PROYECCIÓN REMOTA
CLÁSICO
GUILLAUME APOLLINAIRE
Guillaume Apollinaire (1880-1918), ha quedado en la historia de la literatura universal como un destacado poeta y uno de los precursores del surrealismo literario. Sin embargo, muy poca gente sabe que poco antes de su muerte Apollinaire se especializó en relatos crueles, macabros, surrealistas... y de ciencia ficción. He aquí un ejemplo de ellos, extraído de su libro L’hérésiarque et Cie. (El heresiarca y Cía.), aparecido originalmente en 1910. Uno de los temas preferidos de Apollinaire, nos dicen sus biografías (así como nos dicen también que su verdadero nombre era Guillaume Albert Wladimir Alexandre Apollinaire de Kostrowitzky, y que nació en Roma, de padres polacos), era el que hacía alusión a todo lo judío... y este relato es precisamente prueba evidente de ello.
Los periódicos han informado sobre la extraordinaria historia de Aldavid, considerado por un gran número de comunidades judías de los cinco continentes como el Mesías, y cuya muerte ocurrió en circunstancias aparentemente inexplicables.
Habiendo estado relacionado en una muy trágica manera con esos acontecimientos, considero necesario descargarme de un secreto que me oprime.
Al abrir un día los periódicos, mi atención fue atraída por la siguiente noticia, procedente de Colonia:
«Las comunidades judías de la orilla derecha del Rin, desde Ehrenbreitstein a Beuel, se hallan en un estado de extrema agitación. Se dice que el Mesías está viviendo en una de ellas, en Dollendorf. También se dice que ha demostrado sus poderes realizando numerosos milagros.
»La perturbación causada por este asunto ocasiona una considerable preocupación al gobierno provincial, el cual, temiendo el fermento espiritual aparecido entre las citadas gentes, ha tomado medidas para suprimir cualquier desorden que pudiera ocurrir.
»No existe duda, en los altos círculos del Gobierno, de que este Mesías, cuyo nombre se cree sea Aldavid, es un impostor. El doctor Frohmann, el distinguido etnólogo danés actualmente huésped de la Universidad de Bonn, se personó por pura curiosidad en Dollendorf, y afirma que Aldavid no es, como afirma, judío, sino más posiblemente un francés de la Saboya, en donde la raza de los Allobroges ha mantenido hasta ahora su estado de pureza. En cualquier caso, las autoridades habrían expulsado de buena gana a Aldavid, de haber sido posible tal cosa; pero el hombre al que los judíos de la cuenca del Rin llaman El Salvador de Israel desaparece cuando lo desea, como por arte de magia. Normalmente se le encuentra frente a la sinagoga de Dollendorf, predicando la reconstrucción del reino de Judá en términos tan violentos y apasionados que recuerdan la turbulenta elocuencia del profeta Ezequiel. Allí pasa tres o cuatro horas diarias, y al atardecer desaparece, sin que nadie pueda descubrir hacia donde.
»Nadie sabe donde vive o donde come. Se espera que antes de que pase mucho más tiempo sea desenmascarado este falso profeta, y que ni las autoridades ni los judíos de la cuenca del Rin sean ya engañados por sus trucos. Cuando reconozcan su error, los mismos judíos serán los primeros en desear ser desembarazados del aventurero, cuyas mentiras tienden a crear entre ellos una penosa arrogancia hacia el resto de la población, que muy bien pudiera provocar una explosión de antisemitismo durante la cual ni siquiera las gentes razonables sentirían compasión por sus víctimas.
»Debemos añadir que Aldavid habla en perfecto alemán. También parece ser conocedor de las costumbres judías, y conoce su dialecto.»
Estas noticias, que excitaron con su aparición la curiosidad pública, me llevaron a mí no sé por qué razón, a lamentar la ausencia del barón d’Ormesan, del que no había oído hablar desde hacía unos dos años.
Me dije a mí mismo: he aquí algo que realmente atraería la curiosidad del Barón; no me cabe duda que podría contarme numerosas otras historias de falsos Mesías.
