TELEVISOLANDIA
ALFONSO ÁLVAREZ VILLAR
Sería superfluo presentar ahora y aquí al Dr. Alfonso Álvarez Villar, uno de los hombres que más está luchando actualmente en España, dentro de sus distintas y variadas actividades, por la dignificación de la ciencia ficción. Como escritor —y esto lo hemos podido constatar a través de la mayor parte de sus relatos publicados hasta ahora—, su estilo preferido es la sátira, muchas veces la sátira mordaz. Por ello, nada tiene de extraño que en este relato arremeta, con su ingenio y su humor, contra uno de los temas más candentes del mundo actual, la televisión, para presentarnos una sátira feroz, con extrapolaciones futuristas, de sus proliferantes concursos publicitarios.
collage de JOSÉ MARÍA BEÁ
El terminal de televisión anunció el inmediato encendido con su sintonía característica de arpas celestiales. Ramírez levantó automáticamente su vista del tomo de la Enciclopedia que estaba consultando en esos momentos.
El despacho era confortable. Un insonorizado perfecto lo aislaba del mundo exterior. Allí sólo se respiraba el polen de la ciencia. Múltiples enciclopedias alineadas a lo largo de las estanterías, y hasta un sistema automático electrónico de information retrieval, se hallaban dispuestas para fecundar los millones de óvulos cerebrales de Ramírez.
En aquella estancia se apretujaba todo el tesoro de información que la humanidad había ido apilando paulatinamente, como una alcancía gigantesca en la que la calderilla alternaba con los doblones de oro de ley. Un inteligente tecleteo en el mando del informador y rápidamente aparecía en la pantallita gris perla el zigzagueo fosforescente de los resultados de los últimos partidos de béisbol, la lista completa de los reyes visigodos de España o la biografía de Beethoven. Y por si acaso fallaban los discos de memoria, cabía siempre el recurso de las enciclopedias.
Ramírez era un hombre enclenque, de pelo entre castaño y rojizo, de ojos opacos por el contacto de las microlentillas. Embutido en su butaca de suspensión magnética, parecía uno de esos muñecos de trapo que las damas de antaño colocaban en sus camas para disimular la ausencia del marido. Ante la inminente aparición de su jefe, se anudó el lazo de la corbata, alisó los pliegues de su chaqueta y aguardó unos instantes.
—Ramírez, ha sido usted elegido para presentarse en el concurso «Cien millones para el más listo». Posiblemente sepa usted que corresponde al canal 28 de televisión, y que está patrocinado por el «Desodorante Pérez».
El que aparecía ahora en la pantalla de televisión era el jefe del Negociado de Concursos del Consejo Superior de Investigaciones Espaciales, un hombre de complexión maciza que ocupaba casi todo el plano de la pantalla, de faz cuadrada como la de un bulldog y ojos que parecían salírsele de la doble dimensión.
—¿Cuándo empezamos, jefe? —se atrevió a preguntar tímidamente Ramírez, intentando alejar de su mente la imagen de una quisquilla apareciendo en el terminal instalado sobre el despacho de su superior.
—Dentro de una semana. Debe usted pasar antes por un entrenamiento especial de atletismo, porque las computadoras han demostrado que el veinte por ciento de las pruebas que se exigen para el concurso «Cien millones para el más listo» consisten en ejercicios de este tipo. Creo que en lo demás está usted bien preparado... ¡Ah!, se me olvidaba. Los cien millones son para que nuestra patria colabore en el proyecto de lanzamiento de un cohete tripulado hacia el planeta Marte. De usted depende el que este proyecto se lleve a cabo o que, por el contrario, se retrase un año más. Corto.
