AEROPISTA 75
WILLIAM SPENCER
Actualmente, todo conductor que posea un coche medianamente potente se convierte más o menos en un neurótico cuando entra en una autopista. ¿Imaginan lo que puede llegar a ocurrir mañana, cuando esta autopista permita a los conductores no sólo correr, sino también... volar?
montaje fotográfico de SEBASTIÁN MARTÍNEZ
El chiquillo buscó ansiosamente entre el montón de juguetes, apartando hacia un lado los osos de trapo y los submarinos nucleares, desparramando ruidosamente los ladrillos de la construcción de recreo. Del fondo del montón extrajo un reluciente modelo de aerocoche, y lo agitó triunfalmente en el aire.
Hogben, observándolo atentamente a través de la ventana sólo transparente desde su lado, instalada en una pared del laboratorio psicomotivo, sacudió su cabeza con satisfacción. Cada día de la semana el muchacho había escogido el aerocoche, el mismo modelo amarillo y naranja.
¡Sheee, sheee!, gritó el muchacho, imitado el estridente ruido de un aerocoche real. Hizo girar el modelo en rápidos arcos alrededor de su cabeza, cortando el aire.
¡Sheee!
Hogben, escondido tras la ventana de observación, escribió diligentemente en su libreta de apuntes. Luego miró otra vez, sus pequeños ojos centelleando agudamente detrás de los bruñidos cristales de sus gafas sin montura, dispuesto a no perderse detalle. Unas pocas semanas más de observación, unos pocos nuevos incidentes significativos, y tendría bastante material para su informe.
Observó al muchacho, que hacía girar el juguete a una velocidad relampagueante sobre la superficie de la gran mesa de juegos. Desde luego, un aerocoche real podía permanecer en el aire la mayor parte del tiempo, al menos a nueve metros de altura. Ese era al menos el requerimiento legal, generalmente despreciado.
El muchacho parecía ahora estarse cansando de su juguete. Lo depositó sobre la superficie de la mesa. Se puso las manos en los bolsillos y empezó a mirar a su alrededor, sin saber qué hacer.
Removió con el pie el montón de juguetes, sin mucho interés. Descubrió por casualidad una gran masa informe de barro para modelar, de diferentes colores, y la cogió. Obviamente, su interés se animó mientras empezaba a amasar pensativamente el barro entre sus manos.
Hogben hizo girar su lápiz automático a fin de tener un poco más de grafito, y escribió cuidadosamente en su libreta de apuntes:
Ha dejado el aerocoche. Coge el barro de modelar.
Miró otra vez al muchacho en el laboratorio psicomotivo, a través de la ventana de observación.
Forma una esfera de tres centímetros de diámetro.
El muchacho de cuatro años se había subido los pantalones con una mano sucia y había empezado a trabajar con toda atención en el barro de modelar. Hizo cuidadosamente una bola. Luego un pedacito en forma de salchicha. Luego cuatro pedacitos más pequeños.
Con toda la concentración y la satisfacción de un Miguel Ángel creando su David, el muchacho juntó los pedazos de lo que era burdo simulacro de una figura humana. Luego, sacando la lengua por un lado de su boca e inclinando hacia un lado la cabeza, grabó con un agudo trozo de madera dos ojos y una boca en la cabeza del muñeco.
Hace un hombre, escribió Hogben en su libreta, con la misma satisfacción. Aquello se estaba volviendo interesante.
El muchacho apretó la figura contra la superficie de la mesa, de modo que la pequeña criatura se mantuviera en pie. Luego cogió el modelo de plástico del aerocoche. Los brillantes colores del juguete relampaguearon cuando lo hizo girar en el aire sobre la mesa.
¡Sheee!, gritó el muchacho, imitando otra vez el ruido del aerocoche. ¡Sheeee!...