Y, olvidando la sinagoga de Dollendorf, comencé a pensar en mi desaparecido amigo, cuya imaginación y cuyos hábitos nunca dejaban de perturbarme, pero en el que, a pesar de todo, seguía teniendo un vivo interés. Desde los tiempos escolares me había ligado a él un gran afecto y luego, durante nuestros numerosos encuentros, había tenido ocasión de apreciar su carácter especial, su falta de escrúpulos, su un tanto desordenada erudición, y su amable y afectuosa disposición hacia mí: todo esto eran otras tantas razones que fomentaban mi deseo de verlo de nuevo.
Al día siguiente, los diarios traían noticias del asunto de Dollendorf, todavía más sensacionales que las del día anterior.
Despachos fechados en Frankfurt, Mainz, Leipzig, Estrasburgo, Hamburgo y Berlín, anunciaban simultáneamente la presencia en sus ciudades de Aldavid. Como en Dollendorf, había aparecido ante la principal sinagoga de cada ciudad.
Las noticias se extendieron rápidamente en cada caso; según las noticias, los judíos se habían reunido, y el Mesías había predicado en idénticos términos en todos los lugares.
En Berlín, hacia las cinco, la policía había tratado de detenerlo. Pero una multitud de judíos lo rodearon y se opusieron a ello fuertemente, acompañándose con gritos y lamentaciones. Incluso recurrieron a la violencia, y se efectuaron un gran número de arrestos.
El propio Aldavid había desaparecido, como por un milagro...
Esta noticia me causó una gran impresión, aunque no más que la que le hizo al público, el cual estaba apasionadamente a favor de Aldavid. Ese mismo día, más tarde, aparecieron ediciones especiales de los periódicos, una tras otra, anunciando la aparición (ya no decían más la presencia) del Mesías en Praga, Cracovia, Amsterdam, Viena, Leghorn, e incluso en Roma.
Por todo el mundo, la conmoción alcanzó un clímax, y recordaremos que varios Gobiernos tuvieron reuniones especiales, quedando en secreto las decisiones acordadas, y con buena razón, ya que todas ellas se resumían en el reconocimiento del hecho de que ya que los poderes de Aldavid parecían ser de un orden supernatural, o al menos inexplicables por los medios normales a la disposición de la ciencia moderna, sería mejor esperar, sin intervenir, el resultado de los acontecimientos que la policía parecía ser incapaz, por varias razones, de controlar.
Al día siguiente, los mensajes diplomáticos intercambiados entre los gabinetes de los distintos Gobiernos interesados ocasionaron la detención de los principales banqueros judíos de cada nación.
Esta medida parecía vital. Porque, si como parecía, los sermones de Aldavid iban encaminados a iniciar un nuevo éxodo de los judíos a Palestina, podía ser predicho un éxodo de capital de todos los países al mismo destino, y el desastre financiero que sería la consecuencia de este acontecimiento debía ser evitado. También se creía, y con razón, que este Mesías —cuya ubicuidad parecía incontestable, si no los otros milagros que le eran atribuidos— podría muy bien proveer, por medios supernaturales, al presupuesto para el nuevo Reino de Judá, si se viera la necesidad. Así, los banqueros judíos, aunque tratados con el mayor respeto, fueron puestos en prisión, lo cual no dejó de ocasionar un gran número de desastres financieros: pánico en la bolsa, quiebras y suicidios.
En todo este tiempo, la ubicuidad de Aldavid se manifestaba por sí misma en Francia: Nimes, Avignon, Bordeaux y Santerre; y un viernes, el hombre a quien los judíos aclamaban como la Estrella que había de venir de Jacob, y a quien los cristianos llamaban nada menos que el Anticristo, apareció hacia las tres de la tarde en París, ante la sinagoga en la rue de la Victoire.
Todos habían estado aguardando este acontecimiento, y durante varios días la comunidad judía en París había estado esperando en la sinagoga de la rue de la Victoire y en todas las calles cercanas. Las ventanas de los edificios circundantes habían sido alquiladas por enormes sumas de dinero por israelitas que deseaban ver al Mesías.