No era esta la primera vez que Ramírez había intervenido en concursos cara al público, aunque había sido en un programa poco importante: uno de esos espacios de sobremesa que duran unos pocos minutos. Le habían obligado a adivinar qué significaban ciertos cuadros pictóricos representados por señoritas vestidas con ropa muy escasa. Había actuado entonces por su propia cuenta, porque se trataba de un programa para amateurs. Eso le había valido el puesto en el Consejo Superior de Investigaciones Espaciales, con la categoría de «concursante de segunda».
Llevaba dos años esperando aquella magnífica oportunidad, lo que le había permitido atiborrarse mientras tanto a base de un pudding cultural en el que tenían tanta importancia las ecuaciones relativistas como las marcas usuales de la ropa interior de señora. Además había aprendido a distinguir un vino de 15 grados de otro de 14, a comerse metros enteros de spaghetti sin que ninguno de ellos se le cayera de la boca, y ese elevado número de actividades de toda índole que suele practicar el homo sapiens. Y, por supuesto, saltaba como nadie al potro y, a pesar de su apariencia débil, dominaba el arte de las anillas, del jiu-jitsu y del lanzamiento de disco.
Los científicos del Consejo Superior de Investigaciones Espaciales debían ya estar al corriente del asunto, porque apenas salió de su despacho Ramírez sintió que una oleada de admiración y de simpatía le rodeaba por doquier. Él no era tan soberbio como otros concursantes, que miraban por encima del hombro al resto de los mortales que no habían tenido nunca el privilegio de aparecer en ninguna de las cadenas de televisión. Por eso, hasta sonrió con camaradería a los investigadores de ambos sexos que salían de sus laboratorios para estrecharle efusivamente la mano y desearle un gran éxito en su próxima y difícil empresa.
—Señor Ramírez —se atrevió a insinuarle una jovencita recién doctorada en Ciencias Físicas—, todos nosotros esperamos de usted el poder prolongar nuestro contrato para el año próximo.
Y Ramírez pensó que aquella científica lo que deseaba también era poder casarse sin necesidad de tener que arrebañar unos cuantos créditos posando desnuda para los fotógrafos.
—Estos científicos son muy buena gente —pensó para sí Ramírez—. Lo malo es que todo el mundo opina de ellos que no estudian para concursar y se contentan sólo con saber.
Bajó en el ascensor a la sala de entrenamientos gimnásticos. Allí estaba Ordóñez, el jefe del Negociado de Atletismo.
—¿Qué tal, muchacho? —le espetó inmediatamente—. Vas a tener que estar sometido durante una semana a un entrenamiento especial.
También a la planta baja había llegado la noticia de su destino. El equipo de médicos comenzó a explorarle metódicamente. Las placas radiográficas se sucedían ininterrumpidamente. Siguieron también los análisis de sangre y de líquido cefalorraquídeo. Le palpaban y le auscultaban sin compasión alguna, como si se tratara de una especie procedente de aquel planeta que la raza humana iba a conquistar gracias a la intervención decisiva de Ramírez.
Luego tuvo que saltar el potro, realizar varios ejercicios de anillas, subir por una cuerda de nudos y atravesar, con la mayor rapidez posible, las aguas de una piscina, en diversos estilos de natación. Ordóñez era implacable, y el pito no dejaba de resonar hasta que el sudor perlaba las sienes de Ramírez. Porque el cronómetro puntuaba fríamente y los dinamómetros se resistían a acercarse al punto óptimo.
—Te encuentro un poco birrioso, pero voy a hacer de ti el mejor atleta del mundo —terminó Ordóñez, dándole una fuerte palmada en la espalda que casi le hizo caerse de bruces.
Y le señaló la puerta, porque la sirena del edificio indicaba el final de la jornada laboral.
Entró en un bar a tomarse una copa. Las banquetas que se hallaban situadas en lugares estratégicos, delante de los treinta aparatos de televisión que retransmitían cada una de las treinta cadenas televisivas del país, se hallaban ocupadas. Pero se alegró que estuvieran vacías, en cambio, las de la esquina de la barra. Tomó asiento, al lado de un hombretón de pelo cano y de faz cetrina que sorbía con fruición un largo vaso lleno hasta los bordes de whisky con hielo.