Hizo descender el aerocoche de juguete en un brillante arco. ¡Sheee! La parte anterior del modelo golpeó al muñeco en el pecho, derribándolo. La cabeza de barro se desprendió y rodó a lo largo de la mesa.
¡Sheee, sheee! El muchacho alzó el aerocoche en un gran arco, haciéndolo oscilar. Sus ojos brillaban de alegría.
Hogben, detrás de la ventana-espía, sacudió la cabeza con gravedad. Alisó su libreta de apuntes con el borde de su mano izquierda y escribió con su letra clara y pequeña: Destruye al hombre. Tendencias agresivas de tipo normal.
Hogben cerró la libreta con decisión y la rodeó con una goma elástica. Apretó el botón del intercomunicador.
—Muy bien, enfermera —dijo—; hemos terminado la sesión por esta mañana. Puede llevarse al pequeño Bobby a su cuarto.
Hogben se sentó en su silla giratoria, reflexionando sobre sus últimos hallazgos, clasificándolos en su memoria.
Se dio cuenta una vez más del dolor sordo en su nuca, el dolor ocasionado por el ineludible ruido de fondo. Insistente e insidioso, el penetrante silbido de la Aeropista 75 llenaba cada rincón del edificio. Las vastas cintas de concreto de la Aeropista, uno de los grandes enlaces metropolitanos de carreteras y aeropistas, se hallaban escasamente a noventa metros del lugar donde estaba sentado. Ninguna clase de aislamiento podía evitar el ruido exterior.
El sordo aullido de los propulsores se filtraba a través de la cubierta plástica del edificio, a través de las capas de fibra, de las cavidades de espuma de plástico expandido, de las trampas de decibelios. Era imposible detener aquel ruido.
La respuesta, pensó Hogben sombríamente, es un contraataque con alguna otra clase de ruido. Extendió un dedo y conectó la TV empotrada al final de su escritorio.
La pantalla semiconductora brilló inmediatamente, mostrando la blanda faz de un locutor que estaba diciendo:
—...que los accidentes de ayer dieron un total de 85 muertos y 323 heridos. Esto representa un 15% más sobre las cifras del mismo día, en el año pasado, en las aeropistas metropolitanas...
Maníacos homicidas, murmuró Hogben para sí.
—...el elevado tráfico en las aeropistas continúa causando serias preocupaciones. El Ministro exhorta a todos los ciudadanos a colaborar en la mejor forma...
Oh, ¿de qué sirve hablar?, se preguntó Hogben.
En la pantalla aparecieron las normales secuencias de imágenes de horror, mostrando las retorcidas ruinas de coches destrozados, ocasionalmente con un brazo o una pierna inerte sobresaliendo gráficamente en medio de los destrozos.
¿Por qué lo hacen?, pensó Hogben.
—...y, con efectos inmediatos, las siguientes intersecciones quedan designadas como zonas peligrosas:
«Intersección AP-23-44.
«Intersección KF-27-63.
«Intersección JY...».
Hogben cerró impacientemente la TV.
Miró hacia el reloj de la pared. Era hora de irse. Con la familiar sensación de desesperación y náusea, Hogben se enfrentó al retorno a su apartamento en los alrededores de la metrópolis. Era una perspectiva que le ponía enfermo.
Salió de la habitación, cerrando la puerta tras él, y caminó lentamente por el largo pasillo y a través de las puertas giratorias hasta llegar a los ascensores. Bajó hasta el nivel del suelo y se encontró en el vestíbulo de entrada.
El ruido de la Aeropista 75, siempre presente, era ahora amenazadoramente alto. Tan sólo el simple grosor de una pared —la pared frontal del edificio— separaba a Hogben de la Aeropista, una cinta múltiple de concreto de 180 metros de anchura, con los coches aullando sobre ella, cabalgando sobre los brillantes velos de sus propulsores.
