AGUAFIESTAS
F. A. JAVOR
F. A. Javor estudió en las universidades de Columbia, Fordham y New York; durante la Segunda Guerra Mundial fue fotógrafo de la Marina; y, al licenciarse, decidió empezar a escribir. Su aptitud en este último aspecto podemos apreciarla claramente en esta estupenda historia, donde nos demuestra que el deporte de la caza será un verdadero deporte solamente el día en que el cazador y la presa tengan la misma igualdad de condiciones.
ilustrado por JORDI MASSÓ
El viaje al planeta de caza Domnik III era largo y aburrido, y era usual entre los más desaprensivos capitanes de naves de caza el romper la monotonía, tanto la propia como la de sus generosos clientes, en ir hacia Suspi para intentar la caza del Yalli.
Naturalmente, era ilegal, y significaba una tremenda multa y una irrevocable sentencia de cárcel para cualquiera que fuera descubierto en la superficie del planeta-coto por una nave de los Guardas. Pero la caza del Yalli tenía la reputación de proporcionar una emoción especial que se negaban a difundir los iniciados. Y, hasta ahora, ningún capitán de nave de caza que hubiera ofrecido un aterrizaje clandestino había visto rechazada su oferta por temor a los Guardas.
Y el grupo de Wally Re no era diferente. Allá en el mundo acuático de Mere, Wally era un biólogo especializado en la vida marina. Bien pagado por permanecer durante diez meses terrestres en los laboratorios burbuja bajo las aguas del planeta inundado, estaba disfrutando de sus treinta días de permiso por rotación antes de ser asignado a otra burbuja idéntica, bajo las idénticas aguas de un mundo idéntico, por otros diez meses terrestres.
Wally no era cazador, pero la idea de pasar casi un mes a la luz del sol y al aire libre de un planeta de caza le atraía, y el poder efectuar una parada clandestina en un mundo prohibido le complació.
Sonrió.
—Seguro —le contestó a Anker, el timonel de la nave de caza, cuando el corpulento espacionauta se le acercó en la usual toma de contacto preliminar antes de que el capitán se comprometiese a mencionar la parada ilegal—. ¿Cuándo?
Anker agitó la cabeza y sonrió.
—Aún no —dijo—. Se lo haremos saber.
Y se dirigió hacia Vogel, el obeso corredor de terrenos de Boran, con el paso extrañamente delicado, consecuencia natural del tercio de gravedad de la nave de caza.
Wally vio asentir a Vogel, con sus inertes labios estirándose en una sonrisa, y Anker se dirigió hacia Eckert y Allen y los demás en la antesala de paneles de plasticaoba. Vio como todos ellos sonreían y asentían.
Finalmente contempló como Anker hacía un signo al capitán, de rubia barba, que se hallaba de pie con aire casual junto a la puerta. Contempló como el hombre uniformado de azul y plata cambiaba de carrillo el taco de vantanuez y se adelantaba.
—Caballeros —dijo, pero no tenía por qué haber llamado la atención. Se hallaban todos, incluso Wally, sentados en el borde de sus sillas de plástico acolchado, con las bebidas olvidadas en sus manos.
—Caballeros. En menos de una hora nuestras coordenadas se encontrarán con las de un pequeño planeta llamado Suspi. Todos ustedes conocen la pena consiguiente a una parada no autorizada en él, pero me han indicado que desean correr ese riesgo.
Sus ojos recorrieron la habitación, deteniéndose en un punto alto, entre las viguetas.
—Caballeros, como capitán de su aparato en alquiler me encuentro, de hecho, en la situación de ser empleado colectivo de todos ustedes y, puesto que ustedes insisten, no me queda otro remedio que obrar según me ordenan. Señor Anker —mandó al sonriente timonel—, adelante.
Y el capitán abandonó la antesala.
El muy zorro, rió para sus adentros Wally. Podría ir a la cárcel por aterrizar, pero no está arriesgando su carrera, no señor. Técnicamente, un abogado espacial podría alegar tan sólo que estaba llevando a cabo las órdenes del dueño.
Anker estaba hablando por el interfono de la nave en su muñeca:
—De acuerdo. Traigan eso.
Y en un momento llegaron tres de los tripulantes, enfundados en sus monos azules, llevando lo que al sorprendido Wally le parecieron ser pistoleras de la AeroMarina a las que hubiesen sido cortadas las tapas para que las culatas de las pistolas sobresaliesen.
La sonrisa del timonel se hizo más amplia.