El camarero tardó en servirle, porque en esos momentos se estaba retransmitiendo algo muy interesante en el canal número 27. Ramírez hubiera deseado en ese momento enmarcar su rostro en una pantalla para atraer su atención. Pero el gin-tonic llegó al fin. Por supuesto, era una de las marcas más anunciadas en televisión.
—¡Hombre! Yo le conozco a usted de algo —pronunció en esos momentos el vecino de al lado, levantando su vista de los témpanos lechosos que flotaban en el líquido ambarino.
Ramírez también creía reconocerle. ¿Había intervenido en algún programa de televisión? El otro dijo que no.
—Yo sí creo haberle visto en el programa 18 ó 19. En fin, da lo mismo; no lo recuerdo. ¿Fue en un concurso patrocinado por Sujetadores Pepita? —Y al decir esto miraba insistentemente el busto de una muchacha que estaba abstraída contemplando no sé qué programa en el canal 3.
Pero no, Ramírez no había intervenido en ese programa, sino en otro de amateurs. Luego resultó que ambos vivían en la misma casa, frente por frente, y que por eso se conocían de vista. Regresaron pues juntos en uno de los asientos de la pista rodante. Y como en la pista rodante las autoridades municipales habían instalado inteligentemente algunos aparatos de televisión, pudieron deleitarse durante el viaje con un interesante telefilm del Oeste.
Ramírez superó una semana agotadora. Había tenido que intervenir también el psiquiatra especialista de concursantes, para serenar sus nervios e infundirle confianza en sí mismo. Un psicoanálisis ultrarrápido mediante drogas psicodélicas había barrido de su inconsciente los últimos restos de su complejo de Edipo aún no lo suficientemente resuelto, que hubiera sido peligroso para el éxito, ya que a veces las emisoras de televisión no utilizaban presentadoras sexy sino algo maternales.
Había aprendido ahora a preparar arroz de doscientas maneras diferentes, a reconocer por las piernas a todas las actrices de televisión, y a clasificar en un santiamén todos los cuadros de los museos más famosos del mundo.
La orden del jefe del Negociado de Concursos le llegó en una posición muy rara: mientras hacía «el pino» en el gimnasio. Vio de nuevo la cara de bulldog, pero curiosamente invertida. Los mostachos le parecían unos inmensos ojos mongólicos o unas antenas de coleóptero que se movían rítmicamente:
—Preséntese en la Sala de Tests, Ramírez. Tenemos que proceder a una prueba final.
Subió en el ascensor a la planta quinta. Allí reinaba la terrible computadora AY-2327, con su memoria magnética en la que se habían almacenado los problemas de cientos de concursos anteriores procedentes de todas las cadenas del país y hasta de más allá de sus fronteras. Televidente ideal, aunque no fuera capaz de comprar nada sino de hacer gastar a sus mantenedores, contemplaba simultáneamente y durante todas las horas del día los múltiples programas de televisión que chisporroteaban de las antenas. Luego clasificaba y abstraía, y bajo el mandato de los técnicos seleccionaba al azar las preguntas de un determinado concurso o de todos los concursos.
En el laboratorio se hallaba el Director General del Consejo Superior de Investigaciones Espaciales. Ramírez nunca le había visto cara a cara, pero la solemnidad del momento justificaba esa condescendencia del alto jefe. Y, por supuesto, allí se hallaba presente también toda la plana mayor del Consejo de Investigaciones Espaciales, que se había constituido en el Jurado inapelable de este concurso-miniatura.
—Esté usted atento a la pantalla, Ramírez —ordenó el hombre de cara de bulldog.
Y Ramírez pudo darse cuenta de que su jefe era, en realidad, menos feo de lo que aparecía en la pantalla. Pero no era este el momento más adecuado para intimar con él.
