto, sin embargo, surgieron algunos inconvenientes. Millarca comenzó a quejarse de que se sentía extremadamente débil, como venía ocurriendo desde su accidente, y nunca abandonaba su habitación hasta la tarde. Además, siempre cerraba la puerta desde dentro y solo la abría para que entrase la criada que se hallaba a su servicio. A menudo, cuando creíamos que dormía, salía de su dormitorio muy temprano, o muy tarde, sin que lo supiéramos. Más de una vez la vieron, al alba, caminar entre los árboles del bosque en dirección al este, como sumida en un trance. Ello me convenció de que padecía sonambulismo; pero eso no resolvía el problema, ya que ¿cómo era posible que saliese de su habitación y dejase la puerta cerrada por dentro? ¿Cómo abandonaba el castillo sin abrir puertas o ventanas?
»Pronto, sin embargo, surgió un motivo de preocupación aun mayor: la salud de mi querida sobrina empezó a quebrantarse de manera misteriosa. Comenzó a sufrir pesadillas espantosas en las que la hostigaba un espectro. En ocasiones este se parecía a Millarca; otras, tenía el aspecto de un animal que caminaba nerviosamente a los pies de la cama. Al tiempo empezó a experimentar sensaciones muy extrañas, aunque no desagradables, como si avanzase contra la corriente de un río de aguas heladas. Más tarde, sintió que un par de finísimas agujas se introducían en la base de su cuello, provocándole un dolor agudo. Al cabo de pocas noches se presentó una sensación de asfixia creciente. Finalmente, perdió el sentido.
Oí perfectamente la narración del anciano general mientras nuestro carruaje pasaba cerca de la aldea que llevaba más de medio siglo abandonada. Me sentí azorada al comprobar que lo que acababa de describir coincidía con los síntomas que yo misma había experimentado, por no mencionar la impresión que me causó el que los misteriosos hábitos descritos fueran prácticamente los mismos que los de mi amiga Carmilla.
Llegamos a un claro del bosque y ante nosotros aparecieron las primeras ruinas de la aldea desierta. Las desoladas torres del castillo se alzaban en lo alto de una colina baja. Aterrada, bajé del carruaje. Todos guardábamos silencio, pues teníamos demasiadas cosas en que pensar. Ascendimos la colina y entramos en el castillo, con sus amplias estancias, sus escaleras tortuosas y sus pasillos sombríos.
—¡Quién diría que esto fue, en otro tiempo, la palaciega morada de los Karnstein! —exclamó el general mientras, asomado a una ventana, contemplaba los restos de la aldea y el bosque que se extendía más allá—. Era una estirpe maldita —continuó—, y aquí tuvieron lugar muchos episodios sangrientos. ¿Cómo es posible que después de muertos continúen atormentándonos con sus atrocidades? Allí está la capilla —añadió señalando las grises paredes de una construcción gótica medio oculta entre los árboles y un poco más abajo, en la pendiente—. Puedo oír el hacha de un leñador entre los árboles que la rodean. Quizá ese hombre pueda darnos alguna información sobre lo que ando buscando e indicarnos la tumba de Mircalla, condesa de Karnstein. Los campesinos suelen recordar las historias de las grandes familias para las que han servido por generaciones, y que los propios nobles olvidan en cuanto esas mismas familias se extinguen.
—En casa tenemos un retrato de Mircalla —dijo mi padre—. ¿Le interesaría verlo?
—Ya habrá tiempo para eso —contestó el general—. Sé que he visto el original, y uno de los motivos por los que he venido aquí es inspeccionar esa capilla.
—¿Dice usted que vio a la condesa Mircalla? —se extrañó mi padre—. ¡Pero si murió hace más de cien años!
—Está menos muerta de lo que usted imagina —repuso el general.
—Sus palabras me desconciertan, querido amigo.
Mi padre lo observó con cierta suspicacia. No era la primera vez desde nuestro encuentro, según pude apreciar, pero en la conducta del general, a pesar de que a veces se mostraba enfadado y hasta colérico, no había nada de extravagante.
En el instante en que pasábamos por debajo del arco de la capilla, el viejo general dijo:
—Mi único objetivo, en los pocos años que me restan de vida, es que caiga sobre ella la venganza que, gracias a Dios, la mano del hombre todavía es capaz de ejecutar.
—¿Qué venganza es esa? —inquirió mi padre, perplejo.
—Hablo de decapitar al monstruo —dijo con energía el general, y, al tiempo que daba una patada en el suelo, levantaba el puño como si en él blandiera un hacha.
—¡Qué dice, por Dios! —exclamó mi padre con espanto.
