LA GEMA

H. H. BROWNING

H. H. Browning es, para nosotros, un autor-misterio, el secreto de cuya personalidad permanece celosamente guardado por su cancerbero, nuestro colaborador y corresponsal en Francia Jacques Ferron. Sin embargo, nuestras más fundadas sospechas sobre dicha personalidad recaen hacia una perfecta simbiosis entre el propio Jacques Ferron y su esposa Vicky, hipótesis que hasta ahora no ha podido ser desmentida. Todo ello no es óbice, por supuesto, para que el nombre de H. H. Browning sea uno de los más conocidos por los aficionados franceses a la ciencia ficción… e incluso por sus detractores.

ilustrado por MIGUEL ALBIOL

La noche, mordida en el trasero por los faros, huía delante del coche a 150 Km por hora.

Aislado en su cabina, el conductor no oía el angustioso gemido del viento sobre las planchas de su vehículo. Sentía la melodía de la oscuridad, un placer sordo, perverso.

—¡Conden…!

No acabó. Haciendo virajes, con la muerte en el rostro… Un violento golpe de volante… ¡CRAACC!… Aplastando, deshuesando… hierro que se retuerce… que se parte… ¡UN CHOQUE!… Carne machucada, aplastada, majada, sangrante.

Un choque… que mezcla la vida y la muerte… Y, ¿cuál vence?

Gil abrió sus aturdidos ojos terrestres. Se encontraba aprisionado por los hierros amontonados, brillantes, que otro vehículo, aquel que antes corría a su izquierda, arrastraba en su impecable parachoques intacto.

Una oleada de furia azul lo invadió. Salió de su «ex-coche» con el mejor estilo de camionero, al ver que el otro se paraba al borde de la carretera.

«Se diría que era un tanque camuflado bajo una forma inofensiva» diría mucho, mucho más tarde.

—¡Boñiga! ¡Borracho! ¡Retorcido! —bramó, abriendo al vuelo la puerta de aquel auto—. ¿Dónde has aprendido a conducir? ¿En Marte acaso?

De una patada, tiró el mojón de la carretera como si fuera de cartón. ¿Qué era aquella condenada luz roja que esparcía sobre el auto una luminosidad parpadeante, empapando en sangre la sádica oscuridad? ¿Dónde estaba el «bendito conductor»?…

Sí, por fin lo vio. Su cabeza tenía completa apariencia humana, pero parecía tallada en un bloque de metal. Un enorme soldado de plomo. En ese semblante tosco, gris sucio, los ojos parecían asomarse a un hondo agujero mugriento… No, no era un robot… Era un tipo muy raro que se había dejado insultar sin abrir la boca.

Gil tragó dolorosamente saliva. Luego, dos octavas más bajo, refunfuñó:

—¡Podría poner un poco de atención… al menos!

Su voz apenas se había oído. Empezaba a sentir cierto temor. Lamentando haber metido su cabeza en el interior del vehículo, mascullando una sarta de saludos, de excusas y de insultos, se tuvo que retirar amedrentado. Sobre el pretil situado a sus espaldas se notaba un movimiento extraño. Entonces vio, en la sombra de alrededor, a tres tipos emplomados, con extraños artefactos, que parecían esperar algo de él.

Uno de aquellos seres tendió la mano. Los ojos de Gil se desorbitaron: ¡el extranjero le ofrecía un diamante enorme! Una gema de gran belleza, tallada a la perfección, que sembraba la espesa atmósfera de centelleos crueles y bellos.

La intención parecía clara. Y Gil deseó ardientemente la piedra preciosa.

La recibió en la palma de la mano. Como si fuera una pesa de veinte kilos, le doblegó el brazo hacia el suelo. Pesaba, la maldita. Era inmensa la densidad de su concentrada materia. Salida de no sabía qué pesado planeta.

El extraño vehículo se perdió en la noche con una suave violencia. La oscuridad le rodeó por todas partes.

Salió de la carretera, sintiendo en su mano el acusado peso de la gema infernal. Abrió los dedos… Un fuego misterioso, concentrado, ardió en el centro de la piedra; su destelleo insostenible disolvió las sombras, humillando a las expectantes estrellas del cielo.

Gil comenzó a soñar.

—¡Soy dueño de un trozo de mágica constelación!… ¡Soy rico, esto vale más de diez millones! —Se levantó, y echó a correr por entre los campos cómplices, confesándoles el secreto de aquella gema, cargada de divina luz que esclarecía las sombras, alumbrando sus pasos.

Al fin se detuvo, ebrio, el brazo dolorido, oyendo con embeleso ruidos familiares: el silbido de un tren, el zumbido de los coches.

—¡Seré el dueño de la Tierra!

De nuevo cambió la piedra de mano.

—Estoy cansado.

Al contemplar su tesoro, le sobrevino una furia exasperada. Mientras tanto, el peso se había hecho intolerable. No era nada fácil llevar encima una gran carga, con tan escaso volumen.

—¿Y si me la pusiera en el bolsillo?

El diamante atravesó la tela y rodó por la hierba.

Con gran dificultad, lo levantó del suelo.

—Empiezo a sentirme cansado.

De rodillas, se sintió penetrado de pronto por la espada de una verdad implacable: ¡la piedra se hacía cada vez más pesada! Si estaba parado, la gravedad de la Tierra se hacía sentir con una inconmensurable energía.

—¡Ah, levantarse, correr!… ¡Pero me faltan las fuerzas!… —Un sollozo se anudó en su garganta—. ¡La piedra se me escapa!

—Sí, materia en ignición, fuego central del astro metaloide, atraes a este ardiente trozo de estrella porque sois semejantes. ¡Quieres robármelo, pero es MÍO! ¡Con él soy rico, sin él no soy nada!

La gema pesaba ya toneladas. Gimiendo, Gil la dejó por fin resbalar por entre sus dedos. Se hundió lenta, muy lentamente, en las entrañas de la Tierra, dirigiéndose al corazón ardiente del planeta.

—¡No!… ¡No!… —bramó.

Agrandando el pequeño agujero donde se escondía la inhumana luz el hombre cavó, con las manos ensangrentadas… cavó.

—¡MI PIEDRA!… Mi piedra… piedra… piedra… edra …edra.

Más tarde, los motoristas lo encontraron allá.

Título original:

LA GEMME

© 1960, H. H. Browning.

Traducción de R. Cordón