La computadora era más perfecta de lo que se había imaginado Ramírez. Lo maravilloso de ella era que no solamente repetía pruebas que ya habían sido presentadas tiempo atrás en cualquier emisora de televisión, sino que se convertía en un mezclador de probabilidades, puesto que combinaba maquiavélicamente los elementos aislados de cada prueba.
Apareció el primer problema. Una presentadora robot —que era la suma de las facciones de todas las presentadoras de televisión en activo— se dirigió a Ramírez.
—Prueba número uno. Debe usted llegar en cuatro patas a esa escudilla que está en el rincón del estudio. Tiene usted que cogerla con los dientes y traerla hasta aquí en el menor tiempo posible y sin derramar una sola gota de líquido. ¿Ha comprendido?... Tiempo, 30 segundos.
Interrumpieron la transmisión para traer una escudilla, y Ramírez se dispuso a recorrer la habitación sobre sus cuatro extremidades. Se oyó el golpe de un gong y Ramírez inició el gateo. El mismo Director General del Consejo Superior de Investigaciones Espaciales manejaba el cronómetro.
Ramírez superó la primera prueba, y también la siguiente, que consistía en intentar el lenguaje de distintos animales, incluyendo el asno. Pero falló en la tercera prueba.
La tercera prueba consistía, ni más ni menos, que en ponerle a una señorita las medias, en el menor tiempo posible, sin rompérselas y sin hacerle cosquillas. Una de las mecanógrafas del Centro se prestó a la experiencia, pero Ramírez se puso nervioso y el tiempo transcurrió sin que le hubiera colocado correctamente un solo broche de las ligas.
—García —rugió el Director General— ¿qué hacen ustedes que no le han proporcionado a Ramírez más experiencia con mujeres?
Y el Jefe del Negociado de Concursantes masculló unas disculpas.
Afortunadamente, Ramírez se desquitó en la cuarta, en la quinta y en la sexta prueba. Porque, según el Jurado, consiguió un rendimiento superior al average exigido en esas condiciones. La primera consistía en coger una pera con los dientes, estando boca abajo y en equilibrio sobre los brazos; la segunda en un test de destreza manipulativa, y la tercera en disfrazarse de indio apache.
Y, por supuesto, también el resultado fue óptimo en las pruebas culturales propiamente dichas: reconocimiento por la forma del bigote de les jugadores de fútbol más destacados del mundo, identificación de cierta catedral gótica e interpretación correcta del himno nacional de las cinco últimas repúblicas independientes africanas.
Al final, el jurado de altos jefes no pudo contenerse y prorrumpió en un aplauso entusiasta. Todos aquellos científicos veían ya a la raza humana pisando las arenas rojizas de Marte. Un nuevo planeta ganado para la televisión, y ya la imaginación calenturienta de los humanos veía millones de marcianos comprando los sopicaldos Zeta, las medias Equis y las neveras Hache.
Ramírez tuvo que posar ante docenas de fotógrafos, que le apuñalaban los ojos con chorros continuos de luz. Ya comenzaba a ser popular, porque el programa «Cien millones para el más listo» era el más importante de todos. Si ganaba el concurso no sólo su patria podría participar en la primera expedición humana al planeta Marte, sino que además él, en cuanto funcionario del Estado, podría disfrutar de unos ingresos extra. Por ejemplo, le contratarían con toda seguridad para anunciar el receptor de televisión «Panergit», el brandy «Chisposo» o el insuperable flan «El Chinito».
Además, había gustos para todo. ¡Quién sabe si los directivos de «Playgirls» no le harían proposiciones para que posara para un lectorado de amas de casa otoñales o de jovencitas de cuarto año de bachillerato! Y de ahí a que el poderoso partido populista o el integrista de derechas le eligieran candidato a Senador en las próximas elecciones mediaba sólo un paso.