Cuando apareció, el escándalo fue tremendo. Se pudo oír desde alturas de Montmartre hasta tan lejos como l’Étoile. Yo estaba en los boulevards en este momento, y como todo el mundo me apresuré a ir en la dirección de la Chausée d’Antin, pero no pude ir más lejos que del cruce de la rue Lafayette, donde habían sido levantadas barricadas, con hombres de paisano y policía montada.
Solo por la tarde me enteré, a través de los periódicos, de los nuevos aspectos del asunto que había surgido durante esta aparición.
Desde el momento en que había cesado de aparecer exclusivamente en los países de habla germánica, Aldavid hablaba menos. Sus recientes sesiones duraban casi tanto como las primeras, pero frecuentemente caía en silencio, orando en voz baja, y reemprendiendo después su sermón en el idioma de la gente entre la que se encontraba. Esta facilidad para los idiomas, que hacía de su vida un Pentecostés diario, no era menos asombrosa que sus dotes de ubicuidad, y la facultad de desaparecer por sí mismo cuando lo deseaba.
Durante uno de sus momentos de silencio, cuando parecía estar orando profundamente ante una muchedumbre de postrados y silenciosos judíos, una poderosa voz sonó súbitamente desde una de las ventanas que daban a la sinagoga.
Levantando sus cabezas, la congregación vio a un monje de calmada e inspirada faz de pie en la ventana. Con su mano izquierda asía un crucifijo dirigido hacia Aldavid, mientras en su derecha agitaba un aspersorio, y gotas de agua bendita cayeron sobre el prodigioso hombre. Al mismo tiempo, el monje repitió la fórmula católica del exorcismo, pero el efecto fue nulo. Aldavid ni siquiera miró hacia su exorcista, el cual, cayendo sobre sus rodillas, volvió sus ojos hacia el Cielo, besó el crucifijo, y permaneció por lago tiempo en oración, cara a cara con el hombre de quien la legión de Demonios había rehusado salir, y el cual, si era el Anticristo, parecía estar tan seguro de sí mismo que ni siquiera el exorcismo lo había inmutado en su oración.
El efecto de esta escena sobre la multitud fue inmenso y, despreciativos y triunfantes, los judíos que habían sido testigos se abstuvieron de insultar o burlarse del monje. Sus ardientes ojos contemplaban a su Mesías; entonces, con exaltados corazones, todos ellos, hombres mujeres y niños, se cogieron de las manos y empezaron a bailar en apretadas filas, como David cuando viejo ante el arca, entonando Hossannas e himnos de alegría.
El sábado, Aldavid apareció otra vez en la rue de la Victoire, y en las otras ciudades donde ya había aparecido. Su presencia fue anunciada también en varios pueblos y ciudades de América y Australia, en Túnez y Argel, Constantinopla, Tesalónica y Jerusalén, la ciudad santa. Hubo noticias de actividad entre un gran número de judíos que estaban preparando su marcha desde varios países hacia Palestina. En todos los lugares la emoción era enorme. Los espíritus más escépticos se rendían a la evidencia, admitiendo que Aldavid era ciertamente el Mesías que las antiguas profecías habían prometido a los judíos. Los católicos esperaban ansiosamente una declaración de Roma sobre esos acontecimientos, pero el Vaticano parecía pasar por alto lo que estaba ocurriendo, y el mismo Papa, en su encíclica titulada Misericordiam, sobre la cuestión de armamentos, que proclamó en este tiempo, no hizo alusión al Mesías que aparecía cada día en Roma, al igual que en otros lugares.
El domingo, yo estaba sentado en mi despacho, leyendo cuidadosamente los boletines telegráficos de las noticias previas del día, el pronunciamiento de Aldavid y el nuevo éxodo de los judíos, los más pobres de los cuales se decía que estaban yendo a Palestina a pie.
Súbitamente, oí ante mí mi nombre dicho en voz alta, lo que hizo que levantara la vista; y allí, frente a mí, estaba el barón d’Ormesan.
—¡Aquí estás! —grité—. Creí que ya no te volvería a ver nunca más. Has estado fuera por lo menos dos años... ¿Pero cómo has entrado? Probablemente habré dejado la puerta abierta.
