31 DE DICIEMBRE DE 5027

Fanzine

JOSÉ-ÁNGEL CRESPO

31 de Diciembre de 5027 había sido proyectado y fabricado en serie como una pieza más de la mecánica estatal. Hasta tenía un número de serie en el Instituto Mundial de Estadística.

El Comité Internacional del Comité Unificado Mundial, en su sección económica, se reunió el 31 de Diciembre del año 5027 para hacer balance de las realizaciones del último plan de expansión y estudió las previsiones para los próximos cinco años. A continuación, la Sección de Demografía Dirigida, consultadas las computadoras electrónicas, decidió que harían falta dentro de veinte años 103.225 mecánicos electrónicos. El Comité eligió por orden riguroso las primeras 103.225 peticiones ya seleccionadas de mujeres que querían tener un hijo e, inmediatamente, les fueron remitidos los certificados para presentarse a las 500 Delegaciones Regionales del Instituto Estatal de Inseminación Humana. Todos los niños que nacieron en aquella tanda llevarían por nombre «31 de Diciembre» y por apellido «5027», día en que se firmó el Decreto Ley de tanta importancia para ellos. Los nombres estaban prohibidos hacía mucho tiempo, ya que creaban una individualidad que no era acorde con las leyes.

El mismo día y a la misma hora, las «receptoras» cumplían con su deber ciudadano, y 103.225 donantes recibirían una tarjeta rosa con la felicitación del Gobierno Unificado. Después, cuando el niño naciera, además de una pequeña cantidad, recibirían el titulo de padres y madres «mundiales», disfrutando de una bonificación en los impuestos. Sin embargo, les estaba totalmente prohibido saber quién era el niño y en qué sitio había nacido.

Las futuras madres recibían cuidados especiales y eran vigiladas y controladas, sin que por eso abandonaran el trabajo en sus fábricas, ya que la Medicina Productiva había conseguido que su rendimiento no bajara más de un 5% en sus respectivos trabajos.

Después de un embarazo abreviado y científicamente dirigido de seis meses, venían partos sin dolor e inconscientes, volviendo a las residencias de sus fábricas sin ver a sus hijos. Éstos recibirían las hormonas necesarias para lograr la proporción, ya estudiada, de varones y hembras y, después del período de las incubadoras, pasarían a las guarderías infantiles; allí recibirían la instrucción física científicamente adecuada a su futuro trabajo, y aprenderían la «Religión Política», con los «Principios Fundamentales del Régimen Mundial».

A los 18 años, serían unos muchachos fuertes, imbuidos de los sanos Principios Mundiales, así como todos los conocimientos técnicos de su trabajo. Tendrían, entonces, un período de prácticas de dos años y, al cumplir los 20, el 31 de Diciembre de 5047, ocuparían los 103.225 puestos de trabajo que fatalmente tenían que producirse.

Nuestro 31 de Diciembre, al que en la guardería le habían contado muchas veces su historia y leído el Decreto, estaba muy orgulloso de su origen, ya que había tenido la suerte de ser un «colaborador especializado» del Gobierno Mundial.

Todos los años se sometía, obligatoriamente, a un chequeo físico y mental, realizado por los Psiquiatras-Políticos, pues se habían dado algunos casos de locura política.

Su vida había transcurrido por cauces previstos por los Sociólogos-Políticos, y era de una gran sencillez. Nada de preocupaciones. Un cuerpo sano, capaz de desarrollar un trabajo eficiente, y ninguna especulación mental. Éste era el lema que le habían repetido tantas veces. La práctica de los deportes era obligatoria; cuando dejaba de ser conveniente por la edad había que afiliarse como seguidor de un club deportivo.

Su residencia estaba en la misma fábrica estatal, la cual contaba con instalaciones deportivas y una estupenda biblioteca, con todos los libros que existían sobre mecánica electrónica, que era su especialidad, y sobre los orígenes del Gobierno Mundial, sus principios y sus excelencias. Todos los actos que realizaba eran comunitarios, y estaba totalmente prohibido quedarse solo en la habitación, en la calle o en el campo, pues la soledad engendra ideas insanas que acaban en la locura política.