Ahora, una multitud inmensa se agolpaba en tomo a los estudios de la cadena número 18, y los gendarmes tenían que intervenir para proteger a los concursantes de la curiosidad de las masas. Oyó algunos comentarios irónicos sobre su delgadez y su cabeza de decápodo, pero hizo como si no hubiera escuchado nada. Así, hasta que unos ujieres les condujeron al vestíbulo del edificio.
¡Y allí estaba la encantadora Leticia, una de las presentadoras más populares de la televisión! Llevaba una falda muy corta, tan corta que apenas dejaba lugar para la imaginación. Unas medias que despedían un suave fulgor plateado repetían en sus moléculas los neones de los pasillos.
—Bienvenidos a la cadena 18 —les dijo. Y su boca se abrió en un mohín irresistible, enseñando unos dientes que habían anunciado innumerables veces el dentífrico «Denticlorina».
Los concursantes se miraron confusos antes de estrechar la mano suave y perfumada que les tendía Leticia. Habían soñado durante muchos meses en aquel contacto, y ahora les parecía sufrir un espejismo.
Leticia les condujo a una salita aislada de las miradas inoportunas de los curiosos. Tomó asiento en un sofá y cruzó de tal manera las piernas que terminó de expulsar definitivamente a la imaginación.
—¿Están ustedes nerviosos? —tuvo aún la ocurrencia de preguntarles, pensando sin duda ingenuamente que sólo les preocupaba la prueba en la que iban a intervenir.
—Estando usted delante, creo que nos sentiremos más seguros —se atrevió a romper el fuego el concursante que había enviado la Dirección General de Enseñanza Primaria.
Era un hombre grueso, de tez rubicunda, con manos carnosas y uñas cortas, y que procuraba ocultar la curva de su abdomen estirándose la chaqueta.
—Lo que deseamos es comenzar cuanto antes —intervino acto seguido el concursante de la Dirección General de Arqueología, sin reparar en el sentido freudiano de sus palabras.
Y, por supuesto, la que estaba menos nerviosa era la señorita María Gómez que, para su suerte, era completamente ajena al encanto de la señorita Leticia.
María era, al parecer, la única concursante libre del equipo, aunque numerosas entidades oficiales y organizaciones benéficas esperaban de ella, en el caso de que triunfase, un porcentaje bastante elevado de donativos.
Charlaron de todo. Hasta del tiempo, o mejor dicho de las predicciones meteorológicas anunciadas en las cadenas de televisión, o del último eclipse de luna que habían visto todos los telespectadores a través de las pantallas.
El hombre gordo, que se llamaba Sánchez, tenía puestas sobre su actuación futura todas las miradas de los maestros del país. Si no ganaba el concurso, se quedarían sin gratificación de Navidad. En cuanto a las aspiraciones del representante de la Dirección General de Arqueología, un hombre enjuto, cargado de espaldas y de perfil rabino, podían interesar a un menor número de personas, pero la derrota habría supuesto, en cambio, una peligrosa detención para un estudio importantísimo: el de la civilización carpetovetónica, de la que se habían encontrado restos de plazas de toros en el valle del Guadalquivir.
Mientras hablaban, una cámara indiscreta iba tomando detalladamente sus expresiones y sus palabras. Era un artificio de la cadena 17 y de la gentil Leticia, sirena de la televisión contra cuyos escollos estrellaban sus apéndices nasales cien millones de telespectadores.
Después de tomar unas copas, pasaron al estudio principal de la cadena 18.
Allí estaban montados todos los artefactos con los que se les iba a torturar durante una hora interminable. Primero les habían maquillado. Sólo María Gómez estaba tranquila, y hasta se atrevía a coquetear con los cámaras y con los técnicos de sonido.
La misma situación que en esos momentos reinaba en el punto de destino de las ondas electromagnéticas se reflejaba también en el ejército de operadores, atrezzistas y demás personal técnico, que sabían que aquella emisión iba a salir en directo al espacio.
