EL DESPERTAR DEL PROFESOR BERN

VLADIMIR SAVCHENKO

Vladimir Savchenko, que cuenta actualmente treinta y cinco años, es un relevante ingeniero-físico, especialista en semiconductores. Entre sus obras más importantes de ciencia ficción destacan «Las estrellas negras», novela consagrada a los problemas de la física nuclear, y «El cohete no contesta». «El despertar del profesor Bern», cuya primera publicación data de 1956, es otro de sus cuentos más celebrados, sobre un tema clásico y fascinante: el de la «vuelta al principio» de la humanidad.

ilustrado por JOSÉ MARÍA BEÁ

Cuentan que en 1952, cuando angustiaba al mundo la «guerra fría», el mayor de los absurdos del siglo XX, el profesor Bern repitió textualmente ante un vasto auditorio la melancólica agudeza del gran Einstein: «Si en la guerra mundial N. 3 se combatiera con bombas atómicas, en la guerra mundial N. 4 se combatirá con estacas…».

En boca de Bern, a quien se llamaba «el sabio más universal del siglo XX», la frase resonaba como algo más que una simple ingeniosidad. Empezaron a afluir las cartas dirigidas a Bern, pero éste no pudo contestarlas, ya que en el otoño del mismo año 1952 pereció el científico durante su segunda expedición geofísica a Asia Central.

El ingeniero Nimayer, superviviente de esta pequeña expedición, refirió más tarde: —Estábamos trasladando en helicóptero nuestra base al interior del desierto de Gobi. El profesor emprendió el primer vuelo llevando a bordo los aparatos y los explosivos para las investigaciones sismológicas. Yo me quedé al cuidado del resto de la impedimenta. Después de despegar el helicóptero, algo se estropeó en el motor, que empezó a fallar. Luego se caló enteramente. El helicóptero no había tenido tiempo todavía de adquirir velocidad, y por eso empezó a descender rápidamente en línea vertical desde una altura de cien metros. Cuando el aparato tocó el suelo, se produjo una fuerte explosión doble. El descenso debió ser tan impetuoso que el brusco choque hizo explotar la dinamita. El helicóptero, con todo lo que contenía y el profesor Bern, quedó literalmente pulverizado…

Este relato repitió Nimayer a todos los corresponsales que le asediaban, palabra por palabra, sin poner ni quitar nada.

A los especialistas les pareció convincente. En efecto, tenía que haberse producido con una rapidez anormal el descenso del helicóptero cargado en el aire recalentado y enrarecido de un desierto situado a gran altitud. La conmoción, al golpear en el suelo, pudo dar lugar a esas consecuencias trágicas. La comisión investigadora que se trasladó al lugar de la catástrofe confirmó estas hipótesis.

Únicamente Nimayer sabía que, en realidad, todo había sucedido de otra manera. Sin embargo, ni aún a la hora de la muerte descubrió el secreto del profesor Bern.

El lugar del desierto de Gobi adonde llegó la expedición de Bern no se distinguía en nada de los alrededores. El mismo oleaje quieto de las dunas señalando la dirección del último viento que las había empujado; la misma arena gris amarillenta que produce un crujido seco bajo los pies y entre los dientes; el mismo sol, cegadoramente blanco de día y purpúreo al atardecer, que describe durante el día un arco casi vertical en el cielo. Ni un arbusto, ni un ave, ni la menor nubecilla, ni siquiera una pequeña piedra en la arena.

El profesor Bern quemó la hoja del bloc donde estaban anotadas las coordenadas del lugar en cuanto llegaron a él y dieron con el pozo abierto durante la expedición anterior. Así pues, este punto del desierto se distinguía entonces de los demás solamente en que se encontraban allí dos personas: Bern y Nimayer. Estaban sentados en unas sillas plegables de lona cerca de la tienda de campaña. Allí cerca refulgían las hélices y el fuselaje plateado del helicóptero, semejante a una enorme libélula que se hubiera posado en la arena del desierto para descansar. El sol enviaba sus últimos rayos casi horizontalmente, y la tienda y el helicóptero proyectaban sobre las dunas largas sombras caprichosas.

