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EL SECRETO DE LAS CUEVAS

 

Los toscos troncos de la empalizada del monasterio estaban viejos y combados y había muchos agujeros y rendijas en la madera. Estaban cubiertos de brea y formaban una barrera defensiva bastante pobre, si es que ese era su propósito. Cnán y Finn se acercaron con cautela a la empalizada y se arriesgaron a mirar por las rendijas. Allí descubrieron el origen del mal olor.

La peste había ido en aumento a medida que subían por el precario sendero, como si treparan atravesando auténticas capas de hedor. La escasa brisa que soplaba había desaparecido, y ahora, en la letárgica quietud de la tarde, el olor se les pegaba. Se colaba por las costuras y debajo de su pelo. Antes, con la ayuda de la tintura de menta de Yasper, Cnán había mantenido el estómago tranquilo, pero ahora... Armándose de valor ante la posibilidad de una peligrosa pérdida de autocontrol, volvió a apoyarse en la sucia y torcida empalizada y arrimó un ojo a uno de los agujeros.

Había cadáveres de animales (tantos, que no era capaz de contarlos) esparcidos por el suelo como dejados allí por las manos de algún niño gigantesco y descuidado. La mayoría habían sido desollados y abandonados pudriéndose al calor del verano. Algunos de los cuerpos parecían retorcerse y sufrir espasmos, pero Cnán se negó a imaginar que alguno de esos cuerpos desollados y sanguinolentos pudiera estar vivo. No, eran las larvas y hormigas que trabajaban en el interior de sus costillares.

—Curtidores —susurró Finn sacudiendo su greñuda cabeza—. Vagos y derrochadores. —Caminando de lado, hizo una seña para que lo siguiera. Ella fue detrás respirando por la boca.

En el interior de la empalizada, los edificios de una planta estaban distribuidos por el perímetro de un terreno común. Eran estructuras sencillas, con escaso arte en su construcción. «Uno para dormir, otro para comer y otro para rezar —pensó Cnán contándolos—. Y uno más para su horrible trabajo». En el patio había otra estructura, una caseta rectangular para un pozo con una puerta de madera muy deteriorada.

De los livonios y los indigentes no había ni rastro.

—¿Dónde...? —susurró en voz baja a Finn, que se limitó a encogerse de hombros como respuesta.

Cnán se desplazó unos pocos pies por la empalizada en busca de otra rendija para espiar. Miró por ella moviendo el cuerpo de un lado a otro intentando ver más zonas del patio, pero no sirvió de nada; el monasterio estaba desierto.

—¿Dónde se han metido? —se preguntó en voz alta.

Era posible que estuvieran en el interior de uno de los edificios, pero no podía imaginar un motivo para ello. Habían abierto la puerta enseguida, lo que indicaba que habían sido invitados y no iban (como erróneamente había dicho Feronantus) persiguiendo a los míseros curtidores. «Pero ¿qué habrá en esos edificios que sea tan importante como para salir huyendo de nosotros?», se preguntó.

Finn le dio un golpecito en un hombro y señaló el borde de la empalizada. Representó el acto de escalar y puso las manos para que ella las usara como escalón.

—Ah, no —dijo ella—, no pienso tocar esa empalizada.

—¿Prefieres la puerta principal? —preguntó él.

—Preferiría no...

Un golpe de metal contra piedra la interrumpió y ambos volvieron su atención hacia el monasterio.

De repente habían aparecido dos livonios junto a la caseta del pozo. Uno había dejado su escudo apoyado en la pared. Ese era el sonido que los había alertado: el metal rascando la piedra. Los livonios estaban tristes y enfadados (se dio cuenta de que no era algo que pasara entre ellos, sino alguna orden que les habían dado).

—Los dos que se desmayaron —susurró Finn—. Están de vigilancia.

—¿Qué están vigilando?

Como para responder a su pregunta, la puerta de la caseta del pozo se abrió con un chirrido y expulsó a uno de los monjes andrajosos. Los livonios se mantuvieron a distancia y el monje se dirigió a ellos cotorreando animadamente en ruteno, y no paró hasta que uno de los caballeros llevó la mano a la empuñadura de su espada. Graznando como un cuervo enfermo (y no muy diferente de él en su aspecto), el hombre andrajoso se marchó corriendo y se escondió en el edificio más cercano.

Cnán se fijó en la caseta del pozo. Era muy pequeña, y aunque en ella podrían caber los tres hombres y el pozo, no podía imaginar que los livonios soportaran la presencia del asqueroso monje durante más de un instante.