El realizador, después de estrechar la mano a los concursantes, subió a su cabina y desde allí hizo sonar la chicharra que ordenaba el más absoluto silencio. El programa había empezado, y la encantadora Leticia extrajo de sus músculos faciales la más encantadora de las sonrisas. La cámara simuló un desliz y comenzó enfocando sus piernas esculturales.
Leticia hizo la presentación de los concursantes. Hablaba de tres hombres de ciencia que iban a luchar contra la representante del bello sexo, una desvalida señorita, sin más armas ni más recursos que los de su femineidad. Pero había que perdonarles porque, al fin y al cabo, se habían presentado para aumentar el alcance de la Ciencia. Casualmente (y esta imagen no había salido del cerebro de la encantadora Leticia, sino del Director, porque de aquella cabeza no salían más que encantadoras sonrisas) en aquella ocasión se reunían tres ramas de la cultura: la Pedagogía, sin la que toda ciencia era imposible; la ciencia que avanza hacia abajo, la Arqueología, y la ciencia que avanza hacia arriba, la Astronáutica. ¿Quién de ellos ganaría? Dentro de una hora conocerían los señores telespectadores el resultado. Pero, en último caso, «Desodorante Pérez» se hallaba al servicio del bien y de la verdad, porque sin el «Desodorante Pérez» era imposible aspirar el aroma de las virtudes de la raza humana...
Antes de penetrar en el estudio, Ramírez, Sánchez y el Arqueólogo; que se llamaba Del Rosal, habían llegado a un acuerdo, un acuerdo que estaban dispuestos a respetar por encima de todo. Y que se había precipitado en unos breves instantes, de la misma forma que dos reactivos que han permanecido sin mezclar durante mucho tiempo producen el milagro en una fracción de segundo.
La primera prueba la enviaba un tal José Gutiérrez Fernández, doctor en Ciencias Matemáticas. Aparecieron cuatro guapas muchachas, tan ligeras de ropa que los cámaras tenían que hacer auténticas filigranas para que la Liga de la Decencia no ordenara suspender la emisión.
Se entregó una bicicleta a cada concursante, y pasaron a una especie de pista de circo. La prueba consistía en mantenerse con la bicicleta dentro de un estrecho callejón, de tal manera que si alguna de las ruedas tocaba una de las cintas se establecía un contacto eléctrico y se computaba como un error.
Tomaron unas pajitas de la mano de Leticia, y a María Gómez le tocó ser la primera.
María recorrió con soltura la pista, girando a derecha e izquierda y mostrando a todos los telespectadores que era la mejor amazona sobre dos ruedas. Pero en el último momento se despistó y fue a caer estrepitosamente, levantando ante la indiscreta cámara un revuelo de enaguas almidonadas.
Sánchez, Ramírez y Del Rosal hicieron su recorrido con discreción, cometiendo sólo pequeños errores. El jurado dio la victoria a Ramírez, y María protestó de que su bicicleta no estuviera lo suficientemente engrasada. Pero la encantadora Leticia detuvo su protesta con un mohín delicioso y no ocurrió nada más.
María Gómez ganó, sin embargo, la segunda prueba, que consistía en reconocer quién era el quinto marido de la famosa actriz de televisión Elsa Skordreg, de entre un montón de fotografías. Ramírez se equivocó y eligió a un presidente de una República hispanoamericana; Sánchez escogió a un torero y Del Rosal a una imagen retocada de San Francisco de Asís.
Leticia tuvo un gesto de parcialidad hacia su congénere que, a pesar de todo, afirmó que podría haber acertado la solución antes si las fotografías hubiesen estado mejor hechas.
En la tercera prueba también ganó María. Se trataba de confeccionar unas croquetas de picadillo. Unos guapos muchachos esperaban en la mesa de un restaurante a que les sirvieran las croquetas en cuestión. Y, claro está, las de María llegaron mucho antes. Cuando terminó la prueba, los tres hombres estaban empolvados de harina hasta las cejas. Y las cámaras se complacieron en tomar primerísimos planos de las apariencias de clown de los concursantes masculinos.
