FILÓN

E. C. TUBB

El viejo sistema de ofrecer cuentas de colores a los nativos tal vez pueda ser útil en otros mundos, nos dice el conocido autor inglés E. C. Tubb. Sin embargo, hay que señalar que todo depende de lo que los nativos nos ofrezcan a cambio...

ilustrado por A. USERO ABELLÁN

La esfera tenía unos cinco centímetros de diámetro, y era tan intensamente negra que semejaba un círculo plano depositado sobre la cuarteada superficie gris del tablero de experimentos.

—¿Algo nuevo?

McCarty cruzó el compartimiento en tres pasos. Descargó la mochila de sus amplios hombros, sacó la pipa de sus labios y tocó la esfera con la boquilla. La cosa era ligera, pero sólida; el empujón de la pipa la hizo rodar a través de la mesa.

—¡Cuidado!

Larman agarró una regla de cálculo y formó una barrera. La esfera se detuvo. McCarty alzó una bien poblada ceja.

—¿Hay peligro?

Larman consideró la pregunta casi como un insulto. McCarty sabía muy bien que Larman tenía el suficiente conocimiento como para no introducir nada peligroso en la nave. Tan solo un idiota se pondría deliberadamente en peligro, y Larman no era idiota.

—No es peligrosa —dijo secamente—. Tan solo es una cosa curiosa.

—¿Cómo puedes estar seguro?

McCarty se agachó y examinó la esfera, chupando la pipa mientras lo hacía. Nunca fumaba en ella, tan solo la chupaba, y este era un hábito que ponía a prueba los nervios de su compañero. Era raro, pensó Larman, lo odioso que hacía a McCarty esa pipa. Su propio hábito, el mascar goma, no era nada en comparación.

—La he experimentado —dijo Larman. Vio la silente protesta de su compañero y se apresuró a calmarle—. No en la nave. Monté un banco de pruebas en el exterior y la sometí a todo lo que se me ocurrió. Es tan peligrosa como pueda serlo un puñado de barro.

McCarty arqueó las cejas.

—Un nativo la trajo —explicó Larman. Se había acostumbrado a las señas del otro—. Mientras tú estabas fuera. ¿Qué tal te fue?

—No encontré nada que valiese la pena acarrear. ¿Bueno?

—Subió a bordo más o menos una hora después de que te habías ido. Me arriesgué y le di un puñado de cuentas de colores por ella.

—¡Un puñado de cuentas coloreadas! —casi explotó McCarty—. ¡Por algo tan valioso como el barro!

Larman hizo una inspiración profunda. Este era su momento.

—No. ¡Por el Filón!

Todo mercader soñaba con el filón. Los endurecidos nómadas se despertaban en sus remendadas latas de sardinas sonriendo como bebés a su solo pensamiento. Ruinas humanas lloraban sobre sus bebidas y se arrastraban en un último intento por encontrarlo. Unos pocos, muy pocos, lo habían hallado. ¡El Filón! O, lo que es lo mismo, la fortuna.

Glusky lo había hallado en Eridani IV, una yerba que había fumado como substituto del tabaco... encontrándose con que había topado con el secreto para duplicar la duración de la vida. Hilbrain había, literalmente, tropezado con él en Rigel VII, con el mineral que ahora revestía la mitad de los tubos de cohete de la galaxia. Beesen, Kildare y un puñado de otros, todos ellos manteniendo viva la leyenda. Uno por cada diez mil mercaderes que morían, se acababan, o simplemente desaparecían. Y era suficiente.

—¿Estás seguro? —McCarty no elevó la voz, pero los músculos de su mandíbula se contrajeron. No era momento para bromas.

—Lo estoy —Larman extendió la mano y tomó la esfera. La hizo rodar entre sus palmas, y luego se la lanzó al otro—. ¡Agárrala!

McCarty la cogió. Miró en el interior de la masa de negrura absoluta anidada en sus manos, luego a Larman, y de nuevo a la esfera. Cuando la dejó en la mesa estaba ceñudo.

—¿Qué es?

—No lo sé.

—¡No lo sabes!

McCarty estaba cansado. Había pasado tres duros días comerciando con los nativos sin obtener éxitos financieros, y sus nervios estaban de punta por el esfuerzo de comportarse según el complicado ritual que gobernaba tales operaciones. También le dolía la cabeza a causa del peso del traductor, y tenía deseos de ducharse. Se autocontroló con visible esfuerzo.

