UN RUMANO EN LA LUNA

CLÁSICO 

HENRIC STAHL

Henric Stahl, como queda dicho en el estudio de Ion Hobana que acompaña a estos relatos, es el precursor indiscutible de la ciencia ficción en Rumania. Su novela «Un rumano en la Luna», publicada en 1914, está concebida al estilo de Julio Verne, y es de hecho el diario de las aventuras cósmicas de un astronauta rumano que marcha a explorar la Luna. El fragmento que les ofrecemos aquí, uno de los más interesantes del libro, nos relata el primer encuentro cósmico del héroe con un ser de otro planeta.

No sé lo que ocurrió. Como en un sueño vi a una sombra aproximarse lentamente, con pasos pequeños, a mi quebrantado cuerpo, a mi torturado ser, y, como una pluma, levantarme entre sus brazos y hundirse conmigo en las tinieblas de la noche.

Cuando, después de un largo desvanecimiento, abrí los ojos, aún completamente aturdido, era de día, y un gran espacio se abría a mi alrededor. Ante mis ojos una columna de agua brotaba como una tromba hasta una altura de más de cien metros, expandiendo densos vapores. Y mientras, alucinado, contemplaba la columna de agua hirviente, la vi disminuir poco a poco, reducirse y desaparecer como en un sueño…

Me froté los ojos, pasé la mano sobre mi frente. Mi frente estaba mojada; mi mentón también. Ya no sentía sed.

Apoyándome con los codos y las manos en el suelo, me alcé a duras penas y me senté. Lentamente, las brumas de mi cerebro se disiparon; reconocí el paisaje lunar, recordé todo y, lleno de temor, miré en torno. A mi lado, un ser lunar gigantesco, una mano posada tras la nuca para sostener una cabeza enorme, disforme, me contemplaba con sus dos pequeños ojos chispeantes como dos diamantes negros. Intenté levantarme, quise huir, pero el ser lunar tendió una mano hacia mí, me la puso ligeramente sobre el hombro y, apretando suavemente, me hizo sentarme… Su boca minúscula, casi desprovista de labios, con la mandíbula inferior completamente atrofiada, dejó escapar algunos sonidos extraños y sus pequeños ojos, como dos carbones ardientes horadando una inmensa frente abombada que coronaba un rostro corto, triangular, absolutamente lampiño, me miraron con tanta bondad e inteligencia superior, que todo mi miedo se desvaneció.

Observé al selenita con una infinita curiosidad; de más de tres metros de alto, tenía una cabeza triangular, como una inmensa pera puesta al revés; su pecho estaba desarrollado de manera anormal, y terminaba en punta en el vientre hundido, como el de una avispa, después del cual su cuerpo se ensanchaba de nuevo hacia las caderas y terminaba en dos piernas altas, esbeltas, de elegantes músculos. Su silueta, en conjunto, hubiera podido ser definida por tres triángulos superpuestos, de desigual tamaño, vueltos con la punta hacia abajo, fijados cada uno exactamente en medio de la base del triángulo inferior. Aquel cuerpo extraño llevaba una ropa de un color extraño, aún desconocido en la Tierra, ajustada como una malla de acróbata, que le dejaba entera libertad de movimientos.

El selenita se arrodilló cerca de mí y me hizo beber, en un recipiente llano y muy afilado en los bordes, un agua efervescente con sabor a azufre. Después me tendió con sus dedos largos y delgados una especie de carbón negro, no más grande que un grano de café. Como yo vacilara en tomarlo y le dirigiera miradas recelosas, el ser lunar se metió en la boca el minúsculo pedazo de carbón y se lo tragó. Por espíritu de imitación, tomé el medicamento y, en el mismo momento, tuve la impresión de recobrar mis fuerzas. Miré entonces al selenita con reconocimiento y le dije: «Gracias, es usted bueno». El selenita, que me había observado con un profundo disgusto cuando me vio beber el agua con avidez y abrir mi boca —evidentemente monstruosa con relación a la suya, a causa de los carnosos labios y de los dientes largos y puntiagudos— me miró con una sorpresa sin límites cuando oyó los sonidos proferidos por aquella boca horrible, barbuda. No sé por qué, estúpidamente, como si él pudiera comprenderme más fácilmente de esta manera, en lugar de darle las gracias por gestos, me puse a fabricar un chapurreo imposible, hecho de palabras tomadas de todas las lenguas que yo conocía. Me di inmediatamente cuenta de lo estúpido que estaba siendo y me eché a reír.

