SEIS FÓSFOROS
ARKADI Y BORIS STRUGATSKI
Los hermanos Arkadi y Boris Strugatski, astrónomo y lingüista respectivamente, son dos de los autores de ciencia ficción más celebrados en la URSS, y su trilogía de novelas «El país de las nubes purpúreas», «El camino de Amaltea» y «Cataclismo en Iris» —la primera de las cuales ha sido publicada en español por la colección Nebulae— es mundialmente conocida. Han escrito además una gran cantidad de relatos cortos, de entre los cuales hemos seleccionado el presente: un relato de corte muy soviético, donde se nos ofrece una idea digna de ser anotada: la del «músculo del cerebro».
montaje fotográfico de ENRIQUE TORRES
I
El inspector puso a un lado su block de notas y dijo:
—Es un asunto complicado, camarada Leman. Un asunto realmente extraño.
—Yo no lo encuentro así —dijo el director del Instituto.
—¿No?
—No. Para mí todo está claro.
El director hablaba con una voz seca, mientras examinaba atentamente la plaza vacía, inundada de sol, bajo la ventana. El cuello le dolía desde hacía tiempo. En la plaza no ocurría estrictamente nada interesante. Pero él permanecía vuelto obstinadamente en esta actitud, queriendo expresar así su protesta. El director era joven y estaba lleno de amor propio. Comprendía muy bien de qué quería hablar su interlocutor, pero no le reconocía el derecho de ocuparse de aquel aspecto del asunto. La insistencia tranquila del inspector lo irritaba. «Intenta comprender, pensaba con rabia. ¡Todo está claro como el agua de un manantial, pero él intenta comprender!»
—Para mí, aún no está todo claro —dijo el inspector.
El director se encogió de hombros, echó una mirada a su reloj y se levantó.
—Excúseme, camarada Rybnikov —dijo—. Dentro de cinco minutos tengo una reunión. Si no me necesita...
—Claro que no, camarada Leman. Pero desearía hablar también con este... asistente «personal». ¿Gortchinski, creo?
—Gortchinski. Aún no ha vuelto. En cuanto llegue se lo enviaré.
El director hizo una inclinación y salió. El inspector, frunciendo las cejas, lo observó irse. «Eres un poco ligero, muchacho, pensó. ¡Bah! Ya llegará tu turno».
Pero el turno del director aún no había llegado. Antes era preciso esclarecer lo esencial. A primera vista, efectivamente, todo parecía límpido. Desde aquel mismo momento el inspector Rybnikov, del Departamento de Protección del Trabajo, hubiera podido iniciar su informe sobre El asunto Andrei Komline, jefe del laboratorio de física del Instituto Central del Cerebro. Komline se había sometido por sí mismo a peligrosas experiencias y desde hacía cuatro días se hallaba en el hospital en un estado de semi-coma. Su cráneo redondo, erizado de pequeños cabellos, estaba cubierto de extraños moratones de forma redondeada. No podía hablar. Los médicos le inyectaban vigorizantes. Y en el momento de las consultas, los términos: «extremo agotamiento nervioso, afección de los centros de la memoria, alteraciones de los centros vocales y del oído» acudían sin cesar, inquietantes.
En el asunto Komline, todo lo que podía interesar al Departamento de Protección del Trabajo estaba claro para el inspector. No se trataba ni de mal funcionamiento de los aparatos, ni de negligencia en su utilización, ni de falta de experiencia del personal. Con toda evidencia, ninguna infracción de las reglas de seguridad —en todo caso en el sentido generalmente admitido para esta palabra— había tenido lugar. Estaba, en fin, claro que Komline se sometía a esas experiencias a espaldas de todos, incluso de Alexandre Gortchinski, su asistente «personal». Aunque sobre este punto algunos colaboradores del laboratorio fueran de una opinión muy diferente.
Lo que interesaba al inspector era otra cosa. Es cierto que él no era solamente inspector. Su olfato de viejo investigador científico le hacía pensar que los datos fragmentarios de que disponía sobre el trabajo de Komline y el extraño accidente ocurrido a este disimulaban la historia de un descubrimiento poco ordinario. Y los testimonios de los colaboradores del Instituto, que volvían ahora a su memoria, le confirmaban más y más en esta idea.
Tres meses antes del accidente, el laboratorio había recibido un nuevo aparato. Era un generador de neutrinos. Es decir, un dispositivo para producir haces de neutrinos y focalizarlos. Fue a partir de aquel momento que en el laboratorio de física se produjeron toda una serie de acontecimientos a los cuales no habían prestado atención, en el momento preciso, aquellos que hubieran debido hacerlo. El accidente del cual Komline había sido víctima era el resultado.
A la recepción del aparato, Komline había confiado a su adjunto, con una visible alegría, la tarea de acabar el estudio del tema en el que trabajaba. Se había encerrado en la pieza donde se hallaba el generador de neutrinos y había empezado a preparar —esto es lo que había declarado— una serie de experiencias preliminares. Habían pasado algunos días. Después, Komline había abandonado bruscamente la pieza. Como de costumbre, había dado una vuelta por el laboratorio, amonestado vivamente en público a tres de sus colaboradores, firmado algunos papeles y encargado a su adjunto de redactar el informe semestral. A la mañana siguiente se había encerrado de nuevo en su «cámara de neutrinos», esta vez con su asistente Alexandre Gortchinski.
No fue sino hasta muy recientemente, dos días antes del accidente, que se supo de qué se ocupaban, cuando Komline (en común con Gortchinski) había presentado aquel destacable informe sobre la acupuntura a neutrinos «que hacía tambalearse las bases de la medicina». Pero en el curso de los tres meses durante los cuales había trabajado con el generador, Komline había ya llamado en tres ocasiones la atención de sus colaboradores.