Contaba con muchos compañeros, la mayor parte de los cuales también eran 5027, y hasta se honraba con la amistad de un 30 de junio de 5003. (Hay que advertir que los 30 de Junio eran muy escasos, pues las reuniones del Comité eran en Diciembre, y sólo se reunían fuera de esa fecha por razones graves o urgentes).

Nuestro héroe contaba a la sazón ochenta años. Estaba en la plenitud de su vida. La vida, según las estadísticas, había sido calculada en 150 años para todos los 5027. Su actividad laboral se extendería hasta esos 150 años, no existiendo las jubilaciones, pues había que aprovechar al máximo el dinero invertido en tan caro producto.

Por esta época, un día, al salir de la fábrica y dirigirse al Tele-Centro para contemplar una película sobre la inauguración de una central atómica en el Desierto de Australia, sintió un mareo y perdió el conocimiento. Trasladado al ambulatorio de la fábrica, fue sometido instantáneamente a todos los análisis; además, fue visitado por un Comisario del Gobierno por si tenía alguna queja contra el trabajo, la alimentación o la vivienda. Después de firmar la declaración de que estaba conforme con todo, quedó en la habitación acompañado del magnetófono-televisor, que iba dando, en directo, las noticias mundiales y las estadísticas al segundo, con los incrementos de la producción.

Pero aquél era un día excepcional. No sólo se había sentido enfermo por primera vez en su vida, sino que una gran tormenta derribó un gran transformador repetidor, y la televisión enmudeció. Nuestro héroe quedó horrorizado. En ochenta años jamás había estado un minuto solo. Miró con terror a la habitación y deseó tener a los compañeros o, por lo menos, uno de aquellos primitivos transistores de los años 2000. No podía salir, porque las puertas estaban electrónicamente sincronizadas con las visitas de los médicos, y hasta la noche no vendría ninguno. Todos los servicios y comodidades imaginables estaban en la habitación, pero él se sentía solo. Sabía que la soledad era peor que la peor droga, y se esforzó en no pensar.

Sería horrible si un pensamiento, uno sólo, se metiera en su cerebro. ¿Pero qué hacer? Tenía que encontrar una solución. Un sudor frío le invadió de repente: «Buscar una solución». Era ya un pensamiento. Además, ¿cómo iba él a buscar una solución? Esto se salía de sus posibilidades, pues había sido preparado para no tener problemas, y si alguna vez se le presentaban, con marcar el número de Socorro del Centro de Soluciones Totales quedaba el asunto resuelto. Este Centro era el orgullo del Gobierno Mundial. Todas las preguntas posibles habían sido previstas, así como las respuestas exactas, por los más eminentes especialistas de todas las ramas del saber; por otra parte, las Computadoras se encargaban de recibirlas y contestarlas en décimas de segundos.

De todas formas, había algo de atrayente en su situación. ¿Y si desafiaba a la máquina y encontraba una solución a su problema? Nadie se enteraría. Él ya llevaba cinco minutos pensando, y aún no le había pasado nada. Entonces se preguntó: ¿Y quién soy yo para pensar por mi cuenta? ¿Quién soy yo...? Esta pregunta le parecía que no era de él; le recordaba algo de hacía ya muchos siglos, como si otros hombres muy raros y antiguos se hubieran hecho ya esta pregunta. Sintió unos deseos enormes de consultar a su amigo 30 de Junio: era mucho mayor que él mismo, y lo sabría.

El teléfono personal de 30 de Junio repiqueteó al instante, y éste dijo con voz de fastidio:

—¿Qué hay?

—Oye, soy 31 de Diciembre de 5027; ¿me puedes decir quién soy yo?

Inmediatamente se dio cuenta de la tontería que acababa de decir, y vio con horror que efectivamente el pensar llevaba a la locura o, por lo menos, a la estupidez.

30 de Junio lo achacó al desvanecimiento y le dijo:

—Veo que todavía no te encuentras del todo bien. Te estás perdiendo una película fantástica. Ya tenemos diez mil seiscientas veintiuna centrales atómicas. La renta mundial la acabamos de elevar en un cero coma cero cero tres por ciento...

