16
EL HOMBRE DE ROMA
Dietrich von Grüningen había intervenido en unos cuantos torneos desde que llegó a Heermeister (el jefe militar de la Fratres Militiae Christi Livoniae, la Hermandad Livonia de la Espada). No era ajeno al aburrimiento que solía rodear tales procedimientos. Pero aquel espectáculo de gladiadores, con el patronazgo de uno de los kanes del ejército mongol invasor, no era como los demás. Se parecía en que consistía en una reunión multitudinaria de gente que presenciaba un combate con armas entre dos contendientes, pero a diferencia de otros torneos, que solían durar un día o dos, la duración de este dependía del deseo del anfitrión de seguir contemplando el espectáculo.
La invitación, a la que habían respondido él y otros maestres de órdenes militares, hacía referencia a un torneo para decidir el destino de Europa. Los paladines se enfrentarían en combate singular, pero no había quedado claro cuál sería el botín del ganador. El kan (Onghwe, un hijo del kan de kanes, Ogodei) había dejado entrever que no atacaría Europa si perdía. Pero él era solo uno, y ni siquiera el más poderoso, entre varios generales que amenazaban a Occidente. ¿Cuál era la finalidad real de aquellos juegos?
«Competir —había dicho el santo padre cuando Dietrich se lo había preguntado dos meses antes, durante su audiencia con el Papa en Roma—. Es un entretenimiento que pueden permitirse. Nos enseña qué concepto tienen de nosotros. Después de la devastación infligida a buenos soldados cristianos en Legnica y Mohi, ya no temen nuestra potencia militar».
«Entonces, ¿cuál es el propósito de participar en esta farsa?», fue la pregunta de Dietrich.
«El gran kan quiere extender sus dominios —respondió por fin el papa Gregorio IX—. Como todos los conquistadores que lo han precedido (hombres cortos de miras que creían que las tierras y los tributos definen un imperio). Estas son cuestiones que no nos preocupan».
«¿Y qué lo hace?» —fue la pregunta del maestre.
La respuesta no salió del propio pontífice, que había quedado inconsciente. Sus ojos seguían abiertos y su pecho aún subía y bajaba, aunque el movimiento era difícil de advertir a través de la voluminosa vestimenta y de las mantas que lo cubrían. La habitación daba al oeste y las ventanas eran lo bastante grandes para que el sol entrara en la habitación durante la mayor parte del día. Solo llevaba algunos minutos de pie allí y su espalda ya estaba caliente. El Papa llevaba mucho más tiempo y su cuerpo aún temblaba ligeramente.
Dietrich no podía liberarse de la sensación de presagio producida por lo delicado que parecía estar el obispo de Roma. El peso de la Iglesia era enorme y aplastaba a cualquier hombre que ocupase ese puesto, pero en el año transcurrido desde su última audiencia parecía como si la vida de Gregorio IX fuera abandonándolo como el jugo de una uva.
«La continuidad de la Iglesia —fue la respuesta del cardenal Fieschi mientras acompañaba a Dietrich de vuelta a la gran sala del palacio de Letrán—. En respuesta a vuestra pregunta, nos preocupa la continuidad de la Iglesia, porque ella es el alma del pueblo. Nosotros somos la roca a la que se sujetan cuando todo lo que los rodea es arrasado».
«¿Qué tengo que hacer?» —fue la pregunta de Dietrich, que buscaba una respuesta a su convocatoria a Roma, una respuesta que el débil Papa no le había dado durante su breve audiencia.
«Aseguraros de nuestra supervivencia. Sería mejor si las hordas mongolas no siguieran invadiendo la cristiandad. Si no fuera posible evitarlo (y nos damos cuenta de que tal indolencia sería algo muy improbable e impropio de semejante turba), ¿cómo se reduce la fuerza de un ejército antes de que llegue a tus puertas?».
«Haciendo que el recorrido le salga caro —fue la respuesta de Dietrich—·. Cada legua que avanzan es una legua más que los separa de sus casas, una legua más que se adentran en tierras que no controlan. Unas tierras que tienen que ganarse».
Redirigir un ejército incontenible e ir mermando su hueste de guerreros hasta que el coste de la conquista fuera demasiado alto era un problema aparentemente imposible de resolver, un problema en el que había pensado cada día (no, cada hora) hasta que llegó a Legnica. El circo no parecía más que un capricho pasajero, el entretenimiento veraniego de un desocupado. En otoño las huestes mongolas habrían acabado de reabastecerse y estarían mirando hacia el sur, en busca de parajes más templados que conquistar. ¿Cómo iba a conseguir él desviar su atención de Roma?