Bern dijo a Nimayer:

—Un médico de la Edad Media propuso una vez un método para prolongar la vida hasta lo infinito. Basta someterse a la congelación y permanecer en ese estado noventa o cien años en una cueva. Luego se eleva la temperatura del cuerpo, que recobra la vida. Así se puede vivir diez años en este siglo y volverse a congelar hasta tiempos mejores. Cierto que ese médico no quiso hacer él la experiencia de vivir un milenio y falleció de muerte natural, cumplida ya la cincuentena. —Bern guiñó los ojos alegremente, limpió la boquilla y puso en ella otro cigarrillo—. La Edad Media… Y nuestro inverosímil siglo XX se dedica a realizar las ideas más disparatadas de la Edad Media. El radio ha pasado a ser la piedra filosofal que puede convertir el mercurio o el plomo en oro. No hemos inventado el perpetuum mobile, cosa contraria a las leyes de la naturaleza, pero hemos descubierto las fuentes eternas de la energía nuclear que se autorreproducen… Otra idea: en 1666 casi toda Europa esperaba el fin del mundo. Pero si esto no tenía entonces más causas que el sentido cabalístico del número «666» y la fe ciega en el apocalipsis, la idea del «fin del mundo» tiene ahora una base sólida en las bombas atómicas y de hidrógeno… A lo que íbamos de la congelación… Esta ingenua invención del médico medieval también ha adquirido ahora un sentido científico. Usted sabe lo que es la anabiosis, Nimayer. La descubrió Leeuwenhoek en el año 1701. Se trata de la suspensión de los procesos vitales por medio del frío o, en otros casos, de la deshidratación. En efecto, el frío y la ausencia de humedad frenan considerablemente todas las reacciones químicas y biológicas. Los científicos aplicaron hace ya tiempo la anabiosis a los peces y los murciélagos; el frío no los mata, sino que los conserva. Un frío moderado, naturalmente… Existe también otro estado: el de la muerte clínica. Porque el hombre o el animal no muere, ni mucho menos, inmediatamente después de haberse detenido el corazón o de haber cesado la respiración. La guerra pasada ha ofrecido a los médicos la posibilidad de hacer una profunda investigación de la muerte clínica. Se lograba volver a la vida a ciertos heridos graves incluso varios minutos después de haberse detenido su corazón. Y fíjese usted en que se trataba de heridas mortales. Como usted es físico, quizá no sepa…

—Estoy enterado —pronunció Nimayer inclinando la cabeza.

—¿Verdad que la palabra «muerte» pierde su matiz pavoroso cuando se le añade el epíteto de «clínica»? En efecto, entre la vida y la muerte existen bastantes estados intermedios: el sueño, la letargia, la anabiosis. En ellos, el organismo humano vive más lentamente que en el estado de vela. A estos estudios me he dedicado los últimos años. Para reprimir hasta el máximo la actividad vital del organismo había que llevar la anabiosis hasta su último grado: hasta el estado de muerte clínica. Y lo conseguí. Al principio les costó la vida a ranas, conejos y cobayas. Luego, cuando ya conocí las leyes y el régimen de congelación corrí el riesgo de «dar muerte» por cierto tiempo a mi chimpancé Mimí.

—¡Pero si yo lo he visto! —exclamó Nimayer—. Está alegre, salta por las sillas y no hace más que pedir azúcar…

—¡Cierto! —le interrumpió triunfalmente Bern—. Sin embargo, Mimí ha permanecido cuatro meses en un pequeño féretro especial, rodeado de aparatos de control y congelado casi hasta cero grados.

Bern tomó nerviosamente otro cigarrillo y prosiguió:

—Finalmente llevé a cabo la experiencia más importante y necesaria: me sometí a mí mismo a la máxima anabiosis. Fue el año pasado. Quizá recuerde usted que se habló de que el profesor Bern se hallaba gravemente enfermo. Estuve algo más que enfermo. Estuve «muerto» seis meses enteros. Y le diré a usted, Nimayer, que se trata de una sensación muy especial, si puede hablarse así de la ausencia de toda sensación. Durante el sueño normal percibimos, aunque de una manera más lenta, el ritmo del tiempo. En el caso de que le hablo, no. Experimenté algo como el ligero desfallecimiento que produce un narcótico. Luego, el silencio y la oscuridad. Después, la vuelta a la vida. Al otro lado no había nada…

Bern estaba sentado indolentemente, con las piernas estiradas y los brazos, nerviosos y morenos, cruzados detrás de la cabeza. A través de los cristales de las gafas sus ojos tenían una mirada pensativa.

—El Sol… Un pequeño globo luminoso que alumbra débilmente un rinconcito del infinito espacio negro. A su alrededor, globos más pequeños todavía y fríos. Toda la vida en ellos depende sólo del Sol… Y en uno de esos pequeños globos aparece la humanidad, una familia de animales racionales. ¿Cómo surgió? A este respecto existen muchas leyendas e hipótesis.

