PESADILLA MECÁNICA

historias del robomóvil

LUIS VIGIL

En la sección «se escribe» de este mismo número publicamos la carta de un lector que nos pide encarecidamente que se prosiga esta serie de «historias del robomóvil». Atendiendo a esta petición, y a otras muchas que hemos recibido en las que se nos formula el mismo deseo, ahí tienen otra vez a estos simpáticos personajes, que tan buena acogida han demostrado tener entre nuestros lectores.

ilustrado por ENRIQUE TORRES

  

La carretera se desliza a ambos lados, pista encantada sin comienzo ni fin. Raya amarilla continua, luego a trazos. Curva; atención. Recta larga: corro.

Las nubes enmascaran el horizonte, encapotan el cielo, dejan paso a la lluvia.

Gotas de agua.

Falta visibilidad. Los limpiaparabrisas se ponen en marcha, pero los apago. Continúo con solo el radar.

Curva peligrosa. ¡Peligro: deslizamientos!

Mis ruedas patinan. Pierdo la dirección, y me pongo perpendicular a la carretera. La barrera se aproxima a velocidad de vértigo, y me golpea en el costado derecho. Estoy sin control, estoy cayendo, estoy dando vueltas de campana, estoy incendiándome.

Estallo.

Fuego. Explosión. Final. Chatarra.

Con el cerebro Lagomarsino aún estremecido por la pesadilla, Tomaso, el viejo robomóvil Lancia, se estremeció despertándose.

Chatarra, pensó, eso es lo que somos. Chatarra esperando que nos machaquen para convertirnos en lingotes con destino a las acerías.

Miró a su alrededor, abarcando el solar que llevaba el pomposo nombre de Asilo de Robomóbiles Ancianos. ARA, eso es, el ara en que nos sacrifican a la crueldad de la civilización mecánica. Hemos servido, y servido bien, a nuestros amos. Hemos pasado los buenos y los malos momentos con ellos. Pero ellos no quieren recordarlo. Sale un modelo nuevo, unos centímetros más largo o con más luces de posición, y ya sólo piensan en cambiarnos. Asilo... bah. ¡Cementerio, eso es lo que es!

Descargó su ira contra un montón de ruedas colocado en la pared, derribándolo con un golpe de parachoques. Luego un pensamiento le llegó hasta el cárter, helándole el aceite: aquello eran los restos de sus predecesores, tal vez de sus amigos, de los que le habían precedido en el «Asilo». Esa rueda quizás fuera del Dodge-Monroe azul, y aquella otra parecía provenir del aristocrático Mercedes-Diehl. Se estremeció.

Comenzó a revisar cuidadosamente los planes de fuga, a cual más disparatado, que había elaborado con su amigo Pierre, el Renault-Bull. ¡Pobre Pierre! Se lo habían llevado hacía tres días, antes de haber podido poner en práctica ninguno de sus planes. Ahora ya debía estar convertido en un lingote prensado, un lingote de acero, de cristal, de plástico y... de transistores, los transistores que contenían la personalidad de un robomóvil, los transistores que eran su alma.

La escasa ración de gasolina que les suministraban a los asilados, necesaria para la conservación de sus cerebros, que no podían soportar una detención prolongada de sus funciones, se les estaban acabando nuevamente.

Nos dan lo suficiente para pensar, pero lo bastante poco para que sea imposible la huida, rezongó, resignándose al estupor que vendría con el agotarse las últimas gotas de su depósito. Su último pensamiento ordenado fue hacia el mundo exterior, un mundo de autopistas en el que un robomóvil podía correr hasta gastar el combustible de sus depósitos. Luego cayó en la duermevela de la inactividad.

—Este trabajo es cada día más peligroso —dijo el empleado, rascándose la cicatriz recuerdo de un robomóvil que en otro tiempo había pasado por el Asilo—. Y el Gobierno sigue sin querernos aumentar la paga.

—¡Dímelo a mí, que me he pasado tres meses en cama por el golpe que me dio aquel maldito Fiat-Olivetti! ¡Me partió cuatro costillas!

—Están locos, esos monstruos. Se imaginan no sé qué barbaridades: que los vamos a fundir, a triturar, a desguazar con todo y cerebro. ¡Como si no valiesen dinero!...

—¡Que me dieran a mí la oportunidad de trasplantarme el cerebro a un cuerpo nuevo, como se la damos a esos robots! No iba a estar contento ni nada.