31 de Diciembre colgó. Era mejor así. Estaba seguro ahora de que 30 de Junio jamás había pensado ni llegaría a pensar nunca en quién era él.

Las horas pasaban lentas y no podía quitarse aquella idea de la cabeza. Sabía de memoria su historia, pero tenía la sensación del que se mira en un espejo y no se reconoce. Él tenía que ser «algo más». ¿Pero qué?

Pensó en llamar al Centro de Soluciones Totales. Pero cuando iba a marcar, un nuevo pensamiento cruzó por su mente: «¿Para qué he nacido?». «¿Cuál es mi fin...?».

Se dio cuenta que su locura avanzaba con rapidez. De seguir así, cuando llegase el médico estaría irremisiblemente loco. No tenía un segundo que perder. Marcó el número de socorro y formuló las dos preguntas. La respuesta fue fulminante:

—«Eres 31 de Diciembre de 5027. Tu fin es colaborar en la producción mundial con todo tu entusiasmo durante ciento cincuenta años. Enhorabuena.»

Colgó algo decepcionado; por primera vez no le pareció la solución tan «total».

Rumió durante un buen rato las respuestas, lo cual le causó un gran dolor de cabeza por la falta de práctica, y al final encontró la clave. De acuerdo, ciento cincuenta años de trabajo, eso ya lo sabía. Pero, ¿y después qué?

Volvió a marcar, ahora con un cierto aire de desafío.

—¿Y después qué? —dijo.

Esta vez, con gran sorpresa, advirtió que la máquina no contestaba.

En el Centro de Soluciones Totales se produjo una gran conmoción. Con gran rapidez fue avisado el Comité de Urgencia, y se registró el sitio de donde procedía la llamada. Hubo una larga y secreta deliberación y, pasado bastante tiempo, por vez primera, la máquina no respondió, sino que preguntó a su vez:

—¿Después de qué?

La fe que tenía en la máquina bajó muchos enteros; aquello era ya un diálogo en igualdad de condiciones.

La policía del Gobierno se puso en marcha. La Brigada de Represión de Ideas Subversivas pidió informes de 31 de Diciembre. El Gobierno se puso en estado de alerta, pues podía ser el principio de una sublevación. Más tarde, al comprobar que sólo se trataba de un obrero mecánico internado en un sanatorio, hubo un gran alivio. El peligro había pasado. Un Psiquiatra-Comisario, con plenos poderes, se desplazó en un cohete ultrasónico para hacer el interrogatorio de aquel delincuente, que indudablemente tenía que estar loco.

El Psiquiatra-Comisario, acompañado de dos policías armados, entró en la habitación. Notó que el televisor-magnetófono no funcionaba. Suavemente preguntó:

—¿Le molestaba?

—¿El qué...? ¡Ah, el televisor! No, nada de eso, se estropeó. Por favor, me gustaría oírlo. La soledad me asusta.

Esto desconcertó al Comisario. «Este hombre es muy astuto, pensó; hay que andar con mucho cuidado; ha sido capaz de silenciar las computadoras».

—¿Qué sintió usted? —preguntó.

—Me desmayé al salir de la fábrica.

—No, me refiero aquí dentro. A sus preguntas al Centro de Soluciones Totales.

—No tiene importancia. Son tonterías mías —31 de Diciembre se sonrojó levemente—. La soledad...

—No, no —atajó rápidamente el Psiquiatra—, ha logrado que el Gobierno se interese por su caso.

—Bueno, yo no sé... Creí volverme loco. Debo tener aquí dentro —y se señaló la cabeza— una máquina de pensar que de repente se puso en marcha.

«Es un caso grave», pensó el Comisario.

—Me quedé solo. La culpa fue de la tormenta que averió la televisión. Sentí miedo. Me pareció que yo no era yo.

—¿Sintió que se desdoblaba su personalidad?

—No. Era yo, pero «algo más».

—¿El qué?

—No lo sé —contestó 31 de Diciembre.

—¿No le pareció raro?

—Sí.

—¿Por qué no consultó a las Computadoras?

—Ya lo hice.

—¿Entonces...?

—No me satisfizo la respuesta.

—Usted sabe que dan siempre la solución exacta, la única.