»Una cosa es indudable: para la aparición de la humanidad hizo falta en nuestro planeta un cataclismo enorme, una conmoción geológica que modificó las condiciones de vida de los animales superiores, los monos. Todas las opiniones coinciden en que ese cataclismo fue el período glaciar. El rápido enfriamiento del hemisferio boreal y la reducción de los alimentos vegetales obligó a los monos antropomorfos a empuñar la piedra y la estaca para obtener carne, les obligó a adaptarse al trabajo y a amar el fuego».

—Eso es justo —asintió Nimayer.

—¿Por qué se produjo el período glaciar? ¿A qué se debe que este desierto, incluso el Sahara, no fueran en tiempos desiertos sino lugares donde se desarrollaban impetuosamente la flora y la fauna? No hay más que una hipótesis lógica: la que relaciona los períodos glaciares con la precesión del eje terrestre. Lo mismo que en cualquier girándula que no tenga una forma ideal, el eje de la Tierra está sometido a precesión, a describir unos círculos lentos, muy lentos: uno cada 26.000 años. Mire usted —prosiguió el profesor después de trazar en la arena con una cerilla una elipse, un pequeño sol en el foco y un globo de eje inclinado representando la Tierra—. La inclinación del eje de la Tierra con respecto al eje de la eclíptica es, como usted sabe, de veintitrés grados y medio. Y el eje terrestre describe en el espacio un cono con este ángulo central… Perdone usted que le repita cosas que de sobra conoce, Nimayer, pero para mí tienen mucho valor. En realidad, no se trata del eje, puesto que la Tierra no lo tiene. Lo importante es que, al transcurrir los milenios, se producen modificaciones en la situación de la Tierra con respecto al Sol.

»Hace cuarenta mil años el Sol estaba enfocado hacia el hemisferio austral y los hielos invadieron el Norte. En diferentes lugares —en Asia Central probablemente— aparecieron tribus de monos antropomorfos, reunidos en colectividades por la dura necesidad geofísica. Durante este ciclo de precesión surgieron las primeras culturas. Luego, cuando los hemisferios boreal y austral cambiaron de situación respecto al Sol al cabo de trece mil años, algunas tribus aparecieron también en el hemisferio austral…

»En el hemisferio boreal el próximo período glaciar comenzará dentro de doce o trece milenios. La humanidad es ahora incomparablemente más fuerte y podrá contrarrestar este peligro… si todavía existe para entonces. Pero yo estoy persuadido de que ya no existirá entonces. Marchamos hacia nuestra propia muerte al ritmo cada día más acelerado que permite la ciencia contemporánea… Yo he conocido dos guerras mundiales: en la primera fui soldado y en la segunda estuve en Majdanek. He asistido a las pruebas de bombas atómicas y bombas de hidrógeno y, de todas maneras, no llego a imaginarme lo que podría ser la tercera guerra mundial. ¡Es horrible! Sin embargo, más horrible todavía es escuchar a los hombres que declaran con una precisión científica: la guerra comenzará dentro de tantos meses: golpe atómico masivo contra los grandes centros industriales del enemigo, inmensos desiertos radiactivos… ¡Y son científicos los que así hablan! Es más, buscan la manera de garantizar la radiación más eficiente del suelo, del agua y del aire. He leído hace poco un trabajo científico de unos norteamericanos donde se demostraba que, para lograr la despedida máxima de suelo radiactivo, el proyectil atómico debe penetrar en la tierra por lo menos cincuenta pies. ¡Una pesadilla científica!».

Bern se levantó con las manos en la cabeza.

Se había puesto el sol y caía la noche, asfixiante. Las estrellas, escasas y sin brillo, estaban quietas en el espacio, cuyo azul iba tornándose rápidamente negro. También el desierto estaba negro, y sólo era posible distinguirlo del cielo porque no tenía estrellas.

El profesor se había calmado ya y hablaba como ensimismado, casi sin entonaciones. No obstante, su verbo monótono causaba escalofríos a Nimayer a pesar del calor.