La pared trasera del vestíbulo de entrada, de unos seis metros de ancha por quince de alta, era una superficie blanca, desprovista de ventanas. Mientras Hogben la miraba le pareció que podía verla estremecerse. ¿Lo estaba imaginando o era que la pared se estremecía realmente y temblaba bajo la terrible embestida del ruido del exterior?
Una sola puerta, al pie de la pared, daba acceso directo a la aeropista. La puerta era de grueso acero, forrada con asbesto, enteramente aislante y firmemente cerrada.
Hogben no se dirigió hacia la puerta. En vez de ello giró a la izquierda, hacia el vestuario de hombres. Su armario estaba al final, hacia la derecha. Hogben descolgó de su interior el pesado traje de protección y empezó a forcejear para introducirse en él. Era negro, con un brillo mate, y tan grueso y duro como una piel de rinoceronte. En su interior había espesas capas de aislantes.
Consiguió poner una pierna en su interior y luego la otra. Seguidamente cerró la larga cremallera delantera hasta su cuello. Luego giró y caminó rígidamente hacia la puerta, ajustándose la máscara y los lentes para su cabeza, introduciendo cuidadosamente en su posición los tapones para sus oídos y ajustándolos para el máximo efecto. Uno tan sólo tenía un par de tímpanos, y era cuestión de cuidarlos.
Hogben atravesó otra vez el vestíbulo de entrada, sin oír el ruido que sus pesadas botas hacían sobre el suelo de mármol. Estaba tratando de no pensar en lo que iba a ocurrir, pero su corazón golpeaba fuertemente en su pecho.
Como siempre, Hogben hizo un alto detrás de la puerta principal, agachándose como un corredor que espera tomando aliento el disparo de salida.
Abrió con un tirón súbito los múltiples cerrojos. En un instante se hallaba al otro lado de la puerta, cerrándola tras de sí.
Una ola de calor, ráfagas de humo y ruido lo golpeó como una pared sólida. Era como abrir la compuerta de un búnker de pruebas donde llameantes toberas de cohetes estuvieran funcionando al máximo.
Una rápida presión contra la puerta le permitió cerciorarse de que los cerrojos habían vuelto a su sitio y de que el cierre neumático había actuado. Entonces partió. Corrió como un conejo, agachándose, permaneciendo pegado a la larga pared del edificio, apretando firmemente la máscara contra su cara.
Todo ello sirvió de poco.
Uno podía percibir los humos a través de las múltiples capas filtrantes de su máscara, sentir los vapores hundiéndose profundamente en los pulmones, corroyendo como un aerosol de ácido sulfúrico.
El ruido lo golpeó a través de los aislantes y de los tapones de sus oídos, cauterizando los desnudos terminales nerviosos en el interior de su cabeza. Hogben lo sabía; lo sabía porque hacía este camino, el mismo camino, dos veces al día. No importaba cuántas veces lo repitiera, el dolor era nuevo cada día. Éste era el modo en que uno lo sufría.
Hogben se aplastó contra la pared. Un aullante coche a propulsión había aparecido en la pista más cercana, abalanzándose, aparentemente, en derechura hacia él.
Envuelto por el miedo, trató de hacerse más pequeño, insignificante, para así pasar desapercibido. Se sintió como un ratón de campo cuando ve al halcón cayendo sobre él.
Paralizado, imposibilitado de moverse, aún se dio cuenta con claridad sobrenatural de lo que estaba ocurriendo. Podía ver al brillante aparato escarlata creciendo en su campo de visión, milisegundo a milisegundo. Podía ver ahora, a través del parabrisas de cristal de cuarzo, la sonriente cara del hombre en los controles, encorvado hacia delante, sus hombros rígidos y macizos con una sensación de poder. El hombre estaba acelerando, hacia abajo y adelante.
Hogben tembló, desesperado de terror.
El coche estaba a seis metros de altura cuando lo vio por primera vez. Ahora estaba descendiendo en un rápido y suave arco a dos metros de la superficie de la aeropista.
