FLORES EN SUS OJOS
KURT LUIF
A sus 26 años, Kurt Luif, agente literario residente en Viena y uno de los hombres más activos del núcleo centroeuropeo de ciencia ficción, ha conseguido editar una serie de antologías de ciencia ficción que ya desearíamos poder ver publicadas en lengua hispana. Éste es el segundo relato de este autor que publicamos aquí; y, como el anterior, más aún que el anterior, puede encuadrarse perfectamente en los cánones del más puro fantasy…
ilustrado por CARLOS GIMÉNEZ
Mi hijo Ricky nació meses después de nuestra llegada a Altair IV. Se parecía a cualquier otro recién nacido. Su piel era rojiza y llena de arrugas.
Tenía dos piernas, dos brazos, en cada mano se contaban cinco dedos y también en cada pie. Su cabeza estaba cubierta por un espeso y oscuro cabello. La boca, la nariz, las orejas, eran normales; y sin embargo…
¡No tenía ojos!
Ruth había dado a luz sin ayuda médica. Yo había permanecido a su lado, aferrando sus manos agarrotadas, mirando en el profundo brillo de sus ojos en su rostro distorsionado, secando el sudor de su frente y sufriendo con ella.
Cuando se enteró de que nuestro hijo no tenía ojos, pareció efectuarse en ella un cambio. Sus labios se apretaron, su rostro se hizo frío e inerte. Se colocó al lado de la cuna de Ricky, mirándole, y pasó su mano lentamente por sobre su rostro, por encima de sus cubiertos ojos. Apartó la mano y me miró.
Sus ojos no me vieron… habían muerto.
Trató a Ricky como a un objeto inanimado, tal como se cuida a un auto, se lavan los platos sucios o se quita el polvo del mobiliario. Lo alimentó, lo vistió, lo llevó en sus brazos. Impersonalmente, sin verdadero interés, sin que nada indicase la existencia de ese amor que una madre siente normalmente por su hijo.
Un año antes de que fuésemos a Altair IV habíamos trabado conocimiento. Ella era una muchacha británica que había estado trabajando en una gran industria química en una ciudad costera. Yo trabajaba en una gran granja.
Nos casamos casi inmediatamente después de conocernos. Yo no sabía nada de ella, y ella aún menos de mí.
En aquellos días me sentía solo y odiaba la vida en la Tierra. Desde niño me resultaba desagradable cualquier lugar en el que se conglomerasen grandes multitudes. Y la tierra estaba superpoblada. Me gusta la soledad, la tranquilidad, los atardeceres de Altair IV.
No se puede llamar amor a lo que nos unió a Ruth y a mí. Ni siquiera tuvo parte en ello la atracción sexual. Ella no era demasiado atractiva: una mujer corpulenta, huesuda, con un rostro singular y descoloridos cabellos.
Así que el matrimonio había sido consecuencia de una soledad mutua, simplemente como un medio para lograr escapar finalmente de la vorágine de cada día y las multitudes de la Tierra.
Tras nuestra boda fuimos a una oficina de viajes y luego a Altair IV.
Me acostumbré al clima, extraño y frío, de Altair IV, y el planeta no opuso ninguna objeción a mi presencia. Igualmente me resigné a la anormalidad de mi hijo. Pero mi mujer no pudo acostumbrarse ni al planeta ni a su niño.
Ricky era diferente. No podía ser comparado con ningún otro niño. Dormía constantemente, excepto en los cortos intervalos necesarios para su alimentación. Al principio creí que también era sordomudo, pero esta sospecha no estaba justificada.
En su tercer mes comenzó a emitir sonidos, sonidos que sonaban tan extraños y peculiares que me asustaron. Los orificios oculares, que algún hado benigno había provisto de párpados, permanecían vacíos.
Frecuentemente, mi mujer me hacía pensar que su mente estaba extraviándose. Hablaba poco, hacía su trabajo de una manera mecánica, canturreaba suavemente para sí misma, me observaba con ojos muy abiertos… incrédula y pensativamente.
Pasábamos la mayor parte de nuestro tiempo sin hacer nada. Ella, echada en una tumbona, con sus manos cruzadas en el regazo y una expresión vidriosa en sus ojos. A menudo pasaba toda la tarde fuera de la casa, dejando que la suave brisa le acariciase el vacío rostro y respirando el intoxicante aroma de esas plantas que semejaban lirios silvestres.
A menudo contemplaba a Ruth, cuando se levantaba lentamente como obedeciendo a una extraña compulsión, y con pasos de marioneta se dirigía hacia los multicolores lirios, se agachaba hacia ellos e inhalaba su aroma. Las plantas parecían erguirse hacia ella, agitarse a su alrededor y susurrarle secretos.