—Las bombas nucleares quizá no pulvericen el planeta. Pero tampoco hará falta. Saturarán la atmósfera de la Tierra de una radiactividad máxima. Y ya sabe usted cómo influye la radiación en la natalidad. En el transcurso de varias generaciones, los restos supervivientes de la humanidad se convertirán en degenerados incapaces de superar las increíbles dificultades que plantee la vida. Es posible que los hombres tengan tiempo de inventar armas de suicidio en masa todavía más perfectas y refinadas. Cuanto más tarde en comenzar la tercera matanza mundial, más terrible será. Y yo no he visto en toda mi vida que los hombres dejen escapar la ocasión de pelearse… Entonces, para la época en que termine ese ciclo en nuestro globo, no quedarán seres racionales.

El profesor adelantó las manos hacia las arenas muertas.

—Durante mucho tiempo girará en torno al Sol un planeta tan vacío y silencioso como este desierto. La corrosión destruirá el hierro. Los edificios se desmoronarán. Luego llegará un nuevo período glaciar y las moles de los hielos borrarán como una esponja los restos muertos de nuestra infortunada civilización… ¡Se terminó! La Tierra se ha purificado y está dispuesta a recibir a una nueva humanidad. Nosotros, los hombres, frenamos ahora considerablemente el desarrollo de todos los animales: les quitamos espacio, los exterminamos, destruimos las variedades raras. Cuando la humanidad desaparezca, la fauna liberada empezará a desarrollarse impetuosamente en número y en calidad. Cuando llegue el nuevo período glaciar los antropomorfos se hallarán bastante preparados para comenzar a razonar. Así debe aparecer la nueva humanidad. Quizá tenga más suerte que la nuestra.

—Perdone usted, profesor, pero sobre la Tierra hay algo más que dementes y suicidas —exclamó Nimayer.

—Tiene usted razón —replicó Bern con sonrisa amarga—. Sin embargo, un demente se basta para causar daños que no puedan subsanar mil hombres cuerdos. Y yo quiero ver lo que pasa cuando llegue la nueva humanidad. El relé de tiempo de mi instalación —explicó Bern señalando el pozo con un movimiento de cabeza— contiene un isótopo radiactivo de carbono con un período de semifisión de ocho mil años aproximadamente. El relé está calculado a fin de que actúe dentro de ciento ochenta siglos: para entonces la radiación del isótopo se habrá reducido hasta el punto que las laminillas del electroscopio se junten y cierren el circuito. Este desierto muerto habrá vuelto a convertirse entonces en una floreciente región subtropical y existirán aquí las condiciones más favorables de vida para los nuevos antropomorfos.

Nimayer se incorporó y pronunció agitado:

—Los incendiarios de guerra son unos dementes. De acuerdo. Pero ¿y usted? ¿Y su propósito? ¡Quererse congelar por espacio de dieciocho mil años!

—No hay que hablar de «congelación» a secas —objetó tranquilamente Bern—. Se trata de todo un conjunto de muerte convertible: congelación, anestesiamiento, antibióticos…

—¡Pero eso es un suicidio! —gritó Nimayer—. No logrará usted convencerme. Aún no es tarde…

—No. El riesgo no es aquí mayor que en cualquier experimento complicado… Ya sabe usted que hace cuarenta años se extrajo de la capa de congelación perpetua el cadáver de un mamut en la tundra siberiana. La carne se había conservado tan perfectamente que los perros se alimentaron de ella encantados. Si el cadáver del mamut se había conservado intacto decenas de miles de años en condiciones naturales fortuitas, ¿por qué no he de poder conservarme yo en condiciones científicamente calculadas y comprobadas? Y los elementos térmicos a base de semiconductores inventados por usted permitirán de manera simple y segura transformar el calor en fluido eléctrico y, de paso, producirán además la refrigeración. Espero que no fallarán en estos dieciocho mil años, ¿eh?

Nimayer se encogió de hombros.

—Los elementos térmicos no fallarán, naturalmente. Se trata de aparatos sumamente sencillos y, además, tendrán en el pozo las condiciones más favorables: oscilaciones nimias de temperatura, ausencia de humedad… Puede asegurarse que aguantarán este tiempo tan bien como el mamut. Pero ¿y los demás aparatos? Con que se estropee uno solo en los dieciocho milenios…

Bern se desperezó sobre el fondo de las estrellas.

—Los demás aparatos no tendrán que soportar un plazo tan inmenso. Sólo deben funcionar dos veces: mañana por la mañana y dentro de ciento ochenta siglos, en los albores del próximo ciclo de vida de nuestro planeta. El resto del tiempo lo pasarán conservados conmigo en la cámara.

—Y dígame, profesor… ¿sigue usted creyendo firmemente en el final de nuestra humanidad?