—Escucha —dijo peligrosamente—. Si estás jugándome cualquier broma estúpida...

—Escucha —Larman podía permitirse el ser brusco: era su momento dominante—. Ya te he dicho que la experimenté. Por si lo has olvidado, te recordaré que soy ingeniero, y bueno además. También sé algo sobre física, química, metalurgia y otras materias. Menciono todo esto por si se te ha ocurrido la idea de que soy tonto.

McCarty gruñó. Larman no sabía más de lo que cualquier buen mercader-explorador debía conocer y eso no impedía que pudiera ser un idiota. ¿Quién sino un tonto iba a estar continuamente rumiando como una vaca? Pero, después de todo ¿quién iba a hacerse mercader si estuviese en sus cabales?

Los capitanes, naturalmente, eran diferentes. McCarty era el capitán.

—La he experimentado —repitió apresuradamente Larman. Había reconocido la expresión de McCarty—. No sé lo que es, pero es algo nuevo a la ciencia moderna. —Amorosamente, levantó la esfera—. ¡Es el Filón!

La experimentaron. Repitieron todo lo que Larman ya había ensayado y mucho más. Era imposible cortarla, no se la podía agujerear, como tampoco se la podía aplastar, partir o desmenuzar. Resistía a los ácidos y a las bases, al calor y al frío, a la vibración y a la radiación. Era un enigma, y McCarty odiaba los enigmas.

—Es ligera —dijo—. Si es metálica entonces tiene que estar hueca.

—No es metal —Larman se colocó los anteojos protectores sobre la frente y, girando el interruptor, hizo desvanecerse la blancoazulada llama del soplete atómico. El soplete estaba diseñado para atravesar un grosor de varios centímetros de aleación resistente a altas temperaturas. La esfera no había sido afectada por él.

—De acuerdo —cortó McCarty—. Así que no es metal. ¿Qué tal entonces si me dijeras qué es?

—No lo sé.

McCarty gruñó. Tocó cautelosamente la esfera y notó la misma temperatura que antes. Dicha temperatura era inferior en algunos grados a la de los objetos que la rodeaban, en este caso su propia mano. La base sobre la que estaba depositada, un bloque de madera nativa, no presentaba ningún signo del furioso calor del soplete.

Larman observó el gesto e hizo un mohín con los labios.

—Podemos especular —dijo—, pero no podemos estar seguros. Nuestra información, en este momento, es puramente negativa.

—Sabemos lo que no es —dijo McCarty—. No sabemos lo que es. —Volvió a colocar la esfera en su base, mientras sus dedos seguían acariciando la negra superficie—. Probemos con el arco voltaico.

Probaron con el arco voltaico. Probaron con dos quemadores enfocados. Probaron con los rayos X, y con hielo, y, por su expresión, Larman tuvo la sospecha de que McCarty estaba probando hasta con oraciones. El sol se ocultó y todavía estaban probando. Luego, en los confines abarrotados del compartimiento de pasaje, Larman hizo el sumario de todo lo que habían aprendido hasta aquel momento.

—Es indestructible, o por lo menos lo es para todo lo que conocemos. Parece ser totalmente capaz de absorber cualquier fuente de energía. Luz, radiación, hasta el mismo calor producido por la fricción al tratar de penetrar en ella, todos son absorbidos. La cosa debe estarse empapando de energía todo el tiempo: eso es lo que nos dice el diferencial térmico.

—Como una esponja —dijo McCarty. Estaba echado en su litera, chupando pensativo su pipa. El pequeño ruido de sus succiones se mezclaba con el suave zumbido del ventilador.

—¡Exactamente! —Larman sonaba triunfante—. Una especie de matriz estática de fuerza de histéresis capaz de absorber una tremenda cantidad de energía.

—¿Por qué tremenda?

—Por una parte por su peso, por otra por su tamaño, y fíjate en la forma en que le hemos estado suministrando energía sin obtener ninguna clase de reacción. De cualquier forma, yo opino que esta cosa fue fabricada justamente para hacer eso.

McCarty asintió. Lo que decía Larman tenía sentido. No cabía duda de que la esfera era un artefacto. Y sin embargo...

Pensó en el planeta en el que habían aterrizado, en el clima semitropical y en la vegetación consecuente, en la falta completa de cualquier signo de civilización. Kaldar II era un mundo primitivo, cuyos nativos vivían una existencia preurbana standard, basada en una cultura tribal, cazando y recogiendo los productos naturales del campo. Ciertamente que ellos no habían fabricado la esfera.