—Le cortaré la cabeza, a ella.
—¡Cortarle la cabeza!
—Sí, con un hacha, con una pala, con lo que sea. Debo cercenar su garganta asesina. —El general temblaba de rabia, y, mientras avanzaba, añadió—: Esta viga servirá… Su hija está cansada. Que se siente en ella. Mientras tanto, concluiré mi terrorífica historia.
En el suelo de la capilla había una viga, en efecto. Me senté, satisfecha de descansar al fin, y el general llamó al leñador, que hasta unos momentos antes había estado cortando unas ramas junto a las viejas paredes de la capilla. Con el hacha todavía en la mano, el corpulento hombre se acercó a nosotros.
No podía darnos ninguna información sobre las tumbas, pero, según dijo, conocía a un viejo guardabosques, que se hospedaba en la casa del sacerdote, a unas tres millas de distancia, capaz de identificar cada una de las sepulturas de los Karnstein. Por unas monedas, y si le prestábamos uno de nuestros caballos, se ofreció a ir en su busca y estar de vuelta en menos de una hora.
Al cabo de ese lapso, el leñador regresó con el anciano guardabosques, a quien mi padre preguntó:
—¿Hace muchos años que trabaja en esta zona?
—Toda mi vida —respondió el viejo, que se expresaba en el dialecto de la región—. Antes de ser guardabosques fui leñador, y antes de mí lo fue mi padre, y así durante tantas generaciones que no soy capaz de enumerarlas. Si lo desea, puedo señalarle la casa donde vivieron mis antepasados.
—¿Por qué todo el mundo abandonó la aldea? —quiso saber mi padre.
—A causa de la plaga de los resucitados, señor. A algunos se les siguió el rastro hasta la tumba, se verificó su condición según los procedimientos habituales y se los aniquiló con el método tradicional: se les cortó la cabeza, se les hundió una estaca en el pecho y se los quemó. Sin embargo, ya habían asesinado a demasiados aldeanos, y, además, a pesar de que se hizo con ellos lo acostumbrado, es decir, abrir sus tumbas y despojar de su horrible existencia a los vampiros, la aldea no se libró por completo de su asedio.
»Dio la casualidad de que un conde moravo recorría la región y, al enterarse de lo que ocurría, se ofreció para acabar con la plaga. Era experto en estos temas, al igual que tanta gente en su país. Procedió del siguiente modo: una noche de luna llena, poco después de que anocheciese, subió al campanario de la capilla, desde donde podía ver el cementerio que había debajo. Si se asoman ustedes a la ventana, lo verán también. Permaneció al acecho hasta que advirtió que el vampiro abandonaba su tumba, dejaba la mortaja al lado de esta, y se dirigía a la aldea para atormentar a sus habitantes. Entonces bajó, cogió la mortaja, y volvió a subir al campanario. Cuando el vampiro regresó y comprobó que su mortaja había desaparecido, se volvió, increpándolo, hacia el conde, que estaba, como he dicho, en lo alto del campanario. El conde lo desafió a que subiera a recuperarla. El vampiro aceptó el reto y en cuanto llegó a lo alto del campanario, el conde le partió la cabeza con su espada y lo arrojó al cementerio. A continuación descendió por la escalera de caracol, le cortó la cabeza y, al día siguiente, la entregó, junto con el cuerpo, a los aldeanos. Estos atravesaron el cadáver con estacas muy afiladas y, después, lo quemaron. Resultó que el moravo estaba autorizado, por quien por entonces era el jefe de la familia, a trasladar la tumba de la condesa Mircalla. Y eso fue lo que hizo, de modo que al cabo de un tiempo nadie recordaba el sitio exacto donde se hallaba la misma.
—Pero usted, ¿puede indicárnoslo? —preguntó el general con evidente ansiedad.
El guardabosques negó con la cabeza y, con una sonrisa, respondió:
—En la actualidad, todo lo que se sabe es que el cuerpo fue trasladado, pero lo cierto es que no hay nadie que esté completamente seguro de ello.
Tras pronunciar estas palabras, se marchó, y nosotros nos dispusimos a escuchar el resto de la historia del viejo general.
XIV. EL ENCUENTRO
—La salud de mi querida sobrina se deterioraba a pasos agigantados —dijo el general prosiguiendo con su relato—. El médico no se atrevía a hacer ningún diagnóstico sobre la enfermedad, o de lo que por entonces yo suponía que era una enfermedad. Al verme tan alarmado, sugirió que hiciera una consulta. Acepté y mandé llamar a un doctor de Gratz considerado un experto. Pasaron varios días hasta su llegada. Se trataba de un hombre tan amable como piadoso, además de un erudito. Tras examinar a mi sobrina, ambos médicos se encerraron en mi biblioteca para hablar de la situación. Desde la estancia contigua, donde yo esperaba a que me llamasen, oí que elevaban la voz, como si discutiesen en términos más acalorados que los propios de un debate profesional.
