Ética compasiva

La construcción de una ciudadanía inclusiva, mundial y multidimesional, así como de la laicidad pos-burguesa e intercultural desafían por igual al cristianismo y al humanismo laico. Nuestro futuro no está en la confrontación entre el mundo religioso y el mundo laico, aunque todavía nos esperan muchos sobresaltos y episodios de intensa agresividad entre los fundamentalismos de ambas partes. El futuro está, más bien, en la construcción de un proyecto laico de convivencia centrado en una ética compartida y compasiva capaz de responder a ¿Quién es mi hermano, con quién comparto obligaciones mutuas?». ¿Qué sentido podía tener que, mientras la nave se hunde, se reivindiquen territorios excluyentes o se disputen socios o creyentes?

Al servicio de lo común y de lo compartido

Hablar de algo común significa reconocer que fuera de la propia tribu hay humanidad, algo que nos permite reconocernos recíprocamente como seres humanos, aquello que uno siempre espera que se le respete incluso ante la ley del estado y ante el código canónico. Es la gramática de lo humano que entre todos debemos descubrir, como propone el Concilio Vaticano II. La tarea es urgente ya que somos la única especie animal capaz de no reconocerse mutuamente.

Creer que existen valores comunes significa reconocer que en la historia del otro hay también verdad, bondad e inteligencia. En código cristiano, lo expresó San Pablo diciendo «Dios todo en todos»; en código laico que pertenecemos a la misma familia humana. Ni Dios ni los derechos humanos son propiedad privada de nadie.

Este intento de bucear en el escenario de lo común es actualmente un hecho contracultural que produce rechazo desde las dos laderas. Hay un catolicismo que ve en el intento por construir lo común un atentado a la identidad y una deriva hacia el relativismo. Se consideran los únicos intérpretes de la ley natural, negando que se descubra a través del uso compartido de la razón, del diálogo cívico, de la argumentación razonada. Asustan esas caras que aparecen en la Televisión convirtiendo en ley natural lo que constituye sólo una opción legítima de la pluralidad. En lugar de denunciar el relativismo cultural debemos promover los diálogos transculturales.

En el mundo laico ha nacido también una posición de exaltación de la diversidad que renuncia y se opone a cualquier intento por encontrar la común humanidad. Hay una deriva multicultural y posmoderna, que se representa a la sociedad como un supermercado en el que se conmutan los valores y se ofrecen todos los productos religiosos y culturales, basta garantizar la competencia entre ellas. Es el paso previo a la asepsia ideológica y a la indiferencia, al todo vale.

Se olvida que cuando todos los valores se conmutan y todas las opiniones son igualmente válidas caemos en el dominio de los tertulianos y de los Grandes Hermanos, no importa el valor de lo dicho sino el mero hecho de decirlas. Sucede entonces que si todas las opiniones valen lo mismo, no vale ninguna. Cuando se debilita la frontera entre lo justo y lo injusto, sólo queda el uso del poder. Cuando no sabemos si la guerra es justa o injusta, sólo queda el imperio.

En el Manifiesto de Barcelona por la Laicidad se lee, «el respeto para con todas y cada una de las expresiones filosóficas y espirituales, sin imposiciones, favoritismos o exclusiones por parte de ninguna escuela de pensamiento o grupo particular».

El teólogo Ratzinger y el filósofo laico Habermas reconocieron que «laicos y católicos, los que creen y los que no creen, como las ramas del árbol con muchos pájaros, deben andar los unos al encuentro de los otros con una nueva capacidad de apertura. Los creyentes no renuncian nunca de buscar, y quien busca, por otra parte, está tocado por la verdad y como tal no puede ser clasificado como un hombre sin fe o sin principios morales inspirados de la fe cristiana».

Al servicio de la ola histórica de la dignidad

La ética común gravitará sobre el reconocimiento de la dignidad, que hoy constituye el mayor signo de los tiempos; gracias a esa ola de dignidad, se levantan las voces en nuestras calles y plazas demandando democracia real, en su nombre se ha producido la primavera árabe y hoy nos hiere y ofende los bombardeos sobre Gaza, por esa ola de la dignidad nos movilizamos contra el poder destructivo de los mercados. Y esa dignidad llega a aquellos espacios, que Antonio Machado identificaba como «lugares de sombra eterna», a los no-poder.