—Ésa es una cosa que da miedo imaginar —contestó Bern pensativo—. Pero, además de ser científico, también soy una persona. De ahí que quiera verlo yo por mí mismo… Bueno, vamos a acostarnos; mañana tenemos mucho que hacer…

A pesar del cansancio Nimayer durmió mal aquella noche. Ya fuera por el calor, ya por la impresión de los relatos del profesor, su cerebro hallábase excitado y el sueño no acudía. En cuanto los primeros rayos del sol acariciaron la tienda de campaña, se levantó con un suspiro de alivio. Bern, que dormía a su lado, abrió en seguida los ojos:

—¿Empezamos?

Desde la fría profundidad del pozo se veía un trocito de cielo extraordinariamente azul. La estrecha bocamina se ensanchaba abajo. En un nicho se encontraba allí la instalación que Nimayer y Bern habían montado los últimos días. Por los muros de arena del pozo corrían hasta ella los gruesos cables de los elementos térmicos.

Bern comprobó por última vez el funcionamiento de todos los aparatos de la cámara. Siguiendo sus indicaciones, Nimayer había hecho una pequeña excavación en lo alto del pozo para depositar la carga y había llevado los cables hasta la cámara. Terminados todos los preparativos, subieron a la superficie. El profesor encendió un cigarrillo y miró a su alrededor.

—El desierto tiene hoy un aspecto magnífico, ¿verdad? Bueno, querido auxiliar mío, me parece que ya está todo. Dentro de unas horas detendré mi vida, y esto será lo que usted llama absurdamente suicidio. Mire usted los hechos sencillamente. La vida, esa cosa enigmática cuyo sentido se busca constantemente, no es más que un breve rasgo en la cinta infinita del tiempo. Pues bien: que mi vida se componga de dos «rasgos»… Bueno, diga usted algo antes de separarnos. ¡Es tan raro que usted y yo hablemos «así porque sí»!

Nimayer permaneció un momento callado, mordiéndose los labios.

—No sé, la verdad… ¿Qué voy a decir? Todavía no me hago a la idea de que se decida usted a eso. Me da miedo creerlo.

—¡Hum! Ha disminuido usted mi preocupación —sonrió Bern—. Cuando alguien se preocupa por uno, las cosas no parecen tan terribles. Vamos a evitarnos la pesadumbre de una larga despedida. Cuando regrese usted, finge la catástrofe del helicóptero como hemos decidido. Ya comprenderá que el secreto es condición imprescindible de este experimento. Dentro de dos semanas comenzarán las tormentas de otoño… Adiós… Y no me mire usted así: ¡he de sobrevivirles a todos! —el profesor tendió la mano a Nimayer.

—¿La cámara está calculada para una sola persona? —preguntó de pronto Nimayer.

—Sí, para una sola… —replicó Bern con expresión conmovida—. Me parece que empiezo a reprocharme no haber tratado de persuadirle antes —el profesor puso el pie en el primer travesaño de la escalera—. ¡Dentro de cinco minutos aléjese del pozo!

Su cabeza gris desapareció en la profundidad de la bocamina.

Bern atornilló la puerta, revistió una escafandra especial de la que partían numerosos tubos y tendiose en un lecho de plástico que había en el suelo de la cámara y que tenía el contorno exacto de su cuerpo. Se removió un poco para comprobar que no sentía presión en ninguna parte. Delante de él, en el cuadro de mandos, alumbraban tranquilamente las lámparas de señales informándole de que los aparatos estaban listos.

El profesor buscó el botón que comunicaba con los explosivos y, después de una pausa, lo oprimió. Percibió una ligera conmoción, pero el ruido no penetró en la cámara. El pozo había quedado cegado. Con un postrero ademán, Bern conectó las pompas de refrigeración y de anestesia, colocó el brazo en el hueco correspondiente de su «lecho» y, con la mirada fija en el globo que brillaba en el techo de la cámara, se puso a contar los segundos…

Nimayer vio salir del pozo una pequeña columna de arena y polvo al mismo tiempo que se escuchaba un golpe sordo. La cámara de Bern hallábase ahora enterrada bajo una capa de tierra de quince metros… Nimayer miró a su alrededor: le imponía encontrarse ahora en medio del desierto callado. Después de unos momentos dirigiose lentamente hacia el helicóptero.

A los cinco días, y después de haber hecho volar concienzudamente el helicóptero, llegó hasta una pequeña ciudad mongola.

