¡Un ser nuevo! ¿Por qué no? ¡Sin duda tenía que venir! ¿Por qué íbamos a ser nosotros los últimos? ¿Que no conseguimos verlo, como a todos los demás seres creados antes que nosotros? Ello se debe a que su naturaleza es más perfecta, su cuerpo más sutil y evolucionado que el nuestro, el nuestro que es tan mediocre, tan torpemente concebido, lleno de órganos siempre fatigados, siempre forzados, como mecanismos demasiado complicados; el nuestro que vive como una planta y como un animal, nutriéndose a duras penas de aire, hierba y carne, máquina animal víctima de enfermedades, de deformaciones, de putrefacciones, que se ahoga, mal regulada, ingenua y extraña, ingeniosamente mal hecha, obra grosera y delicada, esbozo de un ser que podría volverse inteligente y magnífico.

Desde la ostra hasta el hombre, somos pocos, muy pocos en este mundo. ¿Por qué no uno más, una vez cumplido el período que separa las apariciones sucesivas de todas las diversas especies?

¿Por qué no uno más? ¿Por qué no otros árboles de flores inmensas y lustrosas que aromaticen regiones enteras? ¿Por qué no otros elementos aparte del fuego, el aire, la tierra y el agua? ¡Son cuatro, nada más que cuatro, esos padres nutricios de los seres! ¡Qué lástima! ¡Porque no son cuarenta, cuatrocientos, cuatro mil! ¡Qué pobre, mezquino, miserable, es todo, dado con avaricia, inventado con mediocridad, hecho con pesadez! ¡Ah, el elefante, el hipopótamo, cuánta gracia tienen! ¡El camello, qué elegancia!

Pero, diréis vosotros, ¡la mariposa! ¡Una flor que vuela! Yo he soñado con una que sería grande como cien universos, con unas alas de una belleza, un color y un movimiento indescriptibles. Pero la veo…, va de una estrella a otra, refrigerándolas y embalsamándolas con el leve y armonioso aire de su vuelo… ¡Y los pueblos de las alturas la miran pasar, extasiados y embelesados!

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¿Qué me pasa? ¡Es él, el Horla, que me atormenta y me hace pensar en estas locuras! Está dentro de mí, se está convirtiendo en mi espíritu. ¡Le mataré!

19 de agosto. Le mataré. ¡Le he visto! Ayer por la noche me senté a mi mesa, fingiendo que escribía con una gran atención. ¡Sabía que vendría a merodear en torno a mí, muy cerca, tan cerca que quizá podría tocarle, apresarle! ¡Y entonces…!, entonces tendría la fuerza de los desesperados; tendría mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi frente, mis dientes para estrangularle, aplastarle, morderle, desgarrarle.

Y yo le acechaba con todos mis órganos sobreexcitados.

Había encendido dos lámparas y las ocho velas de la chimenea, como si hubiera podido descubrirle con esa claridad.

Enfrente de mí, mi cama, una vieja cama de roble con columnas; a la derecha, mi chimenea; a la izquierda, mi puerta cerrada con cuidado, tras haberla dejado largo rato abierta, a fin de atraerle; detrás de mí, un armario de luna altísimo, que cada día me servía para afeitarme y vestirme, y en el que tenía costumbre de mirarme, de pies a cabeza, cada vez que pasaba por delante.

Así pues, aparentaba estar escribiendo, para engañarle, pues también él me estaba espiando, y de repente, sentí, estoy seguro, que leía por encima de mi hombro, que estaba allí, rozando mi oreja.

Me incorporé, con las manos extendidas, dándome la vuelta tan rápido que a punto estuve de caer. Pues… se veía como en pleno día, ¡y no me vi en el espejo…! ¡Estaba vacío, luminoso, profundo, lleno de luz! ¡Mi imagen no estaba en él… y yo me hallaba delante! Veía la gran luna nítida de arriba abajo. Y la miraba con unos ojos de loco; y ya no me atrevía a avanzar, ya no me atrevía a hacer un movimiento, aunque sentía perfectamente que él estaba allí, pero que se me iba a escapar de nuevo, él cuyo cuerpo imperceptible había devorado mi reflejo.

¡Qué miedo pasé! Luego, de repente, comencé a percibirme en medio de una bruma, en el fondo del espejo, de una bruma como vista a través de una capa de agua; y me parecía que esta agua se desplazaba de izquierda a derecha, despacio, volviendo más precisa mi imagen segundo a segundo. Era como el final de un eclipse. Lo que me escondía no parecía tener perfiles claramente definidos, sino una especie de transparencia opaca, que se aclaraba poco a poco.

Finalmente, pude distinguirme por completo, tal como lo hago cada día, al mirarme a la luz del día.

¡Le había visto! Me ha quedado el espanto, que todavía me hace estremecer.

20 de agosto. Matarlo, pero ¿cómo? Puesto que no puedo apresarlo. ¿El veneno? Pero él me vería mezclarlo con agua; y ¿tendrían nuestros venenos, por otra parte, un efecto seguro sobre su cuerpo imperceptible? No…, no…, sin ninguna duda… Pues, ¿entonces?…, ¿entonces qué…?

