UN CAPÍTULO DE HISTORIA LITERARIA

OV. S. CROHMALNICEANU

La creciente pujanza de los cerebros electrónicos en todo el mundo hace que sus cometidos sean cada vez más vastos, ocupando en muchas tareas el lugar de los hombres. ¿Incluso en las artísticas? Ov. S. Crohmalniceanu nos ofrece en este relato, bajo la forma de una crónica futura, la respuesta, con el desarrollo de una cuestión más seria de lo que parece, aunque esté tratada con un humor digno de toda loa.

ilustrado por RAMÓN ESCOLANO

Muy pronto, después de que se hubiera comenzado la construcción en serie de las máquinas de escribir literatura, y de que éstas se pusieran a trabajar a pleno rendimiento, se observó que las críticas, de día en día, desaparecían. Este fenómeno procedía de una causa inmediata, fácil de determinar: el oficio de crítico literario se había convertido en prácticamente imposible. Ningún ser humano era ya capaz de leer ni siquiera una pequeña parte de los libros publicados. Según ciertas estimaciones aproximativas (la historia de este momento ha sido reconstruida muy tarde, y sus datos permanecen aún nebulosos, ya que todavía se basan sobre fuentes indirectas), una máquina alcanzaba a escribir una poesía en menos de dos segundos. Una novela de hasta 300 páginas necesitaba 18 minutos. El tiempo exigido por una pieza de teatro se elevaba sin embargo, cosa inexplicable, a cerca de una hora. Las máquinas trabajan sin descanso durante alrededor de 90 días, después de los cuales necesitaban una pausa para su revisión. Así, tan solo en Lima se producían más de 1012 volúmenes por año, y los beneficios de los trust de edición aumentaban a una velocidad vertiginosa. Los primeros en renunciar a su misión fueron los historiadores literarios. Faltos de poder examinar la gran mayoría de los libros aparecidos, su trabajo se convertía en un absurdo. Por muchos esfuerzos que hicieran, apenas conseguían leer un 0,0001 por ciento de la producción literaria. Poco después, los críticos de revistas depusieron también sus armas. Incluso aunque hubieran renunciado deliberadamente a la ambición de emprender una selección de los libros aparecidos, de acuerdo con su importancia (era absolutamente imposible saber si uno había o no dejado pasar de lado, entre la multitud de libros que no había podido leer, obras capitales), una dificultad esencial se había probado insuperable. Ejecutando rigurosamente el tipo de obra inscrito en su programa, las máquinas excluían toda objeción crítica. El comentador debía examinar, ante todo, la medida en la cual la intención del artista había sido realizada. Ahora bien, las máquinas no se apartaban ni una pulgada de su programa y, prácticamente, no creaban más que obras maestras, por lo que toda apreciación se convertía ab initio en superflua. Ni siquiera los gustos más extravagantes habían dejado de ser previstos en el cálculo estadístico inicial, por lo que, en consecuencia, esto no podía constituir ninguna sorpresa.

La dimisión de los críticos amenazaba con privar a la vida literaria de su salsa esencial, por lo que alguien tuvo la idea de inscribir también en el programa un cierto número de libros mediocres, sin los cuales las obras maestras no tenían ninguna posibilidad de ser realzadas, por falta de comparación. Pero en cuanto se hubo comenzado a poner en práctica el proyecto, se constató que el círculo vicioso no podía ser roto. Las máquinas construidas para escribir libros mediocres se desembarazaban a su vez, sin equivocarse, de su carga. Los textos que producían se distinguían por la mediocridad o la estupidez, adquiriendo por este hecho, automáticamente, un valor estético inestimable. Entonces, uno de los filósofos más reputados del tiempo formuló la tesis de que la crítica estaba realmente abocada a desaparecer, ya que la máquina no podía crear más que obras perfectas, encaminadas directamente al objetivo que ella se propusiera. La demostración era más bien embrollada y se perdía en las brumas metafísicas, pero la conclusión, intuitivamente, no era menos imponente, y ganó rápidamente una adhesión casi unánime. El último crítico murió, una buena mañana de mayo, de congestión cerebral en su biblioteca, realmente sepultado bajo un montón de libros (había leído sin parar, a una velocidad de treinta y tres páginas por hora, durante veintiséis horas de un tirón).