—No creo que sean lo mejorcito en armas —dijo, entregando dos cintos con pistolera a cada hombre—, pero tenemos que deshacernos de ellas en cada viaje. Somos cuidadosamente registrados en busca de contrabando al llegar a Domnik.
Vogel, el tratante en terrenos, estaba girando una de las armas en sus gruesas manos.
—¡Vaya!, pero si es un vulgar lanzabalas —dijo—. El cilindro lleva seis cargas. A lo sumo calibre cuarenta y cinco. ¿Qué clase de animal se puede cobrar con esto?
Pero Eckert, el alto vendedor de necra, ya se había colocado ambas pistoleras bajas sobre las caderas y, en jarras, estaba haciendo girar las pistolas, enfundándolas, sacándolas, lanzándolas sobre sus hombros y volviéndolas a coger, dándoles giros, dentro y fuera, mientras enseñaba los dientes con una amplia sonrisa.
Anker se rió, asintiendo hacia Eckert.
—Lo va a pasar bien —dijo—. Pero —continuó—, no se usa más que una pistola para la caza del Yalli.
Eckert pareció sorprendido.
—¿Llevar tan sólo una pistola? Entonces, ¿para qué dos...?
Pero Anker le interrumpió con un gesto de la mano.
—Ya lo verá cuando llegue el momento, créame.
El corpulento timonel se dirigió entonces a todos ellos.
—Hay unas cuantas normas básicas que deben conocer antes de que les diga cómo irá la caza.
Wally echó hacia adelante su cuerpo, vio como los demás hacían lo mismo y sonrió. Si la caza de un Yalli necesitaba un suspense previo para darle su carácter especial, la tripulación de esta nave de caza estaba realizando una buena tarea con vistas a tal fin.
El timonel estaba hablando:
—Primero alabeamos al espacio normal y aterrizamos por exactamente treinta minutos. Vigilen el tiempo.
Vogel resopló:
—Menuda caza. Treinta minutos —pero no hacía sino eco del desencanto que sentían los reunidos.
Anker alzó las manos.
—Suena como nada, lo sé, pero es suficiente. Créanme, es suficiente.
Luego, cuando se hubieron calmado, prosiguió:
—Treinta minutos porque el momento de nuestra partida y el de nuestra llegada son vigilados estrechamente y una discrepancia mayor que esa supondría que el capitán se vería obligado a dar una explicación oficial. Y no deseamos tal cosa. Treinta minutos, ¿comprendido?
Miró a su alrededor a los hombres puestos en círculo, esperando que cada uno de ellos asintiese antes de proseguir. Parecía que esto era importante para él.
—Tomen los equipos de supervivencia que se les suministraron cuando llegaron a bordo. Cualquiera que esté en tierra pasados los treinta minutos será abandonado.
De nuevo surgió un murmullo de los cazadores reunidos. Y de nuevo Anker alzó las manos para pedir silencio.
—Será abandonado para ser recogido por los Guardas, y todo su equipaje, toda traza de su estancia a bordo, lanzado al espacio.
—Las listas de pasajeros —comentó Vogel.
—Compró un pasaje —contestó el timonel—, pero nunca vino a bordo. Si fue apresado en un planeta-reserva, entonces debió llegar allí por sus propios medios. Ciertamente nosotros no lo llevamos.
Wally notó el silencio apoderándose de los cazadores. La ilegalidad de su propuesta acción estaba comenzando a entrar en su mentes, y se preguntó si sus gargantas estaban comenzando a notarse tan secas como la suya. Se sacudió a sí mismo. El timonel estaba haciendo un buen trabajo con su preparación previa.
Vogel alzó sus gruesas espaldas y, al cabo de un momento, el timonel prosiguió:
—Ahora en lo que respecta a la caza propiamente dicha. Colóoquense uno de los cintos, lleven en la mano el otro. Vayan al bosque. Encuentren un claro. Dejen la pistola extra en el suelo, en un lado, retrocedan unos cinco metros y entonces hagan esto...
Anker echó hacia atrás su cabeza, abrió la boca y chilló.
Wally saltó en la silla ante el inesperado sonido.
—Recuerden esto —dijo Anker—. Ha-ha-hoo. Los sonidos son importantes. Traten de imitarlos. Ha-ha-hoo.
Sonriendo aborregadamente unos a otros, hicieron lo que se les ordenaba:
—Ha-ha-hoo.
—Estupendo, pero más fuerte. Eso es todo.