Las cosas habían comenzado así. Un buen día, Andrei Andreevitch había llegado al laboratorio con la cabeza rapada y llevando su sombrero negro de profesor. Nadie sin duda habría recordado aquel detalle, si, una hora después, pálido y aturdido, Gortchinski no hubiera salido de la «cámara de neutrinos» y, según la expresión dada por alguien, no se hubiera lanzado a la farmacia del laboratorio «revolviendo armarios». Luego, habiendo tomado varios apósitos individuales, regresó a la misma velocidad y cerró la puerta a sus espaldas. Alguien sin embargo logró ver a Andrei Andreevitch dentro de la habitación, de pie cerca de la ventana, con su cráneo reluciente, y sujetándose su mano izquierda con la derecha. Su mano izquierda estaba moteada de manchas oscuras, sin duda de sangre. Por la tarde, Komline y Gortchinski habían abandonado la «cámara de neutrinos» sin hacer ruido y habían salido sin mirar a nadie. Ambos tenían el aire anonadado, y la mano izquierda de Komline estaba envuelta en un vendaje sucio.
Algunos recordaban también otra cosa. Un mes después de este primer incidente, el joven investigador Vedeneev había hallado una tarde a Komline en un sendero apartado del Parque Azul. El jefe del laboratorio estaba sentado en un banco, con un grueso libro un poco abismado sobre las rodillas, y murmuraba a media voz, los ojos clavados fijamente ante él. Vedeneev lo había saludado y había tomado asiento a su lado. Komline había cesado inmediatamente de murmurar y se había vuelto hacia él torciendo curiosamente el cuello. Tenía los ojos «como vidriosos», y Vedeneev había sentido de pronto deseos de irse. Pero por educación preguntó:
—¿Lee, Andrei Andreevitch?
—Sí —había respondido Komline—. Las ligas del río, de Chi Nai-an. Un libro muy interesante. Tome, por ejemplo...
Vedeneev, que era muy joven, no conocía apenas la literatura china, y se sintió aún más incómodo. Pero Komline había cerrado bruscamente el libro, y se lo había dado a Vedeneev pidiéndole que lo abriera al azar. Komline había echado una ojeada sobre la página («una sola y rápida ojeada»), se había inclinado y había dicho:
—Siga el texto.
Después, con su voz habitual, sonora y clara, se había puesto a contar cómo un cierto Hou Yan-je, armado de varillas de acero, se había arrojado sobre He Tcheng y Se Bao, y como un cierto Van In, apodado «el tigre de patas cortas» y su esposa llamada «El verdor»... Fue solamente en aquel momento que Vedeneev comprendió que Komline recitaba la página de memoria. El jefe del laboratorio no se había saltado ni una sola línea, no había confundido ni un solo nombre, lo había recitado todo palabra por palabra. Inmediatamente después, preguntó:
—¿He cometido errores?
Estupefacto, Vedeneev había sacudido la cabeza. Komline se había echado a reir, le había tomado de nuevo su libro y se había ido. Vedeneev, no sabiendo qué pensar, había contado esta historia a algunos compañeros que le habían aconsejado pedir al propio Komline que se lo explicara. Pero éste había acogido con una sorpresa tan sincera la alusión de su encuentro en aquel sendero que Vedeneev había cambiado inmediatamente de conversación.
Sin embargo, los acontecimientos más asombrosos habían ocurrido apenas algunas horas antes del accidente.
Aquella tarde, Komline, más alegre, más espiritual y más jovial que nunca, había mostrado sus habilidades. Había cuatro espectadores: Alexandre Gortchinski, mal afeitado y expresando un afecto de colegial hacia su jefe, y tres chicas ayudantes de laboratorio, Lena, Doussia y Katia, que se habían quedado allá después de su servicio para terminar el montaje de un esquema sobre el cual debía trabajarse a la mañana siguiente.
Sus habilidades eran divertidas.
Para comenzar, Komline había propuesto hipnotizar a alguien, pero como nadie se lo había permitido, contó una anécdota sobre el hipnotizador y el cirujano. Después, declaró:
—Lena, ahora voy a adivinar lo que guardas en el cajón de tu mesa.
De los tres objetos del cajón había nombrado dos, pero Doussia le acusó de espiar. Komline había asegurado que no era cierto, pero como las chicas se rieran de él, declaró que sabía apagar una llama con la mirada. Doussia tomó una caja de fósforos y encendió uno, en el ángulo opuesto de la habitación. Bruscamente el fósforo, que hasta entonces brillaba bien, se apagó. Sorprendido, todo el mundo miró a Komline. Estaba de pie, los brazos cruzados sobre el pecho y las cejas fruncidas, en la pose del ilusionista profesional.
—¡A esto se le llama tener pulmones! —dijo Doussia admirativa: seis pasos al menos la separaban de Komline. Entonces este último propuso que le amordazaran. Doussia había encendido un nuevo fósforo, que se apagó exactamente igual que el primero.
—¿Soplará usted con la nariz? —se sorprendió Doussia. Pero Komline, habiendo retirado su mordaza, estalló en risas e hizo dar a Doussia unos pasos de vals a través de la pieza.
Inmediatamente mostró otros trucos. El primero ocurría de la siguiente manera: dejaba caer una cerilla, pero cada vez, en lugar de seguir la vertical, esta se apartaba hacia la derecha en un ángulo muy pronunciado («Está soplando de nuevo...» dijo Doussia, sin demasiada convicción); para el segundo, puso una pequeña espiral de wolframio sobre la mesa. De pronto, dando cómicos saltitos sobre el cristal, esta se arrastró hasta el borde y cayó al suelo. Evidentemente, todo el mundo estaba muy sorprendido, y Gortchinski insistió para que el profesor explicara cómo lo lograba. Pero Komline había tomado bruscamente un aire serio, y propuso multiplicar mentalmente algunos números de varias cifras.