Esa dignidad del prójimo, que nos permitió en su día distanciarnos de los señores feudales, de los conquistadores incapaces de reconocer el alma de los indígenas, de los ilustrados incapaces de reconocer el voto a las mujeres, del capitalismo incapaz de comprender el destino universal de los bienes hoy pide de nosotros dar nuevos pasos hacia una ciudadanía inclusiva, cosmopolita y multidimensional así como hacia una laicidad pos-burguesa y multicultural.

El cristianismo y el humanismo laico pueden y deben ponerse al servicio de la ola histórica de la dignidad, por la cual regresa la centralidad del individuo, que ya no vuelve como marchó —como ser racional, propietario y en soledad— sino que vuelve como inteligencia emocional, como persona sexuada vinculada a una historia, a una lengua, a una cultura. Vuelve, como intuyó Machado con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida. La categoría básica de la vida social no es el individuo, sino el reconocimiento recíproco entre los individuos.

Vuelve con hambre de sensualidad, de relación, de reconocimiento. Vuelve el individuo vinculado a un territorio y a una historia, como quería uno de los más insignes laicos de la literatura, Pablo Neruda en El cartero de Neruda: «Quiero que vayas con esta grabadora paseando por Isla Negra, y me grabes todos los sonidos y ruidos que vayas encontrando (…). Mándame los sonidos de mi casa. Entra hasta el jardín y haz sonar la campana (…). Y ándate hasta las rocas, y grábame la reventazón de las olas. Y si oyes gaviotas, grábalas. Y si oyes el silencio de las estrellas siderales, grábalo».

Vuelve con hambre de ternura e individualidad; es absurdo que nos interese más la Vida que los seres vivientes. Más la Familia que los seres que viven en familia. Estamos enfermos de abstracción, incapaces de comprender que no hay dos divorcios iguales, que no hay dos eutanasias iguales, que no hay dos ateos iguales. Ya que como decía León Felipe: «Dios tiene un camino virgen para cada hombre». Incapaces de entender que no llegan 60 subsaharianos, sino que llegan con su biografía, son sus nombres, con sus historias.

La dignidad es hoy la zarza ardiente para cristianos y laicos, donde se experimenta el carácter sagrado, inviolable, anterior al pacto social. Como decía Pasolini al ser preguntado por qué se interesaba en la vida de los marginados, como el protagonista de Mamma Roma, respondió que lo hacía «porque en ellos la vida se conserva sagrada en su miseria».

Esta conquista cultural de la dignidad ha conducido a muchas personas, religiosos y laicos, a entregar su vida por defender a los que siempre la tienen amenazada, a dignificar a quien se encuentra en la estacada, a dignificar a la mujer violentada, a dignificar a quien vive con la persona a quien ama, cualquiera sea su sexo, a dignificar al inmigrante que vive entre dos ausencias. Y sobre todo a saber como escribía Etty Hillesum, desde el campo de concentración «he notado que en cualquier situación, incluso en la más duras, al ser humano le crecen nuevos órganos vitales que le permiten salir adelante» (Hillesum, 2001).

Los Padres de la Iglesia hablaban de algo que viene de dentro del hombre y no desde fuera, que yace en la conciencia de cada uno y en la conciencia del grupo. Es triste constatar que la ley natural que nació para crear lo que une a los humanos se ha convertido en la cuestión que más separa a los cristianos de los laicos, porque somos incapaces de renunciar a una concepción fija y estática de la naturaleza («siempre ha sido así»).