En seguida sentí de nuevo sed, y tomé el recipiente al tiempo que decía: «¡agua! ¡buena!». El selenita repitió después de mí: «¡aa! ¡ben!». Y, no sé exactamente por qué, aquellas dos palabras chapurreadas por aquel ser extraño, por aquel habitante de otro mundo, hicieron pasar por mi corazón un estremecimiento semejante al que nos sacude cuando uno oye, en un país extranjero, un canto de su patria. Con una voz emocionada dije de nuevo: «¡agua! ¡buena!», y el selenita repitió más distintamente: «¡aa! ¡ben!»…

¡Si es así espera, muchacho, que voy a enseñarte el rumano!… y me eché a reír a carcajadas; pero, bruscamente, recordé la risa de Coco, la muerte de mi pobre camarada y, pese a mí mismo, estallé en sollozos.

La sorpresa visible, sin límites, del ser lunar ante mi risa y mis lágrimas de hombre —desconocidos probablemente en el estadio de civilización selenita— me incitó a sobreponerme a la pena causada por la muerte de mi pobre amigo y a pensar en mi suerte en la Luna, al término de mi viaje.

Me levanté. Aparte de una sensación de opresión dolorosa en la respiración, y una ligera turbación, como un velo, en mi cerebro, me sentía, físicamente, casi normal. Para comenzar miré en torno mío para ver si el selenita estaba solo, si no se distinguía, en los alrededores, alguna ciudad o casa.

Ningún rastro de vida, en ninguna parte. No sabía qué creer, y no llegaba a explicarme por qué razón el selenita me había llevado a un lugar desierto en lugar de llevarme entre sus semejantes… Después mi pensamiento se dirigió hacia el aerobarrena e, inquieto, me esforcé en reconocer el lugar de mi aterrizaje: los dos volcanes gemelos, el cráter en el cual había caído y del que me había recogido el selenita; pero, en sus detalles, el aspecto del paisaje lunar era totalmente distinto.

La inquietud que mostré parecía reflejarse igualmente en el rostro del ser lunar: se hubiera dicho que él estaba también sorprendido de la total calma que nada turbaba a nuestro alrededor; yo hubiera preferido la brusca irrupción de una multitud ruidosa que me hubiera cogido, que me hubiera llevado con grandes clamores al fondo de un cráter, o a cualquier otro lugar donde los selenitas ocultaran sus moradas.

Aburrido de nuestra inactividad, intenté hacerle comprender por gestos quién era yo y, nuevamente, para subrayar la significación de mis gestos, los acompañé sin querer de palabras breves, que yo elegía instintivamente entre las más sonoras, convencido de que él me comprendería mejor si usaba la sencilla fonética y la sintaxis de mi suave lengua. Lleno de convicción, le dije claramente, gritando como si él fuera sordo, lo cual ocurre en la Luna a causa de la rarefacción del aire: «¡Yo no Luna; tú Luna! ¡Yo arriba Tierra; Tierra grande, redonda! ¡Yo puf, hacia abajo Luna! ¡Yo venido aquí, hacia abajo Luna; Mira, hacia abajo Luna, así! ¡Hop!». Pero, cosa extraña, el selenita me respondió con la misma mímica, menos agitado, como si quisiera decirme que era él y no yo quien había venido de alguna parte, de allá arriba, hasta la Luna. Con su admirable memoria, repetía algunas de mis palabras, pero pronunciando «e» para todas las vocales —se veía que «e» era la única vocal del vocabulario lunar— y con gestos comedidos esbozaba la forma de un globo muy grande y situado muy alto, al mismo tiempo que una caída en picado hacia aquí, hacia abajo, hacia la Luna…

Yo no comprendía absolutamente nada… Tenía bastante con permanecer en mi sitio. El ser lunar no tenía intención de llevarme a otra parte; se había sentado y sacó, de una especie de alforja hecha del mismo tejido elástico que su ropa, dos carbones semejantes al que me había hecho tomar después de mi desvanecimiento: tragó uno y me dio el otro. Tomé el singular bombón, más bien por educación que por otra cosa, y después, puesto que no llegábamos a entendernos y que, por lo que podía apreciarse, el selenita no parecía en absoluto dispuesto a hacerme los honores de su planeta, me atreví hasta a tirarle de la manga y le hice signos de conducirme con sus semejantes.