—Diez mil cuatrocientos sesenta y cuatro por doscientos treinta y uno —sugirió Katia tímidamente.
—¡Apunte! —ordenó Komline con una voz extrañamente sorda, y comenzó a dictar—: cuatro, ocho, uno... —Allí, su voz descendió hasta casi convertirse en un murmullo, y terminó muy aprisa—: siete, uno, cuatro, dos... de derecha a izquierda.
En seguida se volvió de espaldas (las tres jóvenes se mostraron sorprendidas de verle de pronto abatido, encorvado, como si se hubiera vuelto más pequeño) y, arrastrando la pierna, regresó a la «cámara de neutrinos», donde se encerró. Gortchinski lo vio irse con inquietud, después anunció que Andrei Andreevitch había calculado exactamente: leyendo las cifras dictadas de derecha a izquierda se obtenía el resultado, dos millones cuatrocientos diecisiete mil ciento ochenta y cuatro.
Las chicas habían trabajado hasta la diez y Gortchinski se había quedado para ayudarlas, si bien no pensaba en lo que estaba haciendo. Komline no salía. A las diez, todos se fueron, deseándole buenas noches a través de la puerta. A la mañana siguiente, Komline era transportado al hospital.
Así, el resultado «legal» de estos tres meses de trabajo de Komline era la «acupuntura a neutrinos», es decir un tratamiento fundado en la irradiación del cerebro por haces de neutrinos. Era un método extremadamente interesante en sí mismo, pero ¿qué relación había entre él y la mano herida de Komline? ¿Y su extraordinaria memoria? ¿Y sus habilidades con los fósforos, la espiral y el cálculo mental?
—Ocultaba algo a todo el mundo —murmuró el inspector—. ¿Era porque no estaba demasiado seguro de sí mismo o porque temía hacer correr un peligro cualquiera a sus camaradas? Era un asunto complicado, muy extraño.
El videofono hizo oír un timbrazo y el rostro de la secretaria apareció en la pantalla.
—Perdón, camarada Rybnikov —dijo—. El camarada Gortchinski está aquí a su disposición.
—Que venga —dijo el inspector.
II
Un hombre de elevada estatura, con una camisa a cuadros, las mangas subidas, apareció en la puerta. Sus enormes hombros estaban rematados por un cuello de toro y una cabeza coronada de una espesa cabellera negra, a través de la cual se apercibía sin embargo un pequeño indicio de calvicie (o incluso dos, le pareció al inspector). Entró de espaldas. Antes de que el inspector tuviera tiempo de sorprenderse, continuó avanzando de espaldas, dijo: «Usted primero, Iossif Petrovich», y dejó pasar al director. Después, cerró cuidadosamente la puerta, se giró sin prisa y saludó inclinándose ligeramente. El rostro de este personaje de modales extraños estaba adornado por un bigote corto pero espeso y parecía demasiado oscuro. Era Alexandre Gortchinski, el asistente «personal» de Komline.
El director tomó asiento en su sillón y se puso a mirar por la ventana sin decir una palabra. Gortchinski se plantó ante el inspector.
—Y usted... —dijo este.
—Gracias —respondió el ayudante de Komline, y se sentó. Con las manos apoyadas sobre las rodillas, miró al inspector con sus ojos grises, sin apacibilidad.
—¿Gortchinski? —preguntó el inspector.
—Gortchinski Alexandre Borissovitch.
—Soy Rybnikov, inspector del Departamento de Protección del Trabajo. Encantado.
—Igualmente —dijo Gortchinski arrastrando las palabras.
—¿Es usted el asistente «personal» de Komline?
—No sé lo que quiere usted decir con esto. Soy preparador en el laboratorio de física del Instituto Central del Cerebro.
El inspector echó una ojeada oblicua al director. Le había parecido ver que una sonrisa irónica fruncía los ojos de este.
—Bien —dijo—. ¿Qué problemas ha estudiado usted estos últimos tres meses?
—Los problemas de la acupuntura a neutrinos.
—¿No podría darme algunos detalles más?
—Existe un informe —dijo firmemente Gortchinski—. Todo está allá.
—Le ruego, sin embargo, que me dé una respuesta más detallada —dijo el inspector calmadamente.
Permanecieron algunos segundos frente a frente, mirándose a los ojos, el inspector volviéndose rojo, Gortchinski con el bigote temblando. Este último frunció al fin el ceño y dijo:
—Si lo desea, puedo darle algunos detalles. Estudiamos la influencia de los haces de neutrinos focalizados sobre la materia gris y blanca del cerebro al igual que sobre el conjunto del organismo del animal cobaya...
Gortchinski hablaba con un tono monótono, sin expresión, agitándose lentamente en su sillón.
—...Paralelamente al registro de las modificaciones patológicas y otras ocurridas en el conjunto del organismo, medimos las corrientes de influencia, el decrecimiento diferencial y las curvas frágiles en los diferentes tejidos, al mismo tiempo que las cantidades relativas de neuroglobulina y de neurostromina...
El inspector se apoyó en el respaldo del sillón y pensó con una rabia admirativa: «Tú, muchacho atrevido...» El director continuaba mirando por la ventana y tamborileando con los dedos sobre la mesa.
—Dígame, camarada Gortchinski, ¿qué es lo que tiene usted en las manos? —preguntó bruscamente el inspector, al que no le gustaba permanecer a la defensiva.
Gortchinski miró sus manos posadas en los brazos del sillón, enteramente cubiertas de arañazos y cicatrices azuladas, hizo un gesto como para meterlas en sus bolsillos, pero se limitó a cerrar sus enormes puños.
—Es un mono que me arañó —murmuró entre dientes—. En su jaula.
—¿Es que realiza usted sus experiencias solamente sobre animales?