El hombre se dirigía deliberadamente hacia él. Hogben lo sabía. Lo sabía tan bien como podía oír el rugido de sus propulsores subiendo feroz e intolerablemente más altos a medida que el aparato crecía monstruosamente de tamaño sobre él.
Hogben cerró los ojos y apretó sus manos contra los oídos, mientras el aullido del aparato alcanzaba un máximo indescriptible, destruyendo todos los sentidos en un torrente de decibelios.
En un siguiente e inimaginable instante había pasado por encima de él, alcanzándolo con la ardiente espuma de gas de las aletas termo-reguladoras, alejándose dentro de un túnel de sonido, dejándolo tembloroso y sin aliento.
Era imposible creer que el coche no le había alcanzado.
Y sin embargo, estaba aquí.
Pero no había tiempo para reaccionar o para pensar. Tenía que continuar corriendo, moviendo frenéticamente sus piernas, hasta el final del edificio.
Se sobrepuso y corrió a través del torrente de sonido, a través de los sucios y oscuros humos que dejaban los ardientes escapes de los propulsores. La gruesa máscara sobre su cara hacía difícil el correr, le restaba el aire necesario a sus pulmones.
No es que realmente hubiera ningún aire para respirar. Una mezcla gaseosa de productos tóxicos resultado de la combustión servía como atmósfera. Se suponía que uno se acostumbraba a ello, que uno no se daba cuenta. Hogben se daba cuenta perfectamente, a través de su máscara, a través de las capas filtrantes de fibra absorbente y gasas.
Pero ahora Hogben se concentraba solamente en correr, solamente en evitar los proyectiles aullantes mientras éstos taladraban el aire a lo largo y sobre la aeropista, efectuando maniobras suicidas en fracciones de segundo, a fin de evitar la próxima máquina. En la carrera para ahorrar algunos milisegundos de tiempo de trayecto, en el ansia de aprovechar el poder impulsor de los reactores, el peatón era algo que no importaba. El vil peatón, bajo, despreciable y temeroso como un conejo, era una especie de parásito al que se le permitía sobrevivir precariamente tan sólo porque su presencia en la aeropista contribuía al deporte.
Ahora Hogben vio frente a él, a través de la neblina, su inmediato objetivo: un par de líneas negras paralelas en medio de la áspera y quemada superficie blanca de la aeropista.
Entre esas líneas, se suponía que el peatón tenía el derecho de paso. Los coches debían circular al menos a quince metros de altura al cruzar esas líneas.
Pero, ¿lo hacían?
El enmascarado rostro de Hogben fue cruzado por una sonrisa sardónica mientras se precipitaba hacia delante entre las líneas punteadas. Había seis pasos que cruzar, seis pasos de retorcido terror sonriente.
Atravesó el primero, luego el segundo. Corriendo, a paso acelerado.
Entonces lo vieron.
Lo vieron, y apretaron al máximo los aceleradores.
Lo vieron, y flexionaron sus palancas de control hacia delante, en picados casi suicidas.
Desde direcciones opuestas y aullando en forma demencial, aerocoches negros, plateados, dorados y púrpura se abalanzaron hacia él, torturando el aire.
Hogben se tiró al suelo, deslizándose sobre sus codos, cuando el primer coche dejó una marca con su tren de aterrizaje en el concreto, a muy poca distancia de él. Casi pudo oír, o imaginar, la risa de maníaco del hombre en los controles, mientras el aparato se remontaba otra vez en el aire sobre sus chillantes reactores.
Sin duda Hogben presentaba un cuadro bastante cómico. No le importaba. Arrastrándose, cruzó rápidamente los restantes pasos de la aeropista. No miró atrás mientras seguía corriendo, doblado casi por la mitad. Atravesó la gran entrada de hierro y cemento. Atravesó el vasto aparcamiento medio vacío.