—¿Eso es todo? —Wally oyó su propia voz alzándose con las de los otros.
Los tripulantes se sonreían entre ellos, pero fue Anker el que asintió.
—Eso es todo. La caza del Yalli no tiene equivalente en todos los mundos. Hagan exactamente lo que les he dicho, y gozarán de una experiencia sin parangón.
Vogel estaba agitando la cabeza, con sus flácidas mejillas revoloteando.
—Ni hablar. Yo no voy a ningún bosque raro, dejo una pistola cargada en el suelo, me aparto cinco metros y espero a ver qué sucede. Conmigo no cuenten.
La tripulación dejó de sonreír.
—Tiene que ir —oyó Wally que le susurraba uno de ellos a Anker—. El capitán no aterrizará si no están todos comprometidos. —Miró a los cazadores y se mojó los labios con la lengua—. Tal vez hasta tan sólo con enterarse... —y su voz se perdió.
Anker rió secamente.
—El capitán ha estado efectuando esos aterrizajes durante nueve años, y aún no ha perdido un solo cliente —le dijo a Vogel.
—No cuenten conmigo —repitió Vogel, con sus inertes labios ahora apretados.
—Se lo estropeará todo a los demás —indicó el timonel.
El gordo corredor de terrenos de Boran ni le contestó.
—Siempre han de haber tipos así —oyó Wally que se lamentaba alguien. Pero Vogel no se inmutó.
Anker suspiró y habló al interfono de su muñeca, y el capitán de rubia barba, cuando llegó, se llevó a Vogel al rincón más apartado de la antesala, susurrándole algo al oído.
Wally vio el cambio extenderse por la obesa faz de Vogel. Estaba sonriendo ampliamente en el momento en que el capitán se apartó de él y dijo:
—Ahora ya lo sabe. Ahora es usted accesorio. Puede quedarse a bordo.
—No —Vogel era ahora todo él una sonrisa—. Iré. Iré.
Y con sus gruesas manos se colocó el cinto.
El capitán pasó su mascada de vantanuez de una mejilla a otra.
—Suponía que lo haría, pero ya nunca es lo mismo una vez se sabe.
El sol de Suspi era más grande que el de la Tierra y estaba más cerca. Wally parpadeó ante su intensidad cuando se apartaron los escudos de los ojos de buey de la nave de caza y pudieron mirar al planeta-reserva que subía a su encuentro. Verde, más claro que la Tierra tal vez, pero placentero de contemplar. En la distancia, el brillante relucir del agua.
—Treinta minutos —les advirtió el timonel cuando salieron al descansillo superior de la rampa de carga del buque. El capitán, la tripulación y los pasajeros, todos ellos armados e impacientes. Wally, con la pistola en su cadera pesándole de forma extraña, con la pistolera atada a la pierna por un tripulante y el cinto afianzado por la hebilla, afirmó, con los demás, su comprensión. Su segunda arma la llevaba sobre el hombro, agarrada con la mano.
—Una cosa más —dijo Anker—. Disemínense. No formen grupos. Si hay más de uno de ustedes, o están cerca unos de otros, los Yalli no se mostrarán. Este deporte es estrictamente para solitarios. ¿Entendido?
—Espere un momento —dijo Eckert, el experto en pistolas—. ¿Cómo voy a saber que es un Yalli cuando vea a uno?
—Lo sabrá —contestó el timonel—. Lo sabrá.
Partieron en abanico de la nave de caza, cada uno siguiendo su propio camino tal como les había dicho Anker que hicieran, con el capitán y la tripulación siguiendo su dirección propia. El sol, en la espalda de Wally, era más caliente que ningún otro que hubiese soportado en largo tiempo, por lo que resoplaba, no sabiendo si era por el calor o por la tensión nerviosa ahora que estaba solo. Todo venía complicado por la atracción, más débil que la terrestre, de la gravedad de Suspi.
Un claro, pequeño pero inconfundible, se abría delante, entre los árboles semejantes a helechos.
Wally dudó. Luego, inspirando profundamente, se adelantó al espacio abierto. Dejó caer el cinto extra con el arma correspondiente en el borde. Cuidadosamente, anduvo los cinco metros y se volvió.
Aspiró, echó hacia atrás la cabeza y abrió la boca.
—Ha-ha-hoo.
No era más que un raspante susurro. Aclaró su seca garganta e intentó de nuevo. Se forzó a sí mismo, súbitamente sorprendido por la forma en la que el sudor estaba manando de él, de cómo se notaba temblar.
