Animal social, necesitado de ética

Estamos acostumbrados a oir la calificación aristotélica del ser humano como aninal racional y como animal curioso que desea aprender y saber. Nos han repetido hasta la saciedad que «todos los humanos, por naturaleza, desean saber», como dice el estagirita al comienzo de su Filosofía primera (Metafísica, L. 1, c.1, 980 a 21). Pero no siempre se tiene en cuenta cómo entendía Aristóteles el uso del logos: ante todo, para discernir lo justo de lo injusto. Dice al comienzo de la Política que el ser humano es por naturaleza un animal político-cívico-social (Política, Lib. 1., c. 1, 1253 a 2). El logos al servicio de la socialidad haría posible, según él, la justicia en la convivencia. «La razón por la que el hombre es un animal político (cívico-social) en mayor grado que cualquier abeja o cualquier animal gregario es evidente. La naturaleza, en efecto, no hace nada sin un fin determinado. Y el hombre es el único entre los animales que posee el don del lenguaje… El logos existe para indicar lo provechoso y lo nocivo, lo justo y lo injusto. Esto es lo propio humano en relación a los otros animales, (que tienen voz, pero no logos); sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y las demás cualidades; la posesión común (koinonía) de estas cualidades hace la familia y la polis» (Política, Lib. 1, c.1, 1253 a).

Si nos trasladamos desde Grecia a China en busca de sabiduría ética oriental, podemos citar el humanitarismo de Mencio, el discípulo de Confucio que encuentra lo que nos hace humanos en la sinceridad (cheng) para con lo que nos dicta el interior de nuestro corazón o conciencia cuando nos invita a practicar la benevolencia y compasión (ren), la solidaridad que nos constituye como humanos. Dice así Mencio: «Cualquier persona está dotada de un corazón que la lleva a compartir con los demás. ¿Qué entiendo yo por esto? Suponed que la gente ve de pronto a un niño a punto de caer en un pozo. Todo el mundo se quedará espantado y se moverá a compasión. No será por el motivo de ser reconocido por los padres de esa criatura. Tampoco será para alcanzar buena reputación entre vecindad y amistades. Tampoco será por evitar la vergüenza de que nos critiquen. Con esto se muestra que sin un corazón inclinado a compartir, no se es humano. Sin un corazón dotado de moderación y sensibilidad hacia los demás no se es humano. Sin un corazón que distinga lo verdadero de lo falso, no se es humano…» (Mencius/Mengzi, II, A 6).

No hace falta que nos alarguemos recorriendo la historia del pensamiento ético y cómo se amplía, a la vez que se dificulta, la búsqueda de lo que nos hace humanos en el horizonte de la ecumene helenista mediterránea, del humanismo renacentista o de la razón moderna ilustrada, pasando por su cuestionamiento postmoderno, hasta llegar a su crisis actual en la era de la tecnociencia y la globalización. Hoy, cuando tenemos más posibilidades, tanto tecnológicas como comunicativas, para fomentar la convivencia humanizadora, la vemos más que nunca en peligro de deshumanización, amenazada por la injusticia. Somos animal de realidades y responsabilidades, dice la filosofía antropológica de Zubiri. Nos situamos ante la realidad y respondemos a ella y a las personas desde nuestra realidad personal. Y añade la filosofía ética de Ellacuría: Tenemos que hacernos cargo de la realidad y cargar con ella. Efectivamente, así es, pero añadamos, si se permite el juego de palabras: Si no cargamos con ella debidamente, corremos peligro de cargárnosla, de destruirla. Por tanto, ya no nos atrevemos a decir fácilmente que el ser humano es un animal ético, que lo que nos hace humanos es la ética. Diremos más bien que somos un animal necesitado de la ética.

La ética piensa lo que nos hace humanos, piensa la convivencia para convivir feliz, amistosa, justa y pacíficamente; piensa lo humano para que no nos deshumanicemos. Pero lo humano no está dado de antemano, por completo y de una vez para siempre. Hay que descubrirlo y crearlo, es una pregunta y tarea. ¿Cómo vamos a poner en práctica y en juego la capacidad y necesidad que tenemos de hacernos de acuerdo con lo que en el fondo somos y queremos?¿Cómo vamos a realizar lo que en el fondo queremos cuando queremos desde el fondo de lo mejor de nuestro desear, desde el fondo de lo mejor de nosotros mismos? ¿Cómo hacer, en circunstancias concretas, algo con lo que la vida ha ido haciendo de nosotros? ¿Cómo hacerlo relacionándonos mutuamente, en reciprocidad de relaciones inmediatas y relaciones mediatas? ¿Cómo hacerlo superando la inevitabilidad de los conflictos en la vida colectiva?

