El difícil camino hacia la ciudadanía
La pegunta sobre «¿quién es mi prójimo?» abre necesariamente a la construcción política de la ciudadanía. Ciudadano es el nombre político del prójimo, y los derechos de ciudadanía son el éxito histórico de la fraternidad. Este proceso fue advertido ya en el siglo V antes de Cristo en un apólogo tibetano: «He visto una sombra en medio de un bosque y he tenido miedo porque creía que era un animal feroz. Me he acercado y he visto que era un hombre. Me he acercado un poco más y he visto que era un hermano». Y si nos seguimos acercando en perspectiva histórica hoy tendríamos que decir: «Ví que ese hermano era sujeto de derechos y sujeto a deberes».
En todo naufragio, como se ve estos días en el juicio sobre el Prestige y en el Costa Concordia, se mandan señales a los astilleros a cerca de los materiales y las estructuras del barco, a la tripulación a cerca de su competencia y conocimientos adecuados para evitar un escollo, si tenía mapas apropiados y también interpela a los pasajeros que andaban despistados, tomando una cerveza en la cubierta, distraídos en sus cosas o solicitando ayuda.
Ciudadano es aquel que lucha por la justicia y es leal a su comunidad (Cortina 2002). Hablar de ciudadanía es reconocer unos bienes de justicia, que pueden ser garantizados por la vía del derecho y de la autoridad en razón de la misma humanidad. Son bienes comunes por los cuales nos reconocemos conectados unos a otros, portadores de algo común, vinculados a personas distanciadas por las religiones, por las clases, por las etnias o por las naciones. Algo que se estima porque es de todos en razón de la pertenencia a una misma humanidad.
La protección y garantía de estos bienes de justicia legitima la existencia del Estado moderno y de sus Administraciones ante sus poblaciones, que demandan protección cuando son viejos, salud cuando están enfermos, defensa cuando son agredidos, oportunidades cuando están orillados o se han equivocado. Por esta razón, la retirada de las responsabilidades públicas y el adelgazamiento del Estado social no señalan ningún futuro para la cultura de la fraternidad. Como tampoco es un buen indicador la actual reconversión del Estado social en Estado asistencial.
Quienes habéis luchado contra la desprotección de la infancia, o habéis acompañado a quienes ni siquiera tienen derecho a tener derechos, o no pueden dar por supuesto la propia vida estimamos profundamente el nacimiento de los sistemas públicos de protección reconocidos como derechos institucionales, más allá de los cuales no hay vida humana.
Nos referimos a los derechos de la primera generación que gravitan sobre el valor de la libertad; por ellos nos reconocemos como seres autónomo e independiente frente a toda coacción, capaces de pensar y actuar libremente, Por debajo de estos derechos alienta la voz de Antígona que se enfrenta al poder y entierra a su hermano muerto y culmina en el principio kantiano que indica que el ser humano nunca puede ser tratado como medio.
Se ha de garantizar, igualmente, los derechos de la segunda generación que gravitan sobre el valor de la igualdad; con razón se observó que el hombre al que se refieren los derechos de la primera generación, «es, sencillamente, el miembro de la sociedad burguesa» (Marx 1843: 36). Si los primeros oían la voz de Antígona, ahora se oye la voz de los perdedores tirados en la cuneta que relata la parábola del samaritano. El éxito mayor de la ciudadanía económica consiste en que los ciudadanos deben participar en las decisiones sobre qué se produce, qué se consume, para quién y quienes lo hacen; y el éxito mayor de la ciudadanía social fue el nacimiento de los sistemas de protección públicos que ofrece protección cuando somos viejos, salud cuando estamos enfermos, defensa cuando somos agredidos, oportunidades cuando estamos orillados.
Y en tercer lugar, se ha de garantizar los derechos de la tercera generación que gravitan sobre el valor de la solidaridad en un contexto de mundialización. De este modo, se han alumbrado el derecho a la paz, al desarrollo, al medio ambiente, al patrimonio común de la humanidad, a la asistencia humanitaria. Junto a la voz de Antígona y del samaritano se oye el grito de Abel que recorre toda la historia humana. El éxito mayor de esta tercera generación ha sido el nacimiento de la ciudadanía mundial.
Reacciones, resistencias y derivas
La ampliación de la ciudadanía se ha hecho a base de serias convulsiones históricas, «son derechos logrados no concedidos, son batallas vencidas» (Giner, 2004: 283).
Los derechos de la libertad suscitaron intensas resistencias tanto desde el mundo eclesiástico como desde mundo laico. Algunos eclesiásticos en la contienda modernista se opusieron a los derechos de la conciencia y de la libertad por considerarles perversos y destructores de la civilización. También algunos ilustrados laicos se opusieron a la extensión del voto a las mujeres y a las clases trabajadoras y dijeron de ellos que eran «la vergüenza del espíritu humano» ya que el pueblo es siempre estúpido, inepto, menor de edad. «¡la mayoría no tiene razón!» (Flaubert, Nietzsche, Ibsen… y una larga lista).