Al servicio de la emancipación y de la liberación

Esa ética compartida ha de estar al servicio de la emancipación y de la justicia. Hay discursos y propuestas en ambos mundos que no son más que la consagración de la religión burguesa y del sujeto burgués como individuo posesivo, que no se siente deudor de nadie ni de nada. Hay un cristianismo y una laicidad que se alejan de los clamores y gemidos de los que sufren. Es una patología que en el mundo católico denunció Pablo de Tarso al invitar a las comunidades de Corintio (Cáp. 12), a que vuelvan a Jesús y se dejen de soflamas carismáticas. Lo más original del cristianismo consiste en afirmar que el mundo puede ser contemplado desde un lugar nuevo, desde los perdedores de la historia, desde los débiles, desde los derrotados, porque Dios es así.

Tampoco la laicidad por si misma garantiza el compromiso emancipador como sucede cuando deja de participar en las luchas históricas y en la historia del sufrimiento. Y olvida que la libertad no es función de la propiedad sino de la comunión con los otros. Lo más original del humanismo laico, en palabra de Walter Benjamin, es la centralidad de la justicia y la lucha por la vida desde las victimas del progreso que están acallados por los ruidos de los motores.

La tarea hoy no consiste en combatir el relativismo, en cuyo nombre nadie mata a nadie, sino en combatir el nihilismo que deja morir a tanta gente.

Una de las características de la ética compartida y compasiva será superar la micro-ética liberal por una macro-ética capaz de concebir la responsabilidad de la humanidad por acciones colectivas a nivel de la escala planetaria; como observó K. O. Apel la modernidad nos confinó en una ética individualista que nos impide pedir, o siquiera pensar, responsabilidades por acontecimientos globales, como la catástrofe nuclear o ecológica o financiera en la que todos, pero nadie individualmente, parecen poder ser responsables (1984).

Al servicio de la convivencia cívica

Cristianos y laicos necesitamos rescatar la idea de virtud y promover el civismo en una sociedad decente. No sólo importan las cuestiones sobre la justicia sino también las cuestiones sobre la bondad, lo cual comporta no sólo derechos sino responsabilidades personales en la construcción de una vida buena. Si los derechos se reconocen, las virtudes cívicas se construyen con el protagonismo activo de los ciudadanos. Los clásicos hablaron de amistad cívica, para significar un tipo especial de virtud pública, que significa amabilidad y reconocimiento, confianza mutua.

No es posible lograr una ética común y compartida si no se sustenta sobre actitudes cívicas independientes de las creencias religiosas y de las posiciones ideológicas. Hay que recuperar la tolerancia con formas de vida que incomodan porque son distintas; hay que recuperar la amabilidad como quería Bertohl Brecht; la ejemplaridad como la única forma de educar en valores; las buenas maneras y los buenos modales han de salir de las clases privilegiadas a los barrios populares.

Podemos y debemos promover una información verídica y sensata como parte de la higiene social. Los católicos no lo lograremos si nos identificamos con una emisora de la Iglesia que promueve la agresividad, el insulto y la descalificación sistemática. Pero tampoco cuando Y tampoco cuando en nombre de la laicidad se denigra la figura de Jesús de Nazaret o de Mahoma.

Podemos y debemos colaborar en la promoción de la paz social mediante la invitación cotidiana a hacer las paces. Pero no lo lograremos cuando los eclesiásticos presiden manifestaciones callejeras en las que se denigran las conquistas de los derechos civiles; ni tampoco cuando los supuestos laicos reducen el hecho religioso a sus patologías.

Podemos y debemos promover en la promoción de actitudes democráticas en la vida cotidiana y participación activa en todos los ámbitos de la vida. Pero no lo logramos mientras no sepamos incorporar el potencial de la mujer tanto en las Iglesias como en las empresas.

Podemos y debemos colaborar en la creación de una religión civil que cumpla con las funciones sociológicas de la religión. Símbolos que celebran las transiciones de la vida, la entrada del recién nacido en la ciudadanía, o la presentación en sociedad de un adolescente, o la celebración laica de la muerte a través de la poesía y la música mientras se produce la incineración; o el reconocimiento de una muerte heroica mientras se concede una medalla o se canta que la muerte no es el final. El cristianismo no pierde nada de su identidad ni debilita sus expresiones propias, sus liturgias y sus ritos cuando participa honestamente en la construcción de la religión civil.