Tenemos la doble posibilidad de humanizarnos o deshumanizarnos, de hacer que dé de sí lo que nos hace humanos o que sea sofocado por la injusticia. Esa doble posibilidad radica precisamente en nuestra principal característica biológica: la complejidad de nuestro cerebro que nos capacita para un grado altísimo de creatividad y destructividad por comparación con otras especies. No somos «reyes de la creación en la cúspide evolutiva por encima de todas las especies animales», no somos mejores que esas otras especies, sino capaces de colocarnos mediante nuestro comportamiento, por encima o por debajo de ellas. Aquí está la base antropológica de la necesidad de la ética. Dos ejemplos: el comportamiento sexual y la globalización financiero-mercantil.

Fijémonos en el comportamiento sexual: no hacemos el amor mejor que otras especies animales, sino que podemos hacerlo mejor o peor; con gran dosis de ternura o con extremos de sadismo; podemos romper los esquemas espacio-temporales de instinto, estímulo y respuesta o del condicionamiento procreativo, para hacer el amor con unas expresiones simbólicas y una puesta en juego de la corporalidad y el psiquismo al servicio de los aspectos personales, amistosos, tiernos, placenteros o lúdicos de la relación íntima. Pero también somos capaces de desviar ese comportamiento por la línea de la «posesividad», dominación y objetivación e instrumentalización de la persona, que se destruye de ese modo a sí misma y destruye la relación y la pareja.

Fijémonos, como otro ejemplo, en la globalización financiero-mercantil. La tecnologización informática de las comunicaciones y la globalización de los intercambios mercantiles conlleva la posibilidad de solucionar el problemas de la alimentación y elevar el nivel y calidad de vida de toda la humanidad, pero también hace posible que un mínimo tanto por ciento de ella se enriquezca a costa del empeoramiento de condiciones de vida, enfermedad y muerte de infinidad de personas de la mayoría empobrecida e «injusticiada» que no tiene la renta de la minoría enriquecida por la dictadura financiera que manipula los movimientos del mercado.

Podríamos añadir una larga antología de ejemplos de violencia estructural, violaciones de derechos humanos, distorsiones injustas de las instituciones educativas, sanitarias, políticas o culturales; manipulaciónes desequilibradoras de los mercados o funcionamiento deficiente de los sistemas burocráticos, administrativos, jurídicos o de bienestar social, como recoge el profesor de antropología médica Paul Farmer en su libro Patologías del poder. El Nobel economista Amartya Sen, que escribe el prólogo a la obra de Farmer, denuncia así: «Vivimos en una era de ciencia, tecnología y afluencia económica en la que podemos, por primera vez en la historia, tratar eficazmente las enfermedades que asolan la humanidad. Sin embargo, el avance de la ciencia y la globalización no han logrado proporcionar oportunidades razonable para sobrevivir al alcance de las masas desfavorecidas de nuestro mundo de afluencia» (Paul Farmer, Pathologies of Power. Health, human rights, and the new war on the poor, University of California Press, Berkeley 2005. Prólogo de Amartya Sen a la nueva edición, p. XVII.)

Al día siguiente del terremoto de Haití pregunté, en Japón, a varias personas al azar. O no les sonaba el nombre del país o preguntaban dónde está. Pero pruebo a cambiar la pregunta y empezar mencionando el Caribe. Les suena y saben donde está. En los escaparates de las agencias de viajes destacan las ofertas de turismo con rebajas para el próximo puente de fiesta nacional que alargue a cuatro días el fin de semana. Me viene a la memoria aquella foto del turista europeo contemplando desde el hotel de la colina el desastre del tsunami en el Índico. También en la urbanización más favorecida de Petionville, contaba el reportero del Washington Post, miembros de la clase rica sobrevivían a la tragedia con despensas provistas y guardias de seguridad, a la espera de ser los primeros en recibir ayuda para «reconstruir sus negocios».