Me levanté, me acerqué al Barón y nos estrechamos la mano.
—Siéntate —le dije—. Y cuéntame de tus aventuras, porque no tengo duda de que te deben haber ocurrido cosas extraordinarias desde que te vi por última vez.
—Ciertamente, satisfaré tu curiosidad —me dijo—. Pero permíteme, si puedo, permanecer de pie, apoyado contra la pared. No me encuentro como para sentarme.
—Como quieras —repliqué—. Pero primero dime de dónde has salido, viejo fantasma.
Contestó sonriendo:
—¿No sería mejor que me preguntaras dónde estoy ahora?
—En mi casa, desde luego —repliqué impacientemente—. No has cambiado, siempre el hombre misterioso. Pero supongo que lo que has dicho es parte de tu historia. Está bien, entonces: ¿dónde estás?
—He estado, de hecho, en Australia por casi tres meses —replicó—, en un pequeño lugar en Queensland, y me gusta mucho aquello. De todas maneras, no tardaré mucho en embarcar hacia el Viejo Mundo, donde me reclaman asuntos importantes.
Lo miré, bastante sorprendido.
—Me asombras —dije—. Pero me has acostumbrado a tantas cosas extrañas en lo que te concierne que estoy dispuesto a creer lo que dices. Pero por favor, te suplico que te expliques. Estás en mi casa, pero dices que estás en Queensland, Australia. Admite que tengo razones para sentirme confuso.
Sonrió otra vez y continuó:
—Estoy de hecho en Australia, lo que no te impide verme en tu casa, lo mismo que otros me están viendo en este mismo momento en Roma, Berlín, Leghorn y Praga, y en un tan vasto número de otras ciudades que nombrarlas sería tedioso, y...
—¿Es que —grité interrumpiéndolo— acaso eres Aldavid?
—El mismo —replicó el barón d’Ormesan—, y confío en que no dudarás más de mis palabras.
Me acerqué a él, lo toqué con mis manos y lo miré. No había ninguna duda acerca de ello; estaba allí, apoyándose contra la pared frente a mí. Me senté en un sillón y contemplé ansiosamente a ese asombroso personaje, el cual, a pesar de que había estado varias veces en prisión por robo, y era el perpetrador impune de una serie de crímenes célebres, era también incuestionablemente el más milagroso hombre vivo. No me atreví a decirle nada más, y fue él quien finalmente rompió el silencio:
—Sí —dijo—, soy Aldavid, el Mesías de las profecías, el futuro Rey de Judá.
—Me asombras —protesté—. Explícame cómo has conseguido realizar esos milagros que han mantenido al mundo entero en suspenso.
Vaciló un momento, y luego pareció llegar a una decisión:
—La ciencia —dijo—, es la causa de los milagros alegados que he hecho. Eres la única persona en quien puedo confiar, porque te he conocido desde hace tanto tiempo, y sé también que nunca me traicionarás. Además, necesito un confidente... Sabes que mi nombre real es Dormesan, y sabes también algunos de los artísticos crímenes que he cometido y que son la alegría de mi vida. Tengo un conocimiento científico tan vasto como mi conocimiento en literatura, el cual no es cosa pequeña por cierto. Sé perfectamente un gran número de idiomas extranjeros, y por lo tanto estoy familiarizado con todas las grandes literaturas, antiguas y modernas. Todo esto me ha sido muy útil. Cierto que he tenido mis altibajos, pero cualquier fortuna de las que he amasado y disipado, bien sea en el juego o en prodigalidades de todas clases, sería considerada una suma respetable incluso en América... De todas maneras, cuando una pequeña herencia de unos doscientos mil francos cayó en mis manos, por decirlo así, hace cuatro años, empleé el dinero en experimentos científicos, y llevé a cabo investigaciones en la radio y en radiotelegrafía, la transmisión de fotografías, fotografía en color y fotografía en relieve, cinematografía, el fonógrafo, etc. Estos experimentos me llevaron a ocuparme de un aspecto hasta entonces olvidado por los científicos que habían mostrado interés en esos problemas fascinantes: me refiero a la proyección remota. Y he terminado por descubrir los principios de esta nueva ciencia.