Amaba a esas extrañas plantas. Esas flores eran sus únicas amistades. Estaba plantando constantemente más de esas extrañas cosas en el jardín. Se arrodillaba a su lado, a veces hasta se recostaba a su lado. Sus delgadas manos se deslizaban a lo largo de los tallos que acariciaban. Bajo sus suaves manos las flores cambiaban de color. Tenía la impresión de que las plantas estaban hechizando a mi mujer.
Cada día sentía a Ruth más lejos de mí. Cuando estaba cerca de las flores su faz era sonrosada, su expresión relajada y sus ojos brillaban. Cuando estaba lejos daba la impresión de un cadáver. Su rostro se tornaba pálido, aparecían ojeras bajo sus ojos, se le hundían las mejillas y le surgían arrugas.
Llegó un día en que ya no nos prestó ninguna atención ni a Ricky ni a mí. No comía nada, ya no trabajaba. Cuando se ponía el sol ya no quería entrar en la casa. Me vi obligado a encerrarla por la fuerza en su dormitorio. Golpeó sus puños contra la madera de la puerta y sus sollozos podían oírse en toda la casa. Sin descanso, se paseó arriba y abajo de su habitación durante horas.
Las flores parecían quejarse cuando Ruth las abandonaba. Al principio, supuse que era el viento el que producía esos sonidos, pero los lamentos de los lirios llegaban a mis oídos aún en las noches en que el aire estaba en calma. No sabía qué hacer. El pueblo más próximo, Derkalto, se encontraba casi a 150 kilómetros de nuestro hogar. Traté de meter a Ruth en el jeep, pero fue inútil. Se agarraba como una loca, se soltaba, y hacía todo lo posible por escapar.
Una mañana, al alba, me levanté y fui al almacén. Tomé una hoz. Había encerrado de nuevo a mi mujer en su habitación, pese a sus gritos.
Me dirigí a los lirios.
Estaban húmedos con el rocío, muy bellos, con alegres colores. Se agitaban suavemente en la brisa matutina, y sus capullos se empezaban a abrir.
Los corté todos.
Trabajé febrilmente. Manejaba la hoz sin descanso. Las flores se quejaban y trataban de evadirse a mis destructivos cortes. Un jugo espeso manaba cual sangre verde de los tallos destrozados. El jugo verde empapó el suelo. Respirando pesadamente, me detuve y contemplé la escena de destrucción.
No quedaba ningún lirio en pie.
Eché a un lado la hoz, medio enfermo. Mis calcetines estaban empapados del maloliente jugo.
El sol estaba coloreando las nubes, de extrañas formas, cuando entré en la casa. Golpeé la puerta del dormitorio de Ruth, pero no contestó.
Derribé la puerta.
Estaba derrumbada en el lecho o, más exactamente, lo que había sido su cuerpo estaba tirado allí. La visión era horrible. Su cuerpo estaba despedazado en pequeños trozos, como si un loco se hubiera ensañado en ella con una hoz afilada. Las sábanas estaban cubiertas de sangre que ya no era roja sino verde, como la savia de las flores que yacían esparcidas por el blando suelo del jardín.
Horas más tarde, tras recuperarme un poco, cavé una tumba para ella detrás de la casa.
Quemé todas las plantas, y cada día escudriñaba alrededor de la casa para ver que ninguna de las diabólicas flores creciese por allí.
Con la muerte de mi mujer y la desaparición de las plantas, pareció que las cosas iban mejor para mi hijo. Los extraños ruidos desaparecieron y fueron reemplazados por alegres gorgoteos infantiles.
Yo era feliz.
Nuestra casa estaba lejos de cualquier signo de la civilización. Tan sólo muy raramente venía alguien por allí; estaba solo con mi hijo.
La tragedia de su madre se fue haciendo, poco a poco, menos vívida para mí. Casi ya no pensaba en ello. El asunto nunca sería investigado, pero si alguna vez alguien curioseaba diría que había muerto a consecuencia de un accidente.
Le enseñé a Ricky a hablar; era maravilloso verle tratando de pronunciar sus primeras palabras, y ver la alegre sonrisa que se formaba en su rostro cuando dijo por primera vez padre.
Ricky tenía cuatro años, su cuerpo estaba bien desarrollado para esa edad. Podía correr y hablar sin descanso.
Un día lo llevé al jardín. Era una mañana clara y fría.
—¿Qué es lo que está sonando aquí, padre? —me preguntó.