—Sí, yo realizaba mis experiencias, yo, solamente sobre animales —dijo Gortchinski, apoyándose ligeramente en el segundo «yo».
—¿Qué le ocurrió a Komline hace dos meses? —preguntó el inspector pasando a la ofensiva.
Gortchinski se encogió de hombros.
—No lo recuerdo.
—Voy a hacerle memoria. Komline se hizo un corte en la mano. ¿Cómo se lo produjo?
—¡Se cortó, y es todo! —respondió Gortchinski groseramente.
—¡Alexandre Borissovitch! —dijo el director con tono de advertencia.
—Pregúnteselo a él.
Los ojos claros del inspector se fruncieron.
—Usted me sorprende, Gortchinski —dijo con voz baja—. Tiene usted el aire de estar convencido de que quiero hacerle decir algo que podría perjudicar a Komline... o a usted, o a sus camaradas. Todo es sin embargo mucho más simple. Yo no soy especialista del sistema nervioso central, sino solamente de radio-óptica. Por lo tanto, no tengo derecho de juzgar según mis impresiones personales. Si me han encargado este trabajo, no es para dejar curso libre a mi imaginación, sino para saber. Y usted me está representando una comedia. Debería usted sentir vergüenza...
Se estableció un silencio. Y el director comprendió de pronto lo que daba la fuerza a aquel hombre lento y tenaz. Visiblemente, Gortchinski lo había comprendido también, ya que dijo al fin, sin mirar a nadie:
—¿Qué quiere usted saber?
—Lo que es la acupuntura a neutrinos —dijo el inspector.
—Es una idea de Andrei Andreevitch —respondió Gortchinski con aire cansado—. La irradiación de ciertas partes de la corteza cerebral mediante haces de neutrinos suscita... o más exactamente acrecenta en proporciones considerables la resistencia del organismo a diversos venenos químicos y biológicos. Después de dos o tres sesiones, perros contaminados o envenenados con anterioridad sanan completamente. Existe una cierta analogía entre estos haces de neutrinos y las agujas de las que se sirve uno en la acupuntura, de las cuales le viene el nombre a este nuevo método. Pero evidentemente la analogía es puramente exterior.
—¿Y cómo proceden ustedes? —preguntó el inspector.
—En primer lugar, se afeita el cráneo del animal, después se aplica sobre la piel desnuda una especie de ventosas... Son pequeños dispositivos que focalizan los haces de neutrinos en un punto determinado de la materia gris. Es muy complicado. Pero lo que es aún más difícil es el descubrir los puntos de la corteza cerebral que es preciso tocar para hacer actuar a los fagocitos en el sentido deseado.
—Es extremadamente interesante —dijo muy sinceramente el inspector—. ¿Pero qué enfermedades pueden curarse de esta manera?
Después de un instante de silencio, Gortchinski respondió:
—Numerosas. Andrei Andreevitch piensa que la acupuntura a neutrinos moviliza fuerzas del organismo que nos son aún desconocidas. No los fagocitos, ni los estímulos nerviosos, sino algo distinto, algo incomparablemente más poderoso. Él no tuvo tiempo... Decía que las punturas a neutrinos permitirían sanar no importa cual afección: los envenamientos, las enfermedades cardíacas, los tumores malignos...
—¿El cáncer?
—Sí. Las quemaduras también... quizá incluso restablecer los órganos perdidos. Decía que las fuerzas estabilizadoras del organismo son inmensas y que la llave para ponerlas en movimiento se encuentra en la corteza cerebral. Es necesario solamente descubrir los puntos de esta corteza donde deben ser hechas las punturas.
—La acupuntura a neutrinos —pronunció lentamente el inspector, como si degustara las palabras. Después, muy aprisa, continuó—: Muy bien, camarada Gortchinski. Se lo agradezco mucho. —Gortchinski tuvo una sonrisa de desengaño—. Ahora cuénteme, por favor, cómo halló usted a Komline. Fue usted el primero que lo descubrió, ¿no es así?...
—Efectivamente, fui el primero. Cuando llegué al trabajo, por la mañana, Andrei Andreevitch estaba sentado... derrumbado en el sillón del despacho...
—¿En la «cámara de neutrinos»?
—Sí, en la habitación donde se encuentra el generador. Tenía sobre la cabeza el casco que lleva las ventosas. El generador estaba conectado. Me pareció que Andrei Andreevitch estaba muerto. Llamé al médico. Esto es todo.
La voz de Gortchinski se cortó. Era algo tan inesperado que el inspector aguardó un poco antes de hacer una nueva pregunta. «Vaya, vaya», dijo el director sin dejar de mirar hacia la ventana.
—¿Y no sabe usted a qué experiencia se dedicaba Komline?
—No —respondió Gortchinski con una voz sorda—. No lo sé. En la mesa, ante él, se encontraba la balanza del laboratorio y dos cajas de fósforos. Los fósforos de una caja habían sido vaciados sobre la mesa...
—Espere —el inspector echó una mirada al director, después a Gortchinski—. ¿Fósforos? Fósforos... ¿Qué tienen que ver los fósforos con esto?
—Sí, fósforos —repitió Gortchinski—. Estaban amontonados. Algunos estaban unidos de dos en dos o de tres en tres. Sobre uno de los platos de la balanza había seis. Al lado se encontraba una hoja de papel con cifras. Andrei Andreevitch pesaba los fósforos. Esto es cierto. Lo he verificado yo mismo. Las cifras coinciden.
—Fósforos —gruñó el inspector—. Quisiera saber para qué le servían... ¿tiene usted alguna idea?
—No —respondió Gortchinski.
—Sus colaboradores me han contado también... —el inspector se acarició el mentón, pensativo—. Estas habilidades... con la llama, con los fósforos... Es probable que, además de la acupuntura, Komline estudiara también otros problemas. Pero ¿cuáles?
