El difícil camino hacia la laicidad
La construcción de la ciudadanía requiere de un proyecto laico de convivencia, donde se puedan trascender las diferencias buscando el bien común. La laicidad es a la vez un proceso socio-cultural y un proyecto político. Como proceso socio-cultural intenta ampliar las libertades y las capacidades, de modo que la gente pueda vivir de acuerdo con sus preferencias, pueda escoger entre opciones disponibles y ampliar las alternativas para ser y hacer aquello que valoran en la vida. Se opone a la exclusión, la segregación o la discriminación basada en el modo de vida, en elementos étnicos, raciales, sexuales o religiosos.
Como proyecto político, el principio de laicidad alude a la gestión de la diversidad que no permite imposiciones de una religión, ideología o pensamiento; es un modo de organización ante el pluralismo de la sociedad civil, basada en la protección de las libertades y en el reconocimiento de las minorías.
Este proceso cultural y político es el resultado de algunas conquistas que hoy corren graves riesgos.
El ejercicio de la diferenciación
La laicidad nació por el arte de la diferenciación. Cuando se diferenció cómo se va al cielo, objeto de la teología, de cómo funciona el cielo, objeto de la astrología, amanecía la libertad de investigación; cuando se diferenció la verdad y la opinión amanecía la libertad de la ciencia; cuando se diferencia el poder y la autoridad amanecía la libertad de enseñanza; cuando se diferenció entre lo público y lo privado amaneció el derecho a la intimidad; cuando se diferenció la Iglesia y el Estado nació la libertad religiosa.
El arte de la diferenciación está hoy amenazada por ambas partes. La Agencia de Naciones Unidas reprochaba a la Iglesia rechazar los preservativos para evitar el sida. «Para nosotros, decía el director de ONUSIDA es esencial promover el preservativo para salvar vidas. Pero resulta sorprendente que el Vaticano tenga opinión sobre la calidad del material, de la misma manera que ONUSIDA no tiene competencias teológicas. Una cosa es decir que para reducir el riesgo se puede recurrir a la abstinencia y la fidelidad, lo que nosotros respetamos, y otras distintas es decir que el preservativo no protege. Ciertamente no se sostiene».
No son menores las resistencias que se originan por parte del mundo laico cuando son incapaces de legislar la libertad religiosa, o los Estados laicos no aceptan la objeción de conciencia que se sostiene sobre la diferencia entre la ley y la conciencia.
La era de la interpretación
Un segundo portador de la laicidad ha sido el descubrimiento que el acceso a la verdad pasa siempre por la interpretación, por la subjetividad, ya que siempre miramos a través de una cerradura. La voluntad de verdad se realiza en y a través del conflicto de interpretaciones.
Hoy tenemos un déficit de laicidad en el mundo católico cuando el Cardenal de Madrid atribuye la crisis de vocaciones a las distintas «interpretaciones del Concilio». El Cardenal pretende situarse más allá de la interpretación lo cual no es posible sin una posición excluyente y fundamentalista. O cuando se impone una única interpretación sobre la vida de Jesús, o sobre el Concilio Vaticano II ignorando que desde sus orígenes la fe nace fecundada por las distintas miradas de las comunidades primitivas, las distintas sensibilidades y contextos culturales.
No es menor el déficit en el mundo supuestamente laico, cuando se alude a una única lectura posible de la Constitución, o se presenta como descrédito la sentencia del Tribunal sobre los matrimonios porque hay diferentes interpretaciones.
El espacio público
La suerte de la laicidad se ha vinculado a la existencia del espacio público en el que conviven personas con cosmovisiones diferentes, religiones diversas y estilos plurales: creyentes y ateos, religiosos y agnósticos, cristianos y budistas. Excluye los monopolios de cualquier índole; es un disolvente de todo aquello que pretende ser único, sea el poder de la fuerza, el poder religioso, el poder militar, el poder económico, el poder técnico o el poder político.
No cabe duda que el mundo católico no acaba de situarse en el espacio público cuando pretende el monopolio de la ética y de la ley natural. Cada vez que algunos rostros eclesiásticos aparecen en la televisión y dice que hablan para los cristianos hay una agresión al espacio público como lugar de debate y argumentación.
Si la agresión al espacio público es evidente por parte de algunos sectores eclesiásticos, cuando someten el espacio público al dominio de los tertulianos para quienes no importa el valor de lo dicho sino el mero hecho de decirlas: ya no hay que argumentar sino yuxtaponer una opinión tras otra. Sucede entonces que si todas las opiniones valen lo mismo, no vale ninguna y aparece entonces el gran mercado de la intimidad en el espacio público.