»Llamé a la puerta y entré. El médico de Gratz insistía en su teoría, ante las burlas de su colega. En cuanto me vieron entrar, depusieron su actitud.
»—Mi colega —dijo el primer médico— al parecer está convencido de que lo que necesita usted no es un hombre de ciencia sino un exorcista.
»—Perdóneme —lo interrumpió el otro con tono de disgusto—, ya explicaré a su debido momento mi punto de vista sobre el caso que nos ocupa. —Me miró y añadió—: Lo lamento, general, pero me temo que, a pesar de mi experiencia y mis conocimientos, no puedo ser de mucha utilidad; pero antes de marcharme desearía sugerirle algo.
»Hizo una pausa y, pensativo, se sentó ante una mesa y se puso a escribir. Yo me volví, profundamente decepcionado, dispuesto a salir de la habitación, cuando el otro médico señaló a su colega, que seguía escribiendo, y se llevó un dedo a la sien en un gesto por demás significativo.
»Así pues, me encontraba de nuevo en el punto de partida. Preocupado, salí al jardín. Allí estaba, caminando de un lado a otro, cuando al cabo de unos quince minutos se reunió conmigo el médico de Gratz. Se disculpó y dijo que su conciencia no le permitía irse sin antes dirigirme unas pocas palabras. Me informó de que, sin la mínima posibilidad de error, no existía ninguna enfermedad que presentase los síntomas que padecía mi sobrina y que la muerte estaba muy cercana. No obstante, aún le quedaban uno o dos días de vida, y si el desenlace fatal se impedía de inmediato, quizá, con grandes precauciones, lograría reponerse. Por el momento, sin embargo, no había esperanzas de mejoría. Un nuevo ataque acabaría irremediablemente con las pocas energías que le quedaban.
»—¿En qué consistiría ese ataque al que se refiere? —pregunté angustiado.
»—Se lo explico todo en esta carta que le entrego con la condición de que mande llamar a un sacerdote sin tardanza y la lea en su presencia. Por ningún motivo debe leerla antes de que él llegue, pues su contenido podría parecerle descabellado, y nos hallamos ante un caso de vida o muerte. Por supuesto, si no consigue a un sacerdote, lo autorizo a que la lea.
»Antes de marcharse me preguntó si desearía conocer la opinión de una persona particularmente experta en una cuestión que, después de leer la carta, quizá me interesara más que nada en el mundo. A continuación me urgió, en tono apremiante, a que mandase a alguien en su busca. Acto seguido, se marchó.
»No logré dar con ningún sacerdote, de modo que no tuve más opción que leer la carta que el médico de Gantz me había entregado. Si las circunstancias hubiesen sido otras, su contenido, en efecto, me habría parecido absurdo, pero cuando lo que está en juego es la vida de un ser querido y los métodos habituales han fracasado, uno se aferra a cualquier posible remedio que se le ofrezca.
»Lo que había escrito el médico resultaba lo bastante monstruoso como para pedir que se lo recluyese en un manicomio. Afirmaba que el causante de los sufrimientos de mi sobrina era un vampiro, y que los aguijonazos que había sentido en la base del cuello habían sido producidos por los largos y afilados colmillos de aquel. Añadía que no cabía duda sobre la presencia de una mancha lívida que, en opinión de todos los expertos en el tema, producen los diabólicos labios de la abominable criatura.
»El resto de los síntomas de la enferma se correspondía con los propios de la acción de un vampiro.
»Como yo no creía en la existencia de semejantes seres fantásticos, la sobrenatural teoría de aquel médico me parecía la consecuencia de las alucinaciones que suelen ir asociadas a grados muy altos de lucidez y erudición. No obstante, y dado que permanecer mano sobre mano me angustiaba aún más, puse en práctica las instrucciones detalladas en la carta.
»Me oculté en el cuarto de vestir contiguo a la habitación de mi sobrina, donde ardía una vela, y permanecí al acecho. Cuando la infortunada muchacha al fin se durmió, me aproximé a la puerta y espié por una delgada rendija, con la espada sobre una mesa que había a mi lado, tal como el médico indicaba en su carta. A eso de la una percibí una forma grande y negra que se deslizaba, o eso me pareció, a los pies de la cama. De pronto vi que saltaba al cuello de mi indefensa sobrina y se transformaba en una cosa enorme y palpitante.