Cuando se marchó el monje, los livonios se quedaron sin alguien a quien molestar, y su atención dejó paso a la modorra y el aburrimiento. El que no llevaba el escudo empezó a buscar con ansiedad examinando con mucha atención el suelo a su alrededor. «Busca un lugar para sentarse», pensó Cnán, y no pudo culparlo por sus escrúpulos.

—Cuevas —dijo Finn.

—¿Qué?

—Cuevas —repitió él—. Bajo esta colina. —La cogió por un hombro y la apartó de la empalizada—. Tenemos que decírselo a Feronantus.

—Me ha sorprendido que Illarion no estuviera interesado en bajar aquí —susurró Roger a Raphael—. Ahora me gustaría haber pensado un poco más en qué significaba eso.

Era una voz que salía de la oscuridad. Durante la primera parte de la expedición (un descenso por bodegas, bodegas más profundas y criptas del priorato), Vera había iluminado su camino con una antorcha. Las rapiñas de los mongoles los habían dejado con escasas reservas de aceites de buena calidad, así que la antorcha era un palo con un trapo empapado en grasa animal fundida, que se utilizaba para la iluminación solo porque estaba rancia. Ya apestaba incluso antes de encenderla, y había ido extendiendo una nube de humo denso y grasiento que habrían podido seguir con el olfato incluso si no hubieran podido ver su parpadeante luz amarilla.

Tras una serie de descensos a lugares aún más profundos, húmedos y oscuros de la infraestructura, llegaron a un lugar en el que el techo era tan bajo y la ventilación tan escasa que Vera se había visto obligada a apagar la antorcha, no sin antes encender un par de rudimentarias velas que consistían en la médula de alguna planta impregnada de sebo. A su luz, gatearon para pasar una pequeña abertura y llegaron a lo que claramente era una cavidad natural. Las marcas de escoplos en las paredes indicaban que la cavidad había sido ensanchada, y sillares sujetos con mortero formaban un suelo plano, al menos a lo largo de las primeras docenas de pasos.

El comentario de Roger había sido probablemente una referencia a cómo olía el lugar. No estaba bien ventilado. Había matices en el olor que revelaban claramente que aquellas cuevas estaban comunicadas directamente con todas las cloacas de Kiev. Eso, por sí mismo, no tenía nada de particular. Era imposible ir a cualquier lugar cercano a un asentamiento humano sin oler lo que corría por sus cloacas. Y con ello se mezclaban los rancios vestigios de una población incontrolada de roedores. Pero la nariz de Raphael también detectaba un inconfundible olor de carne muerta. No el insoportable y nauseabundo hedor de alguien muerto hace poco, sino más bien el producto de una larga descomposición que se ha prolongado mucho tiempo.

—Es notable —dijo Raphael— que las ciudades puedan ser tan distintas en sus edificios, su gente y sus costumbres, y las catacumbas siempre sean iguales.

Vera y Percival iban varios pasos por delante de ellos; la doncella del Escudo conocía el camino y se movía con rapidez por las galerías, que se volvían más difíciles y tortuosas cuanto más se adentraban en el corazón de la colina. Percival llevaba su vela y proyectaba una larga sombra sobre el suelo tras él, que Raphael intentaba eliminar con la débil luz de su vela. Pero lo deslumbraba la llama delante de su cara. El suelo se hacía más irregular; los albañiles no se habían atrevido a aventurarse en esa zona de las catacumbas para pavimentarlas. Roger se había adelantado hasta la primera posición para que la llama de la vela no lo deslumbrara, y Raphael sostenía la vela alta para que su luz pasara por encima del hombro de Roger y este pudiera ver el camino y evitar los peligros.

La atención de Raphael iba de un lugar a otro. Se fijó en varios nichos tallados en las paredes. Algunos de ellos estaban ocupados por cuerpos envueltos en sudarios. Otros estaban vacíos, salvo por mantas revueltas y pieles rasgadas y sucias. Roger se fijó en lo mismo y se volvió con cara de incredulidad.

—¿La gente duerme aquí?

Raphael hizo un esfuerzo por no reírse. Vera lo oiría y se ofendería.

—Quizá durante los peores días del asedio de los mongoles —aventuró—. Pero no puedo creer que las buenas de las hermanas se habituaran a ello.

La galería se bifurcaba de vez en cuando, y cada vez que lo hacía, Vera los conducía por el camino que consideraba correcto y comentaba algo a Percival acerca de lo que habrían podido encontrar si hubieran tomado el otro camino. En muchos casos se trataba de varias clases de objetos y reliquias de santos, pero al parecer algunas galerías llevaban a diversas iglesias y monasterios de la ciudad.