Gortchinski guardó silencio.
—En varias ocasiones realizó experiencias sobre sí mismo. Su cráneo está cubierto de las señales de sus ventosas.
Gortchinski continuaba callado.
—¿Había observado usted antes que Komline calculaba muy rápido mentalmente? Quiero decir, antes de que les mostrara sus habilidades.
—No —dijo Gortchinski—. No lo había notado. Yo no observé nunca nada parecido. Ahora, sabe usted tanto como yo. Es cierto que Andrei Andreevitch realizó experiencias sobre sí mismo. Ensayaba las punturas de neutrinos. Es cierto que se cortó la mano con una hoja de afeitar... Quería controlar cómo estas punturas cicatrizaban las heridas. Esta vez... no tuvo éxito. Y, al mismo tiempo, trabajaba en no sé cual problema en secreto para todo el mundo. Incluso para mí. Ignoro en qué consistía este problema. Lo único que sé es que se trataba igualmente de algo relacionado con la irradiación de neutrinos. Es todo.
—¿Alguien más que usted se halla al corriente? —preguntó el inspector.
—No, nadie.
—¿Y usted no sabe a qué experiencias se dedicaba Komline sin su participación?
—No.
—Puede retirarse —dijo el inspector.
Gortchinski se alzó y, sin levantar los ojos, ganó la salida. El inspector miraba fijamente su nuca, donde se apercibían dos pequeñas manchas de calvicie, no una sino dos, como le había parecido desde un principio.
El director miraba por la ventana. Un pequeño helicóptero descendía en la plaza. Con su fuselaje brillando al sol, balanceándose suavemente, giró con lentitud sobre sí mismo y se posó. La puerta de la cabina se abrió, el piloto, vestido con mono gris, apareció en ella, saltó con ligereza al asfalto y avanzó hacia el Instituto mientras encendía un cigarrillo. El director había reconocido el helicóptero del inspector. «Viene a repostar», pensó distraídamente.
El inspector preguntó:
—La acupuntura a neutrinos, ¿no afecta al psiquismo?
—No —respondió el director—. Komline afirma que no.
El inspector se hundió en su sillón y se puso a contemplar el techo de un blanco mate.
El director dijo casi en voz baja:
—Gortchinski no podrá trabajar hoy. Se ha equivocado usted hablándole así...
—No —objetó el inspector—, no me he equivocado. Perdóneme, camarada Leman, pero usted me sorprende. ¿Cómo, según usted, puede un hombre normal tener manchas calvas en la cabeza? Y cicatrices en las manos... Es un digno discípulo de Komline.
—Les gusta su trabajo —dijo el director.
Durante algunos segundos, el inspector miró al director sin decir nada, las mandíbulas apretadas.
—Les gusta mal —dijo—. Según la vieja moda, camarada Leman. Y a usted también, a todos ustedes les gusta mal. Somos ricos. El país más rico del mundo. Ponemos a su disposición todos los aparatos, todos los animales de los que puedan tener necesidad para sus experiencias. Sólo es preciso pedirlo. Trabajen, estudien, experimenten... ¿Por qué en cambio derrochan tan ligeramente los hombres? ¿Quién les ha permitido una tal actitud con respecto a la vida humana?
—Yo...
—¿Por qué no aplican ustedes las directrices de abril del Comité Central? ¿Por qué no ejecutan ustedes el decreto del Presidium del Soviet Supremo? ¿Cuándo va a terminar este escándalo?
—Es el primer caso en nuestro Instituto —replicó el director, irritado.
El inspector sacudió la cabeza.
—En su Instituto... ¿Y en los demás? ¿Y en las industrias? Komline es el octavo caso durante estos últimos seis meses. ¡Es la barbarie! ¡Un heroísmo bárbaro! Se montan en los cohetes cósmicos, en los batiscafos, se ponen los reactores a regímenes críticos... —hizo un esfuerzo para sonreír—. Se buscan las vías más cortas para descubrir la realidad, para triunfar sobre la naturaleza. Y no son raros los casos en los que alguno se deja la vida. Su Komline es el octavo. ¿Es esto admisible, profesor Leman?
El director adoptó un aire obstinado.
—A veces es inevitable. Acuérdese de los médicos que se inoculaban el cólera y la peste.
—Eso es, hábleme de situaciones históricas paralelas... ¡Piense más bien en la época en que vivimos!
Se detuvieron. La tarde declinaba, haciendo surgir sombras grises transparentes en los rincones más retirados del despacho.
—A propósito —dijo de repente el director, sin mirar a su interlocutor—, he dado orden de abrir la caja fuerte de Komline. Me han traído sus notas. Creo que usted también le interesará conocerlas.
—Naturalmente —respondió el inspector.
—Solamente —el director esbozó una sonrisa— hay que hacer notar que contienen demasiados... hum... términos especializados. Les he echado una ojeada y temo que para usted le resulte difícil. Me las llevaré esta noche a casa y, si usted quiere, intentaré hacerle un resumen...
El inspector se regocijó francamente.
—Sólo que no ponga demasiadas esperanzas en mí —se apresuró a prevenirle el director—. Sus agujas a neutrinos... Han sido para todos nosotros como un trueno en un cielo sin nubes. Nadie podía imaginar nada parecido. En este campo, Komline es un adelantado, es el primero en el mundo. Así, puede que esto sea demasiado fuerte para mí.
El director salió.
Sin duda, las notas de Komline le ayudarían a ver claro. El inspector lo deseaba vivamente. Se imaginaba a Komline con el casco guarnecido de ventosas sobre su cráneo desnudo, en el acto de pesar fósforos unidos de dos en dos y de tres en tres. No, no se trataba de acupuntura, sino de algo totalmente nuevo. Y era preciso que Komline no hubiera creído en lo que veían sus ojos para someterse a tan pavorosas experiencias en secreto aún de sus camaradas.