21 de agosto. He hecho venir a un cerrajero de Ruán, y le he mandado hacer para mi habitación unas persianas metálicas, como tienen en la planta baja algunas casas particulares en París, por temor a los ladrones. Me hará, además, una puerta similar. ¡He pasado por un cobarde, pero me importa un comino…!

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10 de septiembre. Ruán, hotel Continental. Está hecho…, está hecho…, pero ¿ha muerto? Tengo trastornado el espíritu por lo que he visto.

Ayer, tras haber instalado el cerrajero la persiana y la puerta de hierro, lo dejé todo completamente abierto hasta medianoche, aunque comenzaba a hacer frío.

De repente, sentí que estaba allí, y me dominó una alegría, una alegría loca. Me levanté lentamente, y estuve andando de un lado a otro largo rato para que él no intuyera nada; luego me quité los botines y me puse desganadamente las zapatillas; acto seguido cerré la ventana de hierro y, yendo tranquilamente hacia la puerta, cerré también la puerta con doble vuelta de llave. Tras volver entonces hacia la ventana, la fijé con un candado, guardándome la llave en el bolsillo.

De pronto comprendí que se estaba agitando en torno a mí, que tenía miedo a su vez, que me ordenaba abrirle. A punto estuve de ceder; pero no lo hice, sino que, pegándome contra la puerta, la entreabrí lo justo para pasar yo andando hacia atrás, y como soy muy alto mi cabeza rozaba el dintel. Yo estaba seguro de que no se había podido escapar y lo encerré, totalmente solo, totalmente solo. ¡Qué alegría! ¡Le tenía cogido! Entonces, bajé corriendo; cogí en mi salón, que está debajo de mi habitación, mis dos lámparas y derramé todo el aceite sobre la alfombra, sobre los muebles, por todas partes; luego les prendí fuego, y me largué, tras haber cerrado bien, con doble vuelta, el portón de entrada.

Y fui a esconderme al fondo de mi jardín, entre un macizo de laureles. ¡Qué largo se me hizo! Pero ¡qué largo! Todo estaba oscuro, mudo, inmóvil; ni un soplo de aire, ni una estrella, aborregamientos de nubes que no se veían pero que me pesaban en el alma mucho, muchísimo.

Miraba mi casa, y esperaba. ¡Qué largo se me hizo! Ya creía que el fuego se había apagado solo, o que lo había apagado Él, cuando una de las ventanas de abajo estalló ante el arreciar del incendio, y una llama, una gran llama roja y amarilla, larga, indolente, acariciante, subió por la blanca pared y la besó hasta el tejado. Se propagó un resplandor entre los árboles, entre las ramas, entre las hojas, y también un estremecimiento, un estremecimiento de miedo. Los pájaros se despertaban; un perro se puso a ladrar; ¡me pareció que empezaba a despuntar el día! Se iluminaron otras dos ventanas y vi que toda la planta baja de la casa se había convertido en un espantoso brasero. Pero un grito, un grito horrible, sobreagudo, desgarrador, un grito de mujer resonó en la noche, ¡y se abrieron dos buhardillas! ¡Me había olvidado de mis criados! ¡Vi sus caras enloquecidas, y sus brazos que se agitaban…!

Entonces, loco de horror, me puse a correr hacia el pueblo dando gritos: «¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Fuego! ¡Fuego!». ¡Me encontré con gente que ya venía y me volví con ellos para ver!

¡La casa, ahora, no era más que una hoguera horrible y magnífica, una hoguera monstruosa, que iluminaba la tierra entera, una hoguera en la que ardían unos hombres, y donde también ardía Él, mi prisionero, el Ser nuevo, el nuevo señor, el Horla!

De repente el tejado entero se hundió entre los muros, y un volcán de llamas brotó hasta el cielo. Por todas las ventanas que se abrían sobre aquel horno veía la pira de fuego, y pensaba que él estaba allí, dentro de aquel horno, muerto…

¿Muerto? ¿Era posible…? ¿Su cuerpo, el cuerpo que podía ser atravesado por la luz, podía destruirse con los medios que matan al nuestro?

¿Y si no estaba muerto? Tal vez solo el tiempo pueda algo contra este Ser Invisible y Temible. ¿Por qué ese cuerpo transparente, ese cuerpo incognoscible, ese cuerpo espiritual, habría de temer también él las enfermedades, las heridas, los achaques, un final prematuro?

¿Un final prematuro? De él nace todo el miedo del hombre. Después del hombre, el Horla. ¡Después de aquel que puede morir cada día, a cada hora, a cada momento, por cualquier accidente, ha llegado aquel que no morirá hasta que haya llegado su día, su hora y su momento, por haber tocado a su fin su existencia!

¡No…, no…, sin duda…, no ha muerto… Entonces, entonces… tendré que matarme yo…!