—Al parecer todos los edificios religiosos de esta ciudad —dijo Raphael en voz baja a Roger— están conectados por esta red subterránea.

—Fue una suerte para ellos que los mongoles nunca la descubrieran —comentó Roger.

Raphael se encogió de hombros.

—Dudo que los mongoles puedan llegar a aventurarse en un sitio como este. Ninguna victoria justificaría eso.

—Lo cual nos conduce a la pregunta... —empezó Roger, y luego se quedó callado.

—¿De qué demonios hacemos aquí? Cumplir una misión, está claro.

Raphael tuvo la sensación de que estaban cerca de sufrir alguna clase de crisis, porque la galería se había vuelto complicada: ahora consistía en una serie de salas de formas y tamaños diversos unidas por gateras por las que había que pasar reptando o trepando, con solo unos huecos tallados a cincel en la piedra resbaladiza para usarlos como estribos. Al llegar a una de las bifurcaciones, Vera tuvo que parar para pensar durante un rato inquietantemente largo. Pero entonces, al advertir una concentración de marcas de hollín dejadas por las antorchas y velas de los peregrinos que habían pasado antes, los llevó por fin rodeando una gran roca y por una cornisa que resultaba invisible hasta llegar a ella. Entraron entonces en una sala con el suelo plano y suficientemente amplia para que los cuatro pudieran estar cómodamente de pie y mirar a su alrededor.

El contenido de la sala no resultó tan interesante para Raphael como la cara de sus compañeros: Vera, cuyo sentido del deber y la hospitalidad no conseguía ocultar por completo su impaciencia; Roger, que no se creía que pudiera estar en un lugar como ese cuando se suponía que debía estar cabalgando hacia el este para matar al gran kan; y los dos miraban con curiosidad a Percival, cuyo rostro reflejaba atención, interés y avidez.

Sin duda aquella sala era un lugar importante. Por todas sus paredes había soportes de hierro forjado para colocar antorchas, vacíos en ese momento; las manchas de hollín en la piedra por encima de ellos indicaban que en algún momento habían sido utilizados para iluminar ritos sagrados de alguna clase. La débil luz de las velas iluminaba relieves en las paredes, visibles en algunos lugares y escondidos en la sombra en otros; efigies pintadas de personajes que Raphael supuso que habían sido conocidos en la historia de aquel lugar. Había uno alto y terrible, sentado en un trono, en actitud rígida y digna, desafiado por tres figuras a caballo con espadas que brillaban intermitentemente con la luz irregular de las antorchas.

—Koschéi el Inmortal —dijo Vera siguiendo la mirada de Raphael—. Un espíritu maligno, un zar déspota derrotado hace mucho tiempo. Estás sobre la tumba de alguien que se puso frente a sus hermanos para que le dieran muerte. —Vera se volvió hacia una inscripción tallada en la pared. La lengua era más parecida al griego que al ruteno.

—La tumba del santo Ilya —murmuró Raphael traduciendo el nombre grabado en la piedra.

—Ha vigilado este lugar durante incontables años desde que derrotó a los enemigos de nuestra tierra —dijo Vera tocando la piedra con reverencia. Entonces se volvió para mirar a Raphael a los ojos—. No hay lugar más seguro que este para esconder secretos.

Después de un momento, Percival se arrodilló frente a la inscripción y se santiguó.

—Os agradezco vuestra confianza al enseñarnos esto, hermana Vera. Rendir homenaje ante la tumba de alguien así es un honor que se concede a pocos hombres.

—Lo llamaban Chobotok —dijo Vera—. Significa «bota». Venció a numerosos enemigos con su bota como única arma.

La mirada de Raphael saltó a la cara de Roger, que estaba a punto de romper a reír. Alargó la mano libre hasta el hombro de Roger y lo sacudió levemente. Este, sobresaltado, se volvió para mirarlo. Raphael le dijo discretamente que no con la cabeza y miró hacia Percival, que seguía arrodillado y murmuraba una oración en latín.

—¿Te habla el santo Ilya, hermano? —preguntó Raphael amablemente—. Porque debe de haber algún motivo para que Dios nos haya guiado hasta este lugar.

Tras un silencio largo y angustioso, Percival habló.

Mientras intentaba recobrar el aliento tras la precipitada carrera cuesta abajo (por no hablar de su ritmo cardíaco), Cnán dejó que Finn explicara lo que habían visto a Feronantus y a los demás. Al principio parecía agobiado por tener que hablar tanto, pero después de las primeras frases tomó posesión de él una sorprendente locuacidad.