—El viento, hijo.
—Suena tan bonito.
El viento producía muchos sonidos: el suave roce de las hojas en los árboles más cercanos, el silbido de las hierbas cuando se frotaban unas con otras, el murmullo del arroyo lejano. Sonaba como si fuera música.
Ricky se quedó allí, con las piernas abiertas, la cabeza inclinada, el rostro absorto, escuchando.
No obstante, el viento no sólo nos traía sonidos, sino también el aroma de la tierra húmeda, de los animales y de las flores.
—¡Padre, quiero ver!
No le contesté.
—Dime lo que estás viendo, padre.
—Veo árboles que tienen cien veces tu tamaño. Veo las hierbas altas agitándose suavemente en la brisa. Veo el sol, Altair, que es el causante de que todo crezca.
Le había descrito un centenar de veces cómo se veía un árbol, la hierba, el maíz, los animales y las plantas. Pero, normalmente, no podía encontrar palabras adecuadas para ello. Tan sólo podía decirle cómo los veía yo. Pero ¿cómo puede un niño ciego concebir el verde, el rojo o el amarillo?
Sus manos eran sus ojos. Vivía en un mundo diferente del mío.
Estuvimos fuera de la casa durante largo tiempo. Lo conduje a través de la hierba alta. Sus dedos alzaron los tallos delicada y cuidadosamente. Estaba serio cuando volvimos a la casa.
A menudo nos sentábamos fuera del edificio. El sol poniente daba una capa de rojo a su rostro. Se sentaba a mi lado y dirigía su cara hacia el sol. Permanecíamos en silencio, escuchando los sonidos que creaba el viento.
Entonces llegó un día en que las vacías cavidades oculares se llenaron y los párpados se tensaron. No se lo dije a él, pero esperaba que tal vez ocurriese un milagro y fuese capaz de ver.
Frecuentemente, Ricky se frotaba los párpados con las manos y se maravillaba de los globos que se estaban formando.
—Ricky, trata de levantar tus párpados, trátalo.
—Lo he procurado y vuelto a procurar, pero no puedo. No puedo alzarlos. No se quieren mover.
—Entonces trata de nuevo. Sigue tratando.

Hizo un esfuerzo. Su rostro se contrajo. Sus párpados se agitaron. Su cara estaba cubierta de sudor.
—No puedo —sollozó.
Ricky apretó su cabeza contra mi pecho. Su cuerpo se agitaba convulsivamente.
—No hay remedio, padre. Seré siempre ciego.
Acaricié su pequeño cuerpo. Se apretó aún más contra mí. Aclaré mi garganta. Estaba llorando suavemente y sus lágrimas me mojaban la camisa. Volvió su cabeza a un lado y traté de levantarle un párpado. Lo conseguí, y un ojo inerte se quedó mirándome.
Un ojo tal cual nunca había visto.
Un ojo que brillaba multicolor.
Un ojo que consistía tan solo en una pupila.
Un ojo que tenía el color de un lirio.
Aterrado, dejé que el párpado se cerrase nuevamente.
Llevé a Ricky de vuelta a la casa. Aquella tarde tan solo le contesté con monosílabos.
Estaba preocupado.
¿Se iba a levantar el pasado de su tumba? ¿Iban a amenazarme de nuevo los lirios? Se habían llevado a mi mujer y, ahora, ¿también a mi hijo?
Estaba sentado en mi habitación. Oí abrirse la puerta de enfrente y salí a la ventana. Ricky se iba al jardín.
Actuaba como inseguro de sí mismo. Daba un paso tras otro, como dudando. Luego se detuvo. Las ventanas de su nariz se agitaron. Sus labios se abrieron. Caminaba lentamente. Fue a lo largo del sendero pavimentado con piedras planas, abrió la puerta del jardín y se introdujo entre la maleza. El viento le trajo un olor que me era demasiado familiar. Ricky caminaba zigzagueando.
Me desperté de mi parálisis, salté por la ventana y corrí tras de mi hijo.
—¡Ricky, detente! —le grité. No me escuchó. Sus pasos se apresuraron, se afianzaron. Caminaba con rumbo fijo.
Entonces los vi.
Había alcanzado a Ricky y estaba tirando de él.
—Déjame ir, padre. Déjame ir. Tengo que llegar hasta ellos. El perfume. Tengo que llegar hasta ellos.
Luchó contra mí. Se debatió. Yo estaba asustado y sabía que mi preocupación no había estado desprovista de fundamento.
Entre un matorral, había cinco lirios.
—Tengo que ir, padre. Déjame, por favor. ¿No lo ves, padre? Tengo que ir.