Primero me miró con sorpresa. Después se levantó, echó su saco a la espalda, y partió con aire decidido; daba grandes pasos, de casi cinco metros de largo cada uno, elásticos, seguros; a su lado yo daba saltos torpes, enormes, mal calculados, sin llegar a ajustar mis pasos a los de mi compañero. Tropezaba y me agarraba a él, como si yo estuviera ebrio y él fuera un farol…

Él se había detenido y me observaba con sorpresa, inclinando su masiva cabeza. Después se llevó su mano derecha a la nuca —su gesto favorito probablemente— y frotó su cráneo calvo mientras me miraba con sus ojos de ratón. Le dije riendo, como si él pudiera comprender mis palabras: «¿Qué quieres, muchacho?, es preciso que nos comprendas; ¡nosotros los terrestres somos así, amables!», y de nuevo tiré de su manga para ir más lejos. Él continuó midiéndome con la mirada de la cabeza a los pies; después, con aire grave, puso su larga mano sobre mi hombro —tal vez fuera detective— y se puso a hablarme rápidamente, en su lengua sibilante, mezclando al mismo tiempo palabras rumanas con grandes gestos mesurados y expresivos. Como si no hubiera comprendido ni una palabra de lo que me había esforzado en decirle, me di cuenta de que me preguntaba de dónde venía yo, quién era. Repetí mi letanía: «Yo Tierra. Tierra grande, redonda, etc.», y es cierto que esta vez el selenita comenzaba a comprenderme, ya que me miró con una sorpresa y un interés particulares.

Persuadido de que esta vez estaba decidido a conducirme con los suyos, donde sería recibido, de una buena vez, con todos los honores debidos a un prodigio, y vería al fin las casas de los selenitas, sus costumbres, sus ciudades, su manera de hibernar, le tomé de la mano para ponernos en camino. Pero el selenita me hizo un signo negativo con la mano designándose a sí mismo y, utilizando las pocas palabras rumanas cogidas al vuelo, dijo distintamente: «¡no, no Lun!».

¿Entonces qué? ¿Él no era tampoco un ser lunar? ¿Él también había caído «puf, hacia abajo Luna»?… Ya no sabía qué creer.

El selenita permaneció pensativo unos instantes; después, como si hubiera tomado una decisión, observó largamente el cielo lunar, las estrellas de primera y de segunda magnitud que, al lado del sol, brillaban sobre el cielo de plomo de la Luna, como se ve a veces desde la Tierra la estrella de Berger a pleno día. Después, me mostró con la mano, en la lejanía, un volcán más alto que los demás, en el lindero de la región de sombra de la Luna; me tomó gentilmente de la mano, como a un hermano menor, y nos dirigimos hacia el lugar designado.

Poco a poco, y sostenido así por la mano de mi gigantesco amigo, como un niño, mi paso se volvió más seguro, aprecié más exactamente las distancias y, al cabo de un momento, caminábamos los dos a un paso casi militar, con zancadas de cinco metros, lo cual es normal en la Luna, mientras ante nosotros corrían, apresuradas e inmensas, las sombras de nuestros cuerpos.

Alcanzamos rápidamente el pie de la montaña y nos pusimos a ascender su ladera de basalto hexagonal. A medida que el horizonte comenzaba a ensancharse en torno nuestro, la línea de sombra que marcaba la región de la noche lunar se hacía más larga, y las innumerables estrellas se encendían como faros sobre el mar de profunda oscuridad y frío que se extendía hasta el límite del horizonte.

Ascendimos aún cerca de cincuenta metros y entonces, de golpe, con una emoción inefable, vi surgir, lentamente, como un inmenso globo de fuego, la Tierra… Me detuve y, como en éxtasis, grité: «¡Tierra! ¡La Tierra! ¡Mi país bien amado…!».

Mi compañero comprendió la emoción que sentía y se detuvo, lleno de solicitud. Después, me hizo signos de subir aún un poco más y entonces, a su vez, con una mano temblorosa, me designó, sobre una misma línea que la Tierra, una estrella enorme, roja, desprovista de parpadeo, que acababa justamente de surgir del horizonte… ¡Marte! Fue mi primer grito; y, de acuerdo con los gestos de mi compañero, comprendí que Marte era su patria, Marte, «Qrido», como decía con ternura; y que, en el desierto del globo lunar, no había más que dos seres dotados de razón: él, el marciano, y yo.

A partir de aquel momento me sentí ligado a aquel hermano de otro planeta, embarrancado como yo sobre nuestro desierto satélite, y hubiera querido hacerle comprender al marciano que, si bien físicamente éramos diferentes, mi corazón se aproximaba quizá en alguna manera a él, ya que no había olvidado que él me había salvado la vida, y que estaba dispuesto a ayudarlo, a sacrificarme por él. Y, para hacerle comprender mejor esto, le cogí las manos y las apreté fuertemente, mirándole a los ojos. Él comprendió seguramente mi pensamiento, ya que me abrazó, mientras me mostraba, con un aire grave, la Tierra y Marte.

Título original:

UN ROMAN IN LUNA

© 1967, Revue Roumaine.

Traducción de P. Domingo