¡Qué época magnífica la de aquella generación de experiencias atrevidas, dispuesta a sacrificarse! No solamente continúan sin desanimarse, sino que de año en año son más ardientes. Es preciso desplegar inmensos esfuerzos para utilizar aquel océano de entusiasmo con el máximo efecto. No es pasando sobre los cadáveres de sus mejores hijos como debe progresar la Humanidad hacia el dominio de la naturaleza, sino que debe dejar a las poderosas máquinas y a los aparatos de alta precisión la tarea de limpiarle el camino. Ya que lo que hay más precioso en el mundo es precisamente el Hombre.
El inspector se levantó pesadamente y se dirigió hacia la puerta. Avanzaba sin apresurarse. Era su manera de andar, la edad que se hacía sentir, y además aquella pierna.
La sala de espera estaba vacía. La atravesó arrastrando fuertemente la pierna derecha, y gruñó entre dientes:
—¡Ah, estas viejas heridas!
III
A la mañana siguiente, a primera hora, en el mismo momento en que los doctores, que habían conseguido descubrir las causas del estado del paciente, constataban con alegría que Komline recuperaba la palabra, Rybnikov y Leman estaban reunidos nuevamente en el despacho del director. El inspector tenía su block de notas sobre su rodilla. Ante el director se amontonaban los papeles: páginas escritas, gráficos, esquemas e incluso dibujos; eran las notas de Komline.
El director hablaba rápido, mirando sin ver al inspector con sus ojos enrojecidos por una noche sin sueño. A veces, sus frases eran deshilvanadas, y de tiempo en tiempo se detenía, como estupefacto al oír sus propias palabras. El inspector escuchaba y la sucesión de los acontecimientos, los lazos que existían entre ellos, se le aparecían más y más claros. He aquí lo que entresacó:
No era por azar que Komline se había ocupado de la irradiación del cerebro por los haces de neutrinos. Primero, este problema no había sido en absoluto dilucidado. El método que permitía obtener haces de neutrinos de una densidad «prácticamente» utilizable había sido puesto a punto muy recientemente. Desde el momento en que había estado en posesión del generador, Komline había resuelto ensayarlo.
Segundo, esperaba mucho de estas experiencias. Las radiaciones de altas energías (rayos alfa, rayos beta, rayos gamma) alteran la estructura nuclear e intranuclear de las proteínas del cerebro. Las destruyen. No pueden provocar ninguna modificación en el organismo, salvo de orden patológico. Todas las experiencias dan fe de ello. Con el neutrino, esta partícula neutra infinitamente pequeña, sin masa, es completamente distinto. Komline pensaba que el neutrino no suscitaría en los núcleos de las proteínas del cerebro ni procesos explosivos, ni modificaciones de la estructura molecular, sino una excitación moderada, que intensificaría los campos nucleares y engendraría quizá campos de fuerza totalmente nuevos en la sustancia cervical. Todas estas suposiciones habían sido brillantemente confirmadas.
—Me hallo lejos de haber comprendido todo lo que contienen estas notas —se interrumpió el director—. Hay incluso algunas cosas que no puedo creer. Así que no hablaré más que de lo esencial y de lo que puede permitir aclarar esta oscura historia de los trucos de ilusionista. Aunque, pese a todo, siga pareciendo demasiado inverosímil.
Desde el principio de sus experiencias sobre animales, Komline había tenido la idea de la acupuntura a neutrinos. El mono que le servía de cobaya se había herido una pata y había sanado con una rapidez extraordinaria. Del mismo modo las manchas oscuras que tenía en los pulmones —rastros de la tuberculosis que estos animales contraen muy a menudo bajo un clima templado— habían desaparecido muy rápidamente.
Los ensayos de acupuntura a neutrinos fueron coronados con éxito. Varios perros a los cuales se había hecho tomar venenos biológicos de diversos tipos fueron curados muy rápidamente y el análisis cromatográfico mostró que los animales habían evacuado casi todo el veneno al estado libre.
La aguja de Komline (es así como Gortchinski había llamado a este método) curaba la tuberculosis de los monos mejor y diez veces más rápidamente que los más poderosos antibióticos.
En este nivel en el que Komline no había puesto aún a punto el método de tratamiento, sino buscado solamente el demostrar que en principio era aplicable, no había ninguna necesidad de experimentar en el hombre. En su famoso informe, Komline había avanzado la hipótesis de que el organismo del hombre y de los animales esconde fuerzas curativas latentes, aún desconocidas por la ciencia, pero que se habían manifestado en el curso de las experiencias de acupuntura a neutrinos. El informe presentaba todo un programa de paso de las experiencias sobre los animales a las experiencias sobre el hombre; era un programa prudente, teniendo en cuenta las posibilidades de error y previniendo el paso gradual de las punturas a neutrinos más simples y a buen seguro inofensivas a las punturas más complejas. Los médicos, fisiólogos y psicólogos debían tomar parte en estas experiencias.
El inspector lo había visto exactamente. Komline no trabajaba solamente en la acupuntura a neutrinos. Muy pronto, las experiencias efectuadas con el generador habían revelado que el aumento extraordinario de las fuerzas curativas del organismo no era el único resultado —pese a ser el más importante— de la irradiación del cerebro por los haces de neutrinos. Los animales sometidos a las experiencias se conducían de forma extraña. No todos ni siempre. Los que estaban sometidos a la acción pasajera de los neutrinos se conducían de ordinario normalmente. Pero los «favoritos», aquellos que eran objeto de experiencias numerosas y diversas, dejaban estupefactos a los dos investigadores. Y allá donde el joven Gortchinski no veía más que fuerzas divertidas o lamentables de la naturaleza, su intuición de gran sabio sugería a Komline un nuevo descubrimiento.