»Quedé paralizado por un instante, pero me repuse y salí de mi escondite blandiendo la espada. El negro ser se desplazó de inmediato hasta los pies de la cama, se deslizó fuera de esta y de pie delante de mí, mirándome fijamente con expresión de ferocidad y horror, vi a Millarca. No recuerdo qué pensé en ese instante, pero sí que de inmediato le di un golpe con la espada. Pero no conseguí herirla, sino que se quedó allí, inmóvil e ilesa. Aterrado, volví a atacarla con mi arma, y entonces… ¡se desvaneció!
»Soy incapaz de relatar lo que ocurrió el resto de esa noche espantosa. Los habitantes de la casa se levantaron y empezaron a buscarla, pero Millarca, o su espectro, había desaparecido. Su víctima, en cambio, agonizaba, y antes del amanecer, murió.
El general estaba muy apesadumbrado. No pronunciamos palabra. Mi padre se alejó unos pasos y comenzó a leer las inscripciones grabadas en las lápidas. Entró en una pequeña capilla lateral y prosiguió con su busca. El anciano general se apoyó contra la pared, se enjugó las lágrimas y soltó un profundo suspiro. De pronto oí, aliviada, las voces de Carmilla y nuestra ama de llaves, que se acercaban. Al cabo de unos segundos, se desvanecieron.
En aquel lugar solitario acababa de oír una historia muy extraña sobre los nobles y orgullosos muertos cuyas tumbas se veían entre la hierba y el polvo que nos rodeaban, y cada uno de los incidentes relatados se parecía, de forma tan inquietante como atroz, a lo que yo había vivido. En aquel lugar que el follaje sumía en sombras, rodeado de muros silenciosos, comencé a sentir que el pánico se apoderaba de mí, y que en realidad ni Carmilla ni nuestra ama de llaves estaban a punto de perturbar la inquietante escena con su presencia.
El general miraba fijamente el suelo, con una mano apoyada sobre una sepultura medio en ruinas. De pronto, debajo de un arco rematado con uno de esos grotescos demonios tan frecuentes en los templos góticos, distinguí, con enorme alegría, a mi bella amiga Carmilla, que entraba en la capilla. Me disponía a ponerme de pie y llamarla, cuando el anciano general soltó un grito desgarrador, cogió el hacha y se abalanzó sobre mi amiga. Al verlo, una expresión de horror desfiguró el semblante de Carmilla, que retrocedió unos pasos, encorvada. A continuación, sin darme tiempo a reaccionar, el general la golpeó con todas sus fuerzas. Sin embargo, vi que no le producía herida alguna, y que lo cogía por la muñeca. El general intentó soltarse, pero finalmente abrió la mano, el hacha cayó al suelo y Carmilla desapareció.
El anciano, exhausto, se apoyó contra la pared. Tenía el cabello erizado, el rostro bañado en sudor y parecía al borde de la muerte.
El terrorífico incidente apenas había durado un instante, y lo siguiente que recuerdo es que madame Perrodon, a mi lado, repetía una y otra vez:
—¿Dónde está Carmilla?
—No lo sé —dije—. Hace un par de minutos se fue por allí —agregué señalando la misma puerta por la que madame Perrodon acababa de entrar.
—Es imposible —replicó el ama de llaves—. Yo me encontraba en el pasillo que conduce a esa puerta, y no la vi regresar. —Y acto seguido se puso a llamarla a viva voz—: ¡Carmilla! ¡Carmilla!
—¿Así es como dice llamarse? —preguntó el anciano general.
—En efecto —contesté.
—Pues se trata de la misma persona que, hace algún tiempo, conocí con el nombre de Millarca. Debe usted alejarse de este sitio maldito lo antes posible —añadió—. Pida que la conduzcan a la casa del sacerdote y permanezca allí hasta que vayamos en su busca. ¡Márchese ahora mismo! Es muy probable que no vuelva a ver a Carmilla, y sin duda no la encontrará aquí.
XV. COMPROBACIÓN Y AJUSTICIAMIENTO
Mientras el general hablaba, entró en la capilla uno de los hombres de aspecto más ominoso que haya visto jamás. Era alto, algo encorvado, de pecho estrecho, e iba íntegramente vestido de negro, incluido un sombrero de ala ancha. Tenía el rostro, moreno, surcado de profundas arrugas, llevaba gafas con montura de oro y el cabello, largo y grisáceo, le caía sobre los hombros. Caminaba con lentitud y cierta torpeza, ora mirando el cielo, ora el suelo, y sonreía de manera extraña. Tenía los brazos muy largos y agitaba las manos, extremadamente flacas y cubiertas con unos guantes negros, como si se hallara en estado de trance.