Y entonces la solución se presentó sola. Al norte de los campos de muerte y de la palestra recién edificada, además de la destartalada aglomeración urbana que había crecido a su alrededor, había un viejo monasterio. Había sido abandonado por sus antiguos moradores y ahora acogía a nuevos penitentes, más militares que espirituales en sus inclinaciones. Su bandera, izada sobre la antigua sala, era una rosa roja sobre una estrella amarilla de trece puntas.
La Ordo Militum Vindicis Intactae.
Los combates de gladiadores eran la clase de entretenimiento para campesinos que solía ser la actividad principal en el Coliseo de Roma; sin duda el kan de los mongoles sabía cuál era la mejor manera de evitar el desencanto de sus tropas ante la falta de ocasiones para la rapiña y el saqueo. Una vez a la semana se celebraban combates a muerte. Los demás días se completaban con enfrentamientos no letales, un remedo de torneo cuyos participantes ganaban el derecho a luchar ante el disoluto kan. Dietrich sospechaba que mientras la venerable Hermandad del Escudo pudiera aportar carne de espada para la palestra, el circo podría durar mucho tiempo.
Lo bastante para que se perdiera el impulso de avanzar antes del invierno.
No era un gran respiro, pero era un comienzo. Cada estación que transcurría sin un nuevo avance de los mongoles en tierras de la cristiandad era un tiempo que sus superiores de Roma podrían aprovechar para negociar un tratado de paz. No duraría. Los mongoles, de forma semejante a los árabes en Levante, eran paganos, y Roma sabía que no se podía confiar en ellos. Pero un tratado de paz podría bastar para hacer que su atención se dirigiera hacia otro lugar.
La multitud estaba de pie, chillando y bramando ante el espectáculo. El luchador mongol, un hombre con una indumentaria muy llamativa que se completaba con una máscara siniestra con bigotes blancos, había perdido su arma; el caballero de la Hermandad del Escudo había conseguido quitársela, pero estaba claro que no sabía utilizarla bien. El luchador mongol (alguien llamado Zug, si había entendido bien los gritos del público) al menos había cambiado su cuchillo de caza por algo más largo. Tirar su espada corta al caballero había sido una maniobra inútil en el mejor de los casos (una hoja como esa nunca podría atravesar la armadura del caballero), pero le había dado la oportunidad de ir a recoger la espada del caballero. Si sabría o no blandiría con eficacia era otra cuestión; Dietrich dudaba de que ese hombre tuviera alguna experiencia con montantes o espadas de guerra de dos manos.
Algunos de sus caballeros utilizaban un arma como esa, pero era demasiado grande y engorrosa para su gusto. Era un arma para un hombre a quien le gustara llevar armadura, que prefiriera estar en el corazón de la batalla. Según la experiencia de Dietrich, estar tan cerca de los enemigos implicaba que se había cometido un error táctico, y esos errores siempre tenían un precio.
Había oído informes sobre el general mongol Subotai procedentes de los supervivientes de la batalla del río Sajó. Utilizó arqueros montados, guerreros increíblemente rápidos y móviles que se mantenían fuera del alcance de la espada y de la lanza. Para cuando se consigue llegar hasta ellos, ya han podido lanzar todo el contenido de una aljaba contra tus filas. Errores caros.
Burchard, uno de sus dos guardias personales, dio un codazo a Dietrich para llamar su atención sobre un movimiento de ola en la multitud. Dietrich salió de su ensoñación y miró lo que había intrigado a su compañero livonio.
—Un provocador —señaló Burchard—. Ha tirado algo. —El alto alemán había sido explorador durante años antes de convertirse en guardia de Dietrich, y su agudeza visual era famosa entre los miembros de la Hermandad Livonia de la Espada.
Dietrich se esforzó por distinguir el pequeño objeto que rodaba sobre la arena y luego desistió de determinar qué era; pero en cualquier caso la reacción en las gradas fue mucho más interesante.
Alguna clase de emoción recorría la multitud como una ráfaga de viento recorre un campo de centeno, una ola que corría a medida que se volvían cabezas hacia el enorme pabellón donde estaban el kan y su cortejo. Del sombrío interior de la tienda salió alguna señal, la ola corrió por la multitud en sentido contrario, dividiendo a la masa. Todos se alejaron de un hombre como si acabase de empezar a arder. Un sarraceno, a juzgar por sus ropas. Estaba completamente aterrorizado y corrió hacia el límite del creciente círculo vacío que lo rodeaba como intentando no ser visto, pero media docena de manos se extendieron y lo empujaron. Resbaló por el suelo, y al pasar por el centro del espacio vacío se detuvo, súbitamente atravesado por tres flechas.