Al cabo de una semana comenzaron los vientos otoñales. Empujando las dunas de un lado para otro, borraron todas las huellas. Las arenas, infinitas como el tiempo, igualaron el último campamento de la expedición de Bern, y este lugar dejó de distinguirse enteramente del panorama circundante…

De la oscuridad avanzaba lentamente una lucecilla verde, trémula y difusa. Cuando dejó de titilar comprendió Bern que era la lámpara de señales del relé radiactivo. Se había puesto a funcionar.

La conciencia iba aclarándose poco a poco. Bern divisó a la izquierda las laminillas separadas del electroscopio del reloj de siglos. Estaban entre las cifras «19» y «20». Mediados del milenio veinte. Había razonado normalmente, y Bern experimentó una ligera emoción.

«Comprobemos el cuerpo». Movió con cuidado los brazos, las piernas y el cuello, abrió y cerró la boca. Su cuerpo obedecía normalmente. Tan sólo la pierna derecha estaba algo entumecida. De haberla tenido en mala postura o de que la temperatura se había elevado con rapidez excesiva… Bern hizo todavía algunos movimientos enérgicos para desentumecerse y luego se levantó. Inspeccionó los aparatos. Las agujas de los voltímetros habían bajado: se conoce que los acumuladores se habían agotado un poco con la descongelación. Bern conectó todas las baterías térmicas para que cargaran todos los acumuladores y las agujas se estremecieron en seguida y comenzaron a subir. Se acordó de Nimayer. Los elementos térmicos no habían fallado. Este recuerdo llevó a sus pensamientos una extraña y dolorosa sensación doble: «Hace tiempo que no existe ya Nimayer, que no existe nadie»…

Su mirada se posó en el globo metálico del techo. Estaba oscuro y sin ningún brillo. La impaciencia iba apoderándose de Bern. Inspeccionó una vez más los voltímetros: los acumuladores se habían cargado poco, pero, conectándolos al mismo tiempo que las baterías térmicas, la energía debía ser suficiente para salir a la superficie. Bern se quitó la escafandra y, a través de una escotilla que había en el techo de la cámara, penetró en la esfera motriz.

Conectó un interruptor y escuchó el leve rugido de los motores eléctricos al ponerse en marcha. El taladro de la esfera empezó a horadar la tierra. El suelo se estremeció levemente y Bern notó satisfecho que la esfera ascendía con lentitud…

Finalmente cesó el repiqueteo seco de las piedrecillas contra el metal. La esfera había salido a la superficie. Bern se puso a desatornillar con una llave inglesa las tuercas de la puerta. Oponían resistencia y se lastimó los dedos. Por las rendijas penetró al fin una luz azulada de crepúsculo. Con algunos esfuerzos más, salió.

En el fresco crepúsculo vespertino le rodeaba un bosque oscuro y callado. El taladro de la esfera había removido la tierra precisamente junto a las raíces de uno de los árboles cuyo tronco poderoso elevaba al cielo oscuro una tupida enramada. Bern se sobrecogió al pensar lo que habría podido suceder si aquel árbol hubiera tenido la ocurrencia de crecer medio metro a la izquierda.

Acercose al árbol y lo palpó: la corteza áspera le dejó los dedos húmedos. «¿Qué variedad será ésta? Hay que esperar a verlo de día».

El profesor volvió a la esfera y revisó todas sus reservas: conservas de comida y agua, brújula, pistola. Encendió un cigarrillo. «Así pues, de momento tengo yo razón —pensó triunfante—. El desierto se ha cubierto de bosque…». Habría que comprobar si no engañaba el reloj radiactivo. Pero ¿de qué forma?

Los árboles no estaban muy tupidos y entre ellos aparecían las estrellas que iban encendiéndose en el cielo. Bern miró hacia arriba y en seguida se dijo: «¡Ahora la “estrella Polar” debe ser Vega!».

Tomó la brújula, buscó a tientas un árbol de ramas bajas y trepó a él como pudo. Las ramas le arañaban la cara. Su ruido asustó a un ave: lanzó un grito agudo y partió de una rama, golpeando dolorosamente a Bern en un hombro. Su extraño grito resonó mucho tiempo en el bosque. Jadeante, el profesor se instaló en una de las ramas altas y levantó la cabeza.