—Sí, lo sé; pero mi caso es distinto.

«Siempre lo mismo —murmuró el Comisario—. Ahora, amigo, me has defraudado. Creí que eras muy inteligente y veo que eres un vulgar enfermo.»

—¿Le sugirió alguien las preguntas? —éste era un tema sobre el cual había insistido mucho en el Comité Central, por si la subversión tenía ramificaciones.

—No, ya le digo que estaba solo.

—¿Piensa que se va a morir antes de tiempo? Ya sabe que eso no puede suceder.

—No. Más bien pensaba en lo que hay detrás de la muerte. Si en esta enfermedad muero, ¿dónde iré?

—No se preocupe. En el Archivo de Cenizas Proletarias ya tiene su lugar preparado.

—No digo mi cuerpo. Digo esa... esa especie de máquina de pensar que tengo.

—¿Para qué quiere pensar? Si usted muere, al Gobierno ya no le es útil y, por tanto, ya no pensará. Por cierto... su caso me recuerda al de una secta primitiva de iluminados de hace ya cinco mil años. Creían en otra vida.

—Mire usted: yo sólo soy un pobre obrero que únicamente entiende de mecánica y que sabe que usted tiene razón. Pero hay algo que me dice que después de mi muerte yo voy a seguir pensando. No sé cómo ni dónde. Y esto es lo que me trastorna. ¿Me promete traerme mañana la solución a mis preguntas?

El Comisario comprendió que no había nada qué hacer. Como tenía buenos sentimientos, se sintió invadido por la angustia. Pensó en el informe que tenía que redactar aquella misma noche y, con palabras solemnes, aseguró:

—Mañana sabrá usted la respuesta a todas sus preguntas.

«El enfermo padece una fulminante locura política, altamente contagiosa y desgraciadamente irreversible. Su moralidad recuerda a las sectas religiosas primitivas. No tiene cómplices.»

El Comisario firmó y se fue.

Aquella noche se le administraba un sedante a 31 de Diciembre, y a las doce, cuando ya estaba dormido, entraron en la habitación el Juez, el Forense y el Practicante. El Juez redactó la ficha a su nombre y le tomó las huellas dactilares. En la casilla de Procedimiento escribió: Inyección, Eutanasia. En la del Motivo: Locura Política.

El ciclo se había cerrado. El individuo era un producto del Gobierno, y estaba a su servicio. Por los locos políticos, por los rebeldes subversivos, el Gobierno sentía una gran compasión y sólo conocía una solución: la Piadosa Eutanasia.

Todo se había cumplido en la vida de 31 de Diciembre. Menos que viviría ciento cincuenta años.

© 1967, Cuenta Atrás.

El segundo fanzine en orden de aparición dentro de la escena española, y el primero en permanencia (pues el otro feneció a los pocos números) es «Cuenta Atrás». Su faneditor, Carlos Buiza, que se ha revelado repentinamente como uno de los autores jóvenes de más empuje del momento actual, no se ha sentido envanecido sin embargo por su repentino y fabuloso éxito (principalmente en televisión), y como buen aficionado que es ha seguido trabajando con su multicopista y sus clichés, produciendo un fanzine que puede colocarse a la altura de los mejores de todo el mundo. En las páginas de «Cuenta Atrás» han aparecido los nombres de todos los autores más o menos conocidos de la escena española de la ciencia ficción, alternándose a su vez con una serie de «descubrimientos» (cuyo mérito hay que agradecer en gran parte al propio Carlos Buiza) de una serie de autores que, como el del relato que publicamos aquí, no tienen nada que envidiar a los profesionales, y se nos presentan como futuras e importantes promesas.

La única nube negra que aparece en el horizonte de este magnífico fanzine español es la inminente incorporación de su faneditor al servicio militar, cuya circunstancia, ocupándole intensamente sus horas, no creemos que le permita la continuación de su tarea, la cual últimamente, y debido precisamente a excesos de trabajo, se mostraba ya un poco irregular. Confiamos en la suerte y en la voluntad de Carlos Buiza, y hacemos votos porque esta loable empresa que es «Cuenta Atrás» siga, contra viento y marea.