Dietrich observó que las colas de las tres flechas apuntaban a direcciones muy diferentes. Recorrió la palestra con la mirada intentando localizar las posiciones de los tiradores. Vio dos con bastante facilidad (estaban en plataformas fijas en el perímetro de la palestra). Burchard señaló al tercero, un mongol de pie justo bajo el pabellón del kan. Había un cuarto arquero en el lado opuesto, pero no había disparado.
El sarraceno se retorcía y gritaba, y la multitud mantuvo la distancia hasta que dos fornidos mongoles se abrieron paso a través del cordón de cuerpos. Uno de ellos golpeó la cabeza del moribundo con una maza redonda hasta que dejó de gritar, y después se llevaron el cadáver a rastras.
—Un error caro —murmuró Dietrich. Burchard levantó una ceja y Dietrich desestimó la pregunta muda del hermano de la espada con un gesto.
El ambiente se estaba recuperando de nuevo. El público empezaba a estar inquieto. El kan daba muestras de aburrimiento. Eso no era un buen presagio para el futuro del torneo. Dietrich miró a los dos hombres del ruedo como intentando imponer un cambio en su comportamiento mediante la sola fuerza de su mirada. «Este juego de intercambiar armas y empujarse como campesinos borrachos no va a mantener el interés del kan».
Los Hermanos del Escudo deberían ser más diestros de lo que estaban demostrando allí. Hacía muchos años que no los veía combatir, pero le parecía difícil creer que se hubieran alejado tanto de los paradigmas de la habilidad en el combate que él había conocido. Aunque la orden se había retirado de casi todos los servicios activos existentes, aún tenía unas cuantas ciudadelas propias y no había oído rumores de que sus filas hubieran sido diezmadas en combate. Ni siquiera en Mohi.
Era imperioso mantener viva aquella competición, y no podía poner en riesgo la seguridad de su propia orden haciendo que sus hombres participaran en el torneo. Fuera cual fuere la fecha del último torneo, la atención del ejército mongol volvería a dirigirse a Europa, y de poco serviría a su orden y a sus superiores en Roma que los Hermanos Livonios de la Espada se hubieran ganado una reputación de fieros guerreros. Necesitaba que los mongoles se sintieran amenazados por alguna otra orden, pero si todo lo que quedaba de la Ordo Militum Vindicis Intactae eran viejos y niños, sería muy difícil que la atención del disoluto kan se fijase en la Hermandad del Escudo.
El primer impulso de Haakon tras coger la guja de Zug fue adoptar la que Taran llamaba «la posición del pequeño muchacho asustado», que era una posición extendida con la punta del arma dirigida hacia delante. Hasta donde seguía funcionando su mente, eso era un intento (que cualquier muchacho asustado entendería sin duda) de mantener al coco tan alejado como fuera posible. Pero empezó a recuperar la capacidad de razonar durante la pausa para el júbilo que recorrió las gradas cuando Zug recogió el montante de Haakon y con ello completó el intercambio de armas.
Haakon se sentía instintivamente incómodo cada vez que pasaba más de unos instantes con su arma apuntando al frente. ¿Iba ese guerrero experimentado a correr a clavarse en su punta? Improbable. Además, ya había visto lo suficiente para entender que aquella hoja estaba hecha para lanzar ataques amplios, en arco y a distancia, y desde esa posición no podía hacerlo.
En consecuencia, bajó el brazo derecho hasta que la punta de la guja quedó solo a un palmo del suelo. Moviéndola a un lado u otro ahora podría bloquear un tajo o desviar una estocada del montante a cualquier altura. Desde allí podría moverla hacia cualquier lado según lo necesitara para detener las acometidas del enemigo. Y además, mediante un movimiento longitudinal de sus manos podría golpear hacia arriba con el borde afilado para cortar cualquier parte de su anatomía que Zug pudiera ofrecer. Por el momento, el blanco obvio era la pierna derecha, que estaba adelantada con respecto a la izquierda y no especialmente bien acorazada.
En el momento en que ambos se miraban, un objeto había caído al suelo de arena. Había rebotado en el casco de Zug con un ruido metálico y, aunque no le había causado herida alguna, ambos se quedaron momentáneamente sorprendidos.
Haakon había sido instruido insistentemente sobre la importancia de hacerse con la iniciativa. Según Feronantus, el destino derramaba bendiciones sobre aquel que tenía el valor de actuar primero. La voz de Taran se abrió camino a través del misticismo: «¡Mierda...! ¡Oblígalo a reaccionar ante tus actos!».
Haakon avanzó un paso, amagó un tajo rasante (un golpe obvio dada la posición de la hoja), luego retrocedió, hizo girar la guja una vuelta completa por encima de la cabeza y finalmente lanzó un tajo descendente.