Lo veía demasiado bien. Pensé en mi mujer y en la esclavitud en que había quedado sometida a esas malditas flores. Y no iba a perder también a mi hijo.
El viento cambió de dirección y se llevó su aroma.
Ricky se quedó repentinamente quieto.
—¿Dónde estáis? —preguntó. Pero el viento no podía responderle.
Vi el desencanto reflejarse en su rostro.
Mis manos todavía temblaban cuando entramos en la sala de estar.
Mientras Ricky estaba dormido, salí y busqué los lirios. Se me habían llevado a mi mujer, pero no iban a hacer lo mismo con mi hijo.
Mi mujer murió cuando los corté, pero mi hijo se volvió normal. ¿Tenían quizás las plantas menos poder sobre mi hijo?
Me incliné y comencé a arrancar las flores por su raíz. Pensaba enterrarlas en algún lugar apartado. Entonces oí gritar a mi hijo. Abandoné las plantas, alocadamente, y corrí hacia él. Estaba sentado en su cama, con el rostro vuelto hacia mí. Lo examiné. Su respiración era dificultosa. Parpadeaba. Luego, poco a poco, sus párpados se cerraron. No podía moverme. Finalmente, ambos ojos resplandecieron.
Los ojos estaban vivos.
Eran multicolores, y las tonalidades se entremezclaban. Era una sinfonía de colores horriblemente bella.
Los ojos tomaron posesión de él. Se hicieron grandes, más grandes. La iridiscencia de colores comenzó a girar locamente. Las tonalidades se confundían, se mezclaban y se separaban de nuevo. Noté cómo mi cuerpo se quedaba rígido, mientras los ojos tomaban el control de mi yo físico.
Los colores se movieron aún más deprisa, aún más vivos, aún más locamente. Grité. Mi cabeza estaba a punto de estallar. Los colores estaban devorando mi cerebro. Todo se oscurecía a mi alrededor. Caí indefenso al suelo.
Cuando desperté estaba sentado fuera de la casa. Volví mi cabeza. Me notaba débil, como si me hubieran dado una paliza.
—Ven. —Escuché una suave voz en mi mente. Una silenciosa, tierna, atractiva voz que llevaba a mi cuerpo una sensación que nunca hasta entonces había sentido.
—Ven —sentí de nuevo.
Me levanté y di la vuelta a la casa.
—Ven —me atrajo de nuevo.
Mi hijo estaba echado donde había enterrado a su madre.
—Ven —insistió.
Los cinco lirios se giraron hacia mí.
—Ven.
Eran bellos. Eran magníficos. Eran espléndidos. Eran todo lo que deseaba. Eran la realización de todos mi anhelos.
Mi hijo estaba acariciando una de esas espléndidas creaciones. Palpaba el tierno tallo y el blando cáliz.
—Ven, acarícialos. ¡Ven!
Me agaché ante ellos, extendí mi mano dubitativamente. Las flores eran demasiado bellas, eran demasiado inestables para ser tocadas por mis torpes manos. Temía hacerles daño.
Mis dedos se deslizaron a lo largo del tallo y llegaron a los pétalos. Suaves como la seda. Un temblor recorrió mi cuerpo. Cuando el sol se ocultó, los maravillosos capullos se cerraron.
—¡Vete! —susurraron.
—Vuelve, cuando salga el sol —me dijeron quedamente.
—¡Vete! —repitieron.
Me levanté y entré en mi casa con mi hijo. Caí inmediatamente dormido.
Cuando salió el sol adquirí control sobre mi cuerpo. Me defendí contra la atracción de las flores. Combatí en una batalla perdida. La atracción estaba allí. Más fuerte que nada que hubiera sentido en mi vida. Ahora, al fin, comprendí a mi mujer, comprendí sus acciones, ahora que estaba pasando por las mismas cosas. La atracción se fue haciendo más fuerte con cada segundo que pasaba, se hizo más fuerte aún y alcanzó a mi yo más íntimo. Mi capacidad de oposición se deshizo como hierba muerta. Necesitaba la belleza, la perfección, la dulzura de las flores, tal como un adicto suspira por sus narcóticos. La atracción estaba allí, ahogando todas mis inhibiciones, mis objeciones, mis temores. Mi oposición había sido demasiado débil, había perdido la batalla, realmente no había sido ninguna batalla.
La atracción estaba allí de nuevo, dulce e insinuante.
—¡Ven!
Y fui.
Título original:
BLUMEN IN SEINER ÄUGEN
© 1967, Panorama Literary Agency.
Traducción de Lucy V. Pelt