El universo de la diversidad
La laicidad se acompaña del pluralismo. El código genético de la sociedad lacia es la diversidad que ha llegado para quedarse. Jamás el mundo había sido un escenario móvil en el que circulan intensamente pueblos y personas; las nuevas tecnologías, las desigualdades mundiales y la división internacional del trabajo ha provocado el encuentro entre ciudadanos de países diferentes y de culturas diferenciadas (Todorov, 2008). Hasta hace poco, la diversidad nos sorprendía a través de largos viajes; hoy el destino de cada espacio social es africanizarse, arabizarse, asianizarse, americanizarse.
El catolicismo ha estado tentado permanentemente por la homogeneidad. Se intentó en su día con la espada y la cruz, y en la actualidad se intenta volver a la uniformidad con otros procedimientos. Hace poco, el cardenal de Bolonia proponía que a Italia sólo fueran los inmigrantes que creyeran en las catedrales, mientras que los que necesitaran mezquitas fueran a otro país. El triste episodio de las condenas teológicas es el último capítulo en la vocación uniformadora. Se olvida que una Iglesia que sólo respire con un único pulmón y no reconozca un espacio para Jerusalén y Antioquia, para judíos y gentiles, nunca será el movimiento de Jesús.
También la laicidad tiene un déficit de diversidad. Sorprende que los Estados más laicos intenten crear naciones culturalmente homogéneas e identidades unitarias. Ignoran que sólo se ha conseguido a través de la represión cultural, la persecución religiosa o la limpieza étnica. Lo que ha dado origen a la construcción del espacio urbano en base a iguales: ricos con ricos, blancos con blancos, negros con negros. Una sociedad del cowboy, como denunciaba Fátima Mernissi.
Estas dificultades en la construcción de la laicidad, necesitan un esfuerzo de recreación.
Hacia un laicidad pos-burguesa
Decir laicidad no significa necesariamente decir liberación, cambio o emancipación, ni garantiza su compromiso con las luchas históricas y con la erradicación de las injusticias evitables. Más bien hay una laicidad hipotecada por la cultura burguesa. Basta leer el Manifiesto de Barcelona por la Laicidad (julio de 2002), para observar su obsesión por distanciarse de lo comunitario, por librarse de los «prejuicios comunitaristas». Y olvida que la libertad no es función de la propiedad sino de la comunión con los otros, con la tierra, con la memoria histórica, con la «memoria passionis».
Necesitamos pasar de cuestiones culturalistas, que han centrado los debates sobre la laicidad (el caso del velo islámico, o de los símbolos religiosos en lugares públicos,) a centrarlos cobre cuestiones de justicia cuando el velo expresa inferioridad de la mujer o discriminación de los alumnos. La exaltación del pluralismo y de la diversidad no puede ocultar la cuestión de la justicia.
Hacia un laicidad intercultural
Un proyecto laico de civilización capaz de garantizar la ciudadanía inclusiva, cosmopolita y multimensional ha de estar basado no sólo en el pluralismo multicultural (mercado de las convicciones), sino en la convivencia intercultural.
Hay quienes quieren sustentar su proyecto laico de convivencia sobre la simple yuxtaposición de culturas, lo que se ha identificado con el multiculturalismo (cada uno en su casa), ni tampoco sobre el hecho de que las personas dejen de considerarse turcos, rumanos, ecuatorianos, musulmanes, judíos y se conviertan en ciudadanos sin atributos, sin historia, sin tradiciones, sin identidad, sin idioma, sin religión. Cuando esto sucede, lo que se consigue es acomodar a la mayoría cultural, religiosa o política.
Una sociedad laica madura es siempre el encuentro de tradiciones, convicciones y culturas. Necesitamos la pluralidad de las miradas para salvar al planeta, para descubrir la riqueza de cantos humanos, para estimar la variedad de formas de ser humanos. Una pluralidad de miradas que no sólo coexisten sino que se influencian unas a otras unas veces a través del conflicto, otras de la negociación y otras del diálogo mediante la deliberación pública, el reconocimiento del otro, la cooperación mutua, sin victoria de unos ni destrucción de los otros. El mestizaje es la energía ineludible para la convivencia laica o no habrá humanidad. Acontece lo que decía el obispo africano Desmond Tutu que la diversidad había llegado para disfrutarse, incluso para enriquecerse mutuamente con otras historias, con otros cantos, con otras oraciones. Cuando dos dicen lo mismo uno de los dos sobra.
Desde Andalucía tenemos razones históricas, culturales y políticas suficientes para estimar un proyecto lacio de convivencia ya que diversidad ha sido parte constitutiva del ser histórico andaluz; aquí dejaron huella las tres religiones monoteístas; somos el resultado de diferentes credos, distintas civilizaciones y diversas fes. Somos un mapa multicolor en el que conviven católicos y musulmanes, religiosos y ateos, creyentes y descreídos. Los mejores tiempos han coincidido con épocas de diversidad, de pluralismo y de convivencia.