—¡HA-HA-HOO!
Era fuerte, inesperadamente fuerte, pero en alguna manera satisfactorio.
—¡Ha-ha-hoo!
Wally esperó, a la escucha, no oyendo nada, con los ojos de un lado a otro. El enrarecido aire se introducía trabajosamente en sus pulmones. Ahora casi parecía agua.
¡Un crujido!
Un crujido en el extremo opuesto del claro, en dirección a la pistola. Wally se atragantó.
Alto. Alto como un hombre era el Yalli. Con un pecho prominente y piernas altas y delgadas, como correspondía a un planeta con escaso oxígeno en el aire y ligera gravedad, su planeta nativo. Pelo rojo, brillando a la luz del gran sol, en su pecho y en sus brazos, y a lo largo de sus piernas, como el adorno de los trajes de un antiguo explorador de las fronteras del Oeste. Macho.
Y la cabeza. Ciertamente no humana, ni siquiera simiesca, pero con ojos, profundos y marrones y la boca, sin dientes y similar a un pico de ave, empequeñecido por la prominente barbilla.
La boca se abrió:
—¡Ha-ha-hoo! —Claro y fuerte—. ¡Ha-ha-hoo!
Y el Yalli, deteniéndose, recogió la segunda pistola y se la colocó con un movimiento fácil e increíblemente rápido en la cintura.
Ahora estaba dispuesto. Pies palmípedos separados, los brazos colgando a los lados, los marrones ojos fijos en Wally, tranquilo y esperando.
Y ahora Wally comprendió la emoción única de la caza del Yalli, y deseó estar de vuelta a la monotonía del viaje de la nave de caza, a la aburrida humedad de sus mundos acuáticos.
Sus manos temblaban, con el sudor goteando a lo largo de sus brazos y de sus palmas, sus pulmones y corazón bombeantes. Y mirándole, llenando su mundo, los firmes ojos del Yalli. El Yalli al que acababa de ver moverse con increíble velocidad.
—Ha-ha-hoo —dijo Wally, y trató de hacerlo aparecer como amistoso.
—Ha-ha-hoo —contestó el Yalli, y se arqueó un poco más.
¡Retirada! Muy lentamente, Wally movió su pie en un paso hacia atrás, sin apartar ni por un momento sus ojos del Yalli.
Este avanzó un paso, el pie palmípedo se movió como el de un pájaro, casi instantáneamente, a su nueva posición.
Rápido. Wally no había visto nunca un movimiento tan rápido, y ahora la sangre le golpeaba en los ojos, dejándose ver en una trama pulsante de luces. No había vuelta atrás para él ahora, debía efectuar su movimiento. Frente a esa movilidad increíblemente rápida, debía efectuar su movimiento.
Su lengua surgió, lamiendo sus resecos labios, pero no tenían humedad que entregarles.
¡Ahora!
Echó la mano a la pistola en su funda pero, al tiempo que la sacaba y que la disparaba una y otra vez contra el Yalli, sabía que ya era demasiado tarde para salvarse. El Yalli se había movido tan rápido que a los forzados ojos de Wally les había parecido que la pistola hubiera, de pronto, brotado en su mano extendida.
Y entonces la sorpresa, y una garganta llena de asombro que ahogaba a Wally. Estaba en pie, pero el Yalli...
El Yalli. La pistola, todavía apuntada hacia él, pero no disparada.
¡El Yalli no había disparado!
Manchas en el pecho. Marrones, pero de sangre, supuso Wally. Tosió una vez, sangre de su boca de pájaro, y luego se derrumbó lentamente donde estaba, soltando el arma, el arma sin disparar.
Wally corrió hacia él, con la pistola agarrada en la mano, pero olvidada ahora. Estaba caliente, su hombro se notaba caliente cuando puso su mano sobre él, pero el Yalli no se movió.
Se inclinó para coger la pistola de su mano y, esforzándose por librarla del apretón mortal del Yalli, supo súbitamente por qué éste no había disparado.
Lo supo súbitamente y vomitó al saberlo, y al pensar en los hombres que habían llamado a este asesinato deporte; en el gordo Vogel que, al saberlo, no había podido esperar el momento de comenzar.
Y ahora Wally se dio cuenta de la pistola en su mano, y se levantó y la lanzó lejos... Sollozando, la lanzó con toda su fuerza y la mandó trazando un arco muy por arriba de las copas de los árboles semejantes a helechos. Se soltó el cinto y la pistolera, y las echó lejos.