Pese a todo, una literatura privada de todo comentario crítico era impensable. Fue entonces que se consideró necesario construir máquinas para considerar los libros. Pero los constructores toparon desde el principio con una gran dificultad: ¿Qué programa asignarles? Por supuesto, ante todo convenía resolver el problema de la información elemental. Los críticos-máquinas debían recorrer toda la producción de los escritores-máquinas y clasificarla por géneros, especies, temas, sujetos, fórmulas artísticas, publicando, para comenzar, boletines resumidos para orientación de los lectores. Los computadores encargados de esta operación fueron construidos rápidamente y se pusieron a la obra. Conectados a las máquinas de escribir literatura, llegaron muy rápidamente a recorrer sistemáticamente toda la producción literaria. Pero los resultados demostraron ser insignificantes, ya que los boletines obtenidos por este camino resultaban inutilizables. Su volumen alcanzaba tales proporciones que nadie era capaz de orientarse por ellos. Hubieran sido necesarias otras máquinas para leer todas estas listas y someterlas a una nueva selección. ¿Pero según qué criterios? Al término de largos debates, se volvió a la crítica exegética. Los constructores de máquinas tuvieron muchas dificultades para elaborar los programas de estos nuevos tipos de máquinas. Los sistemas críticos practicados en la época del artesanado literario (así había sido denominado el período en el que los libros eran escritos por los hombres) desembocaban, alternativamente, en resultados imprevistos. La crítica existencialista, bajo su forma electrónica, tropezaba con la paradoja de la literatura producida por las máquinas. ¿Era acaso el documento de la experiencia vivida? Sí y no, ya que las obras cuya discusión emprendía expresaban efectivamente la realidad (sus programas englobaban tantas posibilidades que los resultados se convertían efectivamente en imprevisibles y repetían de hecho la inefable palpitación de la existencia humana), pero las máquinas permanecían siendo enormes amasijos de cables, de palancas y de contactos que, por la simple presión de un botón, entraban en un estado de inercia absoluta. La crítica psicoanalítica provocó como de costumbre un gran escándalo, sobre todo debido a que sumergía sus deducciones en el subconsciente de los ingenieros, incluso en el de los directores de las diferentes empresas industriales proveedoras de cerebros electrónicos destinados a la producción en masa de obras literarias. Los periódicos del tiempo señalaron incluso algunos procesos resonantes: el director de un gran grupo financiero se vio acusado de delitos incestuosos, visibles en la 12.406ª Antígona, concebida por una máquina construida por una firma subordinada de su banco. El inculpado sostuvo que no conocía ni siquiera la obra original, pero este argumento tropezó con serias objeciones teóricas.

Se recurrió también a la programación de máquinas sobre una base teológica, y la iniciativa tuvo durante algún tiempo un cierto éxito. Estas máquinas fueron comparadas a los seres humanos de antaño, a los que Dios había investido del don intelectual de crear. Pero la Iglesia no dejó de protestar, y la analogía fue calificada de demoníaca. El único sistema que se reveló fructuoso volvió a la vieja idea del acto crítico, concebido cómo una reconstrucción compendiada de la creación en sus elementos esenciales, con indicación de las virtualidades no exploradas por el autor. La obra literaria debía ser así para el exégeta un excitante espiritual, que le empujaba a un número infinito de nuevas hipótesis poéticas. De una sola novela, extraía otros muchos miles. De una poesía, ciclos enteros. De una pieza de teatro, millones de variantes superiores. La producción literaria conoció así un desarrollo sin precedente. Todo el mundo parecía satisfecho. Pero, al término de algunos años solamente, se observó que las máquinas-escritores presentaban síntomas de irritación. En el final de las obras aparecían efectos disonantes, como hechos a propósito. Una enfermedad comenzó a hacer estragos, la de la «auto-anulación» o, como la llamaron algunos historiadores, del «suicidio estético». En un momento dado, la novela, la pieza o el poema evolucionaban en un sentido simétricamente contrario, con una idéntica perfección, de manera que el resultado era una aniquilación integral de los efectos artísticos iniciales.

Se constató también que, prácticamente, las obras de crítica, de nuevo, ya no aparecían, puesto que las máquinas encargadas de escribirlas continuaban produciendo masivamente novelas, cuentos, poesías y piezas de teatro, mientras que las agencias de publicidad, no consiguiendo ya insertar en los periódicos una sola reseña, se veían amenazadas de quiebra. Entonces, alguien tuvo una idea revolucionaria, que resolvió definitivamente el problema. Los dos tipos de máquinas fueron conectadas en un circuito cerrado. Los cerebros electrónicos escritores y críticos estaban así obligados a consumir recíprocamente su producción. Los primeros se pusieron frenéticamente a emitir juicios sobre las obras producidas por los últimos. El resultado fue una inversión alucinante. Si las máquinas-críticos revelaron vocaciones secretas de escritores, las máquinas-escritores traicionaron la ambición inconfesable de hacer crítica. Y como todo esto, con una violencia devoradora, se desarrollaba, como ha sido dicho más arriba, en circuito cerrado, el mundo pudo dedicarse tranquilamente a sus asuntos.

Título original:

UN CAPITOL DE ISTORIE LITERARA

© 1967, Revue Roumaine.

Traducción de P. Domingo