Cuando salieron de Legnica, la rudimentaria forma de latín que hablaba el cazador era casi incomprensible para Cnán, pero ahora, después de casi dos meses en su compañía, se dio cuenta de que lo entendía.

—¿Qué podían esperar encontrar en esas cuevas? —preguntó Feronantus cuando Finn acabó.

El cazador se encogió de hombros.

—Entre esas paredes no hay nada de valor. En algún lugar está lo que quieren los livonios, pero tienen que pasar por las cuevas para conseguirlo. Si no fuera así, habrían traído sus caballos.

—Un grupo de asalto —dijo Eleazar con desprecio.

—Pero ¿para asaltar qué? —preguntó Yasper acariciándose la barba. Miró a la iglesia de la otra colina, las cúpulas bulbosas que asomaban por encima de las ruinosas murallas—. ¿La catedral?

—Percival... —El nombre había salido de la boca de Cnán antes de que pudiera evitarlo, y se pateó a sí misma mentalmente por el desliz. Era su corazón, pensó con rabia, que seguía latiendo con fuerza por efecto de la carrera colina abajo, quien la había traicionado.

—Yasper —ordenó Feronantus—, quédate con Finn y Cnán. No pierdas de vista el monasterio. Si vuelven los livonios, síguelos. —Cogió sus riendas y las sacudió para llamar la atención de su caballo—. El resto de vosotros id hasta la catedral para avisar a nuestros hermanos.

Istvan se echó a reír y picó a su caballo en las costillas. Era indudable que el húngaro estaba deseando tener otra oportunidad de encontrarse con los livonios. Su caballo salió disparado y, con él al frente, la partida se fue al galope por la carretera hacia la colina.

Yasper se abanicó con la mano para disipar el polvo que habían levantado sus compañeros, pasó una pierna sobre la silla y se dejó caer al suelo.

—Bien... —comenzó, mientras hurgaba en sus alforjas y sacaba unos cuantos cachivaches y baratijas—. Creo que deberíamos ponernos en marcha. —Cogió una de las dos jarras que había encontrado antes y la metió junto con los objetos que acababa de seleccionar en una gran bolsa que llevaba colgada de la cintura.

—¿Ponernos en marcha? —preguntó Cnán.

Yasper levantó la vista hacia el monasterio con los ojos entornados.

—Sí.

—Feronantus ha dicho que tenemos que esperar a ver si vuelven. No dijo nada de subir ahí arriba.

Yasper se encogió de hombros.

—Tampoco ha dicho que no debamos ir. —Jugueteaba con el frasco de tintura de menta—. ¿De verdad olía tan mal?

Cnán le quitó el frasco de la mano.

—Peor que cualquier cosa que puedas imaginar —respondió. Extendió una buena cantidad de la tintura por varios de sus dedos, se untó bien la nariz y devolvió el frasco al alquimista—. Nos limitaremos a vigilarlos —dijo ella— desde el exterior de la empalizada.

—Por supuesto —dijo Yasper con indiferencia, como si comentase el tiempo o el color de su túnica. Se untó la tintura en el bigote y luego se retorció un poco las puntas con los dedos aceitosos—. ¿Solo dos? —preguntó.

Finn asintió con una gran sonrisa.

Yasper se fijó en la ruinosa empalizada que rodeaba el monasterio.

—¿Cojo alguna cuerda? —preguntó.

—Piensas demasiado —se burló Finn—. La puerta es endeble. Subimos, la derribamos, luchamos con los livonios.

—Yo creía que eras un hombre más sutil, Finn —bromeó Yasper.

Finn levantó una ceja mirando al alquimista y sopesó su jabalina de caza.

—La sutileza es para cuando se persigue a una presa que huye. En otros momentos no sirve para nada.

Una sonrisa inundó lentamente el rostro de Yasper mientras se volvía para hablar con Cnán.

—¿Cuántos de esos... monjes harapientos... viste?

—Solo uno, pero debe de haber más —respondió Cnán a regañadientes—. Salvo que se fueran con los livonios.

Lo que sugería Yasper parecía una locura, pero podía apreciar algunos aspectos buenos de su plan. Antes no habían pensado en las intenciones de los livonios, y el grupo de asalto había conseguido desaparecer frente a sus narices. Si iban a seguir a los livonios, probablemente no había otra manera de alcanzarlos lo bastante deprisa para averiguar sus intenciones.