—Son máquinas —dijo el de la cicatriz—. Y como máquinas que son, son malas. La humanidad no es la misma desde que las máquinas no sólo empezaron a hacer el trabajo por el hombre sino que empezaron a pensar por él.

—¡Oye, eso parece dicho por un PAMista!

—¿Y quién te dice a ti que el Partido Anti Máquinas no lleve la razón? ¿No será cierto que las máquinas estén a punto de destruir al hombre y que lo harán si éste no lo hace antes con ellas?

—Bueno, bueno. Ya me gustaría verte a ti viniendo desde los suburbios hasta aquí a trabajar sin coger un roboautobús.

—Si el PAM triunfase no tendría que trabajar en este maldito Asilo, cada hombre tendría su terreno que trabajar con las manos, con sus manos, sin máquinas que lo amenazasen y...

La frase fue interrumpida por el teléfono. El otro empleado lo descolgó:

—¿Sí?

Una pausa y un asentimiento:

—De acuerdo, así lo haremos.

Colgó y, dirigiéndose a su compañero, le explicó:

—Era el jefe... quiere diez más.

El de la cicatriz tomó las listas.

—Serán el Cadillac-IBM, el Volvo-Facit, el Lancia-Lagomarsino...

Tomaso soñaba de nuevo. Soñaba que le llenaban el depósito, que un humano se situaba de nuevo a los controles y desconectaba su automático para llevarlo en manual.

¡No era sueño!

La helada realidad estremeció su carrocería: lo estaban conduciendo y eso tan sólo podía significar una cosa: ¡que el fin había llegado ya!

Trató de luchar con todas sus posibilidades, pero con el automático desconectado poco era lo que podía hacer. No podía evitar beber la gasolina, no podía evitar su ruidosa digestión, y sobre todo no podía evitar el rodar en la dirección que el humano puesto al volante quisiese.

Nunca se había sentido tan impotente: era la res camino del matadero.

Los operarios esperaban. Sus manos hábiles desconectaron el contacto, inmovilizando al robomóvil; luego, para mayor seguridad, una sonda extrajo el resto de combustible del depósito.

¡Click! Los alicates cortaban las conexiones que unían su cerebro con la carrocería, con su cuerpo. Tomaso perdía uno tras otro sus sentidos, sus órganos.

¡Click! El radar. ¡Click! Las células visoras. Tomaso estaba ciego. ¡Click! La rueda delantera derecha. ¡Click! El radiador, los limpiaparabrisas, la puerta trasera izquierda. ¡CLICK! El cárter.

Silencio. Oscuridad.

¿Muerte?

La carretera se desliza a ambos lados, pista encantada sin comienzo ni fin. Raya amarilla continua, luego a trazos. Curva; atención. Recta larga: corro.

Y corro, corro, corro bajo el cielo azul y limpio por sobre la autopista gris.

¡Soy de nuevo un coche joven, un coche de carreras! ¡Soy un robomóvil, mi depósito está lleno y mi nuevo amo es tan joven como yo, por eso corro, corro, corro!

—¡Maldito cerebro estúpido, ya te has vuelto a meter en la fisura! ¿Es que vas dormido de nuevo?

El humano, enfundado en la escafandra que lo mantenía con vida en las inhóspitas condiciones del satélite lunar, saltó de la cabina de su robotractor. Luego, ayudado por la escasa gravedad, dio una patada a la altura de donde estaba más o menos el cerebro robot.

—Sí, eso es, ¿no? Ibas de nuevo dormido, soñando que eras otra vez un robomóvil de carreras y que corrías, ¿no? ¡Maldita sea! ¿Cómo demonios pensáis que una vez desguazados, aunque se os regenere, podéis ser como antes? No es posible que se os dé nueva vida y los reflejos de un cerebro recién fabricado, así que conformaos con lo que tenéis, que es más de lo que podemos tener los humanos: una segunda existencia.

Tomaso, el robotractor lunar, suspiró. Era otra pesadilla, tenía que serlo. Pronto se despertaría de nuevo en el Asilo y, con su amigo Pierre, harían planes para escapar y correr de nuevo por las autopistas de una tierra libre, una tierra para robomóviles.

La carretera se desliza a ambos lados, pista encantada sin comienzo ni fin...

© 1968, Luis Vigil y Nueva Dimensión.