Una semana antes del terremoto había recomendado en la clase de ética para postgraduados el libro de Paul Farmer sobre las situaciones inhumanas de las víctimas, a escala mundial, de sistemas sanitarios, económicos y financieros inhumanos y deshumanizadores El prólogo a la edición de 2005 comienza con el ejemplo de la «violencia estructural» en Haití. El autor no es un ensayista. Médico, antropólogo y comprometido con la causa de los derechos humanos, ha ayudado en primera línea a la clase pobre enferma en Haití, Perú y Rusia. Son conocidas sus obras sobre el SIDA (Haití y la geografía de la vergüenza e Infecciones contagiosas y desigualdades sociales). ¿Fue casualidad o coincidencia providencial? ¿Se trataba de un «en» o «relación misteriosa», como dicen los budistas? El caso es que, dos días después de reflexionar, de la mano de este profesional, experto y comprometido, sobre la situación de muerte en vida de la mayoría de habitantes del país en Haití, nos aterrorizaba la noticia de la tragedia sísmica. Ciertamente, quienes murieron por el terremoto, ya eran antes muertos en vida. Y la mayoría que sobrevive se enfrenta a la perspectiva de una muerte en vida prolongada.

Ante la angustia de la desgracia inevitable, las páginas de opinión han dado espacio abundante a dos juicios enfrentados: quienes se precipitaban a hacer «mala teología» diciendo que hay males mayores causados por los humanos y, por otro lado, las voces de la «anti-teología» que cuestionaba la fe ante el escándalo del mal. Ambas voces tendrían que callar y dejar sitio a la pregunta ética que nos cuestiona: «¿dónde estábamos antes del desastre del prójimo y dónde vamos a estar después?».

Dirán que esto son divagaciones abstractas, pero me las sugirió el episodio concreto de una persona enajenada mentalmente. Es uno de los «sin techo», que duerme en las escalinatas del metro en el céntrico barrio de Shinjuku, en Tokyo. Si transbordamos antes de las siete, todavía ocupan los rellanos de las escaleras del metro los sin techo que buscaron allí amparo del frío durante la noche. Media hora después, los equipos de seguridad se encargan de hacerlos desaparecer. Pero nuestro hombre escabulló su vigilancia y se paseaba por la «Subway Promenade» a la hora en que abren los grandes almacenes. Vestido estrafalario, mezcla harapos con bisutería barata. A la espalda, en la mochila, un cassette con el altavoz a todo volumen: la música de Star Wars. Era en plena temporada de ventas de Año Nuevo cuando recorría este hombre las avenidas de las galerías comerciales subterráneas gritando a los transeúntes, hasta que llegaron los de seguridad y lo redujeron al silencio. ¿Y qué dirían que gritaba? Pues repetía sin cesar: «Ha de venir un terremoto, hace falta un terremoto». No es agradable escuchar esa cantinela cuando uno pasea por un subterráneo en un lugar como Tokyo, donde los temblores son tan frecuentes. «Ha de venir un terremoto», seguía diciendo nuestro hombre, y añadía, con aire sermoneador: «Estáis dormidos, estáis anestesiados, hace falta un terremoto para espabilaros». Alguien había llamado por el móvil a los de seguridad. Como seguía gritando mientras lo apresaban, lo amordazaron…. A mi lado, dos personas asustadas comentan: «Debe de estar loco. Menos mal que se lo han llevado». Una de ellas, buscando mi asentimiento, añade: «¡Pobrecito!». Pero no me atrevo a asentir y me quedo perplejo. Me dan ganas de decirle: «Quizás los locos y pobrecitos seamos nosotros. O habrá que esperar a que vengan los otros locos a decirnos las verdades». No sé si se lo llevarían a algún centro de acogida o se habrá escapado de nuevo y dormirá a la intemperie. Me venía su recuerdo una y otra vez mientras escuchaba las noticias sobre las consecuencias del terremoto de Haití. Me acordé de nuevo de él unos años más tarde ante la tragedia del tsunami y el accidente nuclear en Fukushima…

Sin ser más prolijo en esta reflexión, baste insistir en el punto central: más que un animal ético, somos un animal necesitado de ética.