—¡He aquí el hombre cuyos servicios necesitábamos! —exclamó el general, yendo a su encuentro con notoria satisfacción—. ¡Apreciado barón, no sabe usted lo mucho que me alegro de verlo! Ya había perdido las esperanzas de que llegase.
Con un ademán, el anciano señaló a mi padre, que llegaba en ese momento acompañando al estrafalario caballero, e hizo las presentaciones de rigor. Acto seguido se pusieron a hablar con expresión muy grave. El forastero sacó del bolsillo de la levita un rollo de papel, lo extendió sobre una sepultura cercana y, con un lápiz, procedió a trazar líneas imaginarias de un extremo al otro del papel. Comprendí que se trataba de un plano de la capilla, pues de vez en cuando ellos, tras consultarlo, observaban con atención determinados puntos del edificio. El barón acompañaba la conversación con la lectura de algunos pasajes de un libro muy manoseado cuyas amarillentas páginas estaban cubiertas de una escritura abigarrada.
Comenzaron a recorrer la nave lateral, opuesta al sitio en que me encontraba, y procedieron a medir distancias contando los pasos. Por fin, los tres se detuvieron frente a un punto de una pared lateral y se pusieron a examinarlo meticulosamente. Apartaron la hiedra, golpearon el enlucido con las conteras de los bastones, rasparon unos lugares, palparon otros. Al fin asomaron los bordes de una ancha losa de mármol en la que se veían tres letras en bajorrelieve. Con la ayuda del leñador, que acababa de hacer acto de presencia, dejaron al descubierto una lápida en cuya superficie había grabado un escudo de armas. Comprobaron que correspondía a la perdida tumba de Mircalla, condesa de Karnstein.
El anciano general, a quien jamás tuve por hombre devoto, elevó la mirada y las manos al cielo en silenciosa señal de gratitud.
—Mañana vendrá el comisionado —dijo—, y se llevará a cabo la investigación en los términos que dispone la ley. —Se volvió hacia el extraño personaje con gafas de montura de oro, cogió las manos de este entre las suyas, y añadió—: ¿Cómo podré darle las gracias, barón? ¿Cómo podremos darle las gracias todos nosotros? Merced a su intervención la región quedará libre del flagelo que sufre hace más de un siglo. Al fin hemos dado con el abominable enemigo.
Mi padre llevó aparte al forastero y el general los siguió. Comprendí que se alejaba para poder hablar de mi caso sin que yo lo oyera, y mientras tenía lugar la conversación me dirigía miradas fugaces. Finalmente se acercó a mí y me besó. Acto seguido me guió fuera de la capilla y dijo:
—Ya es hora de que partamos, pero antes debemos pedir al sacerdote que vive cerca de aquí que se una a nuestro grupo y nos acompañe hasta el castillo.
La invitación fue aceptada. Yo estaba muy cansada y no veía la hora de llegar a casa; pero mi alegría se transformó en consternación al enterarme de que nadie tenía noticias de Carmilla. Nadie me dio tampoco explicación alguna sobre lo que en realidad había ocurrido en la capilla; estaba claro que se trataba de un secreto que mi padre, al menos por el momento, había decidido no revelarme. La inquietante ausencia de mi amiga hacía que, para mí, el incidente fuese todavía más horrible.
Esa noche se tomaron unas disposiciones que encontré por demás insólitas. Madame Perrodon y dos criadas debían permanecer conmigo en mi habitación hasta el día siguiente. Mi padre y el sacerdote, entretanto, montarían guardia en el cuarto de vestir. El segundo llevó a cabo ciertos ceremoniales solemnes, destinados sin duda a proteger mi sueño, cuya naturaleza y motivos no entendí. Pocos días más tarde, sin embargo, lo comprendí todo con claridad.
Mis tormentos nocturnos cesaron con la desaparición de Carmilla.
El lector sin duda estará al corriente de la espantosa superstición relacionada con lo que se ha dado en llamar vampiros, extendida en Estiria, Moravia, Silesia, la Serbia turca, Polonia y aun Rusia. No resulta fácil negar la existencia de semejantes seres, sobre todo si se tienen en cuenta los testimonios recogidos por las autoridades judiciales, cuya competencia nadie pone en duda, y que llenan innumerables y voluminosos informes sobre esta clase de fenómenos.
Por mi parte, he de admitir que jamás supe de ninguna teoría que explicase lo que yo misma presencié y viví, salvo la mencionada creencia.