Podemos y debemos promover conjuntamente el coraje cívico, aquella actitud pre-política y meta-politica, que precede al derecho y a cualquier ideología, que representó Albert Camus en La caída (1986). Cuenta que una noche Jean-Baptiste Clamence, protagonista de La caída, se hallaba en un puente sobre el río Sena y vio una figura que se asomaba sobre el barandal y parecía mirar hacia el río. Una muchacha desesperada, quizá decidida a suicidarse. El pasó de largo y escuchó el rumor de un cuerpo chocando contra el agua. Se detuvo pero sin volverse. Y en ese momento se pregunta Clamence ¿qué ideología, qué empeño civil le permitiría realizar la acción verdaderamente justa? Y él mismo se contesta «regresar a aquel único momento y en lugar de pasar de largo en nombre de un falso sentido de respeto, dirigir la palabra a aquella muchacha y decirle: no lo hagas, yo te quiero». El deseo de regresar en el tiempo hasta aquel instante preciso es la imagen más bella sobre nuestra necesidad de fraternidad como lealtad al ser humano. «Una necesidad que no se encuentra escrita en las ideologías, ni en los sistemas de pensamiento, sino en nuestra pobre, miserable, sucia, decadente, humillada, santísima carne».

El potencial profético de la compasión

El cristianismo no se conforma con la religión civil y la ética común y se resiste a ser parte de un nuevo paisaje social, sino que propone en palabras de la primera carta de Pedro ser «extranjero y peregrino» (1. Pedro 2,11), «ser en el mundo sin ser del mundo», lo que la Carta a Diogneto formulaba «en toda patria será extranjero y toda tierra extranjera será su patria».

La peligrosidad y el riesgo de la fe cristiana como potencial compasivo fue advertido por Mussolini, el fundador del fascismo italiano cuando en una confidencia íntima que le hizo a su Ministro de Asuntos Exteriores le dijo: «¡Yo soy católico y anticristiano!». Para su proyecto político necesitaba del catolicismo como parte del paisaje social, como religión civil, como un factor de cohesión social y de buenas costumbres; pero rechazaba el cristianismo como aliento profético capaz de denunciar los comportamientos antihumanos del fascismo y potencial misericordioso capaz de estimar lo que el fascismo rechazaba.

Extranjeros es ir más allá de las funciones de la religión civil que está más interesada en conservar el orden aunque sea profundamente injusto, que en trasformarlo. Ir más allá del actual sistema económico, que destruye la naturaleza y cubre la tierra de desempleos, vidas desahuciadas, hambres, desesperación y muertes. Más allá del sistema cultural que nos ha hecho adictos de un consumo «que lleva a la humanidad hasta el borde de la total y repentina destrucción». Más allá de la Unión Europa de hoy, que excluye a los inmigrantes e incumple sus compromisos con los empobrecidos de la tierra.

Más allá del sistema eclesiástico que hace que un número creciente de católicos y católicas vivamos hoy nuestra pertenencia eclesial como una experiencia de exilio a causa de la discriminación de la mujer, de la «circuncisión occidental» de la fe, de la falta de reconocimiento de los derechos más elementales en el interior de la Iglesia.

Tengo para mí que el principal potencial profético que tiene hoy el cristianismo en la cultura laica es el reconocimiento de la autoridad de los que sufren. Como decían las comunidades primitivas, «el Mesías no volverá hasta que todos estén sentados a la mesa».

Amigas y amigos, aunque estemos rodeados de resistencias eclesiásticas, de torpezas políticas y de mediocridades personales no nos dejemos invadir por la impotencia y del desasosiego. Dejémonos herir por la aventura de la vida, que crece por cualquier grieta, y por los gritos de las vidas desahuciadas, que llaman a nuestra puerta. Y si un día descubren que esta aventura no es posible pese a ser lo único importante, díganse con el poeta José Ángel Valente (FULGOR):

A partir de ahora/Viviré más alerta todavía,

Seré madrugador/Empedernido

Para evitar que nadie/Os ate en el siempre

O en el nunca…/Para que cada nuevo día

Amanezcáis/Dispuestos a hallar

Nuevos caminos/Y a inventarlos.