En la actualidad estamos en plena reacción contra los derechos sociales con el desmantelamiento de los sistemas públicos de protección. En esta batalla coinciden los defensores de una anticuada teología de la caridad que creen que con el amor basta y se alegran de que se revitalice la beneficencia; y también los defensores liberales de un capitalismo compasivo que creen que la asistencia benevolente debe sustituir a los derechos sociales.
Los derechos de la solidaridad se ven sometidos a autenticas campañas de desprestigio contra la cooperación entre los pueblos en base al sentimiento nacional que crea territorios comanches y nuevas murallas, y en razón de una crisis global que afecta a todos e impide mirar a lo que se considera lejano. Pero sobre todo por el miedo que produce la difícil convivencia en un mismo espacio social de personas que se identifican con culturas diversas.
Hoy necesitamos afrontar nuevos desafíos para mantener y garantizar las conquistas de la libertad, de la igualdad y de la solidaridad. Necesitamos adjetivar la ciudadanía ante los riesgos que hoy la amenaza.
Hacia una ciudadanía inclusiva
Tenemos hoy un compromiso con la ciudadanía inclusiva; no podemos olvidar que desde sus orígenes, la ciudadanía nació circunscrita a ciertos grupos y a determinadas prerrogativas. Llevaba en su interior un germen de exclusión. Los romanos excluían a las mujeres, a los esclavos y a los extranjeros. Los helenos excluían a los bárbaros e incluso a ciertas comunidades cristianas les costaba reconocer la dignidad del infiel, a pesar de los esfuerzos de Pablo de Tarso por hacer accesible la buena nueva a los gentiles.
Hoy excluimos a los que no son del territorio, salvo que puedan comprar una casa de 160.000 euros. Regresa el fantasma de la territorialización que en su día creó fronteras y murallas para lograr la seguridad y la identidad. Hoy la ciudadanía ha de trascender particularismos locales, étnicos, religiosos o culturales (Bosniak, 2001; Zincone, 2003). Hoy en día, la nacionalidad tiene que ceder a la residencia como vinculo de inclusión política, lo que se concreta en el concepto de ciudadanía inclusiva (Rubio-Marín, 2002).
Hacia una ciudadanía cosmopolita
En nuestros días, se han creado las condiciones para el nacimiento de una ciudadanía mundial que ha impregnado los sueños religiosos y los sueños laicos. Se trata de construir una sociedad mundial no sólo a través de los intereses, que mueven a los capitales financieros a buscar beneficios económicos en todos los lugares del planeta; ni siquiera sólo de la globalización de los problemas que nos une a la humanidad en el mantenimiento y preservación de la vida sobre el planeta, sino sobre todo a través de la globalización de las causas humanas, que favorecen la creación de otro mundo mejor y posible como horizonte moral de la humanidad.
Los portadores de esta tercera mundialización son los movimientos sociales, los movimientos de mujeres que se sacuden el yugo del patriarcalismo; los movimientos religiosos, que propugnan un diálogo de religiones más allá de sus respectivas ortodoxias; los movimientos a favor de la tierra, que proclaman el destino universal del planeta, los movimientos de resistencia antiglobalización, La economía social que rompe a pequeña escala las leyes del capitalismo salvaje y depredador. Las organizaciones de voluntariado que canalizan la acción de ciudadanos a través de las prácticas del don y de las relaciones de ayuda. El movimiento de indignados que hoy despiertan a tantas conciencias en nuestras calles.
Hacia un ciudadanía multidimensional
Juntos tendremos que acometer la última resistencia a la que se dedica con todo empeño la ideología neoliberal, interesada por garantizar los derechos de la libertad de los individuos, sin importarles otras dimensiones de la vida. Es un grave error construir la ciudadanía liberal sin preocuparse de las desigualdades sociales que pueden generarse por el ejercicio de esa libertad individual. Se renuncia a la cultura de los derechos a favor de un capitalismo compasivo que es capaz de levantar por dos años la hipoteca de la vivienda, u ofrecer una dádiva en el Banco de Alimentos pero negar la universalización de la renta básica de ciudadanía.
El camino hacia la ciudadanía inclusiva, cosmopolita y multidimensional está empedrado de dificultades, en particular por la ideología de las condicionalidades y por la generalización de la crisis.
Se abre paso sin las necesarias resistencias la condicionalidad del mérito (los bienes de justicia y los derechos) son para los que se lo merecen por haber cotizado, o por tener buenos comportamientos.
En otros casos se condicionan a la factibilidad presupuestaria (son derechos a garantizar si hay presupuesto). Pierden en consecuencia su carácter de derechos exigibles.
El último capitulo de la destrucción de la ciudadanía se produce a causa de la ideología de la generalización. Cuando se crea la sensación de que una crisis afecta a todos, miramos exclusivamente hacia nosotros mismos. La situación actual ha generalizado la sensación de pérdida; todos han perdido por igual: perdieron los bancos, las multinacionales, las empresas, los altos ejecutivos, los trabajadores e incluso los mendigos. Si todos somos perdedores, nadie tiene responsabilidades para con los otros, porque cada uno necesita sus energías para mantenerse a sí mismos y auto-conservarse. Desaparece la distancia entre responsables y victimas, entre salvados y hundidos.