—Me imagino que las señoras y señoritas que están atendiendo a «Cien millones para el más listo» se afianzarán en su idea de que las mujeres seguimos siendo imprescindibles para los hombres —dijo Leticia.
Un operador oportuno se encargó de palpar con los ojos de su cámara esta sublime verdad.
La cuarta prueba era, sin embargo, cultural. Se introducía a los concursantes, uno por uno y con los ojos cerrados, en un ambiente en el que los atrezzistas habían colocado diversas máquinas que sonaban con estrépito. Una señorita tan sexy como todas las que habían salido hasta entonces iba esparciendo con un vaporizador una densa nebulosa de naturaleza desconocida. La prueba consistía en reconocer no por el sonido, sino por el olor, en qué lugar se hallaba el concursante.
María, a quien le había correspondido por sorteo el comenzar la prueba, confesó que no estaba acostumbrada a esos malos olores y que, por lo tanto, ignoraba la solución exacta. Pero Sánchez y Del Rosal afirmaron que se hallaban en un vagón del Metro en una hora punta, y lo que olía era a sudor y a suciedad. Ganó de todas formas Ramírez, porque había tardado menos tiempo en alcanzar el diagnóstico. Y entonces Leticia aprovechó la ocasión para hacer un oportuno inciso y recomendar a los telespectadores que los malos olores del Metro se podían evitar gracias al «Desodorante Pérez».
La quinta prueba era también cultural. Aparecieron sucesivamente paisajes lunares y de planetas desconocidos y se obligó a los concursantes, embutidos en sendas escafandras, a marchar de acuerdo con las condiciones de gravedad que reinaban en esos planetas. María caminó erguida en todos ellos, moviendo graciosamente sus caderas. Y sólo Ramírez fue el que acertó con el paso exacto, es decir, dando saltos en la Luna y arrastrándose penosamente sobre Júpiter y sobre Saturno, hasta no poder dar un solo paso. Volvió a ganar Ramírez, que tenía ya dos pruebas a su favor.
Pero fue Sánchez el que ganó con su ingeniosidad la sexta prueba.
Se trataba de una escena de vaudeville. Se había preparado una habitación matrimonial, al lado un armario muy pequeño. En el caso de los tres concursantes masculinos, en la cama yacía tendida una hermosa muchacha, desmelenada. Entraba un hombre hercúleo, de unos dos metros de altura, agitando frenéticamente un bastón y profiriendo amenazas contra su mujer, «que le estaba engañando». Abría la puerta del armario y se encontraba con el concursante, esto es, el hipotético seductor. En el caso de María era la esposa (también una mujer de aspecto imponente) la que entraba gritando, mientras el marido infiel permanecía sentado en el lecho. La prueba consistía en resolver la situación de la manera más ingeniosa posible.
María resolvió bastante bien la situación, fingiendo que era la doncella recién contratada por la señora y que al saber que ésta era muy celosa se había refugiado allí para no atraer sus iras.
Ramírez, por su parte, se hizo el loco y comenzó dando grandes zancadas por la habitación, con la mano metida en la camiseta, mientras afirmaba que era Napoleón y que aquella mujer era Josefina. Del Rosal se limitó a presentar disculpas. Fue Sánchez el que se llevó la mayoría de los votos del jurado al decir que él era el ebanista y que había venido a arreglar aquel armario, habiéndose quedado empotrado en él por estar tan grueso.
—Y luego dicen que somos astutas —comentó la encantadora Leticia, guiñando picarescamente un ojo.
Y dio paso al resto de las pruebas, hasta un total de diez. Del Rosal ganó la séptima: reconocer una época histórica y una civilización a través de un peinado. Las muchachas que desfilaban eran también bellísimas. María volvió a ganar una prueba, que consistía en bailar un minué con damas y caballeros dieciochescos.