Zug había mantenido el montante frente a él en una posición no muy diferente de la suya, pero que como guardia solo era útil contra golpes rápidos hacia la mano o el antebrazo. Una prueba más de que aquel hombre estaba borracho y no pensaba con claridad. La única oportunidad de Haakon era sacar ventaja de la lentitud de reacción de Zug.
Zug no se dejó engañar por la finta de Haakon, levantó rápidamente la espada y detuvo la guja con la guarda. Esta (nada más que una barra de acero) detuvo el golpe de Haakon, pero su fuerza dobló los brazos de Zug y la hoja de la guja rebotó en un lado de su casco.
Haakon había sido entrenado para esperar que su primer ataque fallase siempre, y por ello aprovechó el rebote de su arma para voltearla de nuevo y golpear por su izquierda. Esta vez no fue una finta, sino un golpe fuerte, dirigido a la pierna derecha de Zug.
Zug, con un movimiento mucho más corto, fue capaz de volver la punta de la espada hacia abajo e interponerla en la trayectoria del golpe. Ahora tampoco podía contar con resistir el impulso de la guja, pero esta vez tenía el suelo como refuerzo. Cuando sus hojas chocaron, la punta del montante fue a clavarse en la arena. También la de la guja.
Pero el extremo de la hoja de la guja apuntaba ahora al muslo de Zug. Haakon la impulsó hacia arriba. Zug, al ver venir el golpe, dobló la rodilla y dejó que la hoja pasara entre sus piernas. Lo mejor que podía hacer Haakon era mover rápidamente el asta del arma hacia la derecha utilizando como punto de apoyo la hoja vertical del montante clavada en el suelo para enganchar la pierna de Zug y hacerlo caer. Algo que, a juzgar por la reacción de la multitud, fue la cosa más sensacional que jamás hubiese sucedido en aquella palestra.
Un par de eslavos borrachos saltaban delante de él y, con su excitación, no tenían cuidado con el pellejo de licor de leche fermentada que compartían. La tercera vez que derramaron arji sobre sus hombros y salpicaron el gambesón de Dietrich, él interceptó el pellejo según se lo estaban pasando, y cuando uno de ellos quiso ver adonde había ido, Dietrich le dio un revés en la cara.
El segundo eslavo, con el rostro distorsionado por la confusión, soltó un grito apagado cuando Burchard estampó un gran puño en uno de sus riñones y lo empujó hacia delante, donde fue a chocar con los que estaban por debajo. La multitud se abrió y se tragó al inestable y quejumbroso borracho igual que un lago se traga una piedra.
El primer hombre, sujetándose la nariz rota y sangrante, miró atontado la pared de cuerpos que había delante de él intentando entender qué había pasado. Dietrich levantó otra vez la mano, pero su movimiento fue detenido por Sighebert, su otro guardia personal.
—Mi señor —dijo el alto franco—. Solo somos tres.
Dietrich refunfuñó reconociendo que su guardia tenía razón y lanzó el pellejo de arji hacia la multitud para que se reuniera con el hombre que Burchard había desplazado a la fuerza. El hombre de la cara ensangrentada también huyó, más para recuperar el licor que para ayudar a su compañero.
«Solo somos tres». Tenía veintiuno más en su campamento. Hermanos Livonios de la Espada completamente equipados. Había más de un millar de mongoles esparcidos por los campos alrededor de las ruinas de Legnica, y solo Dios conocía la población de la ciudad de tiendas que se extendía alrededor de la palestra y que crecía rápidamente. La mayor parte de ellos huirían al menor indicio de batalla, pero, de los que quedasen, ¿cuántos querrían unirse a él de alguna manera útil?
Eso no era nada comparado con el ejército principal de los mongoles que, tras ganar la batalla de Mohi, se iba adentrando en Hungría.
«¿Cómo se supone que voy a pararlos?».
Para los cardenales era fácil decirle que confiara en Dios; ellos estaban a salvo en Roma. Ahí, rodeado por una vociferante horda de salvajes sedientos de sangre, veía un gran vacío entre las creencias y los actos. A pesar de que a menudo rezaba a Dios pidiendo consejo y ayuda, Dietrich prefería confiar en el acero y en la destreza de sus hombres. Pero eran demasiado pocos para lo que había que hacer. Necesitaba un ejército.
Estaba muy bien que los dos luchadores estuvieran emocionando al público con sus estratagemas, pero eso no duraría. Incluso el más experto bufón de corte acababa quedándose sin recursos para entretener a su cada vez más hastiado público.
Dietrich llevaba su furia en silencio y sus manos se apretaban y aflojaban a sus lados mientras veía al caballero de la Hermandad del Escudo intentar clavar al campeón mongol a la arena roja con la guja.