»Así como la voz humana puede ser transmitida desde un punto hasta otro punto distante, así igualmente la apariencia de un cuerpo, y esa solidez a través de la cual el ciego adquiere la noción de la misma, puede ser transmitida sin ser necesario para el experimentador estar conectado físicamente con el cuerpo que proyecta. Puedo añadir que el nuevo cuerpo transmitido retiene enteramente sus facultades humanas hasta los límites en que esas son ejercidas a través del transmisor por el cuerpo real. Esos cuentos milagrosos, las populares historias de hadas, que confieren a ciertos caracteres el don de la ubicuidad, demuestran que otros hombres antes que yo han concebido el hecho de la proyección remota; sin embargo, estos eran solamente trabajos imaginativos, sin ninguna importancia particular. Recayó sobre mí el resolver el problema práctica y científicamente.
»Naturalmente, dejé aparte esos alegados fenómenos de naturaleza mediumnística sobre la duplicación de los cuerpos; estos fenómenos, acerca de los cuales se conoce poco, no tienen, a mi entender, nada que ver con mis propios experimentos, los cuales son fructíferos.
»Después de un número de ensayos conseguí construir dos máquinas, una de las cuales quedó conmigo y la otra la puse junto a un árbol al lado de un sendero, en el parque Monsouris. Mi experimento fue un completo éxito y, operando ese transmisor que me había costado tan duro trabajo y que llevo ahora conmigo todo el tiempo, fui capaz, sin dejar el lugar donde estaba realmente, de aparecer al mismo tiempo en el parque Monsouris, y si bien realmente no di un paseo allí, al menos vi, hablé, toqué y fui tocado en dos lugares al mismo tiempo. Más tarde, instalé otro de mis receptores al lado de un árbol en los Campos Elíseos y anoté con alegría que podía también estar en tres lugares al mismo tiempo. Desde entonces el mundo fue mío. Podía haber conseguido inmensos beneficios con mi invención, pero preferí guardármela para mi único y exclusivo uso. Mis receptores son pequeños e insignificantes a la vista, y ninguno de ellos ha sido retirado del lugar donde lo instalé. Puse uno en tu casa hace dos años, mi querido amigo, pero esta es la primera vez que lo he utilizado, y tú nunca te has dado cuenta del mismo.
—Es verdad, nunca lo he visto —dije.
—Estas máquinas tienen la apariencia de un clavo ordinario —continuó—. Durante dos años he estado viajando, clavando mis receptores en las fachadas de todas las sinagogas. Mi proyecto era el de convertirme de Barón en Rey, y no podía esperar tener éxito a no ser que fundara otra vez el Reino de Judá, por el reestablecimiento del cual han estado esperando tanto tiempo los judíos.
»Viajé sucesivamente por los cinco continentes, manteniendo siempre contacto, gracias a mi ubicuidad, con mi casa en París. En cuanto a lo que ha ocurrido desde entonces... lo sabes tan bien como yo.
—Sé todo lo que ha ocurrido —contesté—, pero debo reprochártelo severamente. No creo que tengas las cualidades requeridas para fundar un Imperio, y mucho menos las de un monarca. Tus propensiones criminales trabajarán en contra tuya, y un día tu imaginación llevará a tu pueblo a la ruina. Como un hombre de ciencia, como un hombre hábil en las artes, a pesar de tus crímenes, mereces la indulgencia y tal vez incluso la admiración de gente educada y de buen sentido. ¡Pero como Rey! ¡No tienes derecho a serlo! Nunca sabrás cómo promulgar leyes justas, y tus súbditos serán meramente los juguetes de tus caprichos. Abandona este loco sueño de un trono del cual no eres digno. Centenares de personas han iniciado una marcha a pie, creyendo que tú eres un personaje sagrado que volverá a reconstruir el Templo de Jerusalén. Un gran número de ellos ya han muerto por ti, que eres un miserable impostor. Deja de proclamar que eres el Mesías, lo cual no eres; de lo contrario te denunciaré.