Entonces se arrodilló al costado del Yalli: y, con ternura, trabajó para soltar la pistola de su aferramiento.
Un tendón, similar al tendón con que se cogen a las ramas los pájaros, manteniendo el pulgar sin uña firme en la empuñadura de la pistola. Lanzó el arma tras la otra.
La mano... y el porqué el Yalli no había disparado, no podía haber disparado, contra él. Huesos, sensibles a su toque investigativo: tres dedos. Pero no tres dedos abiertos y desparramados, sino cerrados, sumergidos en músculo y tendón. Una mano construida no como un guante, sino como un mitón. El Yalli podía agarrar el arma, pero no tenía dedos con los que apretar el gatillo.
En la mente de Wally se estaba formando un pensamiento. Se alzó, rebuscó en su equipo de supervivencia colgado de su espalda. El cuchillo, cerrado. Lo abrió, y comprobó su hoja afilada como la de una navaja de barbero.
—Bien —dijo en voz alta, y lo cerró. Tenía que encontrar otro Yalli.
Levantó al que había matado y lo ocultó. bajo los árboles.
—Ha-ha-hoo —gritó, de vuelta en el claro—. Ha-ha-hoo.
No vino ningún Yalli, y Wally supo que tenía que buscar otro claro.
Y entonces, en alguna parte tras él, escuchó un rugido distante y supo que habían terminado sus treinta minutos y que la nave de caza estaba partiendo sin él.
No importaba, tenía que encontrar otro claro y otro Yalli.
¡Ah!, allí delante.
—Ha-ha-hoo.
Sin pistolas esta vez, tan sólo el cuchillo oculto en su bolsillo.
—Ha-ha-hoo.
Allí, ese crujido. ¿Otro Yalli? Sí, otro macho.
Wally se adelantó.
—Ha-ha-hoo —dijo, y esperó. No podía igualar la increíble rapidez del Yalli. Su única posibilidad estaba en la sorpresa—. Ha-ha-hoo —repitió, y se movió otro paso hacia adelante.
—Ha-ha-hoo —contestó el Yalli y, mirando a todas partes, recogió una rama del suelo.
Bien, se dijo a sí mismo Wally, siente la necesidad de un arma. Con sus manos desnudas ya debía haberlo confundido bastante.
Otro paso y estaría a su alcance. De cerca, el Yalli tenía un olor de perro no desagradable, que no había notado en el que había matado.
Ya estaba suficientemente cerca. ¡Ahora! Y la abierta mano derecha de Wally se convirtió de repente en un puño, y se lanzó con toda su fuerza hacia la gran mandíbula bajo la boca de pájaro.
El Yalli se desplomó sin omitir sonido alguno.
Wally se inclinó sobre él, dándose masaje en los nudillos.
—De cristal —dijo—. Nunca vi una mandíbula tan grande que no fuera de cristal.
Y, buscando en su bolsillo, sacó el cuchillo y abrió la afilada hoja.
Su celda en la nave de los Guardas no era grande, pero sí suficientemente confortable, y Wally estaba satisfecho de hallarse finalmente allí. La multa lo iba a arruinar, estaba seguro, y la sentencia de cárcel iba a impedirle conseguir cualquier empleo decente durante una buena temporada, pero podría soportarlo, sabiendo lo que había hecho con su cuchillo a tantos Yalli como había logrado encontrar antes de que los detectores de calor de los Guardas lo hubieran descubierto.
Su cuchillo, y ahora Wally se dio palmadas y se rió. Se rió hasta que el centinela sentado fuera de su celda en el corredor llegó a su puerta a mirarle.
—Me gustaría que me dijera eso tan divertido —comentó, un tanto molesto.
Wally se secó los ojos.
—Nunca lo sabrán —contestó—. La noticia de esta clase de broma no es muy posible que se propague.
El guardián se alejó, agitando la cabeza, y Wally rió de nuevo. Se rió de los poderosos cazadores que tal vez en este mismo momento estuvieran teniendo su solitario duelo con un Yalli.
Pero con un Yalli al que Wally, con su afilado cuchillo y su maestría de biólogo, había hecho un corte en la mano. Un Yalli que tenía, ahora, un dedo tal vez feo, pero perfectamente útil para apretar el gatillo.
Título original:
KILLJOY
© 1953, Ziff-Davis Publishing Co
Traducción de M. Sobreviela