Había oscurecido por completo. Sobre él se extendía un cielo enteramente desconocido, con profusión de brillantes estrellas. El profesor buscaba con los ojos las constelaciones familiares: ¿dónde estaría la Osa Mayor y Casiopea? No aparecían ni podían aparecer: en el transcurso de los milenios las estrellas se habían desplazado, confundiendo todos los mapas estelares. Solamente la Vía Láctea atravesaba como antes el cielo con su deslavazada franja de partículas brillantes. Bern se acercó la brújula a los ojos y descubrió la aguja, que fosforecía ligeramente en la oscuridad señalando la dirección del Norte. Luego miró hacia allá. Sobre el horizonte negro, a escasa altura, allí donde terminaba el cielo tachonado de estrellas, lanzaba un resplandor verdoso casi fijo la más brillante de ellas: Vega. A su alrededor refulgían unos astros más pequeños: la constelación desfigurada de la Lira.

No cabía la menor duda: Bern se encontraba en los albores del nuevo ciclo de precesión: en el milenio veinte…

Bern se pasó la noche reflexionando, incapaz de dormir, y aguardando impaciente el amanecer. Las estrellas se apagaron por fin y desaparecieron. Entre los árboles empezó a advertirse una niebla gris transparente. El profesor se fijó en la hierba tupida y alta que crecía a sus pies: era musgo, ¡pero gigantesco! Así pues, conforme había supuesto él, después de los glaciares habían empezado a desarrollarse los helechos, las plantas más primitivas y resistentes.

Bern echó a andar por el bosque, absorbiéndose poco a poco en sus observaciones. Sus pies se enredaban en los tallos largos y flexibles del musgo. Al poco rato, tenía los zapatos empapados de rocío. Debía ser ya el otoño. Las hojas de los árboles ofrecían la más variada coloración: las verdes se mezclaban con otras rojas, anaranjadas y amarillas. Llamaron la atención de Bern unos árboles esbeltos, de corteza cobriza. Sus hojas se distinguían entre las demás por el lozano color verde oscuro. Al acercarse más advirtió que el árbol se asemejaba a un pino aunque, en lugar de agujas, tenía una hojas pequeñas, duras, cortantes como las espadañas, y con un claro olor a pino.

El bosque iba cobrando vida gradualmente. Sopló una brisa ligera ahuyentando los restos de la niebla. Sobre los árboles salió el sol. Era el astro de siempre, eternamente joven en su rutilante resplandor. No había cambiado nada en ciento ochenta siglos.

El profesor andaba, tropezando en las raíces y reteniendo a cada instante las gafas que se le resbalaban de la nariz. De pronto crujieron unas ramas y se escucharon una especie de gruñidos. Por entre unos árboles apareció un cuerpo de color marrón y una cabeza de forma cónica. «Un jabalí —se dijo Bern—. Pero no es igual que los de antes. Éste tiene un cuerno afilado sobre la jeta». El jabalí que había divisado a Bern se inmovilizó un instante y luego huyó chillando entre los árboles. «¡Oh! Se asusta del hombre», pensó sorprendido el profesor, siguiéndole con la mirada. Y, de pronto, su corazón empezó a latir con ritmo precipitado: sobre el musgo, al que daba un matiz grisáceo el rocío, habían quedado claramente impresas unas oscuras huellas húmedas a través del claro. Eran las huellas de un pie de hombre descalzo.

El profesor se inclinó sobre una de las huellas. La planta del pie era plana y el pulgar se apartaba de los demás dedos. ¿Sería posible que hubiera acertado hasta tal grado? ¡Por allí había pasado poco antes un hombre! Bern se desentendió de cuanto no eran aquellas huellas y las siguió, inclinado, para ver mejor. «Aquí existen personas y, a juzgar por el hecho de que los jabalíes les temen, deben ser fuertes y ágiles…».

… El encuentro se produjo inopinadamente. Las huellas conducían a un claro del bosque donde se escuchaban unos sonidos guturales y agrios y donde Bern vio luego algunos seres recubiertos de pelo de color gris amarillento. Estos seres, agibados, estaban de pie junto a los árboles y se sujetaban a las ramas. Miraban hacia el lugar por donde había aparecido el profesor. Bern se detuvo para ponerse a observar ávidamente, olvidando toda preocupación, a aquellos bípedos. Indudablemente se trataba de monos antropomorfos: manos de cinco dedos, frente deprimida hacia atrás, partiendo de los arcos superciliares enormes, la mandíbula muy adelantada debajo de una breve nariz. Advirtió que dos de ellos llevaban sobre los hombros unos trozos de piel.

Todo había ocurrido, pues, como él lo había previsto. Bern experimentó de pronto una soledad irritante y angustiosa. «El ciclo ha terminado. Lo que hubo hace decenas de milenios ha reaparecido a través de los milenios…».