Pero, si ellos no lo habían hecho, ¿quién lo había hecho?

¿Y por qué?

Larman se colocó una lente de aumento de joyero en un ojo, fijó la sonda, del grosor de un cabello, en su mano derecha y observó la esfera. La examinó minuciosamente, y no era la primera vez que lo hacía. El área de oscuridad, aumentada en su campo de visión, le producía el efecto de estar contemplando un pozo sin fondo.

Irritado, se alzó y se restregó los ojos. Estaba solo en la nave. McCarty había descendido al pueblo para hacer preguntas sobre la esfera y, conociendo el complicado procedimiento seguido por los nativos, no había forma de predecir cuanto tiempo estaría fuera. Mientras tanto, Larman estaba tratando de resolver un misterio.

Este misterio era la esfera.

No se hacía nada, razonó, y en eso McCarty había estado de acuerdo con él, sin un motivo. La esfera era un artefacto, había sido fabricada, por tanto debía tener una finalidad. A menos que descubriesen cual era esa finalidad, la esfera, en lugar de convertirse en el Filón, no pasaría de ser una curiosidad científica. Ciertamente, podrían llevarla de regreso y entregársela a los científicos para que la curioseasen, pero si bien esto podía significar la fama no representaba la fortuna. El dinero iría a parar a manos del genio que hallase una forma en qué usarla... y no a las de quienes no reconociesen su valor.

Hoscamente, volvió a colocarse el cristal y usó de nuevo la sonda en la esfera.

Todavía estaba haciéndolo cuando volvió McCarty.

—¿Has encontrado algo?

—No —Larman enderezó su dolorida espalda—. ¿Y tú?

—Nada que te pudiese hacer daño si se te introdujese en el ojo —McCarty se sirvió agua, repitiendo la operación tres veces antes de lanzar el vaso de papel—. ¡Esos nativos!

Larman asintió con simpatía. Los nativos eran humanoides altos, de piel azulada y ocho dedos en sus extremidades. Hablaban en un borboteante silabeo con gruñidos ocasionales que los traductores convertían en una extraña especie de entrecortado inglés. Tenían un sistema de simbolismo ritual que hacía parecer a la más rígida etiqueta de corte de la Tierra como algo similar a un combate de lucha libre en un banquete de mozalbetes. Y además olían mal.

Larman suspiró desalentado.

—¿Así que no saben de donde proviene la esfera?

McCarty lo sorprendió.

—Oh, sí, lo saben —dijo—: la excavaron del suelo. Lo que es y quien la hizo ya es otro asunto. —Se volvió a servir más agua, se sentó y se estiró—. Una cosa es cierta: no pertenece a su cultura.

—¿Una raza anterior?

—Tal vez. O visitantes en el pasado. ¿Quién lo puede decir?

Larman no estaba sorprendido. Kaldar II no sería el primer planeta que había experimentado el auge y caída de muchas civilizaciones, ni tampoco sería el primero en haber sido visitado por otras razas. No estaba sorprendido, pero sí disgustado. Si la esfera era un fenómeno aislado, entonces obtener el Filón sería mucho más difícil. Lo dijo en voz alta y McCarty se alzó de hombros.

—Si no podemos averiguar el misterio, ¿qué diferencia representa esto para nosotros?

—¡Mucha diferencia! —Larman estaba preocupado—. Tal vez solo hacen eso que se supone que hagan si van unidas por parejas o en series. —Parpadeó—. ¿Será esto?

—¿Será esto el qué?

—La respuesta —Larman estaba excitado—. Míralo desde un punto de vista lógico. Tenemos algo que absorbe la energía, ¿correcto?

—¿Y?

—Entonces quizás sea esto lo que es: una forma para almacenar energía. ¡Una batería!

—Las baterías se acostumbran a llevar encima —recordó McCarty.

Larman desechó la objeción.

—¿Qué es lo que haces con las pilas de linterna gastadas? Las echas a la basura, eso es lo que haces. Bueno, quizás quien descartó esta cosa simplemente la reemplazó con otra, tal como tu haces con las pilas de linterna.

McCarty pensó sobre esto durante un momento.

—Pero, ¿lo haría si pudiese ser recargada?

—Puede que tuviese prisa, o no le importase, o fuese un descuidado. Puede haber ocurrido cualquier cosa. —Larman se colocó de nuevo la lente de aumento en su ojo—. ¡Cállate ahora y déjame trabajar!