—Te tomarán por un loco —dijo el falso Mesías despectivamente—. ¿Crees que soy tan estúpido como para haberte dado suficiente información como para permitirte que me dañes destruyendo mi máquina? ¡No te engañes!
La ira me cegó, y ya no supe lo que estaba haciendo. Cogí de mi mesa un revólver que siempre tengo conmigo, y disparé los seis cartuchos contra el falso pero aparentemente sólido cuerpo del falso Mesías, el cual se derrumbó con un grito de dolor. Me adelanté para sostenerlo; el cuerpo estaba allí realmente. Había matado a mi amigo Dormesan, un criminal, pero un compañero tan agradable. No sabía qué hacer.
—Me engañó —me dije a mí mismo—. Fue uno de sus trucos. Vino aquí sin avisarme y entró en mi casa sin que yo lo oyera, porque seguramente la puerta estaba abierta. Entonces me mintió, pretendiendo ser Aldavid, lo cual era fantástico y encantador. Me dejé embaucar, y ahora lo he matado... ¡ay! ¿Qué será de mí?
Permanecí sólo con mis pensamientos por unos instantes, al lado del sangrante cuerpo de mi amigo...
Entonces, repentinamente, fui sobresaltado por una extraordinaria algarabía. «Otra de las apariciones de Aldavid», me dije a mí mismo. «Supongo que está anunciando su coronación. ¿Puedo haberlo matado y aún así tener a mi amigo Dormesan conmigo?»
Abrí la ventana para averiguar qué nuevas maravillas había realizado el hacedor de milagros, y vi a un enjambre de nuevos vendedores de varios periódicos, los cuales a pesar de una orden policial prohibiendo divulgar la noticia, estaban corriendo tan rápido como se lo permitían sus piernas, gritando:¡Muerte del Mesías. Extraños detalles del repentino final!
Mi sangre pareció helarse en mis venas, y me desvanecí.
Volví en mí hacia la una de la madrugada, y me estremecí al tocar el cadáver que yacía a mi lado. Me incorporé en seguida y, levantándolo del suelo, apelé a todas mis fuerzas y tiré el cuerpo por la ventana.
Pasé el resto de la noche limpiando las manchas de sangre del suelo, y entonces salí a comprar los periódicos para leer lo que todo el mundo sabe ya ahora: la repentina muerte de Aldavid, en ochocientas cuarenta ciudades al mismo tiempo y en cinco continentes de la Tierra.
El hombre que llamaban el Mesías parecía haber estado orando por más de una hora cuando, súbitamente, dio un enorme grito y seis agujeros, exactamente iguales a agujeros de bala de revólver, aparecieron en él, cerca de su corazón. Cayó y murió al mismo tiempo por todo el mundo, a pesar de los cuidados que le fueron prodigados.
Esta profusión de cadáveres pertenecientes a un solo hombre —había exactamente ochocientos cuarenta y uno de ellos, porque por alguna extraña razón dos de los cadáveres fueron hallados en París— no asombró grandemente al público, a quien Aldavid había dado tantas otras ocasiones de sorpresa.
En todos los lugares, los judíos le hicieron unos imponentes funerales. A duras penas podían creer que estaba muerto, e insistieron en que se levantaría de entre los muertos a su debido tiempo. Pero esperaron en vano, y la reconstrucción del Reino de Judá fue dejada para otra ocasión.
Examiné cuidadosamente la pared donde Dormesan se me había aparecido por primera vez. Ciertamente encontré un clavo allí, pero era tan igual a otros clavos con los que lo comparé, que me parecía imposible que pudiera ser una de sus máquinas.
Después de todo, ¿no me había dicho él mismo que me había ocultado los más particulares y esenciales detalles de sus aparatos para hacer que falsos cuerpos aparecieran a sus deseos, por mediación de su descubrimiento de la ley que gobierna la proyección remota?
Así, soy incapaz de proveer ninguna información más sobre esta prodigiosa invención del barón d’Ormesan, cuyas aventuras, asombrosas o divertidas, me habían complacido por tanto tiempo.
Título original:
PROJECTION LOINTAINE
Traducción de Luis Vigil