Aún continuó corriendo, si bien en una postura más erecta, más despacio. Su respiración era ahora convulsiva, pero casi había llegado.
Entonces, súbitamente, llegó. A casa, a la seguridad. Había llegado.
Se reclinó casi al borde del colapso contra el lustroso flanco de la máquina, cuyo chasis de aleación ligera resplandecía de azul bruñido. Tocó el aerocoche, lo acarició, lo besó. Su coche, su magnífica carroza, más espléndida que la de ningún conquistador bárbaro. El puente de unión hacia algo más que la grandeza humana.
Ahora, recobrando el aliento, buscó en sus bolsillos la llave magnética. La puerta se abrió en un gesto de bienvenida. Subió al interior y cerró la puerta tras él.
Se sentó triunfalmente en la silla de control y se arrancó la máscara. En el interior del aerocoche el aire era acondicionado. Respiró varias bocanadas revivificadoras, limpiando el ácido que obstruía los tejidos de su nariz y garganta, recuperando el aliento.
Ante él, los relucientes controles cromados se distribuían en hileras, como las teclas de un gran órgano electrónico. El lúcido panorama del parabrisas omnivisión rodeaba su cabeza por todos lados. La palanca de control, los instrumentos, estaban aguardando su mano, alerta y sensiblemente.
Se sentía bien. Estaba listo para irse.
Mientras tocaba suavemente, casi en forma acariciante, el botón de arranque, los rotores de los propulsores gritaron, subiendo la escala. A través del registro medio, dulcemente. Alto, cada vez más alto. Hasta que llegaron a un aullido controlado. Pero ahora esto era música para los oídos de Hogben, dulce música.
La aguda vibración sónica se apoderó de su columna vertebral y de la base de su cerebro, sacudiéndolo en una feroz danza de dos mil ciclos por segundo. Un ritmo de locura, que se apoderaba sutilmente del oyente con su encanto y lo transformaba temporalmente en un demente.
Pero era una demencia gratificadora y megalomaníaca la que asía la columna vertebral de Hogben. Mientras apretaba el acelerador sintió una oleada de gozo extático. El aparato de tres toneladas se levantó y avanzó al mismo tiempo a través del aire con una aceleración que dio a Hogben un masivo y satisfactorio empujón contra el respaldo de su asiento: ¡Swooosh!
Estaba en el aire, acelerando, y nadie podría detenerlo.
¡Que alguien lo intentara!
Con una sonrisa que mostraba sus dientes, Hogben se zambulló en la Aeropista 75. Su rápida maniobra forzó a dos aerocoches a apartarse.
Hogben se rió, sobre el aullido de los rotores, mientras dirigía al aparato enérgicamente a través de la pista central. Los músculos de su mandíbula se tensaron, sus hombros se inclinaron hacia delante, contra el empuje. No era posible reconocerlo como la criatura tímida, expuesta, palpitante y huidiza que pocos minutos antes había estado corriendo por su vida sobre la superficie de concreto.
Entonces lo vio.
Un punto en la distancia.
Una pequeña masa vulnerable de protoplasma en la forma de un hombre, corriendo, parándose, agachándose, arrastrándose.
¡Un peatón!
Hogben dio un grito de alegría.
¡Un asqueroso, abyecto, indefenso peatón!
Con un rugido de triunfo, Hogben inclinó la palanca de control hacia delante y apretó el acelerador hasta el máximo.
El reluciente proyectil que era su coche aulló a través del torturado aire como un pez espada azul, dirigiéndose inexorablemente hacia su desamparada presa.
Esto le enseñará a no meterse en mi camino, pensó Hogben mientras su aparato se inclinaba hacia delante y hacia abajo, amenazando incrustarse contra la superficie misma de la abrasada aeropista.
Fuera de mi camino, parásito.
¡Allá voy!
Título original:
JETWAY 75
© 1964, Nova Publications Ltd.
Traducción de M. Sobreviela