No encontró lo que buscaba pero, tal como se apresuró en afirmar, realmente no importaba.

—Esperaba encontrar un par de aberturas diminutas —explicó Larman—: una especie de conexiones, pero eso sería tonto. Fuera quien fuera, el que lo usó deseaba conectarlo rápidamente, así que no habría puesto unas aberturas diminutas.

—¿Qué es lo que hubiera usado? —McCarty se había contagiado en parte del entusiasmo de Larman.

—No lo sé. Quizás un campo electrónico, o tal vez un material de signo opuesto al de la misma esfera. —Por un momento Larman pareció preocupado, luego se animó de nuevo—. No es importante.

—¿Qué es lo que quieres decir? —hacía calor en el interior de la nave, y McCarty estaba sudando a pesar de que, al igual que Larman, tenía el torso desnudo.

Larman sonrió.

—Muy simple. No importa cuán efectiva sea esta cosa, debe tener un punto crítico. Quiero decir que debe haber un momento en el cual no sea posible introducirle más energía. O, si lo prefieres, un punto de carga máximo.

—¿Y entonces?

—Creo que entonces algo sucederá. Deben de haberle incorporado algún sistema para indicar la carga que tiene la cosa, o para decir cuando la carga está completa. Cuando ocurra esto tal vez averigüemos algo.

Hizo un gesto señalando el aparato que había montado alrededor de la esfera.

—Le voy a estar suministrando energía y, al mismo tiempo, voy a controlarla continuamente para ver si noto algún signo de variación electromagnética en la radiación o en cualquier otra cosa. Hasta he montado una balanza para medir el peso y he instalado un par de micrófonos para los ultrasonidos.

McCarty chupó su pipa y frunció el entrecejo.

—No me gusta —dijo.

—¿Qué es lo que no te gusta?

—Todo esto —McCarty señaló el equipo—. Supongamos que algo funciona mal...

—¿Como por ejemplo? —Larman sonaba despreciativo. El gesto de preocupación de McCarty se hizo más profundo.

—No sé, cualquier cosa. —Trató de pensar en algo que explicase sus temores. Larman no le dio tiempo.

—No puede fallar nada —dijo con una superioridad señorial—. Lo sé. Todo está bajo control —agitó un dedo conminatorio—. Después de todos los experimentos que le hicimos afuera, me sorprende que aún puedas considerar peligrosa a esa esfera. Además —añadió como punto final—, no puedo realizar este control fuera a menos que desmantele media nave.

Ésto, como ya suponía, silenció al capitán.

Pero nada podía detener los pensamientos de McCarty.

  

La codicia por obtener el Filón se enfrentaba con la preocupación por su nave mientras miraba el trabajo de Larman. Parpadeó cuando los dos rayos gemelos de calor incidieron sobre la esfera, sus chorros blancoazulados perdiéndose en la negrura. Desesperadamente, trató de imaginarse con qué artefacto habrían cargado aquellas baterías o lo que fueran su anteriores propietarios.

No lo conseguía. Cada vez que trataba de visualizar algo titubeaba ante la cantidad de energía que debía contener una batería a plena carga. Aún su misma pipa no le procuraba ningún alivio, por lo que comenzó a pasearse por el compartimiento como un león enjaulado, provocando la indignación de Larman.

—Si no puedes estar quieto —gritó—, vete fuera. Estás impidiendo que me concentre.

—Eres...

McCarty no terminó lo que iba a decir. Por el contrario, se quedó rígido, con sus dientes mordiendo tan fuertemente la pipa que atravesaron la boquilla. Larman lo observó y después siguió la dirección de su mirada.

Tragó saliva.

La esfera había cambiado.

Ya no era una bola de negrura absoluta. Ahora tenía un colorido plateado, un tinte de increíble belleza, como una esfera nacarada iridiscente, brillante y maravillosa, que permanecía bañada por las llamas gemelas de los quemadores enfocados.

—¡Está cargada! —Larman apagó los quemadores—. ¡McCarty, está cargada!

—¡Está cambiando!

Era cierto. El brillante color nacarado tomó una tonalidad azulada y una oleada de calor golpeó a los dos hombres. El azul plateado se hizo brillante, más brillante, y el aire del compartimento estuvo, de repente, hirviendo con la temperatura de un horno.

—¡Salgamos de aquí!