En esto, uno de los simios se adelantó hacia Bern y gritó algo. El grito tenía una entonación imperiosa. En manos del mono advirtió el profesor una estaca nudosa. Debía ser el jefe, porque los demás le siguieron. Sólo entonces se dio cuenta Bern del peligro que le amenazaba. Los monos se acercaban, contoneándose bastante torpemente pero con rapidez sobre sus piernas encogidas. El profesor disparó al aire todo el cargador de la pistola y huyó al bosque.

Ése fue su error. Si hubiera echado a correr por un lugar descubierto, difícilmente habrían podido darle alcance los monos sobre sus piernas mal adaptadas todavía a la posición erecta. Pero, en el bosque, llevaban ellos las de ganar. Se lanzaban de árbol en árbol con destemplados gritos victoriosos, agarrándose a las ramas para tomar impulso. Algunos realizaban así saltos gigantescos.

Delante de todos iba el «jefe», con la estaca.

El profesor escuchaba a su espalda unos gritos frenéticos y jubilosos: los monos iban dándole alcance. «Esto se parece a un “linchamiento” —se dijo—. No debía haber huido: el que huye siempre pierde…». Su corazón latía precipitadamente, tenía la cara bañada en sudor y las piernas le parecían pesadas y blandas. Pero el temor desapareció de pronto, desplazado por este pensamiento implacable y nítido: «¿Para qué correr? ¿De qué quiero salvarme? El experimento ha terminado…». Se detuvo y, abrazado a un tronco, volvió la cara hacia sus perseguidores.

Delante de todos corría el «jefe», como derrengado. Agitaba la estaca sobre su cabeza. El profesor vio unos ojillos pequeños, feroces y temerosos, con cejas rojas peludas, y los dientes descubiertos. La piel estaba chamuscada en el hombro izquierdo. «Eso es que conocen ya el fuego», observó en seguida el profesor. Cuando estuvo a su lado, el «jefe» lanzó un grito, tomó impulso y descargó la estaca sobre la cabeza del profesor. El tremendo golpe arrojó al científico al suelo con el rostro bañado en sangre. Estuvo a punto de perder el conocimiento. Luego vio a los monos que acudían corriendo, al «jefe» que enarbolaba de nuevo la estaca para un golpe postrero, y una cosa plateada que refulgía en el cielo azul.

«De todas maneras, la humanidad renace», pensó un segundo antes de que la estaca cayera sobre su cabeza, privándole de la facultad de razonar…

Unos días después se publicaba la siguiente comunicación en el Boletín de la Academia Mundial:

… «El 12 de septiembre del año 18.879 de la E.H.L. (Era del Hombre Liberado) ha sido hallado el cuerpo de un hombre herido en el coto asiático enclavado en el antiguo desierto de Gobi. El hombre, en estado de inconsciencia, fue trasladado en una iononave rápida al punto más inmediato de Restablecimiento de la Vida. Actualmente no ha recobrado todavía el conocimiento, pero su vida se halla fuera de peligro.

Por la configuración del cráneo y por el sistema nervioso, así como por los restos de ropa que conservaba sobre él, este hombre puede pertenecer a los primeros siglos de nuestra Era. De momento no se ha podido establecer de qué manera un hombre de entonces, dado el bajo nivel de desarrollo de la ciencia y la técnica, haya podido conservar su vida en el transcurso de más de dieciocho mil milenios. Una expedición especial de la Academia lleva a cabo enérgicas investigaciones en el coto.

Como es sabido, varias generaciones de biólogos realizan en el coto de Gobi experimentos para comprobar la justeza de la hipótesis del origen del hombre y de la colectividad humana. Sus esfuerzos han permitido obtener un género de monos que, por su nivel de desarrollo, son un eslabón intermedio entre los monos antropomorfos y los pitecántropos, que existieron hace centenares de miles de años. Una tribu de estos monos habita en las proximidades del lugar donde se encontró al Hombre del Pasado. Probablemente tuvo ese trágico final un encuentro fortuito con ellos.

Se invita a la sección de Paleontología de la Academia a que intensifique en adelante la vigilancia de los cotos. Conviene prestar una atención especial a que los monos hombres no empleen sus instrumentos de trabajo como instrumentos de muerte. Esto podría reflejarse de manera perniciosa en la formación de su mentalidad.

La Presidencia de la Academia Mundial».

Título original:

Пробуждение профессора Берна

© 1968, Mezkniga.

Traducción de Isabel Vicente