El perro Genka
Por su lado, Komline se había sentido sorprendido por lo que le pasó en una ocasión a un babuino llamado Kora. Ocurrió inmediatamente después de una sesión de irradiación y Kora estaba en la habitación con Komline, que «se entretenía» tranquilamente con él. Bruscamente, fue sacudido como por un choque eléctrico. Habiendo percibido algo en un rincón, se puso a gruñir con una voz a la vez amenazadora y llorosa y se refugió en el rincón opuesto. Ni las caricias ni las amenazas pudieron hacer nada. Permaneció una hora entera allí, acurrucado, siguiendo con los ojos algo que nadie más que él veía y lanzando de tanto en tanto un grito estridente, la señal de alarma de su especie. Después, todo volvió a la normalidad, pero Komline observó con sorpresa que desde entonces, cada vez que Kora entraba en aquella habitación echaba ante todo una mirada inquieta hacia el rincón donde había creído ver un peligro.
Un día, Gortchinski corrió hacia Komline gritando: «¡Venga pronto! ¡Venga pronto!» y lo arrastró hacia la jaula de los monos. En uno de los compartimientos, un joven mono hamadríade comía un plátano. Ni el plátano ni el mono presentaban nada de extraordinario, pero el guardián y Gortchinski afirmaron a la vez que habían sido testigos de algo absolutamente fantástico. Habían visto al mono observar con un interés no disimulado un pequeño trozo de papel que se deslizaba suavemente por sí solo hacia él. El mono había tendido la pata para coger el papel y Gortchinski había corrido a buscar a Komline. Cuando llegaron, el guardián afirmó que el mono se había tragado el papel. En todo caso, el papel no se halló en la jaula. Todas las tentativas de volver a realizar el sorprendente fenómeno fracasaron.
—He aquí lo que Komline escribió a este respecto —dijo el director, tendiendo al inspector una hoja de papel.
El inspector leyó: «¿Una alucinación colectiva? ¿O algo enteramente nuevo? Una alucinación colectiva, con la participación de un mono, sería un fenómeno sorprendente. Sin embargo, hay allí algo. Con esos monos y esos perros no se puede saber nada. Es preciso ensayar con uno mismo».
Y Komline empezó a realizar experiencias sobre sí mismo. Muy pronto, Gortchinski se apercibió de ello y siguió casi inmediatamente el ejemplo de su jefe. Parece que incluso llegaron a disputar sobre esta cuestión. Finalmente, Gortchinski prometió no someterse más a experiencias y Komline a no experimentar más que las punturas más simples y las menos prolongadas, las que no ofrecen ningún peligro. Gortchinski no suponía en absoluto que Komline había cesado de ocuparse de la acupuntura a neutrinos.
—Desgraciadamente —prosiguió el director—, las notas de Komline encierran muy pocas referencias sobre los resultados, absolutamente increíbles, de sus experiencias. Cada vez se vuelven más y más fragmentarias y difíciles de descifrar. Se aprecia que a menudo Komline no encuentra las palabras para explicar sus sensaciones y sus impresiones. Sus conclusiones pierden su carácter lógico y no son ya tan completas como antes.
Consagró algunas páginas arrancadas de un cuaderno a la extraordinaria facultad de retención que había adquirido después de una experiencia. He aquí lo que escribió: «Es suficiente mirar un objeto una vez, para volver a verlo en seguida con todos sus detalles aunque me de la vuelta o cierre los ojos. Una rápida ojeada sobre la página de un libro y puedo leerla en seguida según la «imagen» que se ha grabado en mi memoria. Me parece que sé ya para toda mi vida varios capítulos de Las ligas del río y las tablas de logaritmos de cuatro cifras. ¡Qué extraordinarias posibilidades!»
En sus notas, se encontraban también consideraciones muy generales. «La memoria, muchos reflejos y hábitos, escribió con una mano firme, como si prosiguiera un razonamiento, tienen una base material determinada que, por el momento, no conocemos muy bien. Es el ABC. El haz de neutrinos se infiltra en esta base y crea en ella una nueva memoria, nuevos reflejos, nuevos hábitos. O más bien no los crea, sino que los hace aparecer indirectamente. Es esto lo que se produjo con Genka, con Kora, conmigo mismo (mnemogénesis, creación de una falsa memoria)»
Las últimas páginas, sujetas con una pinza, estaban consagradas al más interesante y al más sorprendente de los descubrimientos de Komline. El director las tomó y las levantó por encima de su cabeza.
—Contienen —dijo muy serio— la respuesta a sus preguntas. Es de alguna manera el plan o el borrador de un futuro informe. ¿Quiere usted que se las lea?
—Lea —respondió el inspector.
«Por la sola fuerza de la voluntad no se puede ni siquiera obligarse a guiñar un ojo. Es preciso un músculo. El sistema nervioso juega solamente el papel regulador de impulsos, nada más. Una descarga insignificante hace contraerse un músculo capaz de desplazar decenas de kilos, de ejecutar un trabajo enorme si se le compara con la energía de la impulsión. El sistema nervioso es el detonador en el cartucho de dinamita, el músculo es la dinamita, y la contracción es la explosión.
»Se sabe que la intensificación de la reflexión acrecenta los campos electromagnéticos que surgen en alguna parte de las células del cerebro. Son las biocorrientes. El hecho mismo de que podamos descubrirlas demuestra que el pensamiento ejerce una influencia sobre la materia. Es cierto que no es una influencia directa. Si hago un cálculo integral, el campo del cerebro se intensifica y veo moverse la aguja del aparato que capta y mide el campo. ¿No es este el motor psíquico? El campo, es el músculo del cerebro.