Larman no era un hombrecillo, pero McCarty lo alzó como si fuera un niño. Se lanzó hacia la puerta, empujado por sus propios temores sin nombre, ayudado en sus esfuerzos por la brillante bola en que se había convertido la esfera. Cayó a través de la puerta, alcanzó la compuerta exterior y tiró a Larman afuera. Había cinco metros hasta la superficie, pero McCarty no lo dudó. Saltó al tiempo que notaba en la desnuda piel de su espalda surgir ampollas producidas por el calor que salía de la esfera. Golpeó el suelo, rodó sobre el espeso césped y ayudó a alzarse a Larman. Juntos corrieron alejándose de la nave.

Tal vez hubieran cubierto doscientos metros cuando los alcanzó la onda de choque de la explosión, alzándoles y tirándoles a una distancia equivalente a la que habían recorrido.

—Tuvimos suerte —dijo temblorosamente Larman. Se palpó de nuevo, casi no atreviéndose a creer que, aparte las magulladuras, no hubiesen sufrido ningún daño. Naturalmente, lo que los había salvado había sido el césped. Eso, y una suerte increíble.

McCarty resopló.

—¿Suerte? —resopló de nuevo.

Mirando el cráter, todavía brillante, situado donde antes se había alzado la nave, Larman podía darse cuenta de sus sentimientos.

—No hay nada de que preocuparse —recordó amargamente McCarty—. Es completamente seguro. Lo tengo todo bajo estricto control. —Lanzó una mirada asesina al otro—. ¡Idiota! ¿Dónde estabas cuando repartían los cerebros?

Larman trató de defenderse. McCarty ni siquiera le escuchó.

—Una batería —deliró—. Algo tan simple como una pila de linterna. ¿Te das cuenta realmente de la cantidad de energía que esa cosa almacenó?

—Yo...

—¡El Filón! —McCarty sollozó tan solo al pensarlo. Sollozó de nuevo al contemplar el hueco situado donde había estado la nave. Luego continuó con amargura—. Náufragos, ¿y por qué? Porque el tonto que me acompañaba no tenía la imaginación de un piojo. Porque no podía ni siquiera imaginar lo que había encontrado.

—¡Espera un momento! —Larman se dolió de la injusticia de la acusación—. ¿Acaso pudiste imaginarlo tú?

—Ahora lo puedo —contestó McCarty—. Casi me lo imaginé antes, pero tú parecías tan seguro... Era una bomba, eso es lo que era. ¡Una sucia, encubierta y disimulada bomba de tiempo!

—Pero... ¿de los nativos?

—De los nativos no. No sé ni quién ni cuándo la hicieron, pero eso es lo que era. Tal vez en otra época los nativos reconocieron el peligro. No lo sé, pero apostaría que ese era el motivo por el que había sido enterrada. ¿Qué otra cosa se podría hacer con algo como eso?

Nada, excepto quizás congelarla dentro de hielo, o soltarla en el espacio. Mientras pudiera seguir recibiendo energía era un peligro potencial, y nada podía evitar que recibiese energía. Al menos enterrada profundamente en el suelo quedaría frenada su velocidad de absorción y, cuando finalmente estallase, el daño que podría causar no sería tan grande.

Mirando el cráter, Larman se maravilló del poder de la esfera. La mayor parte de la fuerza había sido confinada por la nave, pero aún así había sido considerable. Y él había sido quien había suministrado la energía extra que necesitaba para alcanzar el punto crítico.

Naturalmente, McCarty tenía razón, ahora podía darse cuenta. La esfera era un arma, diseminada por una raza en guerra con Kaldar. Una arma que, cuanto más pensaba en ella, más diabólica le parecía. Pequeña, indestructible. Una cosa que, simplemente, permanecía inerte, empapándose con la energía del sol, hasta que, de repente: ¡Bum!

Y él había creído hallar el Filón.

McCarty gruñó, y su compañero se alzó a su lado. Desde el lindero de la jungla se les estaba acercando una columna de nativos. El viento soplaba en su dirección y el estómago de Larman protestó al llegarle el olor. Protestó aún más cuando recordó que, si quería comer, tendría que hacerlo en su poblado.

Olvidó su estómago cuando vio lo que llevaban.

Cada nativo arbolaba una sonrisa y extendía su mano izquierda, preparada para recibir cuentas de colores, riqueza casi imposible de imaginar para él.

En la otra mano llevaba, besada por el brillante fulgor del caluroso sol, una bola, de unos cinco centímetros de diámetro, de negrura absoluta.

Los nativos habían hallado su Filón.

Título original:

JACKPOT

© 1961, Nova Publications Ltd.

Traducción de S. Castro