La prueba del paso de una superficie resbaladiza fue ganada por Del Rosal, que no tuvo que ponerse sobre sus cuatro extremidades para conseguir alcanzar la meta sin perder el equilibrio. Fue probablemente la prueba que más hizo reir a los señores telespectadores, que secretamente esperaban alguna rotura de clavícula.
Pero Ramírez triunfó en las dos pruebas restantes, la novena y la décima. Consistían en jugar a la rana (un juego ahora casi extinguido), e imitar la marcha de varios animales, incluyendo el canguro. A María le costó mucho trabajo algunos de estos pasos, y por eso protestó una vez más.
El concurso había terminado. Ahora Ramírez, Sánchez y Del Rosal viajaban en un coche que les transportaba al aeropuerto. Se habían repartido el premio. La subvención a los maestros nacionales, la civilización carpetovetónica y la expedición a Marte contaban con treinta y tres millones de créditos cada una, en dinero contante y sonante. Habían hecho convenientemente el depósito, y ahora comenzaba su plan meditado desde hacía varios días, en diversos contactos, desde el momento en que se enteraron de que iban a participar en aquel concurso. Quedaba un millón para ellos; lo suficiente para irse a un país en el que pudieran dedicar sus conocimientos a aquello que les interesaba: al disfrute del conocimiento por sí mismo.
Y sólo quedaban ya algunos países que se hallaran en esas condiciones: unas pocas Repúblicas africanas. Televisolandia iba a quedar muy atrás. Allá lejos les esperaban unos países en donde la gente pagaba directamente a la investigación, a la enseñanza y a la beneficencia, sin que mediaran los «Desodorantes Pérez» ni los «Cosméticos Jiménez». Allí, libres de la tiranía de la televisión, podrían tratar de tu a tu a las personas, y no a través de los cuatro barrotes de la pequeña pantalla.
Ramírez se dedicaba ahora a su ciencia favorita, a la psicología. Había hecho ya unos interesantes estudios sobre las mitologías de aquellos pueblos africanos que se ubican en donde el Niger tuerce su brazo para introducirlo en las frías aguas del Atlántico. Del Rosal estaba realizando por su parte unas excavaciones, y en cuanto a Sánchez, dirigía un colegio de segunda enseñanza que se iba a convertir dentro de poco en un Centro modelo.
Ramírez y Sánchez descansaban en su bungalow. La luz eléctrica iluminaba las nalgas de ébano y los senos turgentes de sus doncellas negras, que servían whisky con soda y ginebra a los dos ex concursantes.
—Esto sí que es vida —decía Sánchez. Y exponía su pecho velloso a las ráfagas de los ventiladores.
—Decía Hegel que todo lo real es racional —continuó Ramírez chupando con fruición su larga pipa y manteniendo el hilo de sus pensamientos—, pero nuestra sociedad se ha convertido en una mera apariencia de la realidad. Un genio del futuro habría terminado diciendo que todo lo real es televisión. Pero aquí hemos vuelto a las cosas mismas.
—Exactamente, exactamente —añadió Sánchez, mientras propinaba un suave azote a una de las negras.
En ese momento sonó el timbre de la puerta del jardín. Partió una de las sirvientas, y al cabo llegó acompañada de un correcto ejemplar de la raza bantú, vestido a la europea y con un bastón de empuñadura de plata en la mano derecha.
—Soy mister Robert Harrower —saludó ceremoniosamente, sin reparar en el desaliñado atuendo de los dos europeos.
Hubo unos carraspeos, una frase de introducción, y luego el africano entró de lleno en el asunto:
—Nuestro Gobierno ha comprendido que para mantenerse al nivel de los países civilizados debe organizar sus programas de televisión —dijo—. Estamos preparando ahora un concurso publicitario y, naturalmente, contamos con ustedes...