—Los curtidores —explicó— desuellan los animales allí arriba, así que supongo que tienen algunas herramientas.

—Llévanos —pidió Yasper intercambiando una mirada con Finn, que estaba a la vez medio loco por la excitación y medio asustado.

Cnán sentía idénticas emociones que subían desde el fondo de su estómago. ¿Estaba el contagioso ímpetu de sus compañeros arrastrándola a la misma clase de locura?

—Si el santo Ilya no te ofrece su guía, hermano, entonces quizá lo que... nosotros... buscamos no está en estas cavernas y deberíamos dejar que la hermana Vera reanude sus obligaciones habituales arriba —propuso Raphael—. Salvo que puedas darnos algún ligero indicio de cuál podría ser el objeto de tu misión.

—Indicios, quizá. He visto poco, y he sido iluminado aún menos sobre su significado —dijo Percival poniéndose de pie—. Hay una reliquia escondida en algún lugar secreto y es vigilada con fervor. Un cáliz, buscado por muchos y protegido por los dignos de hacerlo, que yo esperaba que quizá podría encontrarse aquí.

Tras eso se hizo el silencio, Raphael recordó una conversación entre Percival y Taran que había oído sin intención, en la que el difunto oplo era interrogado por Percival sobre los mitos del caldero de su Irlanda natal. Estuvieron conversando hasta bien entrada la noche mientras Raphael daba vueltas en el catre deseando que acabasen y se callaran. Raphael no había vuelto a pensar en aquella conversación hasta ese momento.

Percival buscaba el grial y esperaba encontrarlo en Kiev.

—Hemos protegido muchas cosas a lo largo de los años —replicó Vera—, pero el santo grial no se encuentra entre ellas.

Percival hizo una respetuosa inclinación de cabeza, aunque no pudo ocultar la expresión de desilusión que pasó brevemente por su rostro.

—Pero, desde luego, protegéis algo.

Vera no contestó.

—Os ayudaremos aunque no reveléis vuestros secretos —dijo Percival con tranquilidad—. No lo dudéis.

Una expresión de consternación (¿o era exasperación bien disimulada?) pasó por el rostro de Vera. Había dicho poco antes que aquel era un buen lugar para hablar de secretos. Sin duda (al menos para Raphael) ella había insistido en que Percival le revelase su secreto. Pero él lo había interpretado al revés y había supuesto que Vera tenía algo que revelar.

Esta meditó sus palabras en silencio, con el suave crepitar de la vela de sebo que iluminaba su cara como único sonido. Luego miró sucesivamente a los tres y por fin se ablandó.

—Os contaré lo más parecido a un secreto sagrado que tenemos en este lugar. Según la leyenda, en la tumba del santo Ilya se guarda el huevo de Koschéi el Inmortal.

Percival no intentó ocultar su interés.

—Contadnos más de ese huevo sagrado.

Roger, incapaz de contenerse, les dio la espalda, fue hasta la pared más próxima y apoyó la frente en la piedra fresca.

—No es sagrado —dijo Vera—. Más bien lo contrario: contiene el alma del maligno Koschéi, y quien lo posea tendrá a Koschéi en su poder.

—¿Tal vez está dentro de alguna reliquia sagrada? ¿Algo como un cáliz o una copa?

Ahora no cabía duda de que Vera miraba mal a Percival, y esta vez parecía que no quería hablar claro.

Roger se volvió hacia el centro de la sala y fue despacio hasta Percival.

—¡Hermano! —exclamó—. ¿Cómo es posible que no entiendas sus palabras? No está aquí. ¡Hemos hecho todo este camino para escuchar un cuento de hadas sobre un duende malvado que conserva su alma en un puto huevo! Fuera cual fuere el objetivo que te llevó a desviar nuestro camino hacia Kiev, no era este; era otro que no estamos persiguiendo mientras seguimos en esta cloaca charlando sobre Koschéi el Inmortal.

Otro hombre podría haberse ofendido, pero no había ira en la cara y los ojos de Percival cuando miró a Roger. El silencio que vino a continuación fue largo.

Muy largo, y primero Vera, luego Roger, Percival, y por fin Raphael empezaron a mirar hacia la salida de la sala cuando llamaron su atención ruidos cada vez más próximos que no podían ser cosa de ratas. Al principio eran voces humanas que sonaban en la lejanía reverberando en los recovecos intestinales de la caverna. Pero al prestar atención empezaron a distinguir el tintineo metálico del acero; del que se lleva sobre el cuerpo como armadura y del que se lleva en la mano como arma.

—No estamos solos aquí —dijo Raphael.