»Yo he adquirido la facultad de calcular con una rapidez extraordinaria. No sabría decir cómo lo hago. Calculo, y es todo. 1.919 × 237 = 454.803. He calculado mentalmente en cuatro segundos, cronómetro en mano. Está muy bien, pero no es todo. El campo electromagnético se intensifica bruscamente, pero los otros campos, ¿existen? El músculo está desarrollado pero ¿cómo gobernarlo?
»Esto funciona. Una espiral de wolframio: 4,732 gramos. Suspendida en el vacío por un hilo de nylon. Simplemente la he mirado y se ha desviado de su posición inicial en un ángulo de un poco más de 15°. Es ya algo. Régimen del generador...»
—He hablado con Gortchinski —dijo el director después de haber leído aún algunas cifras—. Esta noche. Vio la cámara de vacío con la espiral suspendida en su interior. La instalación desapareció en seguida, Komline debió desmontarla.
«El campo psicodinámico, este músculo del cerebro, funciona. Ignoro cómo se produce. Pero no hay en ello nada de anormal. ¿Es que sabemos lo que es preciso hacer para doblar el brazo? Nadie lo sabe. Para doblar el brazo yo doblo el brazo. Es todo. Pero el bíceps es un músculo muy dócil. Un músculo debe ser entrenado. Es preciso enseñar al músculo del cerebro a contraerse. Toda la cuestión es saber cómo.
»Es curioso, no puedo levantar un objeto. Tan solo puedo desplazarlo. Y ni siquiera como yo querría. El papel y los fósforos siempre a la derecha, el metal hacia mí. No consigo nada más con los fósforos. ¿Por qué?
»El campo psicodinámico actúa a través del cristal, pero no a través del papel. Para poder actuar sobre un objeto, es preciso que lo vea. En el punto de acción del campo, el aire (por lo que comprendo) comienza a desplazarse en torbellino. Puedo apagar una vela. En los límites de la «cámara de neutrinos», me parece que la distancia no juega ningún papel.
»Estoy convencido de que las posibilidades del cerebro son inagotables. Es preciso solamente entrenamiento y una cierta activación. Vendrá un tiempo en el que el hombre podrá calcular mentalmente mejor que no importa cuál calculadora electrónica, en el que podrá en algunos minutos leer y asimilar toda una biblioteca...
»Es agotador. Mi cabeza se hiende. A veces, no puedo trabajar más que bajo una irradiación continua y termino bañado en sudor. Sin embargo, no puedo caer enfermo. Hoy trabajaré con los fósforos.»
Las notas de Komline terminaban con estas palabras.
El inspector permaneció sentado, los ojos medio cerrados, y pensaba que tal vez la idea de Komline traería frutos magníficos. Pero esto aún tenía que llegar, mientras que Komline se hallaba en el hospital. El inspector abrió los ojos y su mirada cayó sobre una hoja de papel. «...Con estos monos y estos perros no se puede saber nada. Es preciso ensayar con uno mismo», leyó. ¿Quizá Komline tenía razón?
No, Komline estaba equivocado. Enormemente equivocado. No tenía que haber corrido un riesgo como aquel, o en todo caso no correrlo solo. Incluso allá donde ni las máquinas ni los animales pueden ayudar (el inspector arrojó de nuevo una mirada a la hoja de papel), el hombre no tiene derecho a jugar con la muerte. Y esto era precisamente lo que hizo Komline. Y usted, profesor Leman, usted no seguirá en el puesto de director del Instituto porque usted no comprende esto. Bien al contrario, parece estar usted lleno de admiración por Komline. ¡No, camarada! ¡Soy yo quien se lo digo! Nosotros no les dejaremos exponerse más. En nuestra época, podemos permitirnos el lujo de medir setenta y siete veces antes de cortar
El inspector dijo en voz alta:
—Pienso que puedo redactar ya el acta de la encuesta. Las causas del accidente son claras.
—Son claras —pronunció el director—. Komline se extenuó intentando levantar seis fósforos.
* * *
El director acompañó al inspector. Salieron a la plaza y se dirigieron sin prisa hacia el helicóptero. El director estaba distraído, pensativo, y no llegaba a alcanzar la marcha lenta y claudicante del inspector. Muy cerca del aparato fueron alcanzados por Alexandre Gortchinski, aturdido y sombrío. El inspector había ya dado la mano al director y se introducía penosamente en la cabina.
—Esas viejas heridas me hacen sufrir —murmuró.
—Andrei Andreevitch va mucho mejor —dijo suavemente Gortchinski.
—Ya lo sé —dijo el inspector, sentándose al fin con un gruñido de placer.
El piloto llegó corriendo y se apresuró a ocupar su sitio.
—¿Va a hacer un informe? —preguntó Gortchinski.
—Por supuesto —respondió el inspector.
—Ah... —Gortchinski, el bigote temblando, miró al inspector a los ojos y preguntó bruscamente, con una voz de tenor—: Dígame, por favor, ¿no es usted aquel Rybnikov que en el sesenta y ocho, en Koustanai, desconectó no recuerdo qué aparatos por su propia iniciativa, sin esperar a la llegada de los robots?
—¡Alexandre Gortchinski! —dijo el director con voz seca.
—...Recibió una herida en la pierna en la época...
—¡Cállese, Gortchinski!
El inspector no pronunció una palabra. Hizo restallar la puerta de la cabina al cerrarla, y se hundió en el mullido respaldo del sillón.
De pie en la plaza, con la cabeza levantada, el director y Gortchinski miraban elevarse el enorme escarabajo plateado. Muy pronto ascendió por encima de los dieciséis pisos del edificio blanco y rosa del Instituto, y desapareció en la lejanía azulada del día que declinaba.
Título original:
Шесть спичек
© 1968, Mezhkniga.
Traducción de F. Castro